Acerca de la vida profesional de la bióloga colombiana Brigitte Baptiste sabía muy poco. Había leído algunos comentarios escritos en los medios de comunicación sobre el hecho de que es transgénero. Especialmente una estupenda entrevista que le habían realizado en la revista Bocas, del diario El Tiempo, en la que hablaba con generosidad y sin ambages de su vida personal y su paso de hombre a mujer. Pero no conocía casi nada de su notable trayectoria como experta en temas medioambientales.

Cuando tuve la oportunidad de conversar con ella, en el marco del Hay Festival 2021, y conocer su largo camino por la academia (más de veinte años de clases sobre ecología en la Universidad Javeriana), por la dirección del Instituto Humboldt y, ahora, como rectora de la Universidad Ean, entendí mucho más con quién estaba tratando.Comprendí que, en efecto, como me lo habían mencionado algunos conocedores, iba a charlar con una de las mayores expertas en biodiversidad y ecosistemas de América Latina, y quizá del mundo. No en vano, pertenece al panel de 25 expertos globales de la Plataforma de Biodiversidad y Servicios Ecosistémicos (IPBES).Pero no sólo por su extensa carrera. En particular, porque al oirla hablar con tanta fluidez y seguridad, a veces en tonalidad didáctica, sin asomo de dogmatismo, otras con un coloquialismo sabroso y lleno de ejemplos esclarecedores, realmente sorprende su vasto conocimiento. Se nota, a pesar de sus respuestas bien hiladas y más o menos pausadas, que en su mente se van agolpando ráfagas de todo tipo de datos con los que quisiera complementar lo que está diciendo pero que no alcanzan a caber en las frases que está exponiendo en ese instante. Ojalá esta entrevista pudiera abarcar todas esas ideas sobre un área tan crucial en estos momentos. Por ahora, pude dar tan sólo un vistazo a las más recientes ideas que ha expresado Brigitte, acerca de la relación de la naturaleza con el conflicto armado colombiano, la COVID-19 y, por supuesto, sobre animales, humanos y sobre el planeta que tenemos que proteger pero que todavía no encuentra suficientes interlocutores decididos a enfrentar su deterioro: que le pongan el cascabel al gato.

—Decía usted, hace unos años, que la gran enfermedad de la humanidad es el machismo. ¿Cree que ese modelo patriarcal que, según sus palabras: “Se mete insidiosamente en todo”, ha sido fundamental en el deterioro del medioambiente?

—Sí, indudablemente que sí. Porque en un principio las culturas en gran medida se construyeron con distintos roles en relación con el resto del ecosistema. Cada cultura construyó su masculinidad y feminidad en esa conversación con la flora, la fauna, el territorio, para saber quienes pescaban quienes cazaban, quienes sembraban, etc. Y en algunas culturas fue muy fuerte el tema agrícola y el del cuidado de los niños a cargo de la mujer, por la forma adaptativa que era mas benéfica en ese contexto. Entonces los hombres tendían a realizar actividades de caza o de pesca o de construcción y gran parte de esas estrategias, que eran sobre todo de la región de Irak, Afganistán y luego mediterránea, se introdujeron en el resto. Aunque, desde luego, no todas las culturas construyeron sus feminidades y masculinidades con esa acepción de roles. En los pueblos amazónicos las mujeres pescan, cazan. Es decir, hay toda clase de linajes de género y roles de género. Pero lo que si tendió a colonizar mucho el mundo, y a encontrar muchas similitudes fue el rol del hombre dominante, que como desarrollaba mas capacidades, por ejemplo físicas, entonces se imponía físicamente en la sexualidad. Además se requería que las mujeres parieran tantos hijos como se pudiera, porque el ochenta por ciento de los niños morían.

Entonces llevamos como treinta mil años años en esa cuestión adaptativa biológica que incidió muchísimo en la definición de los roles. La ruptura que se presenta hace muy poco tiempo, en el siglo XX, en la que ya no existe esa correspondencia entre los roles y la adaptación biológica, yo creo que es la revolución más grande que ha tenido la humanidad. Y, por supuesto, la fuente de análisis mas importante sobre cómo se construyó el machismo y cuales han sido sus efectos en el mundo. Las ecofeministas tienen distintas líneas para abordar esa cuestión. Pero, digamos que lo que fue adaptativo en algún momento, dejó de serlo y se convirtió en mal adaptativo, y les dio a los varones unas prerrogativas que acabaron siendo muy lamentables.

—Pasando a terrenos más actuales, usted ha comentado que existe una tremenda paradoja en el hecho de que la guerra interna del conflicto colombiano hiciera que se preservaran zonas de territorio que, por su aislamiento del Estado, se mantenían inexploradas y poco transformadas. Pero que, por otro lado, esa es una falsa conservación que tarde o temprano colapsa. ¿En qué sentido ese colapso?

—Porque el control territorial es definitivo para definir una forma de manejo del ecosistema. Como los ecosistemas se comportan en grandes escalas de tiempo y espacio, cualquier transformación que se haga de ellos implica una presencia continua de un proyecto cultural o social, o de un modo de gobernar, que alcance a verse. Es decir 25, 30, 40 años. Y eso fue lo que favoreció la aparente conservación de las selvas bajo el dominio de las FARC, porque ahí se estableció un sistema de gobernanza con sus características y permitió la continuidad de muchos de esos procesos. Cuando la guerrilla tiene que retirarse, y el Estado no logra copar esos espacios, claramente lo que hay es un vacío de gobernanza. No hay actores que tengan un proyecto concreto para el territorio y entonces comienzan a disputárselo y todo colapsa.

Por eso la idea hace énfasis en que el manejo de los ecosistemas requiere formas de gobernanza acopladas a las escalas en las que estos funcionan. Mientras no nos pongamos de acuerdo, siempre vamos a estar volviendo a empezar. Y eso después se refleja en las agendas electorales.

