En el artículo anterior (https://www.elnacional.com/opinion/pospandemia-y-ordoliberalismo-1/ ) planteaba la necesidad de un nuevo enfoque dentro del liberalismo que enfrente la pretensión de implantar un modelo socialista frente a la crisis de la pospandemia, Sugerí que la solución está en revivir el modelo de la economía social de mercado, originada e implementada en Alemania, por los padres del milagro económico alemán y postulada por los creadores del ordoliberalismo de la escuela de Fribourg. En efecto, como su nombre lo dice, el ordoliberalismo de la economía social de mercado, plantea una economía liberal, pero con acento social. Esa es precisamente la solución que necesita el capitalismo contemporáneo, frenar los ímpetus colectivistas, con un acento social dentro del enfoque liberal.

En esa línea debemos destacar los principios de Röpke, para quien “carente de una severa moral, el liberalismo se privó de todo impulso espiritual para únicamente solicitar el interés o el sentido común”. Para Röpke, el problema es saber cómo poner un freno al desarrollo del Estado-providencia, que hace que la sociedad adopte una organización jerárquica piramidal centralizadora. Frente al socialismo, Röpke opone un liberalismo social indisolublemente vinculado a un liberalismo económico. Röpke, como la mayoría de los ordoliberales, cuestiona la prioridad que se le ha dado al beneficio o a la maximización de la utilidad, de la ganancia. En efecto, para él no se trata de volver a los hombres más ricos, es necesario también volverlos más felices y mejores. Este es el discurso social del ordoliberalismo que considero básico enfatizar hoy.

El vínculo entre liberalismo económico y liberalismo político se subraya ampliamente, y desecha en forma definitiva la noción de tercera vía entre capitalismo y socialismo. El ordoliberalismo propone una reflexión económica, política, filosófica y sociológica sobre las condiciones propias para asegurarla existencia duradera de una economía de mercado competitiva, considerada como fundamento sine qua non de una sociedad liberal. El enfoque de Rüstow era más bien sociológico, con una preocupación constante por la cohesión social. Rüstow considera que el Estado no sólo debe asegurar el orden público, sino también asegurar el orden del mercado.

El aspecto social del ordoliberalismo, fue desarrollado por Müller-Armack precisa su visión proponiendo un concepto más exacto: “economía social de mercado”, con compensación de ingresos, lo que incluye una política impositiva, subsidios familiares y ayudas de renta para los que tienen más necesidad. Así, la economía social de mercado abre la vía a una economía, ciertamente liberal, pero con correctivos considerables en materia de justicia social y participación de los asalariados. Müller-Armack era favorable a una redistribución de ingresos a través de la imposición, con la condición de que sea moderada y no ponga en peligro las incitaciones del mercado. Convenía colmar las carencias de la economía de mercado gracias a instituciones sociales como, por ejemplo, los bancos públicos, que suplían las carencias en materia de crédito y ahorro, o también gracias a la construcción de alojamientos sociales sobre bases cooperativas; de igual modo era urgente suprimir las ayudas a las grandes empresas y favorecer a las pequeñas y las medianas. Precisando la noción de “economía social de mercado”, sus defensores afirman que la economía de mercado se vuelve social cuando sus resortes fundamentales, que son la competencia y el sistema de precios libres, están en estado de funcionamiento. Para ellos la política social no se nutre de déficit públicos, sino de excedentes presupuestales alimentados por empresas, a las que el Estado deja los medios de crecer y crear empleo.

En los turbulentos años de la II posguerra, la institucionalización de formas de integración social que sin erosionar los incentivos psicológicos para la competencia permitiesen satisfacer las demandas de las clases obreras, aparecía como una tarea urgente para un frente ideológico que ante la amenaza del «comunismo» entendía que el modo de vida liberal era, no sólo moralmente preferible, sino política, económica y socialmente viable. Así, al criticar el totalitarismo soviético y las diferentes expresiones democráticas de colectivismo, los ordoliberales participaban de la defensa de los valores centrales de la civilización que, desde la perspectiva de los intelectuales que integraban la sociedad Mont Pelèrin, estaban en peligro . En la pospandemia estamos exactamente en la misma situación y por eso considero que una especial atención a las tesis del ordoliberalismo, con un reforzamiento de la implementación de la economía social de mercado, es indispensable si queremos salvaguardar el orden liberal de la arremetida del comunismo internacional.

