mujeres trans

“La identidad no es una pieza de museo, quietecita en la vitrina, sino la siempre asombrosa síntesis de las contradicciones nuestras de cada día. En esa fe fugitiva, creo.”

Eduardo Galeano

 

Se acomoda la melena, se plancha la remera y se pinta los labios en un rojo declaración. Hace un escaneo en el espejo y observa con un lente de aumento cada detalle. Busca indicios, señales, cualquier evidencia que permita pensar que en ella no habita una mujer, que se esconde un hombre. No puede dejar lugar al cuestionamiento. En ese mundo hecho de materia oscura y muerte, el riesgo es demasiado alto. Su cuerpo arde en un pedido urgente de liberación y ella responde, decidida, ante la demanda.

“Soy yo, Bibiana, yo la mujer”, piensa, y sale.

La sigue una fuerza arrolladora capaz de enfrentar la realidad y torcer el destino. Adentro su hombría llora y sangra. El resto forma parte de esta historia.

XXX

CAPÍTULO 1: BIBIANA

La pregunta surge de manera natural después de dos horas de entrevista, en una tarde de abril, en plena ciudad de Rosario, Argentina.

—¿Qué crees que hubiera sido de vos sin la transición?

La respuesta se da sin preámbulos, cruda y directa.

—No estaría viva. Realmente te lo digo. Si no hubiese luchado por ser Bibiana, por habitar este cuerpo de esta manera, no estaría acá hablando con vos.

Bibiana Blasón, 62 años, me mide con la mirada a la espera de que le retruque. Pero en ella no hay ironía, no hay gracia, no hay atisbo de duda. Hay una afirmación caníbal que no permite cuestionamiento. Sin embargo, ella se explaya:

—Yo sé que por ahí es difícil de entender. ¿Cómo se puede ser tan extremista? Pero, en verdad, no concibo mi vida de otra manera. Te soy sincera. Y preguntáselo a cualquiera de las otras chicas, te va a responder lo mismo.

Senos descomunales, cintura artesanal. Las manos reflejan otro pasado, pero en los dedos asoma el intento de disimularlo con uñas largas, blancas y hechas a medida.

—Aparte el hecho de nacer… cuando la gente dice “te hiciste”. No, yo nací así, no me hice. No fue una decisión. O por lo menos jamás lo vivimos así. Fue algo que siempre sentimos de esta forma. Y fue una lucha real para lograrlo. De otro modo, hubiéramos quedado tapadas, ocultas, vestidas de hombre. Que horrible, mirá no quiero ni pensarlo.

—¿Y tu nombre de varón cuál era?

—No te lo quiero decir. Perdón, pero no. Me hace daño hasta pensarlo. Esa persona está muerta hace muchos años ya.

Esa sentencia será todo. La explicación de algo tan concreto como el hecho de que nunca hubo otro futuro posible, el decreto de que otra realidad fue siempre inimaginable. Sin embargo, los años 70, a sus espaldas, la habían marcado con la cruz de un pasado despiadado lleno de derrotas y desgracias.

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CAPÍTULO 2: CAROLINA

La mesa ratona del living de Carolina Boetti está colapsada de libros. Apilados, uno arriba del otro, en una categorización precisa. Al decorado se le suman una cómoda con portarretratos de mujeres bellísimas, tres arreglos florales, una biblioteca con más libros, dos lámparas marroquíes, un sillón crema, almohadones de colores varios, estatuillas de bronce y porcelana, el estuche para lentes, y en las paredes cuatro pinturas de aire barroco, y un ventanal por el cual entra una luz grumosa y fría.

—¿Querés café? Te lo hago rápido. Está fresco, a mí el café me hace bien.

En la calle es mayo y ya se empiezan a asomar los primeros recortes del invierno.

—Cuantas cosas que tenés —observo.

—Bueno, son sesenta años de vida —me responde desde la cocina.

Sesenta años sobre los cuales ella recuerda todo y habla mucho. Carolina vuelve de la cocina y apoya sobre la mesa dos tazas pequeñas, una azucarera y un plato con galletitas de vainilla caseras.