«La aparente conservación de las selvas bajo el dominio de las FARC sucedió porque se estableció un sistema de gobernanza con sus características y permitió la continuidad de muchos procesos». / Foto: Shutterstock.

—Para complementar esa idea, encontré que ha planteado diez puntos para lograr una Colombia sustentable. Uno de esos puntos propone la transformación de las Fuerzas Armadas con criterios de acción ambiental y manejo de la crisis climática. ¿Cómo sería esa transformación?

—Se trata de reflexionar sobre el papel de los ejércitos. Cuando los estados se fragmentan o cuando aparecen nuevas instancias de cooperación y de acuerdos para la seguridad global, cambia el concepto de seguridad y se empieza también a poblar de nociones de seguridad ambiental. Yo, incluso lo hablé hace muchos años con el asesor presidencial Alfredo Rangel, que tiene una visión obviamente muy integral de la seguridad, y coincidíamos, pese a estar en vertientes ideológicas muy distintas, en que el tema ambiental es un tema de seguridad nacional. Porque en la medida en que se deterioran los recursos, se desplazan poblaciones por hambre, por control de la tierra, por proyectos hidroeléctricos, mineros, y se incrementa el conflicto interno.

Entonces ¿cual va ser la doctrina militar que permita interpretar esos riesgos de seguridad derivados de los cambios ambientales? Y ya está demostrado que el cambio climático va a tener unas implicaciones gigantescas. Pensando en eso aparecen las preguntas: ¿vamos a convertir al ejército en un mega ESMAD (Escuadrón Móvil Antidisturbios) para controlar las migraciones como está haciendo el Perú? O para perseguir a los taladores de árboles, a los cazadores de osos, a los consumidores de fauna. ¿Vamos a instaurar una política aún más policiva del control del uso de los recursos de lo que era antes? ¿O vamos a tratar de entender de una manera un poco más amplia el rol de los ejércitos organizados? ¿Algo similar a como funcionan en la atención de desastres, o como los cascos azules? Es decir, buscar otra noción de la acción del ejército.

Por ejemplo, en la India han desplegado batallones enteros para el tema de la reforestación. Pusieron a los soldados a sembrar árboles. En Colombia, se comenzó con el tema de los frailejones en los páramos. Al final del período de conversaciones con las FARC, cuando los batallones estaban un poco más tranquilos, los muchachos no tenían oficio. No salían a combatir y había que inventarles algo que hacer. Sobre todo, a los batallones de alta montaña, que son lugares bastante desapacibles. No recuerdo cómo surgió la idea, pero lo cierto es que comenzaron a montar viveros, a sembrar plantas, y se entusiasmaron. Los soldados, empezaron a hacerlo por su propia voluntad y, junto con los jefes de regimiento, crearon iniciativas muy bonitas.

Cuando uno mide la capacidad que tiene un ejército como el colombiano, con alrededor de seiscientos mil hombres en armas permanentemente, uno de los más grandes del continente, pues piensa: “¡por Dios! en la medida en que podamos conversar sobre la paz de otra manera, el servicio militar y el trabajo del ejército tiene otras vocaciones”. De manera que vocación de restauración y trabajo masivo pueden ser muy importantes y generar otro tipo de conciencia sobre lo que significa cuidar el territorio.

La que hago es todavía una propuesta muy cruda. Se trata de llamar la atención y decir: “Aquí hay un problema o una oportunidad. ¿Cómo lo resolvemos”?

—Debido a las imágenes de animales que antes permanecían escondidos y que han aparecido debido al confinamiento humano por la COVID-19, usted ha dicho que es como si los hubiéramos descubierto de nuevo. Que nos hemos inventado una imagen de la fauna silvestre que hay que revisar. ¿Cuáles son los riesgos de la fauna y el ecosistema que nos está enseñando la aparición de este virus?

—Creo que lo primero que hay que hacer es preguntarnos ¿por qué no veíamos la fauna antes? Si era porque estaba oculta debido al esmog de la contaminación, o porque estábamos demasiado ocupados para verla.

Como la COVID- 19 tuvo ese efecto simultáneo de recluirnos en las casas y bajar los niveles de huella ambiental, nos permitió ver que convivíamos con estos animales. Porque no es que estén colonizándonos desde lejos, no es que llegaron de Marte los delfines a la bahía de Cartagena. No es así. Simplemente estaban cerca.

Esas imágenes tienen unas implicaciones muy chéveres desde el punto de vista de la reflexión acerca de nuestra relación como personas con los demás seres vivos. De con quién queremos compartir el territorio, y de qué manera queremos estructurar esa biofilia, que es sobre la que el profesor Wilson, de Harvard, nos ha llamado a poner la atención desde hace muchos años. Se refiere a cómo las niñas y los niños tienen desde muy pequeños un sentido de empatía con las plantas, con los animales, con los bichos. Algo que la escuela y la vida urbana mutilan.

¿Cómo hacer para no perder ese sentido de la biofilia? Para no reemplazarlo por una simulación. Eso es lo que me preocupa de las reflexiones que uno ve en las redes sociales y en los medios de comunicación. Es decir, qué chévere ver a los animales de lejos desde la ventana o en la pantalla del televisor, y sobre todo cuando uno descubre que muchos de esos animales son fake news, o son montajes. Con esta situación de reclusión la gente se inventa historias como, por ejemplo: “había un venado en mi jardín” o “vi un tigre ayer”. Porque esas narrativas tienen mucho éxito, son muy interesantes, tienen mucha receptividad en una sociedad ávida de reconciliarse con el medioambiente.

