Precoz
Ilustraciones: Cinta Fosch

1997

Son las doce de la noche y estoy sentada en primera fila escuchando a D. hablar de literatura. Al día siguiente tengo que ir a la escuela pero no me importa dormir poco. Mi mamá está entrando en un pozo depresivo y no me va a decir nada. Mi papá está navegando, es capitán de pesca. Tengo doce años y vivo en una casa enorme. Los jueves voy a un taller literario para adultos y regreso cerca de la una de la mañana. A veces me trae D., el escritor que da el taller, en su auto. Cuando llego le doy un beso a mi mamá dormida. Después voy directo a mi habitación, reviso que el uniforme del colegio esté en orden, pongo la alarma del despertador y me pregunto si de verdad tengo doce años. Hace tiempo que me dicen que soy una nena precoz y a mí esa palabra me da asco. Después vendrá otra peor: madura. Me hará sentir que algo en mí está podrido.

La única persona a la que le cuento lo que siento es S. Ella tiene quince años y vive con su papá porque su mamá los abandonó cuando era chiquita. Yo voy a una escuela privada y católica y ella va a la escuela pública, fuma y tiene novio. Los domingos, cuando nos vemos, nos encerramos en la habitación y hablamos de chicos. Me cuenta lo que hace con C. Me cuenta todo. A veces salimos a caminar y yo no hablo. Tomo notas mentales. Vamos seguido hasta un supermercado donde nos gusta un chico que trabaja como repositor de lácteos. Debe tener diecisiete o dieciocho años. Vamos y venimos por las góndolas, lo espiamos. Es alto, tiene pecas y ojos celestes. S. me dice que le gusto, que me mira mucho, que vaya y le hable. Yo no me animo.

Una tarde le digo que quiero dar mi primer beso pero no sé cómo se hace. S. me agarra la cara y me mete la lengua en la boca. “Así”, me dice. Al domingo siguiente me cuenta que encontró el candidato perfecto. Se llama A., va con ella a la escuela, es morocho de ojos verdes y está dispuesto. S. le mostró una foto mía en la que estamos juntas y él le dio una foto suya para ver si yo lo aprobaba. Me gusta enseguida y empezamos el plan. Armamos un escenario perfecto. Sería en el bosque Peralta Ramos, al atardecer, S. estaría cerca pero no demasiado. Ese día me da unos chicles de menta y me dice que ya sé todo lo que tengo que hacer. A. es más lindo que en la foto y me pongo nerviosa. Los dos sabemos para qué estamos ahí y yo no puedo parar de hablar. Nos sentamos en un tronco caído y A. me abraza. Después hago lo mismo que S. había hecho conmigo.

1998

A partir de ese momento quiero saberlo todo sobre sexo. Cuando mi hermano no está voy a su habitación y miro los pósters colgados en la pared, con fotos de mujeres semidesnudas. Tienen las tetas muy grandes, usan camperas de cuero y andan en moto. En la televisión veo la serie Baywatch y me obsesiono con Pamela Anderson. Quiero ser Pamela Anderson y le digo a mi hermana que todavía no me puedo operar las tetas pero sí platinarme el pelo. Y me platino. Tengo trece años y empiezo a ir a la escuela de monjas a la que fueron mis hermanas. Voy a la escuela nueva con el pelo platinado y las cejas depiladas, finísimas. Las monjas se quejan, me dicen que no corresponde. Aunque les da bronca, a fin de año no pueden negarme la bandera. Tengo el mejor promedio de la clase y estoy teñida de rubio platino. Hay un grupo de chicas que me odian y un día me acorralan entre dos en el baño con una navaja. S. me había preparado para todo, también para eso. Me amenazan pero no me lastiman. No les dejo ver mi miedo.

