I

Cubículos pequeños: de cuatro metros de largo por tres de ancho. No hay ventanas. El fogaje del sol del mediodía permanece concentrado en el lugar. Los techos son altos. Las paredes son láminas de drywall soportadas en columnas de pletina. El refugio, en el que ahora hay más de 20 cuartos, era antes un galpón abandonado en la carretera vieja Petare-Guarenas.

Pasa desapercibido. Carece de un letrero que lo identifique como el refugio Waraira Repano 3. Solo una enorme piedra a orillas de la carretera sirve de referencia para ubicarlo. Dentro los cuartos están distribuidos en filas que dividen el espacio en pasillos.Todo a su alrededor testimonia miseria: el piso agrietado; los charcos de agua; las paredes carcomidas, descoloridas y sucias; los bombillos viejos; la basura en las afueras de los baños. Las pinturas gigantes de Bolívar, Chávez y Maduro es lo primero que se ve al entrar.

Con frecuencia, en uno de los costados del albergue, se oye el ruido del agua cayendo sobre el techo. Un extraño pensaría que está lloviendo, pero en realidad es el tanque que se ha rebosado y las goteras en el zinc inundan el suelo.

Las familias, de hasta ocho miembros, viven amontonadas en cuartos que sirven de sala y cocina a la vez. Las habitaciones tienen una o dos camas de cada lado. En los escaparates no hay espacio para más ropa. Las mesas de cuatro puestos están arrinconadas en cualquier esquina y las cocinas portátiles, de cuatro hornillas, se sitúan encima de un pequeño mesón de cemento. Las cortinas, casi transparentes, recrean una división de dormitorio y “sala”. Apenas se pueden dar unos cuantos pasos.

Son las 12:00 pm. Muchos todavía no han desayunado. A menudo lo hacen a la hora de almorzar y se acuestan temprano para no darle tiempo al estómago de sentir el mínimo asomo de hambre. La comida en las gavetas de la alacena es escasa, el dinero no les alcanza sino para unas cuantas cosas y su único mercado fijo es el de las cajas CLAP que manda el gobierno. Las esperan con ansias todos los meses, pero cuando no les llega tienen que resolver de improviso. Los bonos del carnet de la patria y las pensiones son lo más parecido que tienen a un sueldo fijo.

En el fondo, pasando un pequeño marco sin puerta, hay un pedazo de terreno de cemento. Belkis Rodríguez, una morena de ojos grandes y cabello negro, está parada junto a una pared que no está del todo construida. Mira el agua sucia del  río Guaire que baja por la parte trasera del albergue. Conversa moviendo sus manos  y pronuncia cada palabra con firmeza. Es una mujer de carácter. Cuenta que en mayo un ingeniero advirtió que si ocurre una semana continua de precipitaciones, el refugio puede caerse.

                                                                                                                                                                                                                Belkis Rodríguez

“No hay muro de contención. El que había se cayó hace dos años por los fuertes aguaceros. Estamos expuestos al peligro”, expresa indignada.

La tarde del 20 de abril de 2016 se desbordó el río Guarenas debido a las fuertes lluvias, que duraron varios días. Las vías se inundaron por la obstrucción de los drenajes y en los cerros la situación empeoró con cada minuto. Como resultado de las precipitaciones, se cayeron algunas casas y otras fueron evacuadas por estar en riesgo de derrumbe. La familia Rodríguez fue una de las que quedó damnificada.

El refugio no fue habitado de inmediato por estas familias sino días después. Las personas desconocían que estaba ubicado tan cerca de sus casas y que la mayoría de los cuartos permanecían desocupados. A muchos de ellos les tocó dormir en las calles, pedir comida y ropa prestada. No tuvieron tiempo de salvar sus pertenencias. En cuestión de segundos lo perdieron todo.

 

Les embargaba el recuerdo permanente de sus casas destruyéndose frente a sus ojos. Era lo único que tenían y lo único que habían construido durante años.

