Casos de dengue, leishmaniasis y sarna humana en zonas vulnerables de Lara
Foto Archivo

Por MORELIA MORILLO

Darwin Antonio Granados, un minero de 44 años de edad, jura que se curó con ceniza de cigarrillo y antibióticos la primera lesión, una úlcera en el pie, que tuvo por leishmaniasis cutánea, una enfermedad tropical producida por el parásito Leishmania y transmitida por la picadura del mosquito flebótomo.

Entonces se automedicó, confiesa Granados, para no tener que salir de la mina donde trabajaba y seguir buscando oro, su modo de sustento. Pero cuando apareció la segunda llaga, un pequeño óvalo de milímetros de profundidad y bordes blancuzcos en su brazo derecho, supo que ya no era un asunto para la medicina casera. Se fue directo desde la ciudad venezolana de Santa Elena de Uairén a buscar ayuda en la Unidad Básica de Salud (UBS) de Pacaraima, Brasil, a 15 kilómetros de distancia. Santa Elena de Uairén es la capital del municipio Gran Sabana del estado Bolívar, en el sureste del país, muy cerca de la frontera con el estado brasileño de Roraima.

Granados solía trabajar allí como heladero. Le iba bien. El negocio era lucrativo. Después de todo, se trataba de una ciudad pequeña sin muchas opciones de recreación para los lugareños y receptora, a su vez, de turistas nacionales e internacionales por temporadas.  Sin embargo, nada sería igual después de 2019. Ese año se perpetraron las matanzas de Kumarakay y Santa Elena de Uairén, en las que murieron siete personas, incluyendo cinco indígenas pemón, y la economía local cayó en una situación extrema que la pandemia acentuaría poco después.

La crisis afectó al turismo, al comercio y… a las ventas de helados.  Ese 2019, Darwin Granados tuvo que entrar a las minas de Ikabarú, al suroeste de Santa Elena de Uairén, por lo que, pensó, sería tan solo poco tiempo. Pero, luego, en 2020, la pandemia dificultó aún más las ventas de helados, y debió volver a minar, esta vez de forma definitiva. O hasta ahora, al menos. Al mismo tiempo que Granados, muchos otros habitantes de la Gran Sabana, hogar inmemorial del pueblo pemón, que hasta entonces nunca habían tenido que ver con la actividad minera, se sintieron forzados a incursionar en la minería, aunque con el propósito de que fuera una dedicación temporal.

Pero, conforme la crisis se prolongaba, el oficio de minero se les fue haciendo permanente.  La mina en la que ahora Granados trabaja se llama Saray. Con él trabajan alrededor de 20 personas, incluyendo varios indígenas. Se encuentra en el Sector 7 del Pueblo Pemón-Ikabarú, el único de los sectores del territorio indígena pemón que cuenta con un título de propiedad colectiva.

Simultáneamente es el más intervenido por la extracción de oro, sobre todo desde la creación del Arco Minero del Orinoco mediante el Decreto N° 2248 de 2016, que contempla la explotación del llamado Bloque Especial Ikabarú. La presencia e intervención humana en esas selvas del sur del país ha incrementado la incidencia de la leishmaniasis y de otras enfermedades, como el paludismo.

La actividad minera, según advierte la Organización Mundial de la Salud (OMS), puede crear condiciones ambientales propicias para la proliferación de los vectores de tales enfermedades y aumentar las interacciones entre reservorios y parásitos. En el caso de la leishmaniasis, esas incursiones en el hábitat originalmente selvático contribuyen al mantenimiento del ciclo de transmisión de esta enfermedad, en especial la variante cutánea, caracterizada por la aparición de llagas en la piel.

Existen otros tipos de leishmaniasis, como la mucocutánea, destructora de tejidos blandos y cartílagos, o la visceral, invasora de los órganos internos. En toda Venezuela, la forma clínica más frecuente es la leishmaniasis cutánea, con 98 % de los casos nacionales, según el documento Programa de Control de Leishmaniasis: normas, pautas y procedimientos para el diagnóstico y control del Ministerio del Poder Popular para la Salud (MPPS, 2019).

Es una enfermedad grave que puede causar daño extenso en la piel y dejar cicatrices permanentes. Aunque rara vez es mortal, puede resultar desfigurante y causar discapacidad grave. En las zonas boscosas de la Gran Sabana, diezmadas por la minería, los mosquitos flebótomos de la familia Psychodidae, cuyas hembras se alimentan de sangre, hacen así de vectores de la leishmaniasis. En la Gran Sabana a ese tipo de mosquito se le llama angoleta y a la úlcera que la enfermedad produce, llaga brava, por ser muy resistente.

La OMS la considera una de las 20 enfermedades tropicales más desatendidas, relacionadas con la pobreza, según señala el mismo documento del MPPS. La Organización Panamericana de la Salud (OPS) se ha impuesto como meta erradicar la leishmaniasis para 2030. De eso es, justamente, de lo que se vienen enterando en el municipio Gran Sabana: la leishmaniasis es consecuencia del empobrecimiento de sus pobladores.

Devastados por la crónica crisis económica que se arraigó en una región rica, para tratarse la enfermedad deben trasladarse al vecino Brasil, que se ve obligado a practicar la solidaridad y ofrecer una asistencia que cubre las omisiones del sistema de salud estatal de Venezuela.

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