21 de diciembre, escribo desde Caracas. La ciudad está a oscuras desde muy temprano, desde hace mucho tiempo. Desolada, abandonada y en silencio.

Sus calles destruidas. Negocios cerrados. Es lo que me encuentro de camino a casa. En una calle me topo con una alcabala de hombres con uniformes de fuerzas de “seguridad”, en ese instante no sé qué hacer, porque no sé quiénes son esos hombres, porque no sé si son delincuentes armados por el régimen con el objetivo de secuestrar.

Ya no puedo cambiar de rumbo, disminuyo la velocidad, me ordenan bajar la ventanilla, solo la bajo un poco, decidida a arrancar a toda velocidad, si noto algún movimiento extraño. Uno de los hombres se acerca, con los brazos cruzados y puedo observar su arma que esconde en su brazo izquierdo. Me permitió seguir. Arranco a velocidad, no encuentro obstáculos porque casi no hay carros en la vía. 

El alumbrado público casi no existe. Esa oscuridad es mi acompañante. Aquellas luces de Navidad ya no están. Al llegar a casa, me sorprendo ver a lo lejos un balcón donde un arbolito con tímidas luces me recuerda que estoy en Navidad. Pero es que aquella palabra mágica, Feliz Navidad, ya no se escucha en este diciembre de 2017. Es extraño oírla, es extraño desearla porque hay tanta tristeza que decirla suena como un cinismo. Hay un silencio interno, una desesperanza.

Hay otro tipo de silencio, el de la juventud que se fue. ¡Se fueron para no regresar! Se fueron en busca de un futuro que ya no les brinda su país. Huyendo del hampa, del hambre, de todos los visos de inseguridad que fueron sembrados, como si se hubiese consagrado como política de Estado acorralar a los venezolanos para que abandonen su país, o aniquilarlos. Familias separadas. Ancianos que han quedado solos. Niños que quedaron en otros brazos porque sus madres debieron partir. Una diáspora que cada día se está engrosando. 

Una huída en desbandada luego de los acontecimientos políticos de este año. Una fraudulenta asamblea nacional constituyente que en palabras de la embajada americana en Caracas, “están inventando reglas a medida que avanzan”. Una oposición hábilmente desmembrada por el régimen, que busca participar en unas nuevas “elecciones”, esta vez, presidenciales. Y posiblemente olvidan que en las dictaduras comunistas las elecciones son unos libretos con candidatos opositores de decoración. 

Nuestros días previos a esta celebración de la natividad han pasado en colas buscando alimentos, en los bancos buscando efectivo, con una hiperinflación que mantiene al pueblo con la barriga vacía. Ancianos muriendo de mengua. Niños muriendo por desnutrición, madres haciendo colas en las cárceles infrahumanas para visitar a los presos políticos; otras, yendo a las tumbas de sus hijos asesinados por las armas del régimen.

Escuché a un hombre entrado en años en la isla de Margarita, con la piel cubriéndole sus huesos, enfrentarse a las fuerzas armadas del régimen e increpándolos les gritó: “prefiero morir de un tiro, que morir de hambre”. 

Patria, Socialismo o Muerte. Fue la bandera de Hugo Chávez, Fidel Castro y sus cómplices. En eso ha terminado mi país, en muerte. Lo saben los que se tuvieron que ir, y los que seguimos acá. Hoy, no vivimos navidad, vivimos la muerte de un país. Es como un campo de concentración donde nos arrinconan día a día. Es casi un cementerio. 

Muchas veces me he preguntado. ¿Por qué sigo aquí para ver todo esto? Tres escritores me han inspirado en esos instantes de duda. Uno, Plinio Apuleyo Mendoza, cuando en una llamada le narré en mayo de 2015 en qué convirtieron a mi país esta banda de delincuentes. Aquel país que él vivió junto con Gabriel García Márquez el 23 de enero de 1958 a la caída de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez. Su respuesta fue directa: escriba. De allí nació una crónica que publicó este diario: ‘corresponsal de guerra en su propio país’, donde plasmé aquellas vivencias:

“Nunca llegué a imaginar que me sentiría como una corresponsal de guerra en mi país. Es la guerra que pasa frente a tus ojos, aunque no escuches bombas, no veas humo, ni edificaciones destruidas, ni cadáveres en la calle, ni oyes gritos. La diferencia de esta guerra es que el grito de los venezolanos no lo escuchas, lo ves en las filas, interminables filas para buscar algún alimento, y al final regresar con las manos vacías.”

Pocos meses después leí un artículo del escritor venezolano Leonardo Padrón, ‘La casa grande’: “Mi casa, si me pongo específico, limita al norte con la fiesta que es el Caribe, al sur con la selva fantástica de Brasil, al oeste con kilómetros de vallenato, cumbia y hermandad y al este con la vastedad del Atlántico y ese litigio histórico, otra vez de moda, que es Guyana. Mi casa tiene el techo azul casi todo el año. Mi casa es un clima de mangas cortas y risa fácil (…) Mi casa tiene 30 millones de habitantes. En mi casa está mi infancia, mi ventana y mi lámpara, mi postre favorito, mi carro, mi lista de amigos, mi cine recurrente, mi ruta de librerías, mi estadio de beisbol, mi zona de costumbre y apegos. El sol nace y se pone en mi casa.