Así que la idea que he ido desarrollando mas recientemente tiene que ver con lo que llamo “La reinvención de la naturaleza”, que a su vez alude al libro de Andrea Wulf, titulado “La invención de la naturaleza”. En ese libro, Wulf habla de que Alexander von Humboldt fue el gran inventor de la noción de naturaleza en la modernidad y que nos dio por primera vez una visión global. Nos propuso una lectura del mundo en el que la naturaleza no era los elementos sueltos, no era el pez, la estrella, la montaña, sino el paisaje y el sistema de relaciones. De ahí nació la ecología. Pero con el tiempo, obviamente, cada sociedad está abocada a redefinir o reconsiderar su visión de la naturaleza. Y a preguntarse qué es. Si es un lugar, un parque nacional al que uno va de vez en cuando, si es una especie de botella de oxígeno que se tiene lista para cuando el estrés los esté acabando a uno y le indique que tiene que volver a la naturaleza, o es un tipo de comportamiento, o es una perspectiva epistemológica, incluso, de manera de ser. Porque lo que veo que está sucediendo es que, al objetivizar constantemente la idea de convertirla en un objeto puro, que es lo que hemos hecho en la economía de mercado, pues queda reducida a ser la fuente de productos, de bienestar, y entonces consumimos paisaje, consumimos satisfacción ética, consumimos estéticamente el mundo. Pero esto no implica una reflexión sobre mi comportamiento, sobre mi condición orgánica, sobre lo que como, sobre mi salud.

Por un lado, pensamos de una manera mágica impresionante sobre las virtudes de la naturaleza, pero por el otro somos esclavos absolutos de nuestros vicios y de nuestras malas prácticas en todo sentido. Son esas contradicciones las que habría que resolver con conversación y experiencias distintas. Sobre todo, vuelvo al tema de la educación y la comunicación, que es donde me estoy situando cada vez mas, obviamente por estar en una universidad.

¿Por qué no veíamos la fauna antes? Será porque estaba oculta debido al esmog de la contaminación o porque estábamos demasiado ocupados para verla. / Foto: Pexels.

—Frente a esa relación con la fauna se pueden presentar dilemas falsos, que si se abordarán con información y una aproximación científica quizás desaparecerían. Por ejemplo, la polémica surgida ante la pregunta de si se deben eliminar o no a los hipopótamos traídos a Colombia hace años por narcotraficantes como mascotas, y que se han reproducido mucho.

—En biología de la conservación hemos construido una visión compartida por todos los que practican la disciplina, por todos los expertos, acerca de que una de las peores amenazas para los ecosistemas son las especies altamente invasivas. Y sobre todo las que reemplazan o impulsan a especies que ya están amenazadas de extinción.

Desde el punto de vista del ecosistema, el que llegue una nueva especie en sí no es un problema. Porque el ecosistema se acomoda, y esa es la historia de la evolución. Lo que pasa es que nunca llegan a la velocidad con la que los seres humanos actuamos. Nosotros también hemos cambiado toda la lógica funcional de los ecosistemas en el mundo, moviendo especies de aquí para allá, plantas, animales, virus, bacterias, en fin. Eso implica un proceso de reacomodamiento que va a tomar miles si no centenares de miles de años. Y eso a la Tierra la tiene sin cuidado. Sucede y está bien. Pero como nosotros no tenemos ese tiempo adaptativo disponible, los daños que causan las especies invasoras pueden ser supremamente graves. Pueden modificar un ecosistema muy rápidamente y hacer perder muchas de sus propiedades y capacidades para sostener gente, para producir servicios ecosistémicos.

Hay un trabajo de muy vieja data, en todos los países, que tiene que ver con la evaluación del impacto de todas las especies que llegan y la identificación de aquellas que constituyen un riesgo para la salud humana, para el funcionamiento ecológico a mediano plazo. Y ahí caen el hipopótamo, la tilapia, la trucha, el Ojo de poeta, que es esa planta anaranjada que se come las selvas andinas a una velocidad increíble. Porque en sus primeras faces de ocupación tienen comportamiento de plaga. Son plagas ecológicas, como la COVID-19 sobre los seres humanos. Y se disparan exactamente con la misma dinámica demográfica y tienen impactos importantísimos sobre las poblaciones de otros animales y otras especies. Generan riesgos muy grandes.

Es lamentable que pese a ese acervo de conocimiento y a los acuerdos de la comunidad internacional sobre el manejo de las especies, se presente este problema. Desde los años cincuenta, la caza de control es una obligación que viene del hecho de que también nosotros como humanos hemos transformado todos los ecosistemas y tenemos que hacernos responsables de muchos de sus efectos. Hay que hacer caza de control. Por ejemplo, en Estados Unidos, en la costa este, nunca hubo tantos venados de cola blanca como en el presente. Y a la gente el venadito la enternece y piensa: “Qué maravilla Bambi”. Pero hay millones de venados, no estamos hablando de unos poquitos. Y esos millones de venados dispersan enfermedades zoonóticas, se comen una buena porción de la vegetación silvestre, que también está amenazada porque ya no hay pumas, ya no hay depredadores de los venados. Por lo tanto nosotros tenemos que asumir ese rol ecológico del puma, y controlar las poblaciones de venados que, además, si no se controlan, van a debilitarse evolutivamente, y se van a llenar de problemas genéticos.

Como ejemplo de control, se narra mucho el caso del retorno de los lobos a Yellowstone. Su regreso reactivó la funcionalidad ecológica de una manera increíble, incluso logró disminuir los incendios forestales y mejoró la calidad del agua. Y uno se pregunta: ¿“Cómo así que el lobo mejora la calidad del agua? ¿Cómo así que un animal tan dañino para la historia, según los relatos de los pastores, se convierte realmente en un gran gestor ecológico”? Es el mismo papel del jaguar en las interpretaciones ecológicas de los pueblos indígenas: se necesitan depredadores para mantener la salud ecológica. Todos los indígenas en el Amazonas saben que es difícil convivir con los cocodrilos, pero que son indispensables porque mantienen la salud de la pesca. Si se deshacen de los cocodrilos, los peces empiezan a tener problemas genéticos, porque los peces sí se reproducen por millones. Donde haya un gen que genera una debilidad para una especie de pez, y no se controle esa debilidad, se expandirá por todo el ecosistema que ocupa la población de esos peces y generará graves problemas evolutivos.