La «economía humana» a la que aspiraba Röpke dependía de la construcción de un sólido marco antropológico-sociológico que estableciera las condiciones éticas bajo las cuales el mercado pudiera funcionar; contrabalanceando, asimismo, los efectos destructivos de la competencia. La viabilidad de la economía de mercado dependía, así, de que los individuos estuviesen «vitalmente satisfechos». La clase de satisfacción anhelada incluía, en la visión de los autores estudiados, la «vida en familia», la «felicidad sosegada» y, asimismo, una revalorización de la religión. Es preciso señalar, en esta dirección, que el ethos cristiano inspiraba a la «economía social de mercado», la cual, en tanto «estilo económico» aparecía como una síntesis de factores mentales, económicos y políticos.

Esa lectura moral de «lo social» recuperaba varios de los tópicos de los discursos conservadores de los siglos XVIII y XIX, tales como la reflexión en torno a la declinación de toda forma de autoridad; la erosión de las jerarquías espirituales y funcionales, el sentido de comunidad y el valor antropológico de la propiedad privada; la crítica al igualitarismo y al centralismo estatal y la decadencia de la cultura. Sin embargo, a diferencia de aquellos enfoques conservadores, los ordoliberales no rechazaban “in totum” la sociedad industrial ni postulaban un retorno al modo de vida feudal, sino que sus propuestas consistían en reformar ciertos aspectos de la sociedad capitalista de manera de institucionalizar los límites que la propia «naturaleza humana» le imponía.

Es acá donde entra la reflexión sobre el rol de las iglesias cristianas, católica y protestante. Me referiré particularmente, por obvias razones a la católica. Esta tuvo su primera manifestación respecto a los “social” en la encíclica Rerum Novarum (1891). El objetivo fundamental del documento es enfrentar la expansión del socialismo, presentando una alternativa válida a las clases marginadas, lo que vino a constituir la “Doctrina social” de la Iglesia Católica, así lo expresa tajantemente desde su primera  oración: “Despertado el prurito revolucionario que desde hace ya tiempo agita a los pueblos, era de esperar que el afán de cambiarlo todo llegara un día a derramarse desde el campo de la política al terreno, con él colindante, de la economía”. Pone como objetivo esencial “es urgente proveer de la manera oportuna al bien de las gentes de condición humilde”. Afirma sin ambigüedad que el objetivo es enfrentar el socialismo: “Para solucionar este mal, los socialistas, atizando el odio de los indigentes contra los ricos, tratan de acabar con la propiedad privada de los bienes, estimando mejor que, en su lugar, todos los bienes sean comunes y administrados por las personas que rigen el municipio o gobiernan la nación. Creen que con este traslado de los bienes de los particulares a la comunidad, distribuyendo por igual las riquezas y el bienestar entre todos los ciudadanos, se podría curar el mal presente. Pero esta medida es tan inadecuada para resolver la contienda, que incluso llega a perjudicar a las propias clases obreras; y es, además, sumamente injusta, pues ejerce violencia contra los legítimos poseedores, altera la misión de la república y agita fundamentalmente a las naciones”. En este párrafo se ve una clara condenación del socialismo, el objetivo es pues mejorar las condiciones sociales de los desposeídos, pero sin caer en la trampa del socialismo.

“Rerum Novarum” defiende claramente el sistema capitalista, o sea, la propiedad privada.”El poseer algo en privado como propio es un derecho dado al hombre por la naturaleza”, e insiste “de nuevo viene a demostrarse que las posesiones privadas son conforme a la naturaleza”, para concluir que : “Con la mirada firme en la naturaleza, encontró en la ley de la misma naturaleza el fundamento de la división de los bienes y consagró, con la práctica de los siglos, la propiedad privada como la más conforme con la naturaleza del hombre y con la pacífica y tranquila convivencia. Y las leyes civiles, que, cuando son justas, deducen su vigor de esa misma ley natural, confirman y amparan incluso con la fuerza este derecho de que hablamos”.

Esto no quiere decir, por supuesto, que se debe dejar a los hogares indefensos ante la pobreza pues postula que “cierto es que, si una familia se encontrara eventualmente en una situación de extrema angustia y carente en absoluto de medios para salir de por sí de tal agobio, es justo que los poderes públicos la socorran con medios extraordinarios, porque cada familia es una parte de la sociedad”. León XIII no puede ser más claro en defensa de la familia como valor fundamental de la sociedad:  “Pero es necesario de todo punto que los gobernantes se detengan ahí; la naturaleza no tolera que se exceda de estos límites. Es tal la patria potestad, que no puede ser ni extinguida ni absorbida por el poder público, pues que tiene idéntico y común principio con la vida misma de los hombres. Los hijos son algo del padre y como una cierta ampliación de la persona paterna, y, si hemos de hablar con propiedad, no entran a formar parte de la sociedad civil sino a través de la comunidad doméstica en la que han nacido. Y por esta misma razón, porque los hijos son «naturalmente algo del padre…, antes de que tengan el uso del libre albedrío se hallan bajo la protección de dos padres». De ahí que cuando los socialistas, pretiriendo en absoluto la providencia de los padres, hacen intervenir a los poderes públicos, obran contra la justicia natural y destruyen la organización familiar”.  Prosigue su diatriba contra el socialismo afirmando:“Es mal capital, en la cuestión que estamos tratando, suponer que una clase social sea espontáneamente enemiga de la otra, como si la naturaleza hubiera dispuesto a los ricos y a los pobres para combatirse mutuamente en un perpetuo duelo”.

