La desnutrición se ha hecho evidente entre las comunidades desde hace por lo menos tres años, cuando hizo eclosión la crisis humanitaria. Activistas y organizaciones llaman la atención sobre las violaciones del derecho a contar con los servicios básicos, y acerca de cómo el gobierno ha hecho uso de su poder de coacción a través de los programas sociales

La mayor parte de los indígenas venezolanos están en pobreza o en pobreza extrema, señala el experto Aimé Tillett, coeditor del libro Salud indígena en Venezuela. Se trata de una condición de la que algunas comunidades trataron de alejarse al huir de sus sitios de origen, donde no tienen acceso a servicios o ingresos económicos, y que replican en las zonas marginales en las que se ven obligados a habitar en las ciudades o en la periferia de ellas. “En los territorios tradicionales puede que el asunto alimentario se siga resolviendo como se hacía en el pasado, con el conuco o la pesca, pero al irse a la ciudad las comunidades indígenas pasan a depender de otros sistemas económicos en condiciones de miseria, que en este contexto se han radicalizado”, indica el experto.

El más reciente informe anual sobre la situación de derechos humanos en Venezuela dela ONG Provea da cuenta de esa situación. Señala que 2017 se caracterizó por se un período de “preocupantes retrocesos en materia de garantía de los derechos de los pue­blos y comunidades indígenas del país”. Los programas estatales de subsidio alimentario, entre ellos el reparto de las cajas de los Comités Locales de Abastecimiento y Producción, se convirtieron en una fuente de chantajes y de amenazas contra las comunidades indígenas. Una característica es la restricción con la que se distribuye, pues el período para entregar los alimentos varía entre mes y medio y dos meses, tanto en el caso de las cajas de los CLAP como en los operativos de la Misión Mercal.

“Preocupa la gran carga prose­litista asignada a las jornadas de venta de ali­mentos subsidiados en comunidades y pueblos indígenas durante los meses de protestas y electorales, proveniente de altos funcionarios del Ministerio de Pueblos Indígenas, incluyendo a la propia cabeza de la ins­titución, para la fecha Yamilet Mirabal”, señala el texto. Una revisión de las notas de prensa oficiales les permite advertir “el posible miedo y coacción que pudieran sentir indígenas de no lograr acceder a los alimentos si no se expresan en los mismos térmi­nos que las autoridades”.

La ONG asegura que ha podido cotejar esa observación con denuncias recibidas desde las organizaciones y los líderes, que señalan cómo la presión ejercida por las instituciones del Estado, vinculada con el ejercicio del control político electoral, genera el temor a perder derechos sociales como salud y alimentación. “Ya no solo existe la cooptación y la terminología de ‘traidores’, como hemos evidenciado en informes anteriores. Ahora se incorpora el uso político y de exclusión en el acceso a programas sociales en pueblos y co­munidades más alejados y con mayor vulnera­bilidad por el hambre y las enfermedades”.


El fantasma del plato vacío. La desnutrición es una sombra que se cierne sobre las poblaciones indígenas, pero, como en otras áreas, no hay acceso a datos oficiales que permitan tener una idea del alcance del problema. Las denuncias sobre cómo se ha agravado esa situación se han sucedido al menos en los últimos dos años. La periodista Minerva Vitti documentó para la revista SIC el caso de los hermanos Jaimy Yairuma, una bebé de 7 meses de nacida, y Jaiber, de 8 años de edad, provenientes de la comunidad wayamurisirra, de la Guajira, que fallecieron el 4 de junio de 2016, a consecuencia de la malnutrición, en el Hospital Adolfo Pons, en Maracaibo.

El 5 de junio la asociación civil Kapé-Kapé denunció, a través de su página web, el fallecimiento de dos niños de comunidades indígenas que estaban siendo atendidos en el Hospital José Gregorio Hernández de Puerto Ayacucho por “enfermedades agravadas por la desnutrición”.