Mi mamá está cada vez más deprimida y yo necesito salir de la casa enorme. Empiezo a ir a bailar con mis amigas del colegio nuevo, vuelvo cada vez más tarde, me quedo a dormir en otras casas. Cada vez que salgo me maquillo los ojos con colores fuertes y me delineo la boca. Le pongo relleno a los corpiños. A veces doble relleno. Sigo eligiendo a los chicos para probar distintos besos, es la parte que más me gusta de ir a bailar. Prefiero los que me tocan el culo con delicadeza y buscan la aprobación con la mirada. Una compañera del colegio me cuenta que ella se masturba antes de ir a bailar para no dejar que la toque cualquiera. Me hace acordar a mi prima. Se parecen mucho, incluso físicamente. Yo le cuento que aprendí a masturbarme leyendo ¿Qué me está pasando?, un libro que me regaló mi mamá cuando tuve mi primera menstruación. Nos reímos. Con mi compañera de colegio nos hacemos amigas, vamos a bailar casi todos los fines de semana y si no vamos a ningún lado nos quedamos charlando en pijama hasta que no damos más de sueño. La noche que me cuenta que tuvo su primer orgasmo con el novio tenemos trece años y yo sigo platinada y lejos de perder la virginidad.

Quiero saberlo todo sobre sexo. No me conformo con mirar las ilustraciones de anatomía humana que encuentro en los manuales que hay en la biblioteca de mi casa. Me interesa el erotismo, aunque todavía no lo sé. Sigo yendo al taller literario de adultos y hablo mucho con D. Por él leo a Abelardo Castillo, a Juan Carlos Onetti. Le cuento que estoy leyendo a Silvina Ocampo y me dice que no pierda el tiempo, que es una tilinga. No le hago caso y la sigo leyendo porque me encanta. Nos volvemos confidentes. Empiezo a llegar más temprano al taller y charlamos. Sentado sobre una mesa de escritorio, D. me cuenta que está saliendo con una pelirroja que le gusta mucho. Siento que en su mundo todas las mujeres son hermosas y libres. Todas saben lo que quieren, son mujeres reales que no necesitan tener moto o usar camperas de cuero. Ni ser estrellas porno. Yo quiero ser una mujer así pero no se lo digo. Mientras habla, D. toma whisky y me mira fijo. Cada jueves espero encontrar en él todo lo que quiero saber sobre sexo. Lo escucho con una atención devota. Pero un día pasa algo. Me mira de otra manera y de pronto le tengo miedo. Ese día me baja la presión en la clase y tienen que acostarme en el suelo para levantarme las piernas. No recuerdo si D. suspende el taller y me lleva en su auto a casa o llama a mi hermana para que me vayan a buscar. No le cuento nada a mamá ni a nadie. No hay nada que contar, todo está en mi cabeza. A él tampoco le digo nada. No sé cómo explicarle, qué decirle. Unos días antes había soñado que entraba a la ducha mientras me estaba bañando y me tocaba. Ya no puedo mirar a D. de la misma manera y al poco tiempo dejo el taller.

1999

Tengo catorce años y soy muy desconsiderada con los varones que conozco. Una noche, en uno de esos bailes del colegio que organizan las monjas para juntar plata, me la paso mirando a un chico que está sentado con un grupo de amigos. Lo miro tanto que cuando ponen los lentos se me acerca para invitarme a bailar. Es tan feo y tiene tantos granos que le digo que me disculpe, que lo confundí con otra persona. Otra noche, en una matinée, conozco a un chico hermoso y nos besamos. No me gustan mucho sus besos pero nos seguimos besando porque es hermoso y dulce y al día siguiente se aparece de sorpresa a la salida del colegio. Cuando una amiga me dice que me está esperando me escapo por la otra puerta. Otra tarde, una maestra interrumpe la clase de música para decirme que me llegó un paquete desde mi casa, con algo que supuestamente me había olvidado y que era importante. Abro el paquete tratando de disimular y veo que hay un peluche y una carta. Me lo manda un amigo de S. que pensó que éramos novios porque nos habíamos besado ese fin de semana. Pero yo no quería ser su novia ni la de nadie.

2000

Veo una película sobre el Marqués de Sade y empiezo a escribir relatos eróticos. No recuerdo quién me presta (¿o lo compro usado en la peatonal de Mar del Plata?) La filosofía en el tocador. Empiezo a fantasear con la idea de ser instruida en el arte del sexo. Leo Lolita de Nabokov. No lo sé en ese momento pero quiero encontrar un maestro. Quiero que un hombre me enseñe todo. No me interesan los chicos de mi edad, no me van a interesar por mucho tiempo. Ese mismo año descubro el arte erótico japonés y me fascino con las geishas. Hay un mundo mucho más interesante del que nadie habla.