Los seres humanos tenemos que asumir la responsabilidad de nuestros actos y, eventualmente, sacrificar animales, como los gatos y las cabras en Galápagos. O como los camellos en Australia, a los que los cazan desde un helicóptero, con matanzas de siete mil o diez mil camellos al mes. De lo contrario los camellos se comen todo. Habría que recordar el viejo cuento que decía: si hay camellos, traigamos leones para que se coman los camellos. Pero después, quién controla a los leones que no tienen enemigos naturales en el ecosistema. Y así se reproduce una cascada de imposibilidades.

Entonces sí, hay que eliminar a esos hipopótamos. Lo que a mí me preocupa es el no poder conversar al respecto o no asumir esas responsabilidades por parte del Estado. El famoso: “dejar así”, por razones populistas, que genera unos problemas gigantescos. Nadie le quiere poner el cascabel al gato, porque obviamente matar hipopótamos no es chévere, no es que a mí me guste. Es dramático que hayamos tenido que llegar a esta situación, y sobre todo conociendo unas razones muy ilustradas que han demostrado que no hay otra opción: no se pueden trasladar, no se pueden devolver al África, nadie los recibe, no se pueden llevar a zoológicos por que en todos hay exceso de hipopótamos. No es un animal que uno pueda decir: “Bueno, yo adopto uno”, como los perritos de la calle. Habría que ir a hasta el lugar, sacarlo, sedarlo, castrarlo. Todo eso cuesta más o menos, se demostró, unos quinientos millones de pesos (aprox: ciento cuarenta mil dólares) por ejemplar. Son treinta o cuarenta machos que están sueltos. O las hembras. ¿Qué hacer con ellas? ¿Las esterilizamos? Y lo que denota la inmovilidad y la falta de carácter de los funcionarios, es la mala educación ecológica. Porque si a la gente se le dice: “¡Vamos a matar setenta hipopótamos, vamos a traer cazadores sudafricanos y los vamos a exterminar!”, pues primero hay que cuidar el uso del lenguaje y cómo hablamos del tema. No se puede hablar así, como en un acto de machismo valiente, y sacando además la foto del cazador con su gran fusil o carabina, como un cazador del siglo XIX, como el rey Juan Carlos. Eso ya no es susceptible de ser aceptado por una sociedad civilizada. De manera que lo que hay que plantear es: ¿cómo lo vamos a hacer? ¿cuál es el carácter humanitario con el que los vamos a sacrificar? Y que la gente entienda, ecológicamente hablando, por qué es una decisión indispensable que hay que tomar. Y no sólo con los hipopótamos. Hay que tomarla con los perros ferales, que son un problema enorme. A los perros que andan sueltos en los páramos, en las zonas rurales colombianas, hay que sacrificarlos porque reproducen su comportamiento de jauría de lobo, y forman grandes manadas de veinte o treinta perros que se comen toda la fauna silvestre, y si hay personas ¡también! Son tremendamente peligrosos para la gente. Pero la idea de su exterminio produce desconsuelo, porque tenemos la idea del perro de apartamento. La realidad es muy distinta: que alguien vaya y camine, por ejemplo, por el parque nacional Chingaza sin acompañamiento, o sin estar armado, para ver qué hace cuando se encuentra con los perros. El problema no es que se encuentre con un oso de anteojos, que es totalmente inofensivo. Él te ve, te huele y se va. Los perros ferales no. Ellos van a pensar: “hum, aquí hay comida”.

Habría que eliminar a los hipopótamos llegados a Colombia durante la época del narcotráfico. No pueden regresar a África. Lo que me preocupa es el no poder conversar al respecto o que el Estado no asuma esas responsabilidades. / Foto: Pexels.

—En el otro lado de la moneda está la extinción de especies que, según el último informe de la Plataforma Global para la Biodiversidad, es catastrófica. Algo así como un millón de especies. ¿Qué efecto produciría esto para quienes viven una vida urbana como si se tratara de otro planeta?

