Lina Vargas Fonseca, soledad
Lina Vargas Fonseca

Volví a Bogotá el 23 de febrero de 2020 luego de vivir cinco años en Buenos Aires. Era un mediodía lento y azul de domingo. Yo traía dos maletas de veinticinco kilos cada una y mi madre, que un mes antes había viajado a Argentina para ayudarme con la mudanza, otras dos de igual peso. De camino a su apartamento, donde me instalaría hasta que encontrara un lugar propio, mientras avanzábamos en un taxi por avenidas saturadas de cemento y después por su barrio, de árboles viejos habitados por mirlas, tuve la impresión de que nada de lo que veía había cambiado y me tranquilizó que fuera así. Incluso eso tan molesto que ocurre al llegar a Bogotá tras estar afuera, la sequedad súbita en los labios provocada por el sol del altiplano, la inmediata torpeza para respirar debido a la altura, lo recibí como si también eso me diera la bienvenida. Cuando en Buenos Aires me preguntaban por qué volvía a Bogotá respondía que extrañaba a mi madre, que quería un trabajo fijo y que no tenía dinero. Creo que nunca dije que me sentía sola.

soledad
El comedor en el apartamento de mi madre.

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Quizás mi primer recuerdo de la soledad sea este: tengo cinco años y no hay nadie en casa. Vivo con mis padres en una ciudad donde siempre, sin importar la época, hace calor, en un barrio de paredes color pastel y patios enrejados. Mis padres salieron no sé a qué, no sé por qué no me llevaron. La casa me parece enorme y amenazante. Me asomo a la ventana. Lloro. Lloro con mocos y babas, me atraganto a gritos, aúllo como un animal. No me muevo hasta que los veo entrar y entonces, con la cara roja y los ojos ardientes, descanso. Unos años después, a los ocho, me perdí. Estábamos en la casa de la familia de mi madre, en el campo, y salí a caminar. No le avisé a nadie que lo haría. Fui estableciendo señas para volver: una cerca verde, un molino, un cerdo amarrado a un árbol. Cuando llegué al pueblo no supe cómo regresar. Había varias salidas que me eran extrañas y la gente a la que le pregunté no conocía la casa llamada Inambú. Di vueltas hasta que encontré al cerdo y solo bastó seguir el sendero de tierra. Esa vez sentí algo distinto a la necesidad de compañía, algo entre el vértigo y la aventura, una ráfaga de frío y felicidad.

Un editorial de la revista Arcadia llamado Las soledades habla de dos palabras que en inglés significan cosas distintas: loneliness “se refiere al estado triste de quien quiere compañía” y solitude “alude a una experiencia más trascendente (…) Es la soledad que se siente ante el hecho de reconocerse mortal, pasajero, un cuerpo que tarde o temprano morirá”. Una es circunstancial, se sufre. En ensayos de psicología y enfermería la definen con los términos carencia y desequilibrio, dicen que causa enfermedades cardiacas, fallas inmunológicas e inapetencia, que debería considerarse un problema de salud pública, que se siente por algo perdido o por algo que se está perdiendo o por algo que va a perderse, que da vergüenza y suele ser negada. Esa soledad es la infelicidad de estar solo. La otra (la solitude) se elige, se busca. Quizás tenga que ver con el momento en el que alguien descubre que está ante la presencia de algo infinito y salvaje, arrojado frente a eso.

Me asomo a la ventana. Lloro. Lloro con mocos y babas, me atraganto a gritos, aúllo como un animal. No me muevo hasta que los veo entrar y entonces, con la cara roja y los ojos ardientes, descanso

Podría ver mi vida como un vaivén entre ambas soledades. Ahí estoy, a los seis años, orinada encima, encerrada en el baño del jardín de infantes donde la maestra nos pellizca porque sí, aguardando inmóvil. Una niña abre la puerta, ve la mancha en mis pantalones y corre a acusarme. Ahí estoy, a los diez, esperando que mi padre venga por mí a la salida del colegio. Apenas quedamos un puñado de alumnas y ruego por no ser la última. El lugar es laberíntico y oscuro, huele a desinfectante y al pan que hornean las monjas, se rumora que pronto aparecerá un hombre sin cabeza. Ahí estoy, a los trece, mirando una fila de hormigas en el balcón, pensando por qué soy la única que no tiene novio, por qué para todas es fácil, qué se sentirá besar, sin ninguna idea precisa de qué hacer para conseguirlo. Ahí estoy, a los dieciocho, en una fiesta. De repente me siento excluida del júbilo circundante, extraviada, me voy y olvido mi abrigo. Ahí estoy, a los veintiséis, yendo del trabajo a casa con la certeza de que en la calle hay una palpitación festiva de la que no hago parte, de que el asunto viernes-a-la-noche, tan simple para otros (bailar, comer, beber, tirar) no me resulta, de que un velo muy fino me separa de todo. No tengo tristeza ni rabia, sino confusión, la sospecha de mi incapacidad para establecer ciertos vínculos. Ahí estoy, el año pasado en Buenos Aires, a los treinta y cuatro, diciendo la receta de lo que cocino en voz alta ante un público invisible, para escuchar una voz.