—Mi infancia fue siempre solitaria. Mi papá era camionero y tenía que trabajar todo el tiempo, así que prácticamente me pasaba todo el día sola con mi hermanito más chico. Yo era la que me encargaba de cuidarlo, bañarlo, darle de comer, todo. Tenía ocho años y cumplía el rol que mi mamá no podía hacer porque trabajaba mucho y papá no estaba nunca. Además iba a la escuela. Bueno, hasta que me echaron.

—¿Por qué te echaron?

—Ay, nena, si supieras. Desde el principio yo siempre fui varoncito, tirando a nena. Mi fantasía era bailar con Rafaela Carrá, y cuando mi mamá no estaba y yo jugaba con ropa, maquillaba las muñecas. Y todo lo naturalizaba, porque creía que era un juego, algo normal de la vida. Después me di cuenta de que era parte de una futura transición. A los 14 años cuando empecé a salir me di cuenta de que existía otro mundo posible y quedé fascinada, encandilada. Y bueno, ahí empezaron los problemas en mi casa, porque además de eso yo era muy rebelde.

—Bueno, es normal ser un poco rebelde durante la adolescencia.

—Si, pero esto que te cuento de que me echaron del colegio, por ejemplo. El director y las maestras decían que yo iba maquillada a clase y con las cejas depiladas. Y no era así. Pasa que yo tenía granitos y me ponía una especie de crema entonces parecía que sí tenía maquillaje. La profesora de Literatura se acercó a mi banco y me dijo “Baetti, vaya al baño y sáquese todo. También átese el pelo o úselo para atrás porque si no va a tener que retirarse del establecimiento”. Yo no lo hice, así que me tuve que levantar e irme. Mandaron una carta a mi casa pidiendo que me corte el pelo. Mi familia lo hizo y yo llorando como loca porque para mí el pelo lo era todo. Y después empecé a tener problemas. No me dejaban entrar al baño de hombres ni al de mujeres. Me tenían así de rara. Así que no volví. Y también perdí el trabajo. Trabajaba en una fábrica textil. Por lo mismo. Te hablo del 76, 77. Principios del proceso.

El proceso al que se refiere es la dictadura cívico militar argentina que marcó la fase desde marzo de 1976 hasta diciembre de 1983 con la reinserción del gobierno constitucional a cargo de Raúl Alfonsín. Durante ese período, en Argentina reinó el terror, la violencia, la desaparición forzada y la discriminación social, política, religiosa, ideológica y sexual, entre tantas otras cosas.

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Carolina Boetti, en la década de los años ochenta. Foto/ Archivo Carolina Boetti.

—Tenía 14, como te dije. Pero vivía la vida de una chica de 25. Gracias a unas clases de teatro conocí a Marzia Echenique, y empezamos a ir juntas a la Plaza Pinasco, que ahora es la Montenegro. Ahí me encontré con gente como yo, muchas mariquitas, que es como se le decía en la época, y muchos gays. Yo ya había empezado el E.M.P.A [escuela media para adultos] de noche, así que salía de clase y me encontraba con todas ahí.

Hasta que no se cruzó con otras iguales a ella, Carolina no sabía mucho al respecto. No conocía a otras mujeres trans, a ninguna par, y se sentía sola y única en el mundo. Una loba sin manada.

—¿Y no era peligroso?

—Súper. Un día estábamos ahí y cayó Moralidad Pública. Eran policías vestidos de civil. Nos pidieron los documentos, se los dimos, pero igual nos tomaron detenidas a la Comisaría Segunda de Rosario. Por primera vez, con 15 años, yo pisé una cárcel. Imaginate mi miedo. A todo esto, nos llevaron en un Falcon verde. Tremendo. Apenas llegamos los policías ya se nos reían, nos pegaban. También se empezaron a decir entre ellos “trajimos unos carlitos primavera”. Yo no entendía, pero después nos enteramos de que en la jerga de ellos significa gays.

—¿Estuviste detenida mucho tiempo?

