Violín en mano, Wuilly Arteaga salió de Venezuela. Dejó atrás las amenazas, a su novia y a su familia. Él, símbolo de las protestas contra del régimen de Nicolás Maduro y víctima de la represión de las fuerzas estatales, pasó por Colombia y llegó a Estados Unidos. No sabe cuándo volverá a su país.

El jueves 14 de septiembre, desde un rincón de la acera que bordea la playa de Riohacha, el sonido de su violín ganaba espacio entre el bullicio nocturno del comercio, de los turistas y de los vendedores de artesanías. Vestía bermudas azul claro, medias blancas casi hasta las rodillas, tenis de una talla más grande que sus pies, una camiseta blanca con estampados y, en la cabeza y hacia atrás, la gorra que lo identifica como venezolano.

Ni siquiera su familia sabía en ese momento que estaba huyendo. Fue invitado a participar en el Oslo Freedom Forum, en Nueva York, organizado por Human Rights Foundation. Esa participación le sirvió de impulso para tomar la decisión de irse. Las amenazas, que se intensificaron en las últimas semanas, ya tocaron a sus personas cercanas.

-¿Hay alguna canción que le recuerde el país que está dejando?

-’Venezuela’, en Re mayor. ¿Tú te la sabes?-, le preguntó a José Luis Avendaño, un venezolano que apenas conoció pero que lo acompañó toda la noche con su guitarra.

-La canción ‘Venezuela’. Ahora es una de mis favoritas porque fue de las que más toque en las marchas. Me recuerda todo lo que es mi país, las cosas bonitas que tiene y las cosas que queremos recuperar-, explicó.

Se trata de un vals que fue popularizado por Luis Silva: “Con tus paisajes y sueños me iré por esos mundos de Dios y tus recuerdos al atardecer me harán más corto el camino”, reza la letra. Wuilly dice que esa canción le da fortaleza.

Torturas y música en la cárcel

Mientras Wuilly hablaba, otra mujer, también venezolana, prendía un cigarrillo. Hacía parte de un grupo de cuatro que salieron de su país en bicicleta y quieren recorrer Suramérica, el mismo en el que estaba José Luis.

“Con un yesquero así me quemaron el cabello”, dijo él, señalando el encendedor que ella acababa de usar. Eso sucedió recién lo detuvieron. Durante los 21 días que estuvo preso bajo cargos de instigación pública y posesión de sustancia incendiaria, lo trasladaron cuatro veces y, antes de llegar a la última cárcel, lo golpearon con un tubo de metal detrás de la cabeza. Esto le causó una hemorragia en el oído interno que lo dejó sordo dos semanas.

No deja nunca su violín. Dice que es lo que lo identifica, no el instrumento en sí, sino la música. Es casi una extremidad más. Pero mientras estuvo detenido no tenía con qué tocar. Decidió cantar. “Ajá, ¿y ahora qué vas a tocar?”, le decían los guardias. Optó por responderles de forma graciosa: “No tengo el violín, pero a mí me gusta cantar. Pero yo canto en la regadera y se me va el agua. Pero como aquí no tengo ducha y aquí me baño con potecitos, entonces voy a cantar porque el agua no se me va a ir”, les respondió.

“¡Cállate, cállate!”, le gritaban los primeros días. Su intención no era retar a los guardias, sino empatizar con ellos. “Ah, pero el violinista también canta”, decían en los días siguientes. Después logró acercarse más a quienes lo tenían preso. “¡Pero el violinista canta bonito, vale!” Así, llegó al punto en que le pedían canciones, sobre todo vallenatos, un ritmo que es popular en Venezuela.

“Nuestra libertad nos han robado, mas sabemos que no en vano pues la lucha seguirá”

Al lugar donde más tiempo pasó, y que a la postre fue donde terminó la reclusión, lo llama el bohío. Es una celda octogonal que queda en la Comandancia General de la Guardia Nacional Bolivariana, en un sector llamado El Paraíso. En el bohío de El Paraíso eran alrededor de 14 las personas presas, contando que unas entraban y otras salían.

Mientras estuvo preso, no tenía dónde escribir. “Estaba prohibido recibir o enviar cartas, no había visitas. Estábamos aislados y sin ventilación”, contó. Aun así, compuso una canción junto a Aaron, su mejor amigo, también preso. Se llama ‘Cárcel de libertad’ y es la que le recuerda la detención.