—A la gente no le gusta escuchar las verdades incómodas, sobre todo cuando son tan crudas y duras. Tanto la IPBES (Plataforma intergubernamental de biodiversidad y servicios ecosistémicos) como todas las sociedades científicas del mundo que trabajan en ecología, advierten que el mundo está al borde de un colapso biológico. ¡Realmente! Entonces la tendencia inicial es a pensar que están exagerando. Que están diciendo algo así como que se van a acabar las selvas y que habrá que ponerse a sembrar champiñones en la ciudades. Pero la cuestión no es tan sencilla como eso. Es que la producción de comida en el planeta puede colapsar en menos de una década. Porque no va a haber polinizadores activos. Por ejemplo, los insectos benéficos en Europa están disminuyendo de una manera alarmante. Nuestra obsesión por controlar y escoger con cuáles insectos nos quedamos ha hecho que desaparezcan las abejas, las arañas del suelo. Es decir, que la complejidad ecológica que regula, por ejemplo, los nutrientes, los hongos y demás, ha desaparecido. Y en los cultivos ya no logramos mantener una eficiencia productiva sin acudir cada vez mas a tecnologías muy costosas. Como los transgénicos, que además no siempre funcionan. Hay que recordar que tuvimos transgénicos de algodón en Colombia y fueron un fracaso: nos los vendieron como resistentes a ciertas insectos, pero entonces fueron mas vulnerables a un hongo. Esa semilla de algodón transgénico fue fatal desde el punto de vista comercial. Por lo tanto, la extinción afecta todas las relaciones ecológicas de las cuales dependemos. La extinción masiva de animales con concha en el océano implica que ya no va a ser posible que se conforme carbonato de calcio. El océano, con el calentamiento global, se vuelve más ácido, y en el ácido el calcio no se combina con el Co2 para formar conchas. Por esa razón están desapareciendo todos los animales con concha. Entonces uno diría: “pues no comemos ostras, no hay problema”. No es tan simple: los animales de concha, cuando son pequeños, se reproducen por miles de millones cada vez y son fuente del plancton, que es a la vez la fuente de las pesquerías. Así, las pesquerías, sin animales de concha, colapsan. Nos vamos quedando sin todo eso: sin la polinización en la tierra, sin los animales de concha en el océano y así a la N potencia. Estamos cocinando una gran simplificación ecológica del mundo, que nos tiene muy asustados. ¡Muy asustados! Y como se trata de algo tan complejo, los gobiernos dicen “pero qué hacemos, ya tenemos parques naturales, ya tenemos zoológicos. En realidad lo que hay que hacer es cambiar la agricultura del planeta, la forma de producir comida. Ya la FAO lo está diciendo. Vamos a tener que cambiar completamente la agroecología del planeta, vamos a tener que cambiar los modos de producción, transformación y distribución, vamos a tener que cambiar la lógica del agroquímico y del agrotóxico, todo eso. ¿Pero cuándo lo vamos a hacer? Incluso las grandes multinacionales de los agroquímicos ya lo están haciendo. Pero hace falta un impulso gigantesco de las políticas productivas de cada país. Y como son actividades que traen mucha inercia, estamos acostumbrados a sembrar maíz de esta manera o pescar de esta manera. Hay toda una institucionalidad, todo un sistema de asistencia técnica, de crédito, que están asociados con esos modos. Pues ¡hay que cambiarlo todo! ¿Por dónde empezar? ¿Voy primero donde el congresista a pedirle que cambie una ley de incentivos para que produzcamos distinto? Y así llegamos al problema del desarrollo rural: ¿cuál es la relación del desarrollo rural con seguridad alimentaria, con paz y con seguridad ambiental? Y concluyo diciendo que en los diálogos [de paz] de la Habana se perdió una oportunidad muy grande, o por lo menos no quedó planteada aunque después se está recogiendo, de hablar del desarrollo rural con base ecológica, o con base ambiental. Volvimos a hablar del desarrollo rural de los años setenta, el del líder guerrillero Manuel Marulanda. Con aquel relato que él hacía de que los campesinos salían con sus gallinitas a ver en dónde podían vivir tranquilos. Eso ya no es posible. Esa imagen bucólica de la ruralidad campesina de los años sesenta y setenta ya nos es viable. Por muchas razones, entre otras, porque la población ha crecido de una manera exponencial, y porque la mayoría vive en ciudades y la producción rural es minoritaria y tiene que ser muy eficiente.

Sin embargo, sí es posible un desarrollo rural alternativo, si uno incorpora estos elementos de la ecología. Pero ¿dónde se está enseñando? ¿Está, por ejemplo, el SENA (Servicio Nacional de Aprendizaje) haciéndolo? ¿Hay asistencia técnica agropecuaria basada en la conservación y buen manejo del suelo, del aire y del agua? No. Tan sólo existen algunas ONGs por aquí y por allá y algunos cuantos profesores medio chiflados de las facultades de agronomía tratando de posicionar el tema.

—Usted no se rasga las vestiduras cuando se discute sobre la existencia de mercados legales de fauna silvestre y el manejo reglamentado de zoocriaderos. Y pone sobre la mesa propuestas como la posibilidad de crear redes de cuidadores de distintas especies. Una actividad que, según esa idea, además de benéfica con el medioambiente, puede incluso generar ingresos económicos.

—Tal vez el ejemplo mas concreto de esto es el de las comunidades de cazadores de caimanes en la costa Caribe que, hacia los años sesenta, extinguieron la especie del caimán aguja, porque hubo mercado para sus pieles. Un mercado no regulado, pero legal que terminó con la prohibición de la actividad cuando las cifras indicaron que iba a llevar al colapso de la especie. También sucedió con los jaguares y con los caimanes en los llanos orientales y occidentales, tanto colombianos como venezolanos. Igual con las pieles de nutria. Es decir, hubo una época muy fuerte de comercio de fauna silvestre. En el caso de los caimanes de la costa Caribe, los pescadores propusieron hacerse cargo de la recuperación de la población. Para ellos era extraño que alguien defendiera un depredador como el caimán, y que además dijera que era complicado manejarlo con propósitos de aprovechamiento. Ellos decían: “Nosotros sabemos cuántos huevos ponen, en que época, dónde, sabemos cuantos caimancitos nacen, cuánto se demoran en crecer, qué comen, etcétera”. En su práctica cotidiana tenían un conocimiento ecológico muy profundo. Se asociaron con ese propósito y, con el apoyo de universidades regionales y autoridades locales, demostraron que podían hacer esa recuperación. Hasta el punto de que hace dos años, un censo indicó que había 125,000 nuevos caimanes, cuando el punto de partida había sido de cerca de 50 ejemplares. En ese momento los cazadores y pescadores reclamaron su derecho a volver a aprovechar la especie, con todos los parámetros de las nuevas normas que han ido cambiando en el mundo.

La CITES, que es la convención que regula el comercio de especies silvestres, tiene unas exigencias muy estrictas y pasaron muchos años para que esta convención aceptara crear un programa especial para reconocer el éxito de esa intervención que habían desarrollado las comunidades locales. Cuando finalmente las instituciones correspondientes reconocieron el potencial del buen manejo de esa fauna, les entregaron una cuota de aprovechamiento comercial, con todas las licencias y los requerimientos científicos. Pero entonces la sociedad y la prensa se dedicaron a criticar el proyecto. Porque, claro, habían cambiado los tiempos. En treinta años los caimanes habían pasado de ser unos animalejos que nadie quería, a ser un icono de biodiversidad, como muchas de las especies carismáticas del mundo. Y el animalismo urbano también había conquistado espacios muy importantes, totalmente desprovistos de conocimiento ecológico.

