Hermann Hesse | Fred Stein Archive / Getty Images

Por LEÓN SARCOS 

A Orlando Ochoa

La literatura: fragua de porvenir

La historia de la humanidad es un mágico e inconcluso rompecabezas, sin tiempos ni espacios, donde las ideas y los sentimientos de visionarios y pragmáticos reencarnan o resucitan —esta vez con distintas fragancias o envueltos en una nueva primavera— solos o en una mezcla genuina cuando menos lo esperamos.

Es mentira que las buenas ideas y los grandes sentires pasen; al igual que las modas, vuelven con otras apariencias, y es falso también que el tren de la historia solo pasa una vez: siempre hay otro que viene en su cola que sube a los intemporales que se rezagaron. Todo se junta y encadena, cambia, pasa, y lo mejor y lo peor de ese tiempo queda para volver a empezar.

Si bien los políticos actúan sobre la realidad para mejorarla, los hombres de letras vislumbran, a través del poder de la imaginación y los sentires, instrumentos y escenarios donde las almas encuentren la gracia y la bienaventuranza que todo espíritu sano reclama. Solo Dios o los dioses pueden cambiar la realidad, y como eso no se siente, no se anuncia y no se ve, siempre será imposible. La realidad simplemente es un largo, lento y misterioso proceso, tan pausado como el crecimiento de un gran árbol secuoya del cual nunca percibimos como alcanzó tal dimensión. Así es la realidad: solo la miramos perplejos cuando está frente a nosotros y nos sorprende con su rutina.

Como bien lo concibe Friedrich Hayek, la sociedad no es un sistema racionalmente organizado por alguna mente o grupo de mentes; es simplemente un orden espontáneo en permanente progreso, producto de la interacción de millones de seres, que no puede ser diseñado consciente y deliberadamente por ningún ser humano. Por ello las instituciones más importantes de la vida en sociedad (jurídicas, lingüísticas y económicas) son el resultado de un lento proceso de evolución en que millones de esos seres humanos de sucesivas generaciones han ido poniendo su granito de arena.

Las creaciones, los esfuerzos, las innovaciones, las contribuciones para alcanzar nuevos y mejores estadios de vida, de prosperidad, goces del alma y satisfacciones espirituales, forman parte de un lento avance imperceptible que permite ir decantando lo mejor y sedimentando la esencia de los más granados logros humanos. Una generación hoy puede no tener el protagonismo inmediato en el tiempo preciso en que ha hecho sus aportes, pero recogerá con creces los frutos de sus logros cuando los hombres de un tiempo que no fue el suyo estén dispuestos y se sientan convencidos y dignos al asumirlos.

Hugo von Hofmannsthal (1874-1929) escribe como el referente de una generación, de la cual forma parte Hermann Hesse, en Balada de la vida exterior:

Y crecen niños con ojos profundos, / que nada saben, crecen y mueren, / y prosiguen los hombres su camino, / y los frutos acres se endulzan, / y caen de noche como pájaros muertos / y yacen unos días y se pudren. / Y siempre sopla el viento, y siempre de nuevo / percibimos y hablamos muchas palabras / y sentimos el placer y el cansancio del cuerpo. / Y los senderos cruzan la hierba y hay lugares, / aquí y allá, llenos de antorchas, árboles y estanques / amenazantes y mortalmente marchitos… 

Poema dolorosamente bello que haría decir a Stefan Zweig: Uno de los grandes prodigios de la perfección precoz. Exceptuando a Keats y a Rimbaud, no se conocieron otros en aquel momento tan adelantados en el manejo preciso de sus lenguas. Hofmannsthal a sus 16 años, aún de pantalones cortos, impresionaba a la intelectualidad vienesa y se robaba la admiración de lo mejor de la crítica literaria.

Este gran poeta será la inspiración de una generación que marcará un hito en la historia de la literatura universal, si entendemos por generación al conjunto de individuos que, sin distingos de raza, religión, o clase social, nacen en una misma época en fechas cercanas, en un contexto histórico, social y cultural, y participan activamente con sus acciones y obras en la transformación cualitativa de un ámbito de interés, como la política y las artes.

Nuestra generación presintió, antes que nuestros maestros y universidades, que con el viejo siglo también se acababa algo en los conceptos del arte; que empezaba una revolución, o cuando menos un cambio de valores.