Varios damnificados han pasado por el refugio Waraira Repano 3, donde actualmente viven un total de 26 familias, incluidas víctimas de la Tragedia de Vargas y de fuertes lluvias registradas en Guarenas en los años 2007 y 2016.

II

Pilar Jiménez, quien perdió su casa en 2007 y comenzó a vivir en el albergue cinco años después, llegó al refugio con el corazón afligido y con el alma atormentada. Con la amarga sensación del desamparo, buscando la forma de renacer y sanarse de un recuerdo trágico que la perseguirá por siempre.

Es una mujer alta, delgada, de piel morena y rasgos perfilados. Lleva una blusa blanca ajustada al torso con un short de rayas negras que ciñen su cintura y dejan descubiertas sus delgadas piernas. Vive con su esposo y sus tres hijos en una de las habitaciones del refugio. Pilar es de pocas palabras, pero se muestra optimista. Lejos de entristecerse en este entorno tan calamitoso, pareciera fulgurar en él.

                                                                                                                                                                                                                                         Pilar Jiménez

Vivía en el sector el Cují cuando quedó damnificada. No había nadie en su casa el día en que una vivienda vecina se desplomó encima de la suya por causa de fuertes lluvias que conllevaron a deslizamientos de tierra en ese sector. Perdió todas sus pertenencias. Solo quedó con la ropa que tenía guardada en su trabajo y la que sus hijos tenían en la guardería. Desde ese día Pilar empezó a deambular por las calles de Guarenas.

Pilar trabajaba como interna limpiando una casa y logró mantener el empleo durante varios meses después del derrumbe. Encontró quien cuidara a los niños cuando ella no podía, pero cuando salía en su tiempo de descanso no tenían dónde quedarse. Empezaron a dormir en los porches de las casas donde se lo permitían. Dormían en el piso con la única ropa que vestían, a veces sin comer o sin la posibilidad de bañarse.

“Estuve así durante mucho tiempo. Una señora  me regaló una colchoneta y ahí dormía con mis hijos. Cocinábamos con leña en los patios de las casas vecinas. Pero nadie nos abría las puertas para darnos alojo. Estábamos desamparados totalmente”.

Ella y sus hijos cumplirán 11 años desde que la lluvia arrasó con su casa. En varias oportunidades entregó papeles en las entidades del Estado solicitando una vivienda, pero no tuvo respuesta. Por su cuenta consiguió que le prestaran un cuarto para que se quedara con los dos niños que tenía para ese entonces, pero fue por poco tiempo. La mala infraestructura del lugar provocaba que la habitación se llenara de agua cuando llovía, así que se empezó a deteriorar.

“El cuarto no estaba en buenas condiciones. Cada vez que llovía el agua se metía. Un día, mientras mi hijo dormía, un pedazo del techo le cayó en la cabeza. Tuvo fractura de cráneo y desde entonces convulsiona”.

                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                 Techo del refugio

Después del accidente, la familia volvió a quedar en la calle. Pero esta vez consiguió, en varias oportunidades, que le dieran alojo. La situación para ellos empeoraba cada vez más y Pilar se vio en la necesidad de abandonar su trabajo para cuidar a sus hijos. Vivían en una zona poco segura, rodeada por gente desconocida.

Respira hondo y asiente con la cabeza. “Han sido años difíciles”, dice mientras retoma el aliento. Reconoce que en la vida hay traumas que perduran y, para ella, las calamidades no habían terminado. Una madrugada, cinco hombres irrumpieron en el cuarto donde dormían. Pretendían robar las pocas cosas que tenían, pero después de varios minutos en la habitación, empezaron a manosear a la niña. Al ver las intenciones de los hombres, la madre evitó que desnudaran a su hija y ofreció su cuerpo a cambio de que no le hicieran daño a la pequeña. A Pilar la violaron delante de sus hijos.

Antes de que empezaran a hacerle daño, Pilar abrazó a su hija y la acostó boca abajo para que no viera lo que le iban a hacer. Al hijo mayor lo apuntaron con una pistola en la cabeza y lo obligaron a presenciar la agresión.

“Fue el momento más horrible de mi vida. Pero tenía que aguantar porque mi hija no lo iba a soportar”.