Esa es una soledad. Pero está la otra. Mientras una es un aire viciado que llena una habitación, la otra irrumpe como una estampida. Es difícil definirla no solo porque es fugaz y muy intensa, sino porque parece forzadamente trascendental. Es estar con uno mismo. Lo llaman encontrarse o despertar y también tomar conciencia. Dicen que causa miedo. La soledad causa miedo porque la vida de una persona se forja a partir de apegos y además los solitarios no tienden a ser bien vistos: son místicos o asesinos seriales. Pero con el miedo viene, a veces, la lucidez.

Era agosto de 2014. Mi madre me acompañó a instalarme en Buenos Aires y regresaba a Bogotá. Nos despedimos en el aeropuerto de Ezeiza, yo volví en un bus que me dejó cerca de la estación de Retiro. Amanecía. No veía ningún taxi y caminé por una avenida por donde pasaban camiones a gran velocidad con un retumbar metálico. Me había bajado somnolienta del bus, pero en esa avenida, con el paisaje industrial y el viento del río, sentí que todo era crudo y real, que respiraba mejor.

La soledad causa miedo porque la vida de una persona se forja a partir de apegos y además los solitarios no tienden a ser bien vistos: son místicos o asesinos seriales. Pero con el miedo viene, a veces, la lucidez

Cuando llegué a mi apartamento, en el barrio de Boedo, estaba en penumbras y noté un olor que no era agradable ni feo al que aún no me acostumbraba. Vi la cama destendida, la biblioteca de tablas y ladrillos que armamos con mi madre. Vi un insecto en la mesa y lo maté. Entonces, por primera vez sola en ese apartamento, me creí capaz de una insólita fuerza, con un ánimo vigilante, atenta. En adelante dependería de mí. Voy a tender la cama, a bañarme, a preparar el almuerzo, saldré a comprar pesos argentinos. Luego iré a clase. Voy a hacer eso, pensé como si se tratara de un acto temerario, resuelta y casi feliz.

Mi antiguo cuarto en el apartamento de mi madre.

Me pregunto si soy una persona solitaria. No quiero aislarme en una cabaña en el bosque, pero me inquieta la idea de compartir un espacio con alguien. Viví con un exnovio varios meses en la casa de un amigo suyo en Sao Paulo y estuvo bien, aunque a veces tenía un deseo febril de estar sola. Entonces me encerraba en el baño (desde chica me gusta entrar al baño a interpretar escenas frente al espejo; hay una humedad, un eco, un brillo que lo propician) y me quedaba hablando conmigo misma. No quiero un marido, pero recuerdo que hace mucho no estoy en pareja y me abruma desconocer los mecanismos para hallarla. No quiero hijos, pero ¿y si me enfermo en la vejez? No quiero una vida frenética, pero me desconcierta ver las mesas llenas de un bar, me reprocho por no llamar a nadie, por dejar pasar el tiempo como si buscara que la gente se olvidara de mí.

No quiero hijos, pero ¿y si me enfermo en la vejez? No quiero una vida frenética, pero me desconcierta ver las mesas llenas de un bar, me reprocho por no llamar a nadie, por dejar pasar el tiempo como si buscara que la gente se olvidara de mí

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Hace diez años que no vivía acá, en el apartamento de mi madre con ella y con mi hermano. Primero me mudé a otro barrio y después a otro país sin ninguna compañía, pero volví. Pienso en una frase que leí en un ensayo sobre la soledad del migrante, el síndrome que surge al echar de menos el país de origen tanto como si se llevara un duelo que suele ser por la familia o los amigos, pero también por la intensidad de la luz que no es igual. La frase en la que pienso es: “el regreso del migrante es una nueva migración”. A dos semanas de haber vuelto (ya había ido al oftalmólogo, a cortarme el pelo, reactivado mi cuenta bancaria, comprado un celular, ya había hablado con mi antigua jefe sobre un trabajo nuevo, acordado el sueldo, seleccionado opciones de apartamentos para mudarme, ya había buscado fotos de bibliotecas y adornos lindos) el gobierno decretó la cuarentena por coronavirus. Entonces lo que parecía seguro y eficaz se estancó. En marzo fui a una clase al gimnasio donde había pagado una suscripción de dos meses. Fue la última vez que salí.

