Por Marielba Núñez

Junto a grupo de unas diez personas, Darkys Díaz, de 38 años de edad, esperaba el resultado de la prueba de paludismo en el ambulatorio Las Manoas, en San Félix, Ciudad Guayana. Sospechaba que el examen de gota gruesa -que detecta en el laboratorio el parásito que causa la enfermedad- saldría positivo y confirmaría que sufría la enfermedad. De todas formas, casi no tenía dudas porque conoce muy bien los síntomas –escalofríos, fiebre, dolores de cabeza- que ya ha experimentado en dos ocasiones en los últimos seis meses.

Había llegado al centro de salud muy temprano, antes de las 7:00 am, para alcanzar a recibir uno de los números que se reparten en el centro de salud para realizar la prueba. Alrededor de mediodía tenía el resultado en su mano, donde constaba que en su organismo se había el Plasmodium vivax. Junto con el Plasmodium falciparum, esa la especie del parásito del paludismo -enfermedad conocida también como malaria- más común en Venezuela.

Así como otros pacientes que habían dado positivo en la prueba, incluidos algunos tan débiles que tenían que acostarse en el suelo, tendría que esperar unas cuantas horas más para recibir el tratamiento que necesitaba, una serie de tabletas de primaquina que se recetan contra la enfermedad y que debía tomar durante las próximas dos semanas.

A Darkys, un síntoma en particular le había revelado sin lugar a dudas que tenía la enfermedad y que debía buscar ayuda médica: la orina de color oscuro, “como si fuera guarapo de café”, describe y agrega que no sabe cómo se infectó con el parásito. Vive en el sector 25 de Marzo, en San Félix, y se dedica a la economía informal. No ha ido a las minas, el lugar que suele considerarse como la fuente por excelencia de transmisión del paludismo.

Su caso no puede considerarse aislado. Aunque la enfermedad epidémica tradicionalmente ha estado concentrada en las zonas del sur del estado, especialmente en el municipio Sifontes, donde se han focalizado los esfuerzos por tratar de detener su diseminación, su transmisión sigue activa también en otras áreas, entre ellas sectores de Pozo Verde, Vista al Sol, Las Morucas y La Victoria, del municipio Caroní.

Este 25 de abril, Día Mundial de lucha contra la Malaria, es oportuno recordar el impacto que la epidemia sigue teniendo en Venezuela. De acuerdo con el último reporte de la Oficina para la Coordinación de Asuntos Humanitarios de Naciones Unidas, se diagnosticaron 2.796 casos de paludismo en las dos primeras semanas de 2022, la mayoría en el estado Bolívar.

Los sitios más afectados fueron los municipios Sifontes, donde hubo 1.113 casos, 39,8% de los casos de Venezuela, y Caroní, donde se registraron 453 casos,16% del total de los registrados en el país.

Un recorrido por Pozo Verde permite comprobar esta situación, porque es común encontrar a afectados, incluso personas que refieren que han sufrido la enfermedad decenas de veces en el último año. Es el caso de Nexvalí Vallenilla, de 43 años, quien vive muy cerca del ambulatorio de Sierra Caroní de la parroquia, que solo abre un par de veces por semana.

Con resignación habla de sus síntomas: debilidad, dolor de cabeza y boca amarga. Cuestiona lo que considera las fallas del programa de control en su comunidad, entre ellas la falta de fumigación para eliminar a los mosquitos que transmiten el paludismo, y la distribución de medicamentos vencidos.

Los blisters de primaquina, el tratamiento contra la enfermedad que recibieron tanto ella como sus vecinos recientemente, tienen una fecha de vencimiento entre 2020 y 2021. Aunque los médicos le aseguran que aún son efectivos, tiene desconfianza en la efectividad real de esas medicinas, por lo que, ante la persistencia de los síntomas, ha decidido recurrir al uso de hierbas que le recomienda un médico “naturista” de la zona.

Control coyuntural

Pese a deficiencias como las que describen los vecinos de esta comunidad, las medidas que intentan controlar la epidemia sí han dado frutos, sostiene Juana Farías, jefa de la red de Asistencia Integral Comunitaria del municipio Caroní. “Pasamos de tener 200 pacientes diarios en 2018 a quince pacientes diarios en la actualidad”, dice.

La estrategia que han aplicado se ha basado en la multiplicación de puntos de diagnóstico y vigilancia de la enfermedad, donde se hacen pruebas rápidas para detectar la infección, así como la entrega de tratamientos y la distribución de mosquiteros impregnados de insecticida, sobre todo entre las embarazadas, para mantener a raya a los mosquitos.