Mientras la maltrataban, Pilar lloraba. Más que dolor por lo que le estaban haciendo, sentía vergüenza por la situación que sus hijos presenciaban. A los hombres les tomó varias horas abandonar la habitación. Salieron antes de que amaneciera y cuando se sintieron satisfechos. Al ver que se marcharon, Pilar corrió a abrazar a sus hijos. Bañada en llanto y aún desnuda, les explicó lo que acababa de suceder: “Ustedes vieron a unos animales comiéndose a una hembra”, soltó con profundo dolor.

Desde esa noche, para la familia Jiménez nada ha vuelto a ser igual. Pilar tomó la decisión de abandonar la habitación para encontrar un sitio más seguro. Salió de noche y bajo una fuerte lluvia con el único bien que llevaba consigo: la colchoneta. Estaba dispuesta a encontrar un lugar donde vivir.

“Pasé por el refugio y me di cuenta de que estaba abandonado. Estábamos parados del otro lado de la acera, viéndolo, y me dije: Aquí hay un techo, creo que me voy a meter. Y así lo hice. Yo necesitaba un techo para dormir y aquí no había nadie”, dice mientras carga a su hijo de 6 años de edad.

Al entrar se dieron cuenta de que había más de 10 cuartos en la parte de abajo y otros 10 en el segundo piso. Pilar abrió una de las puertas y tiró la colchoneta en el suelo. Allí se instalaron. Ya pasaron seis años desde entonces.

III

Años más tarde, el Waraira Repano 3 empezó a ser habitado nuevamente. Las personas que allí viven se ayudan entre sí, porque las circunstancias los ha obligado a compartir en familia, a auxiliarse en momentos difíciles y a compartir las mismas carencias. La falta de alimentos es la más común. En ninguno de los cubículos sobran los alimentos, pero se solidarizan entre vecinos cuando alguien no tiene para la comida del día.

Actualmente, los niños se enferman constantemente con gripes y brotes en la piel. La humedad se percibe al entrar a los cuartos. Día y noche, lidian con las ratas que suben del río y que rompen las paredes para entrar a las habitaciones. Cuando llueve, la presencia de mosquitos se acentúa.

                                                                                                                                                                                                                                            Niño del refugio

En 2016, una bebé de 2 meses murió al enfermarse por las condiciones higiénicas del lugar. En mayo de 2017, un niño de 12 años falleció por un extraño brote que le causó una erupción en la piel. Los médicos no supieron diagnosticar la enfermedad, pero su madre asegura que fue causada por el río contaminado que los rodea.

Bañarse también es un problema. Solo hay 2 baños para al menos 100 personas, de las cuales 63 son niños. El aseo personal es un reto. En las mañanas cada quien tiene dos o tres minutos para la higiene. El dilema comienza a las 4:00 am. Las mujeres son las más afectadas porque el tiempo no les alcanza para asearse lo suficiente. Si deben lavarse el cabello, se levantan más temprano o tienen que aprovechar cualquier momento del día en el que los baños estén desocupados.

Cualquier visitante distraído pensaría, al entrar al refugio, que está en la sede de un colegio. No solo por la cantidad de niños jugando en el patio vestidos con el uniforme, sino por el salón de clases que hay dentro, en el que una de las refugiadas dicta clases dirigidas dos veces al día a los niños que allí viven. Cobra 50 bolívares por semana y los ayuda con sus tareas escolares en medio de pupitres desgastados por los años y el piso lleno de agua.

La rutina de los adultos transcurre en los quehaceres diarios del hogar: el café por la mañana, las arepas del desayuno y una larga jornada de limpieza que puede extenderse hasta el mediodía. Quien no ha escuchado sus tragedias pensaría que se encuentran en un albergue donde el día a día pasa de una manera normal, y en cierta forma es así. Sin embargo, solo ellos saben cuán grande es el dolor de los infortunios que han tenido que pasar.

