Con cortes de luz recurrentes desde hace días y sin agua desde hace una semana, los venezolanos tienen pocos motivos para celebrar nada, salvo cuando llega un camión cisterna, algo que también se ha convertido en un bien tan anhelado por todos como privativo para muchos.

El camionero descarga en el medio de la avenida y una señora se acerca. Le pregunta cuánto costaría una carga de agua para un edificio cercano. Se quedan hablando. Luego ella se gira y se va caminando con rostro serio.

«Dice que 200 dólares. ¿Cómo vamos a pagar 200 dólares en un edificio con 20 apartamentos y 12 jubilados?», se pregunta con la mirada abstraída, como tratando de leer en el horizonte los números para volver a repasar la cuenta.

A unos kilómetros de allí, en uno de los puntos de abasto del este de la ciudad, Héctor Ochoa saca lustre a su vehículo mientras aguarda su turno para llenar el tanque de su camión de agua en uno de los puntos habilitados por la empresa pública Hidrocapital.

Los transportistas tienen que recoger agua en los «llenaderos» de Hidrocapital. Para que el equipo estatal que controla el acceso, dispendio y seguridad de estos puntos les permita hacerlo, deben hacer un trato: un viaje con carga a un destino que les indique el operativo público a cambio de uno privado.

Los viajes señalados para fines estatales suelen ser hacia hospitales, centros de alimentos y otros puntos estratégicos para el funcionamiento de la ciudad.

Ochoa dice que necesita 12, 14 y 16 horas diarias para lograr un par de viajes. «Si saco dos o tres viajes es mucho», afirma. Asegura que cobra entre 200.000 y 250.000 bolívares (alrededor de 60 dólares).

Para él, señala, solo queda 10% de lo que cobra por el transporte privado que hace, ya que el resto es para el dueño; pero con ello va sobreviviendo.

«Este viaje es comunitario y eso es para que ellos nos dejen cargar; aquí les damos su viaje a ellos y luego cargamos aquí», explica mientras sigue lustrando el metal de su cisterna.

Detrás de los camioneros también está la crónica del deterioro de un sector que se ha ido parando en los últimos años.

Rafael Martínez, de 54 años de edad, tuvo una pequeña línea privada de transporte público durante 30 años hasta que hace 8 meses fue incapaz de seguir manteniendo las 5 camionetas con las que cubría la ruta entre El Silencio y San Martín.

«He vendido tres, y dos las tengo arrumadas (arrinconadas) porque no me alcanza para arreglarlas, las máquinas, mal; cauchos (llantas), malos», enumera.

Ahora, «después de 30 años», relata, conduce una cisterna de su hijo mientras trata de reparar una propia, aprovechando que se puede sacar dinero actualmente con esto.

«Un poquito, tampoco te vas a hacer millonario pero por lo menos para subsistir», indicó, pero no quiso contar cuánto cuesta el tanque.

Reconoce que en esto como en otras cosas la diferencia de dinero en el pago puede hacer que una carga vaya para un lado o para otro.

«Todo el mundo llamando, entonces uno, claro, atiende a los clientes que pueda atender y, si no, al que pague más, lamentablemente es así, la cuenta es que no es un viaje que estamos cobrando, son dos que estamos cobrando», explica en referencia al que hacen de forma gratuita para el Estado.

Dani Perdomo trabaja en una compañía de transporte de combustible. Igual que las cisternas de agua, llevan diesel a hospitales, supermercados y «lugares estratégicos» que no pueden quedar desabastecidos.

«Tenemos jueves, viernes, sábado, domingo (…) estamos con un plan de contingencia que implementa Pdvsa, y estamos despachando a hospitales, clínicas, todo lo que vendría a ser primera necesidad, alimentación, supermercados», afirma.

Así van trabajando desde hace dos semanas y así seguirán hasta que la situación mejore.

«Nos tienen como la línea del frente para atender las mayores necesidades posibles que tenga el país», agrega.


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