Al sureste de Venezuela, en las profundidades del sur del estado Bolívar, existe una tierra milenaria habitada por el pueblo Pemón que, ante los ojos de cualquier visitante, se muestra como un milagro natural que combina arenas blancas, laderas verdes, piedras rojizas, saltos de agua cristalina y los tepuyes más antiguos de la historia de la Tierra.

Una vía de asfalto desgastado se abre paso entre las montañas y miles de hectáreas de árboles tupidos se alzan hacia un cielo nublado que no le resta belleza al imponente verde que lo inunda todo. “Bienvenidos al Parque Nacional Canaima”, se lee en un letrero de madera deteriorada que parece flotar a un lado del camino.

La brisa helada golpea el rostro, un fuerte olor a humedad emerge de cada tramo del recorrido y todos los vestigios de ciudad desaparecen. La naturaleza lo abarca todo y, como surgida de una fantasía, en el macizo guayanés, La Gran Sabana se muestra grandiosa, infinita.

Distintos tonos de verde se mezclan en los valles extensos y, a lo lejos, surgen tras las nubes los tepuyes como si de un espejismo se tratase. El sol se abre paso en el cielo gris y la luz transforma el paisaje en un festival de colores: suelos rojizos, amarillos, verdes y blancuzcos convierten momentáneamente el sur del estado Bolívar en un cuadro impresionista.

Fotografía de Génesis Herrera.

Sin embargo, más allá de las sabanas y de los morichales se concibe una zona de guerra acérrima sin precedentes que envuelve a todos los habitantes del sur en una bruma de pánico, sufrimiento, furia y muerte.

Ubicada a escasos kilómetros de la frontera con la República Federativa de Brasil se encuentra Santa Elena de Uairén, ciudad capital del municipio Gran Sabana, en donde hacen vida criollos, brasileños y pemones; punto crucial para el ingreso de la ayuda humanitaria proveniente de Brasil que estaba previsto para este 23 de febrero.

Desde el martes 19 de febrero una alarmante oscuridad se cierne sobre las calles de Santa Elena; el servicio eléctrico falla desde que aparecen en el cielo los primeros rayos del sol  y las luces de la ciudad permanecen ausentes. El caos empieza a aprovechar hasta los espacios más mínimos y toda la belleza de la Gran Sabana parece ocupar un espacio distante que tiene lugar en otro mundo, a millones de kilómetros.



Jueves 21 de febrero. El calor empegosta, agobia; la ciudad permanece a oscuras desde las 5:00 am y en el centro del poblado las santamarías se asoman cerradas.

“Nos quitan la luz para que no nos podamos comunicar ni organizarnos para el 23, para buscar la ayuda humanitaria; pero no importa, con luz o sin luz allí vamos a estar”, dice llena de convicción una de las mujeres que lidera el grupo de Sociedad Civil que registra al conjunto de voluntarios por la ayuda humanitaria.

El resto asiente, gritan enardecidos. “El momento es ahora”.

Cae la tarde y un anuncio de Nicolás Maduro activa todas las alarmas: el cierre indefinido de la frontera con Brasil a partir de las 8;00 pm. El caos que por momentos era casi imperceptible ahora  es palpable, golpea y empuja.

Personas caminan con prisa hacia la línea fronteriza y los vehículos avanzan a toda velocidad para cambiar de latitud antes de la hora de cierre, el paso de los minutos es crucial, el tiempo se convierte en enemigo.

“No importa que cierren la frontera, la ayuda humanitaria sí va a pasar, nosotros lo haremos posible”, dicen.

—El momento es ahora—.

La noche se acerca y Santa Elena de Uairén desciende aceleradamente hacia la completa oscuridad. Baterías descargadas, imposibilidad para comunicarse y la constante preocupación de no saber qué pasará la hora siguiente inunda cada calle, cada esquina.

Las lámparas se encienden intempestivamente y gritos de celebración se oyen en el centro de la ciudad. Alegría combinada con temor. La incertidumbre sobre cuánto durará la estabilidad del servicio eléctrico moviliza a la gente, no se dan abasto los tomacorrientes.