La tendencia a la disminución de los casos de malaria en el estado y en el país fue confirmada en el último Informe Mundial de Malaria de la Organización Mundial de la Salud. Después de que la enfermedad se incrementara paulatinamente en la última década y pasara de 137.996 casos en 2015, a 242.561 casos en 2016 y a más de 467.000 casos en 2019, el número se redujo casi a la mitad en 2020, cuando se registraron 232.000 casos. Datos de la Dirección de Salud Ambiental del Ministerio de Salud, difundidos de manera extraoficial, indican que, en 2021, hubo en total 147.113 casos.

Más que a los esfuerzos por contenerla, la OMS atribuyó el cambio en la tendencia a “las restricciones de movilidad durante la pandemia de covid-19 y a la escasez de combustible que afectó la industria minera”. El documento agrega que el confinamiento también podría haber afectado el acceso a los servicios de salud, porque habría incidido en un menor reporte de casos.

La bióloga e investigadora de la Universidad Central de Venezuela María Eugenia Grillet señala que si bien las conclusiones de la OMS pueden interpretarse como una aceptación de que el descenso de la malaria se ha debido a una serie de condiciones más bien coyunturales y a las dificultades para registrar los casos, más que a un programa de control efectivo, no debe olvidarse los esfuerzos que realizan las organizaciones de intervención humanitaria en las zonas maláricas, especialmente en Sifontes, considerado el epicentro de la epidemia en el país.

Al estado han acudido ONG como la Cruz Roja Internacional, Médicos sin Fronteras y el Rotary Club. “La actividad realizada por estas organizaciones desde fines de 2019, que consiste en vigilancia y diagnóstico a tiempo, distribución del tratamiento y uso de mosquiteros, han contribuido a bajar considerablemente los casos”, dice.

Sin embargo, el desafío es hacer sostenible en el tiempo el programa de control, especialmente ante el fin de las medidas de restricción relacionadas con el covid-19, algo que pasa por recuperar el sistema público de vigilancia epidemiológica que permita un alerta temprano. “Nosotros teníamos eso hace muchos años y lo perdimos. Tenemos que restablecer nuestro programa de control de malaria, empezando por la data; nunca sabemos cuántos casos tenemos hasta que los publica la OMS”.

Coctel malárico

El municipio Sifontes no solo se convirtió en los últimos años en el punto álgido de transmisión de la malaria en el país, sino también en América Latina. De acuerdo con la OMS, en el país se originan 35% de los casos de malaria reportados en el continente.

Los especialistas coinciden en que a esta situación ha contribuido, además del desmantelamiento de la infraestructura de salud que posibilitaba la vigilancia epidemiológica, la aguda crisis económica y la presión sobre la explotación minera en la zona, que se incrementó luego del decreto del régimen de Nicolás Maduro que lanzó el Arco Minero del Orinoco en 2016.

Se trataba, sin embargo, de una situación que tiene décadas de incubación, pues los casos de malaria en el estado Bolívar se habían venido incrementando paulatinamente desde hace décadas: mientras en 2001 se registraron 4.998 casos, en 2010 hubo 39.744 casos. Según la OCHA, los diagnósticos de paludismo en el estado Bolívar, hasta la semana epidemiológica 40 de 2021, ya superaban ese número, pues se habían contabilizado 66.002 casos, la mayoría -18.651- en Sifontes.

Frente al Hospital José Gregorio Hernández, en Tumeremo, capital de ese municipio, pueden verse las cuadrillas de Médicos sin Fronteras. Un total se 74 puntos de diagnóstico y tratamiento de la malaria se han instalado en el municipio, 40 por parte de las autoridades locales de salud y 34 pertenecientes a la ONG, señala Grecia Paz, que forma parte de la coordinación médica de la ONG.

Luchar contra la epidemia en el estado Bolívar es complejo, debido, entre otras cosas, a la extensión territorial y a la diversidad de su población, agrega la médico. El hecho que hay una población flotante, que no esté en forma permanente en el área, es una de las mayores dificultades que afrontan en su trabajo.

Han concentrado, desde 2018, sus esfuerzos de control del paludismo en la parroquia San Isidro, corazón de la actividad minera y uno de los puntos más activos de transmisión de la malaria, pero considera necesario aumentar la atención en la parroquia Dalla Costa, también un importante punto de transmisión de la malaria y que ha estado más desasistida en los últimos dos años, por razones logísticas que vincula con la pandemia de Covid-19.

Sin embargo, espera que la reducción en el número de casos de paludismo que ya han registrado los organismos internacionales sea sostenible y que se alcance la meta de disminuir drásticamente el número de casos positivos de la enfermedad en el estado Bolívar para 2024.