Costó mucho trabajo en los medios de comunicación y en las redes sociales, que se reconociera como algo positivo ese proceso de transformación cultural de estos pueblos y el ensayo que el Estado estaba propiciando. Ahora va bien, eso demuestra que una alianza entre academia, organizaciones locales, instituciones estatales y mecanismo de mercado, tiene mucho potencial para generar bienestar y para generar ingresos. En este caso el ingreso proviene del aprovechamiento de pieles y carne de caimanes criados en cautiverio, correspondiente a las cuotas legalmente establecidas.

Pero esa filosofía no sido fácil de aplicar. Es compleja y requiere mucha articulación entre actores. Requiere de comunidades relativamente organizadas, permisos, temas legales. Por ejemplo, en Colombia no ha sido posible el aprovechamiento del chiguiro o capibara o carpincho, como se le llama en diferentes parte de América. En Venezuela se hace. Y no es un animal que esté amenazado. Es un roedor absolutamente común que abunda hasta en Argentina. En Argentina hay una industria marroquinera muy grande basada en el aprovechamiento del carpincho.

La negativa de Colombia, tiene que ver con una invención de la naturaleza que se ha ido produciendo en la sociedad, muy alejada del contexto rural, que desconoce en gran medida los procesos ecológicos locales y lo que implica ser un país megadiverso. Así entramos en una paradoja según la cual, si uno no puede aprovechar los recursos biológicos de su territorio, se ve abocado a reemplazarlos por cerdos, gallinas, vacas o cultivos. Que tienen un impacto ecológico y ambiental supremamente marcado.

En treinta años los caimanes pasaron de ser animales poco populares a ser iconos de biodiversidad. / Foto: Pexels.

Esa discusión está viva. Y durante mi trabajo en el Instituto Humboldt, hicimos un esfuerzo muy grande para demostrar que el buen manejo de la fauna silvestre por parte de las comunidades locales, o del bosque o de los humedales, era una opción muy eficaz para la conservación y para el mejoramiento de la calidad de vida. Y, en el caso de que ese fuera el objetivo, para la conservación de las tradiciones y el conocimiento locales. Eso ha sido casi que imposible. Aunque para los territorios indígenas funciona: hay un fuero especial que determina que esas comunidades tienen autonomía en ese sentido. Pero incluso para ellos, no hay una autorización para comerciar especies. Por lo tanto los pueblos indígenas siguen en una condición de menores de edad en lo que se refiere al aprovechamiento de sus propios recursos, porque el Estado los tutela con mayor dureza que al resto del territorio.

A los indígenas les cuesta mas trabajo conseguir una licencia ambiental para aprovechar su propio bosque, porque en el imaginario social, el buen salvaje puede tumbar un arbolito para hacer artesanías, pero no puede negociar, por ejemplo, con IKEA para construir muebles de alta calidad, siempre y cuando haya un proceso de trazabilidad que garantice la sostenibilidad del ejercicio.

En eso estamos. En gran medida el debate de la deforestación y destrucción de humedales, pasa por esa solicitud constante de las comunidades rurales al Estado, para que les confíe el aprovechamiento de la fauna y flora, bajo ciertos estándares consensuados. Y eso que el sistema ambiental colombiano está descentralizado. Es quizá el único sistema de gobierno en Colombia que está descentralizado, lo que implica que en los temas de gestión ambiental hay unos niveles de autonomía regional importantes. Pero la norma nacional es extremadamente estricta. Y mi propuesta, que nos es original mía, es que habría una muy buena oportunidad de conservación y buen manejo de la diversidad si construimos nuevos acuerdos con las comunidades rurales. No solo para el aprovechamiento bruto de materias primas, sino para la buena administración de los servicios ecosistémicos. Es decir, la captura de carbono, la regulación hidrológica, la polinización, en fin. Ya existen algunas fórmulas, como los bonos verdes, que han empezado a surgir y que permiten ciertos niveles de transaccionalidad entre actores públicos, privados y comunidades locales para lograr eso.

Pero Colombia, por ejemplo, no tiene todavía un sistema de concesiones forestales comunitarias, como lo tiene México desde hace 50 años. O como las reservas extractivas que se produjeron en Brasil a raíz del trabajo de Chico Mendes. Esa carencia es muy lamentable y tiene que ver con el centralismo, con el clasismo, con el racismo. Es un problema de fondo de la estructura de la gestión del territorio.

—Pasemos de la fauna al suelo puro y duro. Uno de los conceptos que usted propone para un futuro sustentable es el de “gobernar la infraestructura”. De la necesidad de hablar de infraestructura verde. Pero no la de sembrar arbolitos o hacer jardines bonitos, sino de propuestas como poliductos regenerativos o urbanizaciones agropecuarias y demás. ¿En qué consiste?

—La gestión ambiental, históricamente hablando, se plantea siempre como la constitución de un sistema de control. En Colombia lo llamaríamos algo así como una “superintendencia” o instancia, ni siquiera de regulación, sino de vigilancia. Porque desde los años sesenta el paradigma del desarrollo crece de manera muy rápida sin consideraciones suficientes sobre las transformaciones ecológicas. No era una preocupación. Cuando se ponen en evidencia los potenciales efectos destructivos de la expansión de vías (por ejemplo la polémica de la Transamazónica, o los desplazamientos de comunidades por grandes represas como en las Tres Gargantas en China o Itaipú en la triple frontera suramericana), el Estado decide “controlar” el desarrollo, algo así como “enjalmar” el desarrollo para que no haga daños. De esa manera de surge toda la perspectiva norteamericana de evaluaciones de impacto ambiental y la normativa que obliga a que todo proyecto de infraestructura haga un estudio de sus potenciales efectos. Que no solo sean los criterios de menor costo financiero los que rijan, sino que haya consideraciones progresivamente mas complejas con respecto a, por ejemplo, el cuidado de una laguna, de un ecosistema estratégico o de un sitito arqueológico.