El cielo nocturno de la Gran Sabana se llena de estrellas que parecen observar desde arriba a una ciudad en la que aumenta la tensión con el avance de la noche. Santa Elena de Uairén está a punto de vivir las horas más críticas y difíciles de su historia como ciudad.



Viernes 22 de febrero. Asesinaron a Zoraida Rodríguez.

La comunidad indígena de Kumarakapay, en San Francisco de Yuruaní, es un punto de cruce obligatorio en la Gran Sabana para poder llegar a Santa Elena de Uairén, donde el 23 de febrero se realizaría una manifestación en pro de la entrada de la ayuda humanitaria.

Fotografía de Ramses Romero.

La madrugada del viernes una caravana militar que se dirigía al poblado fronterizo arremetió contra los pemones de Kumarakapay. Una balacera dejó un primer saldo oficial de 12 heridos y una indígena muerta, Zoraida Rodríguez.

Santa Elena de Uairén amaneció estremecida, indginada, herida.

Bajo el sol ardiente de la media mañana los heridos de menos gravedad por el ataque comienzan a llegar al hospital Rosario Vera Zurita, en Santa Elena, mientras que los que corren mayor riesgo de muerte son trasladados a Boa Vista, en Brasil, donde pueden ser atendidos con los insumos y los recursos adecuados.

Los pemones lloran a sus heridos, lloran a Zoraida Rodríguez, lloran la violencia, la injusticia. «Esto es guerra».

El miedo y la rabia movilizan a los habitantes de la ciudad fronteriza, repudian la violencia y su necesidad de lucha se ve incrementada: la pelea no es solo por la ayuda humanitaria, ahora es por el sufrimiento de la comunidad ancestral que habita La Gran Sabana y que resguarda sus tierras sagradas.

—Esto es guerra—.

Las lágrimas arden en los rostros de los pemones heridos que luchan por sus vidas en un recinto médico que se muestra incapaz ante sus necesidades de salud. Santa Elena de Uairén palpita, se retuerce ante los ataques. Los indígenas deciden dirigirse a la línea fronteriza a gritar por sus derechos, a pelar contra con la injusticia, contra la muerte.

A la altura del Fuerte Roraima, ubicado 10 kilómetros antes del punto exacto de la línea fronteriza entre Venezuela y Brasil, más de 20 efectivos de la Guardia Nacional Bolivariana (GNB) sostienen sus escudos y aseguran estar allí para impedir el paso de la ayuda humanitaria que envía el gobierno de Brasil; pero se acerca el rugido de un pueblo enfurecido que ha sido atacado, se acercan cientos de personas que exigen justicia, que exigen la vida.

Con gritos, consignas y hasta armados con arcos y flechas caminan cientos de personas a protestar en contra de la obsesión de poder, en contra de la violencia y de la represión. Comienza el combate.

Blancas y amenazantes, así aparecen las tanquetas militares que solo tienen un objetivo: reprimir a un pueblo indignado que grita en contra del sufrimiento. El sonido de los primeros disparos de bombas lacrimógenas retumba en los oídos de los presentes y a pesar de que el humo tóxico lo invade todo, no es suficiente para disminuir el coraje de los manifestantes que buscan la manera de defenderse ante la barbarie que no deja de atacarlos.

Fotografía de Ramses Romero. 

En el campo de combate hay desventaja, el miedo comienza a ganar terreno y después de un arduo enfrentamiento llega la incertidumbre, el sufrimiento.

—Sí, esto es guerra—.



Sábado 23 de febrero. Santa Elena de Uairén todavía sufre los ataques del día anterior pero no se acongoja ante los retos que supone atravesar una fecha como esta. Llegó el día.

La mañana del sábado llega helada y con un cielo azul claro que enmarca todo el paisaje y reverdece las montañas del sur. El paso fronterizo amanece cerrado y en el centro de la ciudad se preparan para una nueva jornada de lucha.