“La medida principal que aplicamos es el control del vector de transmisión, que va desde el uso del mosquitero hasta los insecticidas, dependiendo del hábito del mosquito que habite en la zona”, señala Paz. Eso exige trabajar en conjunto con entomólogos que vigilan el comportamiento del anófeles, una información fundamental para establecer las pautas preventivas, que pueden variar de una comunidad a otra.

La atenta vigilancia del insecto se justifica aún más debido a que se sabe que la minería de oro estimula las condiciones para la reproducción del mosquito y su interacción con el humano, lo que favorece la transmisión de la malaria.

La parroquia San Isidro es uno de los sectores que ilustra mejor esa conexión entre la deforestación debido al avance minero y el incremento de casos de malaria: entre 2007 y 2017 perdió alrededor de 3.058 hectáreas de bosques mientras la malaria se incrementó allí en alrededor de 746%, según un estudio publicado en Plos Neglected Tropical Diseases. La misma investigación reveló que la mayor parte de los afectados fueron hombres jóvenes dedicados a actividades mineras.

Grillet, una de las autoras de aquel estudio, coincide en resaltar la importancia de la investigación científica local para lograr una estrategia de control realmente efectiva. “Tenemos que actualizar la información sobre los mosquitos. Necesitamos ver realmente de qué manera específica la deforestación está favoreciendo la transmisión de la enfermedad”, agrega.

Desafío continental

A sus 56 años, Luis Méndez, un minero que se traslada hacia el estado Bolívar desde el estado Sucre, ha padecido la malaria más de 20 veces en los últimos años. Mientras espera por atención médica en el ambulatorio Las Manoas, en San Félix, describe cómo, en contraste con lo que se señala sobre Sifontes, en la mina de El Palmar, municipio Piar, no es fácil tener acceso a medicamentos. “No hay médicos, es difícil conseguir el tratamiento porque está muy distanciado, entonces uno consigue una o dos pastillas para aguantar y poder seguir trabajando”, dice.

Debido a que la actividad minera ha sido un factor de atracción de quienes buscan ingresos, la situación de la malaria se ha irradiado hacia otros estados del país, señala el investigador venezolano Juan Carlos Gabaldón, del Instituto de Salud Global de Barcelona, España.

“Al afianzarse la crisis económica en Venezuela hubo una explosión muy importante de la actividad minera ilegal en el sur del país: mucha gente de otros estados empezó a migrar hacia Bolívar y hacia Amazonas, trabajaban unos días en las minas, se infectaban y viajaban nuevamente a sus zonas de origen. Esto contribuyó a que aumentaran muchísimo los casos en esta zona pero también a que se reactivaran focos en otros estados del país”, explica. En 2021, la epidemia estuvo activa en 18 estados de Venezuela, entre los cuales figuran, entre los que presentaron mayor número de casos, Sucre, Zulia y Delta Amacuro.

La movilidad de quienes se dedican a la minería también ha sido un factor de diseminación de la malaria entre países fronterizos, como Colombia y Brasil, donde también la enfermedad es endémica. Los tres países que aportan 70% de los casos de malaria en el continente.

Mientras otras naciones de América Latina, como El Salvador, Argentina y Paraguay, han logrado certificarse como libres de malaria, la situación en Venezuela continúa poniendo en vilo los planes de la OMS de lograr la reducción en 90% de los casos de la enfermedad para 2030.

A la ayuda internacional se suma también el aporte del Fondo Global, un organismo internacional de cooperación, que aprobó 19 millones de dólares para el combate de la malaria en el país para un periodo que va entre 2020 y 2023. En contraste, la última inversión hecha por el gobierno venezolano para el control de la malaria fue de 940 dólares, en 2018.

Farías considera que un aspecto que debe fortalecerse es la participación de la población en medidas preventivas. “La gente prefiere la medicina curativa, recurrir a lo farmacológico, en lugar de prevenir: instalar mallas metálicas en las ventanas, usar ropa de color claro, usar mangas largas, tomar conciencia de que esta no es una enfermedad cualquiera, que puede tener complicaciones graves”.

Por su parte, Gabaldón insiste en que sin inversión local y sin reconstrucción del tejido de la vigilancia epidemiológica, que a mediados del siglo XX permitió a Venezuela ser una referencia en materia de control de malaria, será imposible frenar de manera permanente la transmisión de la enfermedad.

“Es un error pensar que cuando los casos bajan hay que olvidarse por completo de las medidas de vigilancia epidemiológica. Esa es una de las principales lecciones que se puede sacar de cómo ha evolucionado la epidemia en Venezuela”, señala.


Este proyecto fue financiado por el Centro Europeo de Periodismo, a través de Global Health Security Call. Este programa cuenta con el apoyo de la Fundación Bill y Melinda Gates.


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