Comenzó a cantar. Se detuvo para explicar que no solamente le recuerda cuando estuvo preso, sino también las marchas. “Nuestra libertad nos han robado, mas sabemos que no en vano pues la lucha seguirá”, canta. Remata con una de las consignas más utilizadas durante las marchas que se apagaron: “¿Quiénes somos? Venezuela, ¿qué pedimos? Libertad”.

Wuilly quedó libre el 16 de agosto. Aunque se atribuye su liberación a la gestión del Foro Penal Venezolano que consiguió medidas cautelares y a la presión mediática y de las calles, él no descarta que haya sido crucial el afamado músico venezolano Gustavo Dudamel.

Dice que el director de la Filarmónica de los Ángeles habló con Tarek William Saab e intercedió por él. Ambos, Wuilly y Dudamel, se conocen personalmente desde los tiempos en que el más joven hacía parte del Sistema Nacional de Orquestas y Coros Juveniles e Infantiles de Venezuela, el mismo del que lo echaron –y se retiró– durante las protestas.

La decisión de salir de Venezuela

Soplaba la brisa en Riohacha. Pasaban las 9 de la noche cuando Wuilly contó que, después de salir de la cárcel, siguió tocando en una que otra manifestación. Iba a los hospitales donde estaban los heridos de las protestas. También volvió a El Paraíso a visitar a los amigos que habían quedado presos y a los guardias y militares: “la idea era esa, llevar la música también a ellos para que se dieran cuenta de que lo único que nosotros queríamos era tranquilidad”, comentó.

Aaron, su amigo, quedó libre el lunes de la semana pasada. Después de eso, Wuilly tomó una decisión que ya le había rondado la cabeza por semanas: irse. “Yo no quería salir. A mí me están amenazando hace dos meses, pero las persecuciones y amenazas se incrementaron. Me han perseguido mucho, no podía salir a la calle solo, se metían en mi casa…” Ver que la seguridad de su familia podía estar en riesgo lo llenó de determinación.

Las amenazas arreciaron después de que, al quedar libre, Wuilly, decepcionado, calificara de “falsos” a los líderes políticos. En esa declaración cayó también la oposición que, para él y los venezolanos que lo acompañaban esa noche en la capital de La Guajira, le dieron la espalda a los ciudadanos que se manifestaron, al decidir participar de las elecciones regionales en Venezuela. Cuenta que, además de la persecución del gobierno, se ganó enemigos en la oposición.

La madrugada del 13 de septiembre, Wuilly la pasó en una terminal de transportes de Caracas, esperando un bus que lo llevara hasta Barquisimeto. No podía viajar en avión, para evitar que le retuvieran el pasaporte. Desde Barquisimeto tomó un “carrito” hasta Maracaibo. La policía lo reconocía y lo detenía, pero logró llegar hasta esa ciudad, donde pasó la noche. En la madrugada tomó otro taxi que lo dejó en Maicao, La Guajira, y de ahí viajó hasta Riohacha.

-¿Hay alguna canción que le represente el viaje que está haciendo? 

-Sí, la tengo en la cabeza desde que salí y no he dejado de escucharla. Creo que ya la conocen.

Empezó a tocar ‘Gloria al bravo pueblo’, el himno de Venezuela. Aunque era solamente la música de violín, reflejaba en su cara la letra: “Gloria al bravo pueblo que el yugo lanzó, la Ley respetando, la virtud y honor. ¡Abajo, cadenas! Gritaba el señor, y el pobre en su choza libertad pidió”.

-¿Por qué el himno de Venezuela?

-Porque como escribí yo en una canción, me voy, pero ella no se va de mi corazón.

-¿Venezuela o su novia?

-Las dos. Mi novia es como Venezuela: nunca podemos estar separados.

Ella, Hazel Pinto Reyes, también es música. Tocaba con él en las protestas. Son pareja hace cinco años. “Prácticamente he salido sin saber a dónde voy, no sé cómo pueden manejarse los días con el idioma y con la cultura, entonces quisiera tener una estabilidad antes de llevármela, aunque quisiera más bien que ella me regresara a mí”, dijo, y se rio.

En ese momento su única certeza era que al día siguiente tenía un vuelo al mediodía para Bogotá, donde la figuración de los últimos meses le permitió viajar después a Nueva York.