Por otro lado, y esto es lo revolucionario del documento, critica los excesos de los capitalistas, postulando por primera vez una doctrina de un capitalismo solidario (lo que vendría a ser el precursor de la economía social de mercado), afirmando “los deberes de los ricos y patronos: no considerar a los obreros como esclavos; respetar en ellos, como es justo, la dignidad de la persona, sobre todo ennoblecida por lo que se llama el carácter cristiano”. El principio fundamental de la encíclica es que “tampoco debe imponérseles más trabajo del que puedan soportar sus fuerzas, ni de una clase que no esté conforme con su edad y su sexo. Pero entre los primordiales deberes de los patronos se destaca el de dar a cada uno lo que sea justo”. Para ello es menester que “tengan presente los ricos y los patronos que oprimir para su lucro a los necesitados y a los desvalidos y buscar su ganancia en la pobreza ajena no lo permiten ni las leyes divinas ni las humanas. Y defraudar a alguien en el salario debido es un gran crimen, que llama a voces las iras vengadoras del cielo”.

En cuanto al papel del Estado, postula un principio netamente liberal, sobre todo ordoliberal: “Así, pues, los que gobiernan deber cooperar, primeramente y en términos generales, con toda la fuerza de las leyes e instituciones, esto es, haciendo que de la ordenación y administración misma del Estado brote espontáneamente la prosperidad tanto de la sociedad como de los individuos, ya que éste es el cometido de la política y el deber inexcusable de los gobernantes”. Reafirma una concepción liberal de la sociedad señalando que “no es justo, según hemos dicho, que ni el individuo ni la familia sean absorbidos por el Estado; lo justo es dejar a cada uno la facultad de obrar con libertad hasta donde sea posible, sin daño del bien común y sin injuria de nadie. No obstante, los que gobiernan deberán atender a la defensa de la comunidad y de sus miembros. De la comunidad, porque la naturaleza confió su conservación a la suma potestad, hasta el punto de que la custodia de la salud pública no es solo la suprema ley, sino la razón total del poder; de los miembros, porque la administración del Estado debe tender por naturaleza no a la utilidad de aquellos a quienes se ha confiado, sino de los que se le confían, como unánimemente afirman la filosofía y la fe cristiana”.  Este rol del Estado preconiza lo que la economía social de mercado instituyó como el principio de subsidiaridad. Continúa León XIII afirmando la libertad de asociación: “En principio, se ha de establecer como ley general y perpetua que las asociaciones de obreros se han de constituir y gobernar de tal modo que proporcionen los medios más idóneos y convenientes para el fin que se proponen, consistente en que cada miembro de la sociedad consiga, en la medida de lo posible, un aumento de los bienes del cuerpo, del alma y de la familia”.

Concluye la encíclica: “Tenéis, venerables hermanos, ahí quiénes y de qué manera han de laborar en esta cuestión tan difícil. Que se ciña cada cual a la parte que le corresponde, y con presteza suma, no sea que un mal de tanta magnitud se haga incurable por la demora del remedio. Apliquen la providencia de las leyes y de las instituciones los que gobiernan las naciones; recuerden sus deberes los ricos y patronos; esfuércense razonablemente los proletarios, de cuya causa se trata; y, como dijimos al principio, puesto que la religión es la única que puede curar radicalmente el mal, todos deben laborar para que se restauren las costumbres cristianas, sin las cuales aún las mismas medidas de prudencia que se estiman adecuadas servirían muy poco en orden a la solución”.

Se concluye pues, que el ordoliberalismo, con su economía social de mercado, sigue al pie de la letra la doctrina social de la Iglesia, la cual promueve el sistema liberal de mercado y de propiedad privada, pero limitada por un orden jurídico e institucional que asegure la libre competencia y la justicia social, enmarcada dentro del principio de subsidiaridad. Es este régimen liberal, el que nos debemos empeñar en promover, como principio del sistema pospandemia. En el próximo artículo veremos los acontecimientos de las últimas décadas respecto a esta economía social de mercado, especialmente el orden económico y la actitud de la Iglesia con respecto a este.


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