—Hasta el otro día que me fue a buscar mi papá. Y ellos le dicen a él que era homosexual. Imaginate el atrevimiento, porque encima no tenían idea, solamente me agarraron en la calle y lo suponían nada más. Me acuerdo de que mi papá me dio unas cachetadas enfrente de los policías y nos fuimos.

Carolina hace una pausa, mira hacia la ventana, resopla angustiada y cardinalmente triste. Desde adentro, se escucha el viento golpeando contra los vidrios en un siseo incesante, truculento y seco.

—Me tuve que ir de mi casa. Porque, una vez que te metían en cana, los diarios publicaban la dirección de donde vivías con tu familia y ya la gente te empezaba a señalar con el dedo, como si fueras una delincuente. Era muy peligroso además. Y muy, muy fuerte. Ya empezábamos a tener miedo en serio.

En la provincia de Santa Fe regían Edictos Policiales que luego fueron reemplazados por Códigos de Faltas. Su origen se remonta al año 1772 y su propósito principal era la regulación de la mendicidad y la vagancia. Luego se autorizó a los agentes policiales a juzgar el incumplimiento de estas normativas y aplicar penas de cárcel. La concentración del poder en manos de ellos tuvo como resultado detenciones sistemáticas, la tortura incesante y la violación sin consentimiento hacia el colectivo. Por supuesto, nunca se habló de ello realmente. O sí. Pero todos decidieron ignorarlo.

Así, para ellas la muerte siempre fue una amenaza. Silenciosa. Justamente por eso más terrorífica. Algo que sucedía fuera de cuadro. Que nunca se vio (o ellos nunca quisieron mostrar) . Y les respiraba en la nuca diariamente.

—En ese momento, decidí irme a una pensión con otras chicas trans. Estábamos ahí porque era lo único a lo que podíamos acceder, era imposible que nos alquilaran algo más. Imaginate que salíamos de la pensión, íbamos a comprar el pan y no sabíamos si volvíamos. Nos condenaban a 120 días de arresto, que era la condena máxima. Pero igual salíamos a la mañana, y a la noche nos volvían a agarrar y de nuevo 60 días adentro. Así, todo el tiempo. Esa era nuestra vida básicamente. Marzia llegó a estar más de seis meses presa. Eso sin contar el día a día que siempre fue una pesadilla.

Imaginate que salíamos de la pensión, íbamos a comprar el pan y no sabíamos si volvíamos. Nos condenaban a 120 días de arresto, que era la condena máxima. Pero igual salíamos a la mañana, y a la noche nos volvían a agarrar y de nuevo 60 días adentro.

Ellas, parte de un mismo sistema unicelular, de un organismo compuesto. Y ellos, los del exterior, como la bestia, la máquina que tragaba mujeres y escupía huesos. Indiferente y cruel.

—En cierta forma, habíamos naturalizado la persecución. Sentíamos que era el costo que teníamos que pagar por ser. Si queríamos visibilizarnos como trans, ese era el precio. Y no nos importaba. O sea, sí, pero el deseo era mucho más grande y fuerte.

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CAPITULO 3: MARZIA

El 19 de mayo, Marzia Echenique me recibe en su peluquería ubicada en el centro de Rosario. Viste una polera de hilo, pantalones color crudo, maquillaje impoluto, cabellera dorada, y un pañuelo de seda finísimo que la hace parecer una muñeca frágil y preciosa. Una catedral de femineidad. Un decreto de belleza. Comienza a soltar un relato que ya le nace de forma natural, casi ensayado.

—En el sur y en otras partes del país, las cosas estaban más tranquilas. En Buenos Aires también, apenas. Tranquilas dentro de lo que era una dictadura. Pero acá la presión hacia nosotras y nuestras identidades era más violenta, más fuerte. En ese momento los derechos para nosotras no existieron, porque los violaron todos. Los derechos existenciales para cualquier persona que se quiera construir. Nos privaron de la formación humana, de la educación, la salud pública, el trabajo, la vivienda. Y la libertad, que es lo más importante.

