He venido analizando lo que considero la solución para el régimen liberal de la pospandemia, si queremos no sucumbir ante la arremetida del comunismo bajo su camuflado de socialismo del siglo XXI (SSXXI). Esta solución es el ordoliberalismo y su aplicación práctica, la economía social de mercado. Dada el preponderante énfasis dado a lo social, por esta vertiente del liberalismo, consideré importante reflexionar sobre el rol de la Iglesia con su doctrina social en el jalonamiento de esta solución liberal, en el pasado artículo (https://www.elnacional.com/opinion/pospandemia-y-ordoliberalismo-2/) analicé el rol de la encíclica Rerum novarum (1891) como la fundamentación de esa doctrina social de la Iglesia y su imbricación con el ordoliberalismo. En este artículo, revisaré como la doctrina social fue actualizada y profundizada por san Juan Pablo II con su encíclica Centesimus annus. Como muy bien lo señala Schooyans (Initiation a l´enseignement social de l ´Église, Editions de L ´Émmanuel, parís, 1992), el Papa formula en esta encíclica una antropología cristocéntrica, en la cual regla definitivamente cuentas con el colectivismo marxista y con el naturalismo liberal. Centesimus annus es un manifiesto cristiano por un nuevo orden mundial, revisando cuidadosamente la encíclica, ese nuevo orden no puede ser otro que el ordoliberal.

Indica de entrada san Juan Pablo II: “La presente encíclica trata de poner en evidencia la fecundidad de los principios expresados por León XIII, los cuales pertenecen al patrimonio doctrinal de la Iglesia y, por ello, implican la autoridad del Magisterio. Pero la solicitud pastoral me ha movido además a proponer el análisis de algunos acontecimientos de la historia reciente”. Es decir, ratifica los principios de la encíclica de León XIII, pero a la vez quiere enmarcarla dentro acontecimientos de la época, notablemente la caída del comunismo soviético, de la cual, por cierto, él fue un factor fundamental.

Señala con mucha propiedad san Juan Pablo II que León XIII “era consciente de que la paz se edifica sobre el fundamento de la justicia: contenido esencial de la encíclica fue precisamente proclamar las condiciones fundamentales de la justicia en la coyuntura económica y social de entonces”. Insistía León XIII y ratifica san Juan Pablo II que: “De ahí que la clave de lectura del texto leoniano sea la dignidad del trabajador en cuanto tal y, por esto mismo, la dignidad del trabajo, definido como «la actividad ordenada a proveer a las necesidades de la vida, y en concreto a su conservación». También se ratifica en Centesimus annus que “otro principio importante es sin duda el del derecho a la propiedad privada».

Ratifica san Juan Pablo II el principio de la subsidiaridad al expresar: “El Papa insiste sobre un principio elemental de sana organización política, a saber, que los individuos, cuanto más indefensos están en una sociedad, tanto más necesitan el apoyo y el cuidado de los demás, en particular, la intervención de la autoridad pública”. Agrega que: “Esto, sin embargo, no autoriza a pensar que según el Papa toda solución de la cuestión social deba provenir del Estado. Al contrario, él insiste varias veces sobre los necesarios límites de la intervención del Estado y sobre su carácter instrumental, ya que el individuo, la familia y la sociedad son anteriores a él y el Estado mismo existe para tutelar los derechos de aquel y de estas, y no para sofocarlos”.

Frente al socialismo, san juan Pablo II no cambia ni una coma la doctrina social de la Iglesia: “Merecen ser leídas con atención sus palabras: «Para solucionar este mal (la injusta distribución de las riquezas junto con la miseria de los proletarios) los socialistas instigan a los pobres al odio contra los ricos y tratan de acabar con la propiedad privada estimando mejor que, en su lugar, todos los bienes sean comunes; pero esta teoría es tan inadecuada para resolver la cuestión, que incluso llega a perjudicar a las propias clases obreras; y es además sumamente injusta, pues ejerce violencia contra los legítimos poseedores, altera la misión del Estado y perturba fundamentalmente todo el orden social». Indica el Papa en su Centesimus annus: “No se podían indicar mejor los males acarreados por la instauración de este tipo de socialismo como sistema de Estado, que sería llamado más adelante «socialismo real».

No se me quita la tentación de citar extensamente al Papa en su encíclica Centesimus annus, y por ello me perdonarán los lectores, pero es que un texto sublime contra el comunismo, que lamentablemente muchos de los obispos y sacerdotes hoy en día se lo pasan por la faja, ojalá tantos católicos embelesados por la Teología de la Liberación (entre ellos la mayoría de los obispos colombianos, que bien la proclaman abiertamente, bien callan haciéndose cómplices), siguieran fielmente la siguiente parte de la encíclica:

“Hay que añadir aquí que el error fundamental del socialismo es de carácter antropológico. Efectivamente, considera a todo hombre como un simple elemento y una molécula del organismo social, de manera que el bien del individuo se subordina al funcionamiento del mecanismo económico-social. Por otra parte, considera que este mismo bien puede ser alcanzado al margen de su opción autónoma, de su responsabilidad asumida, única y exclusiva, ante el bien o el mal. El hombre queda reducido así a una serie de relaciones sociales, desapareciendo el concepto de persona como sujeto autónomo de decisión moral, que es quien edifica el orden social, mediante tal decisión. De esta errónea concepción de la persona provienen la distorsión del derecho, que define el ámbito del ejercicio de la libertad, y la oposición a la propiedad privada. El hombre, en efecto, cuando carece de algo que pueda llamar «suyo» y no tiene posibilidad de ganar para vivir por su propia iniciativa, pasa a depender de la máquina social y de quienes la controlan, lo cual le crea dificultades mayores para reconocer su dignidad de persona y entorpece su camino para la constitución de una auténtica comunidad humana”.

Ratifica de nuevo San Juan Pablo II el principio de subsidiariedad de la doctrina social de la Iglesia: “La socialidad del hombre no se agota en el Estado, sino que se realiza en diversos grupos intermedios, comenzando por la familia y siguiendo por los grupos económicos, sociales, políticos y culturales, los cuales, como provienen de la misma naturaleza humana, tienen su propia autonomía, sin salirse del ámbito del bien común. Es a esto a lo que he llamado «subjetividad de la sociedad» la cual, junto con la subjetividad del individuo, ha sido anulada por el socialismo real “.  Condena lógicamente el Papa la lucha de clases: “Lo que se condena en la lucha de clases es la idea de un conflicto que no está limitado por consideraciones de carácter ético o jurídico, que se niega a respetar la dignidad de la persona en el otro y por tanto en sí mismo, que excluye, en definitiva, un acuerdo razonable y persigue no ya el bien general de la sociedad, sino más bien un interés de parte que suplanta al bien común y aspira a destruir lo que se le opone”. Ratifica también san Juan Pablo II la condena de la estatización de los medios de producción:

La Rerum novarum se opone a la estatalización de los medios de producción, que reduciría a todo ciudadano a una «pieza» en el engranaje de la máquina estatal. Con no menor decisión critica una concepción del Estado que deja la esfera de la economía totalmente fuera del propio campo de interés y de acción. Existe ciertamente una legítima esfera de autonomía de la actividad económica, donde no debe intervenir el Estado. A este, sin embargo, le corresponde determinar el marco jurídico dentro del cual se desarrollan las relaciones económicas y salvaguardar así las condiciones fundamentales de una economía libre, que presupone una cierta igualdad entre las partes, no sea que una de ellas supere talmente en poder a la otra que la pueda reducir prácticamente a esclavitud”.

El objetivo fundamental debe ser pues la consecución de dos fines: la defensa de la propiedad privada y el logro de la dignidad humana de los trabajadores: “Para conseguir estos fines el Estado debe participar directa o indirectamente. Indirectamente y según el principio de subsidiariedad, creando las condiciones favorables al libre ejercicio de la actividad económica, encauzada hacia una oferta abundante de oportunidades de trabajo y de fuentes de riqueza. Directamente y según el principio de solidaridad, poniendo, en defensa de los más débiles, algunos límites a la autonomía de las partes que deciden las condiciones de trabajo, y asegurando en todo caso un mínimo vital al trabajador en paro”. San Juan Pablo II, finalmente hace una clara defensa de la economía social de mercado:

“En algunos países y bajo ciertos aspectos, después de las destrucciones de la guerra, se asiste a un esfuerzo positivo por reconstruir una sociedad democrática inspirada en la justicia social, que priva al comunismo de su potencial revolucionario, constituido por muchedumbres explotadas y oprimidas. Estas iniciativas tratan, en general, de mantener los mecanismos de libre mercado, asegurando, mediante la estabilidad monetaria y la seguridad de las relaciones sociales, las condiciones para un crecimiento económico estable y sano, dentro del cual los hombres, gracias a su trabajo, puedan construirse un futuro mejor para sí y para sus hijos. Al mismo tiempo, se trata de evitar que los mecanismos de mercado sean el único punto de referencia de la vida social y tienden a someterlos a un control público que haga valer el principio del destino común de los bienes de la tierra. Una cierta abundancia de ofertas de trabajo, un sólido sistema de seguridad social y de capacitación profesional, la libertad de asociación y la acción incisiva del sindicato, la previsión social en caso de desempleo, los instrumentos de participación democrática en la vida social, dentro de este contexto deberían preservar el trabajo de la condición de «mercancía» y garantizar la posibilidad de realizarlo dignamente”. Para concluir, san Juan Pablo II hace una condena del liberalismo salvaje:

“Otra forma de respuesta práctica, finalmente, está representada por la sociedad del bienestar o sociedad de consumo. Ésta tiende a derrotar al marxismo en el terreno del puro materialismo, mostrando cómo una sociedad de libre mercado es capaz de satisfacer las necesidades materiales humanas más plenamente de lo que aseguraba el comunismo y excluyendo también los valores espirituales. En realidad, si bien por un lado es cierto que este modelo social muestra el fracaso del marxismo para construir una sociedad nueva y mejor, por otro, al negar su existencia autónoma y su valor a la moral y al derecho, así como a la cultura y a la religión, coincide con el marxismo en reducir totalmente al hombre a la esfera de lo económico y a la satisfacción de las necesidades materiales.”