Entre otros: Hermann Hesse (1877-1962): El lobo Estepario; Thomas Mann (1875-1955): La Montaña Mágica; Franz Kafka (1883-1924): La Metamorfosis; Robert Musil (1880-1942): Un hombre sin atributos; Stefan Zweig (1881-1942): María Antonieta, Magallanes y Tres Grandes Maestros: Dickens, Dostoievsky y Stendhal; Karl Kraus (1874-1936), Los últimos días de la humanidad; Rainer María Rilke (1875-1926), Los Sonetos de Orfeo; y Martin Buber (1878-1965), Caminos de Utopía.

Expresión de esa generación también serán, en las letras francesas, dos de las figuras más trascendentes e influyentes en casi todos los géneros de la literatura en el siglo XX: Paul Valery (1871-1945) con su brillante prosa, palacio de precisos cristales, en lenguaje borgeano, y el gran Marcel Proust (1871-1922), el escritor que con su luminosa y extensiva prosa llegó a masculinizar la ternura.

Nadie como Stefan Zweig, ha logrado recoger en un libro, de manera tan impecable, sociológicamente hablando, los rasgos más resaltantes de la vida social y cultural de Europa y la educación y el clima de los años de formación de estos grandes de las letras —especialmente el ambiente que se respiraba en los años que preceden a la Primera Guerra Mundial en el imperio austro-húngaro y la Alemania imperial—. Obra de obligada lectura, por aleccionadora para todo ciudadano amante de la libertad, titulada: El mundo de ayer. Memorias de un europeo.

Su evocación se hace similar al inicio de un cuento de hadas: En aquel vasto imperio todo ocupaba su lugar, firme e inevitable, y en el más alto de los cargos estaba el emperador… Nadie creía en las guerras, las revoluciones ni las subversiones. Todo lo radical y violento parecía imposible en aquella era de la razón. Zweig diría por eso que el término más adecuado para definir aquel tiempo, su tiempo y el de su generación, era la palabra seguridad. La gente había llegado a creer más en el dios progreso que en la biblia, y su evangelio parecía irrefutable, probado por los nuevos milagros de la ciencia.

Para los jóvenes, por el contrario, era una sociedad de viejos, ultraconservadora, que los asfixiaba: Fruto de una moral victoriana, en cada gesto, en cada palabra parecía que la, decencia corría peligro de muerte. Los jóvenes no eran de fiar. Un bachiller de 18 años era tratado como un niño; se le castigaba cuando era sorprendido fumando… y a uno de 40 no se le consideraba maduro para confiarle un cargo de responsabilidad. Por eso al público le pareció escandaloso que Gustav Mahler fuera nombrado Director de la Ópera de la Corte a los treinta y ocho.

Era un ambiente de imperiosa religiosidad, que hizo decir a Hesse: Me quieren saturar de pietismo y no lo lograrán, y escribir Bajo las ruedas y a Musil, Las tribulaciones del joven Torless. El autoritarismo era ejercido a tres voces, a pesar de ser un Estado liberal: la del Pater Familias en la casa, la del maestro en la escuela y la del Estado en la vida pública.

Hay una frase de Hesse que dice mucho: ¡El mal nace del dolor! Y él lo vivió y lo sintió como muchos niños de su generación, en su casa físicamente y en la conciencia, cuando absorbía mucho sentimiento de culpa en comportamientos infantiles que no estaban normados y que su padre castigaba rigurosamente: Estos castigos de la mano de mi querido padre los recibía casi siempre resignado y en silencio; mas para mi pequeño corazón eran increíblemente amargos, dolorosos, humillantes. Son los primeros dolores de que puedo hacer memoria… antes de mi entrada al colegio.

En la casa, el Páter Familias ejercía la vigilancia y el control absoluto sobre cada uno de los movimientos; en la escuela, el autoritarismo del padre era legado al maestro. La casa y la escuela eran dos cosas diferentes: debía someterme a dos jefes; uno que contaba con mi amor y el otro con mi miedo.

La escuela siempre fue un espacio para la desdicha, donde iba con desgano a aburrirse y a aprender lecciones que después serían olvidadas por obsoletas. El trato era de cuartel, falto de toda sensibilidad humana. Estaban —según Stefan Zweig— obligados a aprender la lección y el examen era una medición para ver cuánto habían dejado de aprender.