La juventud y la adolescencia de ella y las demás estuvieron marcadas por un peligro incesante, sin freno. Y la seguridad y el resguardo parecían no encontrarlas en ninguna parte. Históricamente, en Argentina, la persecución policial a travestis y trans estuvo amparada por esos Códigos Contravencionales de Faltas, y los Edictos Policiales que restringían la permanencia y circulación en la vía pública, y eran la principal herramienta de control estatal sobre esa población y grupos sociales específicos. Los Códigos Contravencionales —que se mantuvieron vigentes hasta el año 2012— de las provincias de Formosa, Mendoza, Neuquén, Tierra del Fuego y Santa Fe, sancionaban expresamente el “homosexualismo” o el “travestismo”.

—Cuando empezaron a cazarnos acá, Carolina se fue a Buenos Aires. Yo la seguí allá también pero enseguida volví. Ella también. Terminamos exiliándonos las dos en Europa, porque pensábamos que la experiencia iba a ser un poco menos violenta en Capital.

Violencia, persecución, miedo. ¿Cuántas veces escribí ya esta palabra?

La máquina dictatorial no les dio tregua en la ciudad de la furia. Era un incendio que las perseguía en todos los laterales del país.

—Lo que ocurrió fue que terminé en la carretera Panamericana, como muchas compañeras. Y vi lo que pasaba allá. En un momento aparecieron varios patrulleros con todas las luces encendidas en la mitad de la noche. Y todas empezamos a correr, porque el miedo te hacía correr. Nos escapábamos. Por momentos, yo miraba hacia atrás y veía como las chicas cruzaban la calle y les pasaban los autos por encima, las aplastaban y las atropellaban otros coches para asegurarse de que estaban muertas. Desfiguradas quedaban. Yo en un instante me paré congelada, en medio de la Panamericana, aterrada. Me sacó a rastras de ahí una amiga.

Marzia Echenique, en la década de los años ochenta. Foto/Archivo Marzia Echenique.

Marzia me dice que jura haber visto la maldad pura del hombre cara a cara. Y que es un animal sin perdón ni memoria. Que te apedrea si no te ajustas al corsé de sus estatutos.

—Yo todo esto lo siento como una película. Pero pasó tal cual. Fue muy difícil. Esa etapa de mi vida fue terriblemente fuerte.

Las pausas en la charla parecen más un lamento cristalino. Pero ella encuentra la forma de esquivar el recuerdo y seguir con el siguiente capítulo en una historia que, de a ratos, le resulta ajena.

—Yo a veces cuando hablo de esto lo hago como si no lo hubiese vivido. Lo tengo bastante superado por eso, creo. Si no, no podría, estaría destruida.

Ante todo lo vivido y todo lo prohibido, Marzia decide en ese entonces irse de Argentina y comenzar una nueva vida en Francia, luego establecer residencia en Italia, vivir sola, y tener algo parecido a un plan:

—Eso también lo recuerdo como algo muy complicado y que me atravesó una barbaridad. Además, aprender toda una nueva lengua y conocer una cultura distinta. Pero fue una decisión que tuve que tomar y no me arrepiento. Era eso o seguir viviendo con miedo constantemente. Los mismos policías y jueces te decían “Ustedes se tienen que ir, váyanse del país, es la única manera de que puedan vivir tranquilas”. Porque yo tuve que dejar a mi familia, mis amistades, los bizcochitos 9 de Oro, el mate, la vecina de al lado. Parecen pavadas, pero no lo son. Nena, comé, están para eso.

Señala unos bizcochitos como los que ella nombra sobre la mesa. Del paquete queda ya la mitad. El mate mantiene la temperatura, aunque en el termo casi no hay agua caliente. Las costumbres, ese bicho raro que nos acompaña donde sea que vayamos, y no nos permite olvidar.

—Y allá al principio me prostituía. Obvio, como siempre. El trabajo sexual.

—¿Esa fue siempre la salida laboral para ustedes?

Desde la punta de la mesa endurece la mirada, sorprendida, como si le estuviera preguntando una obviedad. Cruza los brazos en una X perfecta y responde:

—Y sí, nena. Para nosotras ser trans siempre había sido sinónimo de prostitución.