La frase en la que pienso es: “el regreso del migrante es una nueva migración”

Ahora llevamos varios meses encerrados. Al comienzo, cuando creíamos que duraría unas semanas, con mi madre y mi hermano nos repartimos las tareas domésticas. Creamos un grupo de WhatsApp para enviarnos recetas que preparamos juntos. Hablamos del virus y de nuestras rutinas. Yo veía wésterns, Butch Cassidy and the Sundace Kid, La hora señalada, Sucedió una vez en el Oeste, El bueno, el malo y el feo, atraída por esos forajidos, asaltantes de trenes y cowboys que buscan su lugar en un territorio inhóspito enfrentando a la muerte y pensaba que también nosotros enfrentamos a un virus que pulveriza los pulmones, pero que, a diferencia de ellos, lo hacemos muy quietos, como quien espera su turno en la panadería.

Por esos días ocurrieron rarezas. Mi hermano dejó de bañarse. Discutimos sobre la forma correcta de romper la cáscara de un huevo (en una superficie lisa o en una puntiaguda), cuánta mantequilla usar en la pasta, cuán finamente cortar la cebolla. Las discusiones no empeoraban, pero algo crecía. Antes me llevaba bien con él. Hablábamos por teléfono en conversaciones livianas, sin impostaciones. Nos daba risa lo mismo. Me agradaba saber de su vida, aunque no conocía los detalles. Tiene treinta años, cinco menos que yo. Tras mi llegada a Bogotá, esa relación cordialmente distante se vio afectada por la estrechez. Cincuenta centímetros separan su cuarto del mío (el que fue mío en la adolescencia y que junta capas de mi vida como un rompecabezas malogrado). Entonces empecé a sospechar que mi hermano estaba al acecho. Aún lo creo. Voy al cuarto de arriba y está ahí, voy al baño y está ahí. Si no está, llega. Una vez pensé: leo hasta la página trescientos y voy a comer, pero cuando iba por la mitad de la doscientos noventa y nueve lo escuché abrir la puerta y dirigirse a la cocina. Esperé mascullando la rabia hasta que regresó a su cuarto. No sé si tendremos algún tipo de conexión. Imita el horario en el que me levanto y me acuesto. Entro al baño y veo su orina porque no tira la cadena. Inspecciona lo que como, aunque no tiene reparos en tomar el último tomate, la caja entera de crema. De los vasos, usa el mío. Decide colgar su toalla en la cuerda donde cuelgo la mía. Termino de limpiar el piso y cruza dejando la silueta de sus pies húmedos. Cuando llevaba tres días sin bañarse, peleamos. La pelea no subió en intensidad, fue más bien un estallido. Mi madre y yo hacíamos canelones, él llegó, murmuré algo y enseguida le grité que se bañara, que no podía manipular alimentos. Apoyado en la puerta, me gritó que estaba en su casa y que haría lo que le diera la gana. Quise morderlo. En cambio, nos miramos fijo durante varios segundos como perros. Después, mi madre arrojó lo que tenía en la mano y dijo que no soportaba seguir así.

Desde entonces hablo poco con él, cada uno arrastra su hastío. No volvimos a cocinar juntos, disputamos el territorio en silencio.

Quizás ahora, más que nunca, noto ese vaivén entre las dos soledades. Como si ambas habitaran en mí. Me siento sola, abandonada, detenida en la materia pegajosa en la que se ha convertido el presente sin fin del virus (cuando llegué no alcancé a ir a los lugares que no veía hace años, lo que aumentó la sensación de flotar en ninguna parte, de no haber vuelto en realidad). A la vez, ansío estar sola. Lo ansío violentamente. Mientras tanto, hasta que retome lo que quedó en pausa, veo wésterns porque me recuerdan que hay cosas fascinantes y terribles afuera y que para hacerles frente es necesario un fulgor interno que puede estar apagándose. Hace poco me di cuenta de que dependo de mi madre más de lo que debería: intentaba desanudar una bolsa plástica en la cocina y como no pude fui a su cuarto angustiada a pedirle ayuda. En Buenos Aires hice trámites migratorios, sorteé el monotributo (igual la llamé llorando un par de veces porque no entendía el sistema tributario), reparé el calefón. No es nada heroico, pero implicó más trabajo que soltar un nudo. Si todavía viviera allá, no tendría problemas con los nudos.