Otros casos como estos han sido reportados durante los últimos dos años por fuentes nacionales e internacionales. Marianella Herrera, del Observatorio Venezolano de la Salud, se ha propuesto hacer un seguimiento de esa información para poder aproximarse a lo que está ocurriendo en las comunidades. “Un aspecto que hay que tomar en cuenta es la falta de acceso al agua potable. En zonas como el Delta del Orinoco es un punto de gran preocupación, por las condiciones en las que pueden estar los caños y la posibilidad de transmisión de enfermedades vinculadas con la contaminación”, alerta.

La deficiente calidad del agua, añade el informe de Provea, “se presenta como una de las causas de enfermeda­des y de supuestas muertes de infantes reporta­das por las comunidades, pero no confirmadas por autoridades oficiales. Las obras paralizadas de acueductos y el abandono obligan a indíge­nas a consumir agua directamente del río, que se encuentra contaminado”.

La activista Alicia Moncada llama la atención, sin embargo, sobre la necesidad de que las voces de las comunidades sean tomadas en cuenta al elaborar políticas para abordar la crisis humanitaria, y que no sean vistas solamente como receptoras pasivas de ayuda. Cita un ejemplo sobre cómo la participación de las comunidades puede ser útil para afrontar los problemas de salud. Se trata de la iniciativa que la organización de mujeres indígenas amazónicas Wanaaleru está llevando a cabo en Puerto Ayacucho para prestar asistencia en salud sexual y reproductiva a las comunidades, con el apoyo de las ONG Provea y Acción Solidaria. “Se trata de mitigar los efectos de la emergencia humanitaria que están recrudecidos en estas poblaciones”.


Mitigar las necesidades fuera de las fronteras

La condición peculiar del éxodo de comunidades indígenas debido a la crisis venezolana es reconocida en el informe Perfil Sociodemográfico y Laboral de la Inmigración Venezolana en Brasil, elaborado por los investigadores Gustavo da Frota Simões, Leonardo Cavalcanti da Silva y Antônio Tadeu Ribeiro de Oliveira, entre otros. “La llegada de los waraos a Brasil configura un tipo migratorio peculiar, pues no hay informes de desplazamientos de indígenas, que se encuentren en situación de refugio, en el territorio nacional”, señala el texto.

Datos extraoficiales han cifrado el número de waraos en los refugios de Brasil en una población de entre 2.000 y 3.000 personas. La activista y profesora universitaria Alicia Moncada señala que, al tratarse de un grupo que no suele moverse entre fronteras como ocurre con los wayúus y los yanomamis, su presencia fuera del país se hace más visible.

En las entrevistas hechas por los expertos, los waraos señalan que extrañan el moriche, que caracteriza su modo de vida tradicional, pero en general “todos afirman tener una mayor calidad de vida en Brasil, en comparación con la vida que tenían en Venezuela, posteriormente al agravamiento de la crisis en el país”.

Sobre el caso de los waraos, el experto Aimé Tillett señala que han sido una población que venía protagonizando movimientos internos desde hace dos o tres décadas. “Se les podía ver en las ciudades, a las que iban a vender artesanía o a mendigar, habitando en barrios o en zonas periféricas. Muchos de ellos están migrando hacia Brasil, porque se han dado cuenta de que entrar a un refugio puede garantizarles el acceso a alimentos o a servicios con los que no cuentan en el país; es precisamente este fenómeno el que nos puede dar un indicador de la gravedad de la emergencia”. El hecho de que otros grupos, como los eñepás, más vinculados a un modo de vida tradicional, también se estén reportando como migrantes, es otro indicador de la magnitud de la emergencia humanitaria, apunta.

Moncada y el informe de Provea coinciden en llamar la atención sobre el retraso en la demarcación de las tierras indígenas como uno de los factores que puede estar incidiendo en el agravamiento de la difíciles condiciones de vida en esas comunidades. Apenas se ha avanzado en la delimitación de 13% de ese territorio, pese a que es un compromiso establecido en las leyes. También denuncian el avance de la explotación en el Arco Minero del Orinoco como otro desencadenante de la crisis.

Los pueblos indígenas que viven en las zonas fronterizas de Venezuela, y que ahora están migrando hacia otras zonas, son vulnerables a las enfermedades epidémicas, advierte la OPS. AP

Con información de Aury Urbano 


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