Por momentos, yo miraba hacia atrás y veía como las chicas cruzaban la calle y les pasaban los autos por encima, las aplastaban y las atropellaban otros coches para asegurarse de que estaban muertas.

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CAPÍTULO 4: CAROLINA

Cuando llegó a Italia durante su exilio, Carolina pudo, por primera vez en muchos años, caminar tranquila por la calle, sentarse en una plaza, ir al cine sin miedo de que la saque la policía y, como ella dice, construirse como persona. Pero, a pesar de eso, su vida parecía estar marcada por el mismo destino que la atravesaba en su patria.

—Apenas llegué tuve que trabajar en la calle. Imaginate, inmigrante e ilegal al principio. No quedaba otra. Y había toda una mafia, o una organización de mujeres trans, donde una cobraba un dinero que vos le pagabas para poder estar trabajando ahí sin que las demás te golpearan o te lastimaran. Era como pagar una protección. Y lo complicado para mí también fue la lengua. Pensá que venían los clientes y yo no les entendía nada.

Suelta una risa irónica y se muerde los labios con fuerza.

—Ahora me acuerdo y me da risa.

El asunto es que nunca se recuerdan las cosas así nomás.

—Desde el momento en que te parás en una esquina, estás a la intemperie y te venía lo que te venía. Y tenés que ser una persona muy valiente para estar ahí.

Carolina hace un chasqueo con la lengua en la palabra “valiente”.

—La prostitución te lleva a muchos niveles. Tenés que estar muy lúcida para sobrellevarla. Para verla desde otro lugar y no involucrarte. Tenés que tomarla como un trabajo. Como un personaje inventado. Si vos lo tomás como un personaje, podés llegar a estar bien. Si no lo hacés, si te atrapa el mundo de la prostitución, te juro que caes. Porque tenés de todo, vicio, alcohol, droga. El cliente mismo te lo ofrece. Y muchas veces el dolor era tan profundo que terminabas en esa. El ser humano es vulnerable y tiene adicciones, y secuelas, y dolores.

Según los otros, ellas las atrevidas, las raras, las enfermas, las sin nombre, porque son todas lo mismo, putas. Pero también ellas, las disruptivas, las feroces, las intrépidas, las más valientes. Las sobrevivientes.

Nunca tuvo tanto sentido que los huracanes lleven el nombre de una mujer.

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CAPÍTULO 5: BIBIANA

Afuera llueve y se escucha el sonido del agua contra la chapa del techo de la casa de Bibiana. El mundo parece una esfera frágil y nostálgica. Y la memoria, en días así, araña el rescoldo de lo infinitamente doloroso. Y lánguido.

Adentro, ella me cuenta sobre aquellos años donde trabajó en cabarets de la ciudad. Y de los shows que daba bajo las luces del escenario. También recuerda la prostitución casi obligada al bajar de las tablas.

—Tenías que hacer copas y clientes, por más lindos que fuesen tus espectáculos o lo bien que bailaras, tenías que hacer plata con eso. Si no te echaban. Y la realidad era que no había otro trabajo, porque no había seguridad en ningún lado. En los cabarets por lo menos los dueños capaz que transaban con la policía y si te agarraban te soltaban antes de entrar a trabajar. Pero la prostitución también era alentada. Si te metían en cana, salías con los abogados. Y la única manera que tenías de pagar era poniendo el cuerpo. Además de que los mismos canas te hacían tener sexo con ellos. Todo muy perverso.

Una pausa corta. Ruido de mate. Una pausa larga.

—Para mí la prostitución es una violación consentida. Vos ponés tu cuerpo en una especie de vidriera, te eligen, arreglás un precio y se da ese intercambio. Pero yo no lo sentía así. El cliente es lo más hijo de puta que hay. Como paga por ese servicio, se siente en derecho de hacer con vos lo que quiera. A mí me han apuntado con un revólver en la cabeza teniendo sexo mientras me decían “te voy a matar puta, te voy a matar”. Una vez uno me quiso ahorcar en la ruta. Decí que justo pasó un auto y el tipo me soltó y salió corriendo. Si no, capaz me asesinaba.