‘Deberían estar tocando en Venezuela’

A Wuilly le gustaba mirar a la gente al rostro, pero las amenazas en su contra lo obligaron a dejar de hacerlo. Por lo menos en Caracas. Aunque muchas veces la gente se quedaba mirándolo por admiración, siempre temía que alguna de esas personas pudiera hacerle daño. Llegó a Bogotá el pasado viernes, 15 de septiembre. Tampoco pasó desapercibido. En el aeropuerto, en el TransMilenio, se encontró ‘paisanos’ que lo saludaron y le dieron aliento.

La carrera Séptima, escenario habitual de músicos callejeros, es ahora el lugar donde decenas de venezolanos se ganan la vida. Algunos, también haciendo música. Lo reconocían, lo saludaban y le pedían que se tomara fotos con ellos.

A dos cuadras de la Plaza de Bolívar, una mujer joven se quedó mirándolo. Llevaba una chaqueta tricolor venezolana. “Cónchale, pero si yo a este chamo le cuidé el culo un montón de veces en las marchas”, dijo, casi al grito. Se acercó a saludarlo. Ella hizo parte de ‘la resistencia’, como llaman a los jóvenes que iban al frente, con máscaras de gas, en las protestas. Le contó que lleva un mes en Colombia y que ocho de “los chicos” están viviendo juntos en una habitación. Salieron decepcionados de la oposición. Se despidieron, no sin antes desearse buena suerte.

Wuilly llegó a la Plaza de Bolívar, donde cinco venezolanos lo saludaron. Dos mujeres del grupo le dijeron que no estaban seguras de que sí era él, pues dos días antes lo vieron en El Paraíso, comprando comida en una panadería. Ellas estaban en Colombia visitando a los familiares que se vinieron hace algunos meses. Le pidieron que tocara una canción antes de irse.

En el centro de la plaza principal de Colombia, enmarcado por la Catedral Primada y el Palacio de Justicia, y pese al frío de la noche bogotana que entumece las articulaciones, Wuilly tocó ‘Alma Llanera’, un joropo tan tradicional en los llanos colombianos como en los venezolanos, considerado el himno no oficial del país vecino. Se despidió y se quedó en silencio, conmovido. “Todos estos músicos –los de la Séptima– deberían estar tocando en su país”, es lo único que alcanzó a decir.

-¿Alguna canción le representa a Colombia? -Esta pregunta la responde todavía en Riohacha. Recuerda su niñez en Valencia, recuerda los vallenatos que sonaban una y otra vez.

-El que más repetían era este-, dice, refiriéndose a ‘Los caminos de la vida’, de Omar Geles.

Y fueron los caminos de la vida los que permitieron que ese viernes, en Bogotá, mientras caminaba por la plazoleta de la Universidad del Rosario, un investigador de Human Rights Watch lo reconociera. Gracias a ese contacto, la ONG pudo acompañarlo durante el resto de su estadía en Colombia, que duró hasta el pasado sábado, y Wuilly pudo comunicarse con Human Rights Foundation, la organización que lo invitó a Estados Unidos y que pagó su tiquete desde Colombia.

“Nos partió el alma encontrarlo, de casualidad, en las calles de Bogotá, abandonado a su propia suerte. Nos alegra mucho que haya podido huir de Venezuela y llegar a los Estados Unidos. Lo vamos a apoyar en todo lo que sea posible para que pueda rehacer su vida”, dijo a El Tiempo José Miguel Vivanco, director para las Américas de Human Rights Watch. Para él, Wuilly “es un símbolo, tanto de la protesta pacífica contra el régimen de Maduro como de los brutales abusos de las fuerzas de seguridad contra los manifestantes”.

A Wuilly todavía le duelen la ceja izquierda y el labio, donde fue herido con perdigones en una manifestación el pasado 22 de julio. El dolor se hace más intenso en las noches, sea en el calor de Riohacha o en el frío de Bogotá. Sin embargo, no deja de repetir que no son esas heridas lo que más le duelen. Quiere ver a Hazel y quiere que las condiciones en su país cambien para volver.

Este martes, por lo pronto, participa en el Lincoln Center de Nueva York en la conferencia sobre derechos humanos conocida como Oslo Freedom Forum. Lo que sigue de aquí en adelante no es más que música por escribir.


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