Cuando golpea un huracán hay un momento durante el cual se experimenta la sensación de que lo peor ya pasó. Ese tiempo ofrece la ilusión de calma, luego de los vientos que arrasaron todo, y de que se puede salir a reconstruir lo devastado. Pero este fenómeno, conocido como el ojo del huracán, resulta efímero y hay que tomar previsiones, puesto que detrás puede venir una fuerza tan letal como la anterior.

Visitar Caracas en estos días -que no es lo mismo que recorrer el interior de Venezuela- puede llevar a engaño al distraído, haciéndole sentir, así, una tranquilidad que contrasta con los titulares de las noticias. Sin embargo, no hay maquillaje capaz de ocultar lo que se percibe desde que se aterriza en el aeropuerto Simón Bolívar, el mismo que en 1976 alargó su pista para la llegada del Concorde. Ahora, 44 años más tarde y luego de 21 años de revolución chavista, arribar en un vuelo a las diez de la noche significa ser pasajero del único avión que figura en las pantallas de llegada. La ventaja es que se sale más rápido, sobre todo si al llegar a Migraciones el funcionario debe anotar el nombre y número de pasaporte a mano en una hoja A4, puesto que el sistema no funciona.

Quienes hoy deciden ir a Venezuela, en realidad, están volviendo. Regresan después de visitar a quienes tienen lejos o son parte de la diáspora que visita a los parientes que quedaron. A nadie se le ocurre ir a hacer turismo a un país en el que podrías quedarte varios días sin luz, sin agua y sin manera de pagar. Las valijas traen medicamentos, el cargamento más preciado para familiares y amigos con tratamientos que exigen una regularidad imposible de asegurar aquí. Aquellos que pueden, llevan dólares en efectivo. Los bolívares brillan por su ausencia.

Recorrer la distancia entre el aeropuerto y Caracas lleva 45 minutos. Hacerlo de noche por una autopista sin ninguna iluminación requiere una pericia extra: hay que sortear los baches de la ruta a una velocidad considerable, para evitar la posibilidad de un asalto. De pronto, un juego de luces que decora el río Guaire (que atraviesa la ciudad convertido en cloaca, donde desembocan las aguas negras) sorprende y vende la fantasía, así sea por unos instantes, de estar en una ciudad lista para una celebración importante. Circulan muy pocos autos, a pesar de que todavía no es medianoche. Nadie se detiene en los semáforos en rojo (en los que funcionan). La consigna es no frenar y seguir.

Tres años sin ver ese cerro magnífico que recorre la ciudad de punta a punta y que la separa del Caribe. El Ávila es para quienes viven en Caracas una fuerza de la que alimentarse; para quienes nos fuimos, un punto común de la nostalgia. Los que crecimos con esa montaña como norte solo nos sentimos en casa cuando la volvemos a ver. Pero ni siquiera ella ha podido escaparse de la revolución. A 2.140 metros sobre el nivel del mar -en uno de sus puntos más altos- se encuentra el hotel Humboldt, construido en 1956 cuando Venezuela era referencia de modernidad. Ahora, renovado luego de años sin uso, se ha convertido en sede de las fiestas de simpatizantes del gobierno, con un despliegue de lujos que no tienen la precaución de disimular. Por el contrario, envían un mensaje de desprecio por la ciudad a oscuras cada vez que deciden iluminarlo con luces láser al ritmo de la música del DJ de moda.

Estrategias de supervivencia

En Caracas se amanece pensando en la estrategia que hay que seguir para realizar las actividades cotidianas. La gasolina no se paga, basta llevar galletas en el auto y, una vez lleno el tanque, darle un paquetito a quien trabaja en la estación. Para el gas es casi igual; en los lugares donde se intercambian las bombonas, bastan paquetes de harina o arroz para saldar el precio. Otra cosa son los alimentos; allí hay que tener dólares.

No existe lugar en la ciudad, desde supermercados hasta mercados populares, en donde la moneda de intercambio no sea la que tiene impresos los rostros de Abraham Lincoln, George Washington o Benjamin Franklin. Resulta sorprendente ver a la gente pagando con esos «verdes» que tanto satanizó Hugo Chávez. El bolívar soberano (moneda oficial) desapareció. Quienes no tienen dólares pueden pagar con tarjeta de débito (las de crédito es como si no existieran, puesto que los límites son sobrepasados por la hiperinflación) o realizar transferencias electrónicas (siempre y cuando haya Internet). Hasta los vendedores informales dan el número de su cuenta a fin de que se les haga el depósito correspondiente.