Una vez uno me quiso ahorcar en la ruta. Decí que justo pasó un auto y el tipo me soltó y salió corriendo. Si no, capaz me asesinaba.

Esa vida la siguió a ella y a las demás por años. ¿Cómo se vive así? No se vive. Se sobrevive. Corriendo con terror, con el corazón en la boca, la mirada afilada, la confianza gastada, gastadísima, y las compañeras del círculo. Con ese cuerpo construido a base de hormonas, silicona, inyecciones, maquillaje, pelucas y una fuerza descomunal, que vio todo, enfrentó todo, sintió todo. Y sobrevivió.

Aunque sólo algunas lo hicieron. No todas. Pocas.

—Por eso, decimos que también se nos negó la salud. Si querías tomar hormonas no podías ir a un médico porque te rechazaban completamente. Entonces, tenía que venir otra chica y darte las pastillas, o inyectarte vos sola. A veces practicábamos en una naranja y después en el culo. Era cualquier cosa, re peligroso. Pero no había información. Entonces, capaz que el blíster, que era para un mes, nos lo tomábamos en una semana. Y a mí cuando hacía eso me salía espuma blanca de la boca y terminaba con un ataque al hígado. Y obviamente que al hospital no podías ir porque terminabas presa. Nos metíamos inyecciones con aceite de avión que se te podían ir para cualquier parte del cuerpo. Qué inconsciencia, dios mío. Pero luchábamos por ser. Por llegar a lograr eso que una tanto quería. El miedo a no ser mujer era más intenso que el terror que nos acechaba en la calle.

—¿Compañeras tuyas murieron haciendo eso?

—A una amiga mía le pasó mientras le ponían silicona. Le pincharon una vena y se le fue al torrente sanguíneo y tuvo un infarto. Era súper peligroso, nos lo hacíamos en la casa de alguien cualquiera. El único método de esterilización era con alcohol. ¿Y qué sabías quién había estado antes ahí? ¿Si habían cambiado la aguja? Más en aquella época que estaba el VIH pululando en el aire. Muchas murieron así, y muchas otras bueno… quedaron en el camino. Lo principal fue la falta de acceso a la salud y la violencia. Imaginate que éramos 40 al principio, y de esa época quedamos solo 10.

Bibiana Blasón, en la década de los años ochenta. Foto/Archivo Bibiana Blasón.

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CAPÍTULO 6: MARZIA

—Volver a Argentina y no ver a mis compañeras fue terrible. No fue. Es. Pensar que no las voy a ver más. Yo obviamente sabía que habían muerto todas porque te enterás por llamadas, o cartas. Pero volver acá después de estar viviendo en Europa y no verlas más es una carga pesada.

La peluquería de Marzia se envuelve en una atmósfera penosa y lenta. Dirá que a pesar de la violencia de la época los momentos de felicidad en comunidad fueron muchos, que en la juventud sintió que eran ellas contra el mundo, que esa siempre la sintió como su familia por elección. Y que hoy en día, le resulta casi insoportable pasar por los lugares en los que todas construyeron recuerdos colectivos.

—Fueron muchas cosas, lamentablemente. Murieron por todo un poco. La represión. Enfermedades sin tratar. La prostitución. Pero principalmente porque el Estado nunca estuvo presente y porque ante tanta discriminación nadie las ayudaba y les daban la espalda. Yo todos los días me acuerdo de una distinta. Son todas las que no pudieron llegar. Pero con Carolina encontramos de algún modo la forma de honrarlas.

—¿Cómo?

—Creamos el Archivo para la Memoria Travesti Trans de Santa Fe. Siempre pensamos que era, ante todo, fundamental tener una conmemoración a nuestras compañeras muertas y desaparecidas. Como un homenaje. De ahí también está lo de 30.400 que tanto decimos nosotras. Es simbólico porque los 400 son aquellos que la memoria no incluía. El espectro de los 30.000 nunca los contempló. Entonces los 400 son simbólicos del colectivo LGBT. Es una memoria que no reconoció a las nuestras, y nosotras con el Archivo buscamos mostrar todo lo que realmente pasó, lo que vivimos, y de nuevo, todos los derechos que tanto nos negaron. Todo lo que se cubrió y se escondió ante tanta barbarie.