Resulta que mi razón de ser, lo que me explica y define, limita por todas partes con mi casa. Este es el domicilio de mis entusiasmos y obsesiones. Tengo una vida entera en ella. Y una vida entera es mucho tiempo. Es todo el tiempo. Una vida amueblada por mis años, mis logros y mis mejores fracasos. Y sucede que a pesar de todo eso, tengo que explicar por qué no me quiero ir de mi casa”.

Y me quedé. El pasado diciembre, otro escritor, esta vez Carlos Alberto Montaner, me alertó con profunda preocupación: “cuídate, cuídate mucho en Caracas”. Su piel curtida por el conocimiento del comunismo sabía lo que me estaba diciendo. Y así es.Es el aire del comunismo. Se siente. Se huele. Y duele. Duele mucho.

De aquel escrito del 2015 han pasado un poco más de dos años. Hoy todo está exponencialmente peor. No voy a escribir cifras, ni estadísticas. Ellas sobran. Ni aún en el deslave de diciembre 1999 se vivió esta tragedia. El deslave fue una tragedia pero originada por la naturaleza. Lo que hoy ocurre en Venezuela es un criminal plan que fue milimétricamente diseñado hace muchos años: la destrucción de la Nación para utilizarla como base de las mafias nacionales e internacionales. Y todo se ha acelerado vertiginosamente.

Me viene a la memoria una estela de recuerdos de aquellas navidades que nos robaron, que nos enterraron. Desde la más humilde barriada hasta el conocido hotel Tamanaco en Caracas se iluminaban con las luces de los arbolitos y los pesebres. El tráfico, las personas en sus compras navideñas, las parrandas, las gaitas, los villancicos, la alegría de los venezolanos desbordando en las calles. Filas en las panaderías para comprar nuestro típico pan de jamón calientico el propio 24 para llevarlo a la mesa de las casas que sin importar rango social o económico ponían su mesa navideña con las típicas hallacas, la ensalada de gallina, el pernil horneado, el jamón planchado acaramelo con ruedas de piñas, la torta negra, el dulce de lechosa, el turrón, el ponche crema. Y el 31, en una explosión de alegría se escuchaba el sonido de los cohetes llenando de luces a colores el firmamento. Y al ritmo de música y aquel: “un feliz año pa ti, un feliz año pa él, un feliz año pa todos”, nos dábamos el abrazo de Feliz Año! 

En la carnicería, los recuerdos de aquel portugués que encontró en Venezuela su nueva patria, despachaba con una sonrisa las bandejas de carne, mientras que sentados en una barra conversábamos, tomando un cafecito. Al frente, las neveras rebosantes de piezas de carne: “Esa pícala en cuadritos que es para el guiso de la hallaca», se escuchaba. 

Y regalar hallacas formaba parte de las muestras de cariño a los amigos: «esta la preparé con garbanzo porque mi mamá es andina». Y así, aquellas hallacas con ingredientes de aquí y de allá, representaban con orgullo la geografía nacional, envueltas en hojas de plátano que nos recordaban nuestras raíces indígenas.
Y es que eso hemos sido, una mezcla de razas, indios, blancos, negros. Luego llegaron italianos, españoles, portugueses, colombianos, chilenos, ecuatorianos…. que llenaron con trabajo y amor nuestra tierra. Ya la mayoría se ha ido, con morriña, con saudade. 

Pero aquella Navidad de 1998, se inició todo. La mayoría de los venezolanos votó por un populista, militar golpista, admirador de Fidel Castro. Ese lobo disfrazado de oveja se presentó como un Robin Hood defensor de los pobres y combatiente de la corrupción. Aquel pueblo no sabía que elegir a un Presidente, era un acto sagrado, que marcaría el destino de nuestras vidas. 

Uno de los planes de Chávez fue prostituir a la sociedad, colocando la miseria como forma de control social. El pueblo debía perder la capacidad de asombro. Había que llevarlo a la sobrevivencia. 

Y lo destruyó. Hoy los venezolanos estamos espiando de la manera más indescriptible y salvaje, aquel error. Georg Eickhoff quien trabajó para la Fundación Konrad Adenauer en Venezuela declaró recientemente que “el gobierno de Maduro va a hacer lo posible para reducir la población del país. Menos clase media significa menos oposición y menos clase baja significa menos gastos para bolsas Clap y otros consumos y más margen para el enriquecimiento personal. La tragedia humanitaria se promueve y se usa con esta intención. Los bebés y viejitos muertos por mengua en Venezuela son víctimas de una guerra del gobierno contra la población”. 

Si esa afirmación es cierta o no, no lo sé. Pero en ese instante pensé en los que mueren de mengua en sus casas, en los hospitales por falta de medicinas, los que se entregan a morir para que sus familias no sufran buscando medicinas que no se encuentran o sus costos son inalcanzables; los que mueren de hambre. Pareciera que el exterminio y la migración en estampida, es política de estado.

Venezuela no es víctima de una crisis humanitaria. Venezuela es víctima de un genocidio silencioso. En todos los años batallando contra el comunismo enmascarado en mi país nunca pensé que un día viviríamos así una Navidad. 

Le doy gracias a Dios por mis seres queridos que no vieron esto. Aquellos que ya no están porque murieron, y aquellos que ya no están porque están fuera del país. Nunca pensé que en una Navidad a cambio de estar colocando regalos a los pies de mi pino de Navidad o preparando la cena navideña estaría llena de incertidumbres por el futuro de Venezuela, preguntándome, ¿quiénes realmente podrán salvar a una población de un genocidio, y cómo? Sin embargo, en esta navidad del 2017, no permito que me castren desear: ¡Feliz Navidad!


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