Pero la perspectiva era de “control”, de limitar el desarrollo que se estaba desbordando por culpa de la banca internacional, y de los tecnócratas que nos estaban considerando adecuadamente las condiciones ecológicas del territorio. Lo cual en gran medida era cierto: la tecnocracia de los años setenta era tremendamente optimista sobre la expansión del bienestar a partir de las obras, del cemento. Y si uno analiza muchas de las cifras de provisión de bienestar a la población en los países, se da cuenta de que sí funcionó. Una gran parte de la población de América Latina que estaba en extrema pobreza en los años setenta, ya no lo está. Después, la corrupción, el cemento, la “mordida”, se apoderaron mucho de los mercados de la infraestructura. Aunque también el Banco Mundial y los planificadores comenzaron a generar criterios de planificación mucho más allá de la simple evaluación de impacto ambiental.

Eso fue avanzando hasta llegar, por ejemplo, a la noción de responsabilidad social, que las empresas empezaron a aplicar al ir mas allá de las obligaciones de licenciamiento ambiental, interviniendo, de manera voluntaria, en la educación de las comunidades, en la recuperación de un bosque, etcétera. Un comportamiento que fue apalancándose en la evolución de la conciencia ambiental y en la prevención de una excesiva regulación, a la que siempre le teme el sector privado. Y también en un Estado regulador muy en función del derecho, que construye un aparato simbólico muy poderoso, que a la vez se convierte en una burocracia pesadísima y costosísima, con la pretensión de salvaguardar la calidad ambiental.

En esa carrera, finalmente tenemos hoy unos problemas muy graves: básicamente no podemos hacer obras de infraestructura. Es muy complicado. Y muchas de las metas de bienestar adicional que se habían previsto para esta década y la próxima, están estancándose porque pareciera que hemos llegado a un punto muerto. En el que nadie tiene una idea clara de hacia donde dirigir las transformaciones ecológicas en territorios que ya han sido muy transformados. Las alertas de las instituciones nacionales y globales, sobre la destrucción ecológica son reales. Pero también el sector privado, las empresas, y algo de las políticas han evolucionado hasta el punto de decir que las transformaciones se pueden entender y se puede redireccionar la calidad de la intervención del territorio. Ya no con obras de caridad, ya no con sembrar arbolitos como una compensación mas o menos proporcional al orden de los impactos, sino porque los escenarios de colapso ecológico están permeando a los inversionistas. Cuando una gran empresa de minería, o de construcción de carreteras o de energía, empieza a proyectar escenarios al año 2050, se da cuenta de que los riesgos de colapso ambiental son muy marcados y de que sus inversiones están en peligro. Y que además eso está siendo percibido por la sociedad como un gesto totalmente agresivo e inaceptable. Entonces con motivo de la persistencia del negocio, pero también de unas relaciones mas armónicas dentro de la sociedad, han empezado a aparecer propuestas mucho mas integrales. Ahí surge la noción, por ejemplo, de carreteras que para el inversionista requieren de un diez o veinte por ciento de costos adicionales que garanticen que la vía no va a amenazar un área protegida o contaminar un humedal, y que además, con la tecnología, investigación e ingeniería contemporáneas, puede facilitar pasos de fauna o convertirse en un mecanismo de inversiones continuas en el manejo del territorio. Porque una vía contemporánea se construye con la expectativa de que perdure al menos treinta años. Y treinta años es un lapso que ecológicamente hablando es interesante. El Estado construye una vía y la abandona al siguiente gobierno. Y el siguiente gobierno puede o no aportar presupuesto para su mantenimiento o para la vigilancia de sus efectos en el ordenamiento territorial. De manera que queda completamente descontrolada. No es un instrumento de gobierno, realmente, sino de desgobierno. Cuando uno observa las redes de vías actuales, que son públicas, lo que encuentra es que son públicas porque todo el mundo las usa, pero nadie responde por ellas. Y la gente se mata tratando de que el gobierno invierta un millón de dólares en volver a pavimentar su carretera, pero nunca sucede. Porque además la corrupción no lo permite. De ahí que las empresas consideren que deben hacer una inversión adicional, que hay estándares mas complejos, pero que, entre diez millones de dólares y diez punto dos millones de dólares, pues, no hay problema, porque además no los van a pagar ellas, se los cargan a los usuarios. Los usuarios estamos pagando ese sobrecosto que va ha generar unas garantías ambientales adicionales.

Todos los indígenas en el Amazonas saben que es difícil convivir con los cocodrilos, pero que son indispensables porque mantienen la salud de la pesca. / Foto:Pexels

Creo que ahí hay un camino muy importante de gestión, que tiene unos ejemplos interesantes en las represas que reforestan sus cuencas abastecedoras, porque no quieren que el lago se colmate antes de 50 años y la generadora de energía no daría la rentabilidad esperada y el cierre no va ha ser tan interesante.

Posteriormente, toda esta idea empieza a trasladarse a los temas del hábitat humano. A la expansión de las ciudades. La gente ya no quiere metros cuadrados de cemento, sino metros cuadrados de cemento y de verde para que los niños salgan a jugar, tener aire limpio, escuchar los pájaros. Porque tenemos la experiencia histórica de Ciudad de México, Santiago de Chile, Bogotá, Río de Janeiro, como ciudades inhabitables por la contaminación, al menos en ciertas épocas del año. Así que la gente desea un urbanismo que piense en otra forma de habitar. Que propicie mas espacios públicos, recreativos, de encuentro, parques y todo eso. Y así va surgiendo la adicionalidad que, bien sea desde la planeación pública o privada del urbanismo, si se enfoca con una perspectiva integral, puede ver surgir muchas posibilidades. Como en China hoy en día, donde se construyen torres enormes de cincuenta o más pisos, que parecieran una colmena espeluznante, pero que tienen todos los servicios de un pequeño poblado en la torre, con muy buena arquitectura, y que de esa manera liberan espacio verde para la fauna, la flora, la recreación, la educación y otra clase de bienestar.