El capítulo III “1989” es una reivindicación de su lucha contra el marxismo soviético, no es objeto de la reflexión sobre el ordoliberalismo, pero aconsejo vivamente a los lectores leerlo. Saltamos al capítulo IV, donde define claramente el Papa, el rol que debe cumplir la propiedad privada en el mundo contemporáneo, citando al Concilio Vaticano II:

“La propiedad privada o un cierto dominio sobre los bienes externos aseguran a cada cual una zona absolutamente necesaria de autonomía personal y familiar, y deben ser considerados como una ampliación de la libertad humana… La propiedad privada, por su misma naturaleza, tiene también una índole social, cuyo fundamento reside en el destino común de los bienes”.

Indica san Juan Pablo II una transformación radical en las últimas décadas: “Si en otros tiempos el factor decisivo de la producción era la tierra y luego lo fue el capital, entendido como conjunto masivo de maquinaria y de bienes instrumentales, hoy día el factor decisivo es cada vez más el hombre mismo, es decir, su capacidad de conocimiento, que se pone de manifiesto mediante el saber científico, y su capacidad de organización solidaria, así como la de intuir y satisfacer las necesidades de los demás”. Continúa: “ A pesar de los grandes cambios acaecidos en las sociedades más avanzadas, las carencias humanas del capitalismo, con el consiguiente dominio de las cosas sobre los hombres, están lejos de haber desaparecido; es más, para los pobres, a la falta de bienes materiales se ha añadido la del saber y de conocimientos, que les impide salir del estado de humillante dependencia”.

No puede ser más claro san Juan Pablo II en una defensa de la economía social de mercado, cuando indica en la encíclica:

“En este sentido se puede hablar justamente de lucha contra un sistema económico, entendido como método que asegura el predominio absoluto del capital, la posesión de los medios de producción y la tierra, respecto a la libre subjetividad del trabajo del hombre. En la lucha contra este sistema no se pone, como modelo alternativo, el sistema socialista, que de hecho es un capitalismo de Estado, sino una sociedad basada en el trabajo libre, en la empresa y en la participación. Esta sociedad tampoco se opone al mercado, sino que exige que éste sea controlado oportunamente por las fuerzas sociales y por el Estado, de manera que se garantice la satisfacción de las exigencias fundamentales de toda la sociedad. La Iglesia reconoce la justa función de los beneficios, como índice de la buena marcha de la empresa. Cuando una empresa da beneficios significa que los factores productivos han sido utilizados adecuadamente y que las correspondientes necesidades humanas han sido satisfechas debidamente. Sin embargo, los beneficios no son el único índice de las condiciones de la empresa”. Concluye Centesimus annus:

“¿Se puede decir quizá que, después del fracaso del comunismo, el sistema vencedor sea el capitalismo, y que hacia él estén dirigidos los esfuerzos de los países que tratan de reconstruir su economía y su sociedad?… Si por «capitalismo» se entiende un sistema económico que reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa, del mercado, de la propiedad privada y de la consiguiente responsabilidad para con los medios de producción, de la libre creatividad humana en el sector de la economía, la respuesta ciertamente es positiva, aunque quizá sería más apropiado hablar de «economía de empresa», «economía de mercado», o simplemente de «economía libre». Pero si por «capitalismo» se entiende un sistema en el cual la libertad, en el ámbito económico, no está encuadrada en un sólido contexto jurídico que la ponga al servicio de la libertad humana integral y la considere como una particular dimensión de la misma, cuyo centro es ético y religioso, entonces la respuesta es absolutamente negativa”.

Está muy bien claro pues que la doctrina social de la Iglesia es un manifiesto contra el comunismo y un llamado a defender el sistema de economía de mercado, pero dándole una función social a la propiedad privada; no al comunismo, sí a la economía de mercado, pero con un acento social, es decir una defensa obvia del ordoliberalismo frente al capitalismo salvaje. Por lo tanto, es claro que el Papa Francisco se desvía de la doctrina social de la Iglesia al señalar «Los comunistas piensan como los cristianos»  (https://maslibertad.com.co/papa-francisco-los-comunistas-piensan-como-los-cristianos/). Francisco equipara el cristianismo con el comunismo, Al ser los comunistas ateos y promulgar el materialismo histórico, que como lo demuestra Centesimus annus es antropológicamente erróneo, es imposible equiparar comunismo y cristianismo.

Constatando que la doctrina social de la Iglesia reivindica al capitalismo, pero limitándolo, dándole una función social a la propiedad privada, legitimando los derechos de los trabajadores y dándole un rol fundamental al Estado, dentro del principio de la subsidiariedad , es decir, defiende una economía social de mercado, que es lo que postula el ordoliberalismo, veremos en el próximo artículo final, los mecanismos básicos de esta vertiente del liberalismo.


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