Quizás ahora, más que nunca, noto ese vaivén entre las dos soledades. Como si ambas habitaran en mí. Me siento sola, abandonada, detenida en la materia pegajosa en la que se ha convertido el presente sin fin del virus

Le hablo mucho a mi madre, hago informes detallados de mi día a día, le cuento de los correos que envío, de los wésterns, de libros. A menudo me quejo de dolores en el cuerpo. Ella me transmitió su interés por nuestras vecinas, que son chinas. Desde mi cuarto y la cocina hay una buena vista de su apartamento. La madre tendrá mi edad y la hija cinco años, aunque mi madre se refiere a ellas como las señoras chinas. Se levantan temprano y acostumbran a pasar la mañana en un sofá de la sala que no tiene tantos muebles, pero ha ido llenándose de cosas: sábanas y trapos, una mesa verde de plástico, frascos de pintura y pinceles, juguetes, un cojín con forma de oso panda, cajas, dibujos. Sentadas en el sofá, tras la mesa de plástico, pintan. Agitan los pinceles en el aire y se ríen. A veces la niña escribe en un papel que muestra a su madre, a veces la madre la peina o se quedan una junto a la otra hablando. Pasan al cuarto del lado, a un comedor repleto de vasos, y se sientan en los extremos con sus computadoras. Se las ve contemplativas y ligeras, como si estuvieran en ese apartamento que parece un salón de clases y a la vez pasearan por un jardín real. Podrían tener la misma edad, comparten el pelo negro y el aplomo. Nunca nos miran.

Como la cuarentena no nos provee de gran diversión, nos gusta imaginar sus vidas. Sabemos que la niña se llama Mia, que la madre no la deja salir a jugar, que el padre está en China y que vinieron a Bogotá hace menos de un año porque ella se asoma al balcón a pegar papelitos y desde ahí habla a los gritos con otra niña del edificio. Hace unos días escuché: ¿Puedes bajar a jugar, Mia? No puedo porque nos vamos, estamos guardando las cosas. ¿Se van a China? Sí. De inmediato fui a contarle a mi madre, pero ya había escuchado. Estaba tan triste como yo. Nos acompañaron estos meses, me dijo. Yo no quería que se fueran, quería irme con ellas. Busqué información sobre vuelos humanitarios a Pekín. Después recordé que no me habría fijado en nuestras vecinas de no haber sido por mi madre y se me ocurrió que cuando mi madre no esté, porque en algún momento pasará, voy a perder eso, las cosas que ella ve, su mirada.

Puede que la náusea renegrida que siento al imaginar su ausencia sea otra forma de soledad, más pura, que está por venir.

Mi madre mira por la ventana de mi cuarto.

***

Las vecinas se fueron hoy. Poco después de que Mia anunciara el viaje, llevaron varias maletas a la sala, lo que la hizo ver más tumultuosa. Ayer fue una mujer a limpiar el apartamento y estuvo un rato alzando cosas del sofá: muñecos, un pijama de tigre, una falda de tul, y un rato más despejando la mesa del comedor de vasos. La madre iba de un lado a otro sin perder su compostura usual. Mi madre y yo nos preguntamos ¿será hoy? ¿Se irán? Pero nos pareció poco probable. La mujer regresó esta mañana y no solo limpió, sino que movió cajas hasta que el apartamento perdió su espíritu. Pasé una tarde intranquila. Anocheció y aún no me había bañado. Fui al baño y mi hermano estaba ahí, entonces volví a la ventana. Las lámparas estaban encendidas, la sala vacía, las maletas lustrosas. La puerta abierta, la luz del pasillo se apagaba y prendía como si alguien jugara. Corrí a decirle a mi madre. Fuimos a mi cuarto y nos asomamos, indecorosas. Las vimos abrigadas: Mia de saco y pantalón rojos, la madre con tapabocas y una gorra naranja, ambas con mochilas. La madre abrió y cerró las maletas, guardó y sacó, Mia fue al balcón a cantar. Las lámparas parecían incendios. Mia empujó la maleta chica, la madre las dos más grandes, salieron a la noche fría y todo se apagó.

Las envidio. Quizás no querían irse, quizás tuvieran miedo, pero imagino que van al encuentro de algo grande, similar a lo que yo buscaba al volver acá y que resultó ser esta rendija gris por la que miro mientras espero. Mañana empieza otra fase del confinamiento, más estricta, mi madre regresó a su cuarto y ahora, con el golpe de oscuridad, puedo ver bien mi reflejo en la ventana.

 


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