Como ya no puedo leerle a D. lo que escribo, se me ocurre hablar con una profesora de literatura del colegio. Ahora tengo quince años, sigo con el pelo platinado y voy a otra escuela privada: esta vez laica y mixta (soy yo la que convence a mamá de que me cambie de nuevo de colegio: la escuela de monjas solo tiene orientación en humanidades y yo quiero ser médica. Mamá nunca me dice que no). Cuando termina la clase le doy a la profesora uno de mis relatos impresos y le digo si puede darme su opinión. No tengo vergüenza, algo en ella me inspira confianza. Al día siguiente me pregunta si puedo quedarme un momento después de hora. Le digo que sí y, durante toda la clase, no puedo prestar atención a lo que está explicando. El relato que le di se llama “Sentir el frío” y tiene una escena extraña: varios nenes bailan alrededor de unas mujeres y las violan. Durante el acto sexual sus cuerpos infantiles se transforman en cuerpos adultos. La imagen final es la de una orgía. Toca el timbre del recreo y me quedo sola con la profesora. En un gesto que me hace acordar a D. se sienta sobre el escritorio y se sujeta el pelo con un palillo japonés. Saca de su cartera dos papeles: en uno están las correcciones de mi escrito, en otro un texto de su autoría que escribió inspirada en el mío. Me alienta a seguir escribiendo. Cuando me estoy yendo me dice que mi futuro va a estar lleno de amantes y de gatos. A mí esa frase me parece una maldición. Al poco tiempo deja de dar clases en la escuela y nunca la vuelvo a ver. Su cuento era mucho más erótico que el mío.

Sigo saliendo todos los fines de semana. Es el año de las fiestas de quince y me sigo maquillando mucho. En mi propio cumpleaños de quince, que es en el living de mi casa, uso una pollera tubo color fucsia con dos grandes tajos. Mi hermana trabaja en una peluquería y me gusta ir a peinarme para los cumpleaños. Le pido que me bata el pelo, que me haga un recogido, que me ponga brillo. En las fiestas bailo mucho. Cuando no doy más, me saco los tacos y bailo descalza. Mi mamá se recupera lentamente de la depresión y empieza la escuela secundaria para adultos. Está contenta y me deja ser. En la escuela me va bien, sigo siendo abanderada. No fumo, tomo muy poco y le levanto el pelo a mis amigas para que no se lo ensucien cada vez que vomitan en el boliche.

A los quince me aburro de las matinée y empiezo a ir a bailar a la noche. El verano anterior al de mi cumpleaños número dieciséis conozco a un grupo de chicas en la playa y nos hacemos amigas. Tienen entre veinte y veinticinco y me llevan a bailar con ellas. Siempre nos encontramos en la casa de Ana y dejo que me maquillen. En el boliche me siento cómoda entre los hombres más grandes. A diferencia de los chicos de mi edad, ninguno me toca el culo riéndose. Se parecen más a mi hermano -que me lleva nueve años- y me hablan mucho, me cuentan cosas de su vida. Yo sigo escuchando y probando besos. Ninguno me invita a su casa y eso me alivia. Tengo claro que bajo ninguna circunstancia salgo del boliche. Mis amigas me miran de lejos, me hacen gestos para saber si estoy bien. Ninguno me cree cuando digo la edad que tengo. En la puerta del boliche muestro un documento falso, pero por las dudas tengo también el original. Si el chico que me gusta no me cree, se lo muestro. No falta el que me dice que tengo la edad de su hermanita. No me importa, lo beso igual.

2001

Cuando termina el verano me canso del pelo platinado y me lo oscurezco. Ya no quiero ser Pamela Anderson ni operarme las tetas. En marzo voy a cumplir dieciséis años y quiero que alguien me toque. Entonces planifico, busco un candidato. Pero no se me ocurre ninguno, no me gusta ningún compañero del colegio y no quiero pedirle ayuda a S. Le digo a mi hermana mayor que quiero empezar a tomar anticonceptivos. Me responde que eso lo tengo que hablar con mamá. Tengo miedo de quedar embarazada como N. que tuvo un hijo a los diecisiete. No quiero tener un hijo a los diecisiete. Quiero que el sexo sea tan bueno como los besos.