El Archivo de la Memoria Travesti Trans de Santa Fe es dirigido por Marzia y Carolina y busca construir una memoria colectiva que incluya a todas las integrantes del colectivo perseguidas y condenadas durante y luego de la época de la dictadura. Ambas mujeres pasan sus días dentro de casas ajenas, salas recónditas y espacios jurídicos realizando entrevistas a mujeres trans y llevando adelante un área de investigaciones para entender de manera integral cada relato y reflejar de la manera más verídica y real todo lo acontecido en ese momento de la historia.

El Archivo de la Memoria Travesti Trans de Santa Fe es dirigido por Marzia y Carolina y busca construir una memoria colectiva que incluya a todas las integrantes del colectivo perseguidas y condenadas durante y luego de la época de la dictadura.

—También queremos ver cómo nos trataban los periódicos durante esos años. La prensa amarillista se imponía ante tanta heteronormalidad, porque todo lo que estaba por fuera de eso, como ya hablamos, había que condenarlo y reprimirlo. Creo que en el Archivo de la Memoria nosotras contamos la historia que nunca se quiso contar. Porque en realidad, siempre se supo de los problemas que teníamos. La gente lo sabía, no es que fueran ciegos, veían que nos pegaban, que nos llevaban presas y también que estando ahí hasta nos violaban. Sabían todo. Pasa que no nos querían escuchar, o no les interesaba. Era un tabú.

—¿Y cuántas entrevistadas llevan hasta el momento?

—Uf, muchísimas. Todas de la provincia de Santa Fe. Porque hay otro Archivo de la Memoria Travesti Trans en Buenos Aires, pero cuando lo fuimos a revisar con Carolina vimos que monopolizaba todo desde allá y para nosotras cada provincia tiene su historia diferente, sus códigos diferentes y sus cárceles diferentes. Y pensamos que si lo centrábamos todo allá, entonces invisibilizábamos lo que pasó acá. Yo creo en una fuerza colectiva lógicamente, pero también en una construcción regional donde se respete la federalización. También entendimos que mostrar todo lo atravesado era una herramienta fundamental, porque en base a eso se dio la Reparación Histórica.

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CAPÍTULO 7: CAROLINA

El 17 de mayo de 2018 la Caja de Pensiones Sociales de la provincia de Santa Fe otorga una pensión prevista para “ex presas y presos políticos” a Carolina Baetti, siendo ella la primera mujer trans reconocida por el estado santafesino como perseguida durante la dictadura por su identidad de género. La norma establece el pago de un monto mensual a quienes acrediten “haber sido privadas de su libertad por causas políticas, gremiales y estudiantiles” entre el 24 de marzo de 1976 y el 10 de diciembre de 1983. La Secretaría de Derechos Humanos y la Subsecretaría de Políticas de Diversidad Sexual acompañará la lucha y será la impulsora de esta Reparación Histórica.

Fotografía de un recorte de la época.

Ese día Carolina recuerda haberlo vivido en cámara lenta y con una mezcla de sentimientos encontrados. Fue convocada por la Gobernación a una reunión junto con sus compañeras del colectivo, y al entrar fue atravesada por un vértigo rotundo. Esas escaleras que la conducían al tercer piso ella ya las había subido tantas otras veces 40 años atrás cada vez que la llevaban detenida.

—Pensar que en ese mismo lugar ahora el Estado nos estaba reparando fue algo impensado. Que el gobernador —Lifschitz en ese entonces— nos pidiera perdón por lo que nos hicieron era como estar en otro planeta, en otra dimensión. Ese mismo día veníamos de filmar un documental con Marzia sobre todo lo que habíamos vivido, entonces estaba ya un poco conmovida en general. Yo estaba shockeada, de hecho no reaccioné. Todas se ríen hasta el día de hoy porque hasta el gobernador lloró y a mí no se me saltó ni una lágrima. Pero porque no entendía todo lo que estaba pasando. Cómo, después de tanta crueldad, de repente se veía ese bálsamo de esperanza.