Con el transcurso de la mañana los ánimos se caldean y una fuerza imparable envuelve a todos los manifestantes, quienes caminan decididos a donde el día anterior sufrieron las arremetidas de las fuerzas del Estado.

Pero el panorama ha cambiado por completo.

Civiles armados resguardan el punto fronterizo, no hay ni un solo rastro de los funcionarios de la GNB y a lo lejos permanecen estacionados los monstruos blancos blindados a la espera de una orden de acción.

Fotografía de Ramses Romero. 

—Esto es guerra—.

El combate se vuelve más cruento, más vil. Las tanquetas comienzan a moverse con lentitud, pero su velocidad asciende y van dispuestas a arrasar contra todo aquello que encuentren a su paso; aceleran y se dirigen hacia el centro de la ciudad, cambian su objetivo de ataque, quieren tomarlo todo.

El pánico y la furia apresan a los habitantes del poblado, quienes corren aterrorizados ante las ráfagas de balas y bombas lacrimógenas, cada esquina se convierte en un punto de vulnerabilidad. Los gritos son ensordecedores y el humo lo cubre todo; no hay espacio para la cordura ni para el refugio, solo para el ataque.

Desde la zona más profunda de la comunidad indígena de Manakri, ubicada dentro de Santa Elena de Uairén, se escucha cada vez más cerca el incesante el accionar de todo tipo de armas. “Están masacrando al pueblo”, dice con rabia una de las mujeres del sector, “pero esto es guerra, aquí nadie se rinde”.

Manakri es ahora el foco de ataque. Los cuerpos de seguridad van tras Emilio González, alcalde de Gran Sabana, quien se mantiene oculto en una de las casas de la comunidad mientras pide auxilio a través de llamadas telefónicas desesperadas.

“Van a tener que matarnos a todos para llegar hasta aquí”.

La entrada de Manakri permanece custodiada por los habitantes de la zona y nadie puede cruzar hasta que el enfrentamiento termine; los seguidores del alcalde están dispuestos a todo, pero los funcionarios de la Guardia Nacional Bolivariana también, usan todo lo que tienen, disparan sin establecer un blanco preciso, no dejan de derramar sangre.

Tras tres horas de ataque, violencia y miedo, el alcalde huye de Manakri.

Santa Elena de Uairén es un campo de batalla desolado que recoge en cada una de sus calles los vestigios de un enfrentamiento incesante y sangriento que se detuvo momentáneamente. Las personas se esconden, están aterradas; algunos se inmovilizan por el miedo y otros se muestran completamente decididos a seguir luchando a pesar de las armas y de la arremetida.

“La Gran Sabana se respeta, no nos merecemos esta masacre”.

Pero el combate recrudece y la violencia incrementa, no hay piedad, no hay perdón. Los disparos y la persecución continúan hasta la madrugada del domingo y el descanso no se postula como una opción para los habitantes que se mantienen en alerta dentro de sus casas esperando el próximo estallido, la próxima matanza.

Un silencio ensordecedor parece recibir al domingo 24 de febrero con un abrazo consolador que no disminuye la tensión que se palpa en cada calle, en cada esquina, ahora tomadas por las fuerzas del Estado. La mañana helada deja a la vista los indicios de la guerra, del dolor y del sufrimiento de la gente del sur de Bolívar. 

El crepúsculo matutino pinta el cielo de azules y anaranjados brillantes que a pesar de que transforman La Gran Sabana en un espacio casi milagroso de tanta belleza, no es suficiente para apaciguar el dolor, el miedo y la pérdida de todos los habitantes de la ciudad fronteriza, quienes en tan solo tres días vivieron las horas más oscuras de su historia que dejaron un saldo de 43 heridos de bala, más de 20 detenidos y cuatro personas asesinadas. 

El sol se pone sobre El Parque Nacional Canaima, pero todavía no se ha puesto sobre Santa Elena de Uairén.  


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