Me concentro en el estudio. Participo en las olimpíadas de matemática, química y filosofía. Calmo mi ansiedad con libros. La noche anterior a la caída de las Torres Gemelas voy a bailar con una amiga. Esa mañana, todavía con resaca, veo el humo de los incendios por televisión y me siento agotada. Estoy de pie en el comedor de mi casa y la luz de septiembre me duele en los ojos. Voy al baño y me veo con todo el maquillaje corrido. Parece como si me hubieran dado una piña en los ojos. Me digo que no voy a ir más a bailar y lo cumplo.

Armo una carpeta con algunos de los relatos que tengo escritos y le pongo un título: Relato de pasiones. Voy a publicar el libro unos años después, con una ilustración de portada que es una mujer con una rosa en la boca de la que brotan unas gotitas de sangre. En la contratapa voy a citar el Fedro de Platón. Para ese entonces ya estudio filosofía.

Pero todavía es 2001 y tengo dieciséis años. Alguien en la escuela me habla del ICQ, un programa de chat online para conocer gente. Me creo un usuario con mi segundo nombre, Jazmín, y empiezo a conectarme todas las noches. Los fines de semana chateo hasta la madrugada. Me arden los ojos pero igual sigo. Al lado de la computadora tengo un cuadernito donde voy tomando nota. Escribo nombre, edad, rasgos físicos y hobbies de todos los varones con los que chateo. Me mandan fotos. Yo también mando. Desconfío de los que me invitan a tomar un café la primera vez que hablamos. Tiene que pasar cierto tiempo hasta que acepte. Con excepción de F., solo acepto las invitaciones de varones que me hablan de literatura. Le digo que sí a F. porque sus comentarios son los más inteligentes y porque me hace reír. Un día vamos al cine. Nos volvemos amigos.

A fin de año empiezo a chatear con A. Cuando me cuenta que hizo taller literario con D. siento que nos conocemos de antes. A. tiene siete años más que yo, escribe cuentos, me pregunta si me los puede mandar. Los leo y le respondo que son perfectos. Me manda también una foto suya con el pelo largo y un pañuelo en la cabeza. Me dice que ya se cortó el pelo pero que la foto le gusta. A mí también me gusta y se lo digo. Empezamos a chatear todos los días. Las otras conversaciones me aburren y de a poco las voy cortando. Una tarde lo invito a tomar un café y me dice que no puede. Pienso que no debe ser el de la foto, que no sabe cómo decirme que me mintió, que todo va a quedar en la nada. Pero seguimos escribiéndonos.

2002

Vamos a vernos por primera vez una noche de febrero. A. me espera de pie en la esquina del bar en el que acordamos encontrarnos. Lo veo de lejos. Usa una campera de jean blanca y tiene una mano en el bolsillo. Camino más rápido, decidida. Nos sentamos en una mesita en la terraza y me tiembla la mano cada vez que levanto el vaso para tomar un trago. Hablamos mucho. A las tres de la mañana me lleva a mi casa. Mientras nos besamos en el comedor diario, mi mamá duerme dos pisos más arriba. En algún momento le digo que soy virgen y esa noche no pasa nada más. Tampoco las siguientes. Una tarde le cuento a mi hermano que estoy saliendo con alguien y me dice que lo haga esperar, que si me gusta y quiero que las cosas salgan bien, lo tengo que hacer esperar. Mínimo tres meses. Yo la única cosa que quiero que salga bien es el sexo, pero asiento. Dejo que A. me vaya a buscar al colegio, me invite a cenar, me lea cuentos en voz alta, me escriba cartas. Espero hasta el 1 de mayo. Ese día es feriado y nos vemos en su departamento con vista al mar. En un momento, mientras él está en la cocina, pongo música pop. Después voy al baño, me saco el jean y la remera y me meto en su cama con un conjunto de ropa interior de encaje blanco. Son las tres de tarde cuando lo llamo a la habitación.

 


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