Existe una especie de acuerdo tácito para intentar llevar una vida lo más cercana a la normalidad. Se percibe el agotamiento ante tanta lucha, especialmente tras los acontecimientos del año pasado, cuando se pasó de la euforia por un cambio político, que no llegó, a sobrevivir durante días y días sin luz ni agua. El deseo es simplemente vivir, aunque el costo sea acostumbrarse.

La tan denunciada escasez de alimentos contrasta con la proliferación de un nuevo tipo de establecimiento llamados bodegones, en donde todo es importado. Allí se consiguen cereales, pastas, quesos, fiambres y todo lo que un gourmet podría desear en su despensa. El problema son los precios, marcados en dólares y en montos mucho más altos que el promedio internacional. Pero eso parece no importarles a quienes los visitan; van con los bolsillos llenos y salen con su compra. Duele, en un país en el que 85% de sus familias se enfrentan a la inseguridad alimentaria y en el cual, según un informe del Programa Mundial de Alimentos de la ONU, uno de cada tres venezolanos padece hambre.

Hay quienes convierten este dolor en acción. Alberto Kabbabe estudió Química en la Universidad Simón Bolívar, se interesó por la política luego de militar dentro del movimiento estudiantil y trabaja junto con otros jóvenes en pro del empoderamiento de las comunidades más necesitadas. Su organización, Alimenta la Solidaridad, comenzó en 2016 cuando se hizo evidente que la falta de alimentación era la causa principal de deserción escolar. Llevan creados 202 comedores, donde alimentan a casi 14.000 niños.

«Parte de la premisa es apoyar la producción local y hemos encontrado a los mejores aliados en los productores. La colaboración de la empresa privada también ha sido fundamental, así como la solidaridad de los venezolanos en la diáspora. Hay equipos en 16 ciudades del mundo que nos ayudan y empresas extranjeras que están donando a la causa venezolana. Por eso, cuando leo una nota como la que publicó recientemente The New York Times, en la que habla de una supuesta bonanza de la ciudad de Caracas, siento que está todo mal. Hay que investigar más a fondo porque minimizar la crisis venezolana hace mucho daño. Caracas es mucho más que 20 cuadras, la ciudad va desde el barrio Kennedy en Macarao hasta La Dolorita en Petare, y ellos están cada vez peor. Hay 30% de los niños en desnutrición crónica, lo que representa un problema de desarrollo y de toda una generación dejada atrás», indica.

La liberación total de aranceles para la importación es quizá la causa de esa cierta sensación de bienestar que antes no se percibía. Hasta pueden verse autos de alta gama circulando. Es la manera que el régimen encontró para suplir el déficit de producción en el cual hundió a la industria del país. Sin embargo, estos productos son solo asequibles para el 5% de la población, algo paradójico para una revolución que prometía mejorarles la vida a quienes más lo necesitaban. La ONU estima que para fines de año podría haber hasta 6,5 millones de venezolanos fuera de su país (21,6% de la totalidad de su población); una de las mayores crisis migratorias de la actualidad. Hay otro proceso migratorio: el interno. Gente de otras ciudades mudándose a Caracas. No soportan los racionamientos feroces de luz, agua y gasolina. Las famosas bolsas de alimentos que se reparten de manera mensual en la capital solo les llegan cada 70 o 90 días a quienes viven en otras partes del país.

Arte que denuncia

El venezolano siempre ha tenido una pulsión creativa y no se ha detenido. Hay una resistencia desde la cultura. Quienes hacen del arte su vida han encontrado maneras para seguir expresándose y sus obras serán testimonio de una realidad que a veces las palabras no logran describir. Juan Toro, un fotógrafo empeñado en mostrar la violencia de formas no convencionales, sabe de esto. «Somos muchos luchando porque este país no muera. Se han podido generar pequeños espacios y galerías en las que todavía se puede reflexionar sobre lo que está sucediendo. Buscamos que las obras hablen de lo que nos ha tocado vivir. Es una forma de denuncia y esa denuncia terminará convirtiéndose en memoria, eso es fundamental», afirma.

Al salir de Venezuela, la funcionaria de Migraciones me preguntó cuántos años llevaba viviendo fuera. Nueve, le respondí, y me dijo: «Recuerde que su país la espera». Ignoro cuál será ese país. No quiero que sea el de aquellos que decidieron acomodarse al lado del poder para llenar sus cuentas con algo de los más de 700.000 millones de dólares que un ex funcionario chavista denuncia como «extraviados». Tampoco el de la tortura, la persecución y los 390 presos políticos, que denunció la ONG Foro Penal; ni donde la salud sea solo privilegio de muy pocos, mientras mueren recién nacidos, pacientes con cáncer o cualquiera que con la asistencia adecuada seguiría con vida. Espero el formado por quienes, dentro y fuera, siguen luchando pese a todo, gente valiente que no se rinde y que sigue con esperanza.


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