En los trece años entre el colegio y el gymnasium —equivalente al bachillerato— nunca ningún maestro o profesor nos preguntó qué queríamos aprender, menos aún que pensábamos. El que nos sintiéramos bien o mal en el colegio, o en el gymnasium después, carecía de importancia. Era una escuela no para hacernos avanzar, sino para frenarnos, no para formarnos interiormente, sino para moldearnos con la resistencia mínima a la estructura establecida.

Muy pronto también nos dimos cuenta —escribe Zweig— de que todas las autoridades en las que habíamos depositado nuestra confianza en la familia, la escuela y a nivel público, en lo referente a la sexualidad se comportaban con notable falsedad y aún más, que en este tema a nosotros nos exigían secretismo y disimulo:

En nuestra época se consideraba la sexualidad como un elemento anárquico y, por lo tanto, molesto, que no se ajustaba a su ética y no era un tema apto para sacarlo a la luz del día, porque cualquier forma de amor libre iba en contra de la decencia… y así se acordó no hablar de esas cosas enojosas ni en la casa, ni en la escuela, ni en público, y suprimir todo lo que pudiera recordar su existencia.

La mujer solo encontraba la libertad en el matrimonio. Mientras más deseaba una mujer parecer una dama, tanto menos se debían reconocer sus formas naturales… Una muchacha de buena familia no debía tener la más mínima idea de cómo estaba formado el cuerpo del hombre, no debía saber cómo vienen al mundo los niños, y todo porque tenía que llegar al matrimonio no solo virgen, sino también pura espiritualmente.

Nosotros, jóvenes —confiesa Zweig—, no cedimos a tanto oscurantismo y adelantados con el especial olfato de sabueso que da la juventud, enamorados del arte, destacamos en las letras. Hoy puedo evocar aquellas discusiones enardecidas, aquella superación impetuosa… Dominábamos todos los recursos, extravagancias y audacias de la lengua; poseíamos las técnicas de todas las formas del verso; habíamos experimentado con innumerables ensayos, con todos los estilos, desde el pathos de Píndaro hasta la simple dicción de la canción popular… Cómo me abrían y me ensancharon, esos debates, la visión del cosmos espiritual, como nos dieron alas a todos para elevarnos por encima del desierto y la tristeza de la escuela. Mientras, los buenos de nuestros profesores inocentemente nos seguían marcando con tinta roja las comas que faltaban en la redacción de los trabajos… Oh, arte hechicero, cuántas horas grises…

Los gobernantes de esa etapa en Austria y Alemania, a finales del XIX y principios del XX —años previos a la Primera Guerra que los franceses bautizaron como la Belle Époque—, en su fe liberal pensaban que procurar el bien de todos los súbditos con pequeñas concesiones y mejoras paulatinas era suficiente garantía para permanecer en el poder. Olvidaban que apenas afectaban a 50 mil o quizás 100 mil personas de las élites acomodadas y no a cientos de miles o millones de ciudadanos de las urbes, desde donde se urdía la Rebelión de las Masas, título de un libro de Ortega y Gasset editado en 1929.

Luego de finalizada la primera guerra (1914-1918), las masas cargarán sobre sus espaldas el peso de la derrota de esta primera conflagración mundial, pues en ella, durante cuatro años desgraciadamente duros, perderán la vida millones de hombres y mujeres. Pero esa misma masa, paradójicamente y de manera muy circunstancial, también será su beneficiaria, porque los avances de los años veinte serán suyos, con sus esperanzas y el inicio de sus apariciones multitudinarias en el escenario histórico, con su modo de vida de hombre de calle.

Mucho se ha escrito sobre esta década de entreguerras, la cual—luego de la firma del tratado de Versalles— llevaba en su vientre el germen de una tragedia de mayores dimensiones y peligros para la humanidad, una vez superada la primera: la segunda Guerra Mundial. Esa década inmediata a la primera guerra afianzaría el progreso, luego de un largo periodo de incubación en una Europa que se apagaba para que una nueva naciera de las cenizas. Fueron los felices años veinte, o los locos veinte, que dieron la sensación de que el mundo era una fiesta.  Esos veinte de Isadora Duncan, Louis Armstrong, James Joyce, André Breton, Stravinsky, Kurt Weill, Diaguilev, Brecht, el jazz, el cine mudo y la revolución soviética fueron prolíficos aportes al porvenir del arte, la cultura y las reivindicaciones políticas y sociales que se sumaron al período de la Belle Époque.