El lugar es ruidoso, sobre todo por los niños que todos los días salen a jugar en el patio y por los televisores que siempre están encendidos en distintos canales al mismo tiempo. Pero no todo lo que guardan del Waraira Repano 3 se basa en malas vivencias. Hay días en los que tienen sus momentos alegres.

En el segundo piso, detrás de una angosta puerta, conservan como tesoro un paisaje que los ha hecho sentir, paradójicamente, libres y afortunados entre tantas limitaciones. A orillas de la puerta, hay solo unos cuantos centímetros de cemento para estar de pie y que los deja expuestos al aire libre. Desde ahí pueden ver todo a su alrededor, desde ahí se siente como estar sumergido en un gran hueco. Es uno de los pocos instantes que les genera serenidad y que se hace ostensible en sus rostros. Pero la vista es solo una pequeña parte de lo que está a su alrededor. A un lado de la puerta hay una larga escalera con crinolina anclada a la pared. Su último peldaño da hacia una enorme platabanda totalmente descubierta.

Desde ahí arriba la vista es majestuosa. El refugio está rodeado por enormes montañas verdes que generan la sensación de estar inmerso en un inmenso bosque. Una de ellas está tan cerca que para perderse en medio de esos grandes árboles solo hay que lanzarse con los brazos abiertos.

Es una vista imponente —dice una joven con mirada nostálgica—. Es un lugar impresionante que transmite paz.

Y es verdad, es un lugar impresionante que transmite paz.

Los habitantes del refugio suben a la platabanda cuando quieren olvidar sus penas y sus carencias. Pueden pasar largas horas allí arriba, y cuando llega la noche se acuestan en el techo para admirar la inmensidad del cielo, contar sus estrellas y reflexionar sobre sus vidas. Es el lugar de los domingos, donde hacen los mondongos y se reúnen en familia, donde bailan, ríen y echan cuentos. Es el lugar de la reconciliación.

IV

“Dios quiso que pasara lo que pasó”, dice Alessia Solórzano, una mujer de 78 años de edad que, al igual que los demás, lleva años esperando por una casa. Alessia sufre de los huesos, tiene artrosis, osteoporosis y úlcera gástrica. No está en condiciones de hacer muchas cosas, pero al igual que sus vecinos, lava a mano, cocina, limpia, se enfrenta a la crisis y en ocasiones pasa hambre.

Alessia perdió un hermano en la vaguada del 1999 y es la segunda vez que vive las penurias ocasionadas por la naturaleza. “No sé si él estará vivo. Yo lo estuve buscando y no lo conseguí. Me siento sola ¿pero qué hago?”, dice con la mirada perdida.

En el refugio no todos trabajan. La mayoría son mujeres que tienen más de cinco niños que cuidar y que deben arreglárselas vendiendo café o cigarros, limpiando casas o haciendo algún otro oficio,  pero aún así el dinero no les alcanza. Los niños ya están acostumbrados a escuchar que no hay comida.

Comparten los mismos miedos. No duermen cuando llueve, pues temen que el río se desborde y los agarre desprevenidos. Le temen al sonido estremecedor de las piedras que el agua arrastra. Sienten como si el piso temblara.

La adjudicación de una casa digna se ha convertido en el único sueño que aspiran. Es lo único que piden, algo propio que le puedan dejar a sus hijos y su única esperanza está puesta en el gobierno. Están inscritos en la Misión Vivienda, pero desconocen el estatus en que se encuentra su solicitud. Belkis está convencida de que los altos funcionarios del gobierno no saben de su situación. Siente que está en un lugar aislado donde nadie sabe de su existencia.

“Queremos que a todos nos adjudiquen una casa. Yo quisiera que el presidente nos escuchara. No queremos más nada, solo un poquito de felicidad para lo poco que nos queda de vida”.

En el refugio Waraira Repano 3 la gente no usa pijama para dormir: se ponen ropa de calle para estar preparados, pues les angustia la idea de que la lluvia provoque el derrumbe de la estructura. Mientras tanto, en la carretera vieja Petare-Guarenas los vehículos pasan todavía sin percatarse de que en ese viejo galpón hay 26 familias que viven en condiciones inhumanas.


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