—¿Vos sentís que esto las recompuso de alguna manera?

—La reparación es simbólica, porque el daño ya está hecho y las secuelas no nos las quita nada. La verdadera reparación nunca va a existir. La moral, la espiritual, la mental y la física. El corazón y el alma no lo van a arreglar. Yo pasé toda mi adolescencia encerrada entre cuatro paredes con una reja de por medio. Pero que un Estado te pida perdón, después de todo, es importante. Y sí, yo fui la primera por cuestiones burocráticas. Pero a los dos o tres meses empezaron a dárselas a mis otras compañeras.

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CAPÍTULO 8: BIBIANA

Bibiana abre sus dos brazos intentando señalar la magnitud de un mundo compuesto y dominado por todo lo que la rodea. Esa serie de piezas que forman parte de su vida y que ella valora justamente por lo inalcanzables que siempre resultaron; primero el techo que ahora nos protege de la lluvia externa, las paredes que recubren el espacio y hacen llegar su magma de calor y contención, el televisor, la mesa con sus cuatro sillas, las ventanas donde ingresan los primeros rayos de sol con su inyección de energía diaria, la cocina con su heladera llena de productos nuevos, la habitación del fondo con una cama en el medio que la acoge entre sus sábanas cada noche para un descanso seguro, y su gata, Raquel, la primera mascota a la cual pudo darle el mismo refugio que se brindó a ella misma, la primera vida que sintió que podía cuidar además de la propia.

—Yo hoy sin la reparación no sé qué estaría haciendo. Viviendo de prestada, posiblemente, como hice siempre, porque antes de esto nadie te alquilaba un departamento sin recibo de sueldo. Ahora que lo tengo no lo puedo creer. Cuando vine a ver este departamento le conté al dueño mi historia y le dije: “yo acá no voy a trabajar, no voy a prostituirme, esta es la casa de una mujer mayor ahora”. Pero bueno, tuvo que pasar mucha agua debajo del puente para tener hoy una vida digna y tranquila. Una vida “normal”: Y en el medio perdimos tantas cosas…

Comienza a tararear algo en un tono transparente, rosa e indistinto.

—Soy mala para el canto, pero viste, todos hacemos eso cuando estamos solos. Llenamos el espacio de alguna manera. Algunos ponen música, otros dibujan o leen. Yo canto. Me hubiese encantado ser cantante o vedette. Como Ethel Rojo o Moria Casán. Yo en el cabaret, cuando estaba arriba del escenario, llena de brillos y lentejuelas, me sentía una diva, una súperestrella. En ese momento, todo lo que pasaba en la calle no importaba, yo estaba en mi burbuja de fantasía. Y quería llegar a hacer grandes shows junto a mis grandes ídolas.

Son las siete de la tarde. Dos horas antes me mostraba fotos de una joven con vestidos despampanantes y boas con plumas color perla. Subida a las tablas, esa joven sonríe y decide dejar el horror del mundo afuera por unos instantes. Ella, Bibiana. Ella, mujer. Ahora, esa misma joven, ya adulta, mira la nada desde la punta de la mesa, frunce el ceño y resopla.

—No se pudo. No nos dejaron. Carolina quería ser profesora de literatura, estudiar en una gran universidad. Y a Marzia le hubiese gustado ser maestra para chicos con discapacidad. Todas teníamos grandes sueños, como cualquier otra persona. Pero de un plumazo nos los volaron enteros.

Imagen que forma parte del Archivo de la Memoria Travesti Trans de Santa Fe.

Renunciar. Irse de lugares. Aprender a conformarse entonces con una vida hecha de sobras. Eso era ser travesti. Pero en un mundo que quiso enterrarlas, ellas hoy, cuentan esta historia, su historia. Repiten, incesantemente, fuerte y sin miedo, que para ellas también, “nunca más”. Y sostienen que la lucha de algunas, a veces, produce una luminiscencia de esperanza sobre toda una sociedad.


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