Aparecerán, durante esos años, las ideologías de masas y se estructurarán organizaciones sociales en partidos que ofrecerán modelos de sociedad inspirados en las doctrinas socialdemócrata y socialcristiana, en el nacionalsocialismo, en el comunismo, en el anarquismo y en el fascismo, como corrientes ideológicas fundamentales para canalizar las aspiraciones populares. Sin duda, gracias a las ideologías de masas, se lograron durante las tres primeras décadas y luego del fin de la segunda guerra hasta bien entrado los ochenta, importantes reivindicaciones para las grandes masas desposeídas y los trabajadores del mundo mediante el Estado de Bienestar. Se consolida el progreso, especialmente en el orden económico-social. Pero aún no logra establecerse una generación que haga suya a conciencia la promoción de los cambios políticos y socio-culturales necesarios que exigía la realidad.

Ni a finales de los cuarenta, después de finalizada la segunda guerra, ni luego, en la década de los cincuenta, la gente estuvo preparada para hacer manifiestos los cambios que se habían ido destilando en el alma ciudadana desde principios del siglo XX.

Solo con la rebelión iniciada a principios de los 60 en la democracia más representativa del mundo, la estadounidense, cuando ya se habían sedimentado en el alma juvenil de esos años las aspiraciones de libertad y cambio de la generación de Hesse —y sus visiones encontrado cauce en la conciencia de una nueva generación preparada para asumirlos—, se iniciará uno de los momentos estelares de la historia de la humanidad. Esa nueva generación será la catalizadora de muchos esfuerzos individuales y colectivos desplegados por millones de hombres y mujeres en el mundo para asumir los adelantos que aquella élite de artistas —la mayoría de ascendencia judía— había hecho fragua del porvenir, al mostrar sus insatisfacciones de alma a través de su gran literatura para alumbrar interiormente a hombres y mujeres de todo el mundo y todas las épocas.

La generación de los 60 rompía las cadenas que sometieron a Kafka y lo hicieron sentir un insecto; esa generación hizo posible que la poesía no fuera un asunto solo de poetas prodigio, como Hofmannsthal, o adelantados, como Rilke; ella floreció en las voces de millares de jóvenes trovadores y en las de solistas de centenares de bandas de rock; esa generación desplazó al Pater Familias, que tanto atormentó al mismo Kafka, a Mann, a Musil y a Hesse, y puso en el centro del hogar la atención del niño; esa generación vio en el protagonismo de la mujer un alumbramiento que permitió lanzar los sostenedores a la pira de fuego y asumir el desnudo y el amor libre como un deleite del alma.

Esa misma generación cobró simbólicamente la muerte de millones de judíos y vengó las humillaciones que sintieron los padres de Zweig, cuando Martin Luther King, entre otros, guió a la sociedad civil con su famosa consigna I have a dream —al frente del movimiento por los derechos civiles— y ganó nuevos espacios en la lucha por la igualdad de derechos para los negros; esa generación asumió que la condena a la guerra y la lucha por la paz dejaran de ser un combate de individualidades cultas y se transformaran en un sentimiento masivo. Más aún, esa generación logró con su sentida rebelión que todas las manifestaciones de relaciones sexuales no oficiales fueran siendo aceptadas progresivamente en el mundo.

Si hubo un episodio único, distinto y tanto o más rico, en alcance y beneficios humanos, sociales y jurídicos, a los que mostró Stefan Zweig en su célebre libro Momentos estelares de la historia, fue ese movimiento, conocido como la contracultura, iniciado por Jack Kerouac, con su libro On the Road (En el camino,1957) y Allen Ginsberg, cuando recitó apasionadamente el poema Howl, (Aullido, 1956) en la Six Gallery de San Francisco en el otoño de 1955.


*La octava entrega (8/8) de la serie Carta a Hermann Hesse se publicará el próximo viernes 5 de febrero de 2021.



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