Si yo vivo, por ejemplo, en el piso cincuenta, tengo mi teletrabajo, simplemente bajo a la escuela u otros servicios que están en el mismo edificio, o tomo el transporte público si voy a una fábrica o a un edificio administrativo, pero mi entorno inmediato es absolutamente gozoso. Así la calidad de vida es mucho mas alta que en un proyecto disperso que solo puede acoger a muy pocas personas y que, sobre todo, es muy elitista, como el modelo suburbano norteamericano de: cada quien en su casita con medio acre que defiende con todo su armamento.

Creo que hay una perspectiva creciente de acción colectiva, incluso desde el sector privado. Del sector empresarial que se va dando cuenta de que aflojar un poco las reglas de la maximización del retorno financiero, ayuda a construir una licencia social y mejores condiciones de vida. Y todos ganamos. Puede ser un poco utópico, pero se está discutiendo y escribiendo mucho alrededor de la noción de economías regenerativas, y de mecanismos financieros que permitan distribuir mejor la proporcionalidad de las inversiones de lo humano en el planeta. Porque si no es así ¿cómo vamos a pagar la restauración de los bosques y los pasivos ambientales gigantescos que tenemos en América Latina? ¿Quién va a hacerse cargo de eso? ¿Los gobiernos con impuestos? ¿Los gobiernos con demandas a empresas que ya no existen? En fin.

—Por último, al recordar sus múltiples viajes por América y el mundo, ¿cuál sería un proyecto que le ha llamado especialmente la atención y que pudiera servir como ejemplo para replicar en los países de nuestra región?

—Me encanta el proyecto de concesiones o de gestión de territorios indígenas en Oaxaca, México. Porque Oaxaca tiene una historia muy particular en cuanto a la relación que tuvieron los zapotecas y otros pueblos con los españoles. No fueron muy conflictivas, en principio, fueron muy negociadas. Algo que hoy en día se refleja en organizaciones indígenas muy robustas, que manejan el bosque en una negociación tensa con el Estado, pero que les permite, con un modelo de economía solidaria, tener centros de fabricación. Tienen, por ejemplo aserraderos, fábricas de juguetes, proyectos ecoturísticos con ecohoteles en territorio indígena, tienen proyectos de salud basados en medicina tradicional. Y todo con un control territorial que está estructurado con las bases de su cosmovisión. Es una perspectiva muy contemporánea y muy práctica del aprovechamiento de los recursos, con unos mecanismos sociales distributivos y de asignación de tareas, muy particulares. Porque no vienen del manual de la lucha de clases, ni nada por el estilo. Lo que hay es un comunitarismo, muy indígena, muy interesante, que está funcionando muy bien. La rentabilidad social de los proyectos indígenas en Oaxaca, es muy alta, y la rentabilidad financiera también.

Ya están en capacidad de entrar al mercado financiero, tienen excedentes para educar a todos, para enviar a sus hijos a escuelas internacionales, si es lo que desean. Para hacer convenios con entes de toda clase. Ese modelo lo estamos tratando de explicar en Colombia, para las comunidades organizadas de colonos en la Amazonia. Allí hay una colonización espontánea, en parte dirigido por las guerrillas de los años sesenta y setenta, con personas que se establecieron en ese territorio en la medida en que la reforma agraria no funcionó en el país. En México sí hubo una reforma agraria, relativamente exitosa, que tuvo unos efectos muy interesantes en la estructura agropecuaria del país. En Colombia, no ha habido reforma agraria. Es políticamente inviable, y las comunidades rurales han sido desplazadas continuamente. Parte de ese desplazamiento llegó a la Amazonia en los años setenta, y con el tiempo, incluso el Banco Mundial, recomendó reconocerles la propiedad colectiva, o algún sistema de autonomía comunitaria, para que la gente desarrollara sus propias estrategias de aprovechamiento del bosque, sin tumbar el bosque. A eso, hoy en día, se le llama el “movimiento de las zonas de reserva campesina”. Hay varias establecidas por la ley, y son el equivalente, más o menos, a los ejidos mexicanos o a las reservas extractivas de Chico Mendes en Brasil. Pero apenas están tratando de construir un manejo concertado de la pesca, el bosque y la fauna silvestre.

La rentabilidad social de los proyectos indígenas en Oaxaca, México, es muy alta, y la rentabilidad financiera también. / Foto: Shutterstock.

Lo que sucede es que la reticencia estatal y política en Colombia hacia ese modelo es muy grande. A los gobiernos les ha dado pánico esa fórmula porque la asimilan a un modelo maoísta de apropiación de los recursos y del suelo. Hay una cantidad de preconceptos y prejuicios que han hecho muy compleja la situación.

Pero Colombia tiene, por ejemplo, el treinta por ciento de su territorio en resguardos indígenas. Son propiedades colectivas indígenas. Y otro, diez por ciento, mas o menos, propiedad de comunidades afrodescendientes, que también es colectiva. Es decir, casi la mitad del territorio colombiano funciona con estos modelos comunitaristas que reconocen el derecho y la conveniencia del manejo concertado del territorio. Solo el seis o siete por ciento del país está controlado por procesos agroindustriales. Esas son cifras para demostrar que no debería haber ningún temor de nadie por el control agrario del país.

Por otro lado, es bueno tener en cuenta que los ganaderos son los dueños de gran parte de las áreas productivas, con una lógica totalmente de competencia salvaje. Un hecho que ha generado una degradación ambiental gigantesca.

Para resumir, los modelos que colectivizan el manejo ecosistémico o que crean acción colectiva, sin cuestionar la propiedad privada, sin poner en duda los regímenes legales históricamente construidos, son una de las opciones que parecieran mas interesantes y con mayor potencial para construir sostenibilidad. Vamos a ver si tenemos éxito.


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