Maxi
Fotografías: Archivo Silvia Irigaray

Silvia Irigaray es una mujer poderosa. A pesar de las adversidades nunca ha perdido la fe en su Dios. En las horas más oscuras de su vida, se resistió a la depresión, a la tristeza, a la oscuridad. Incluso cuando los días del “corralito” argentino (el estallido social de 2001, ocasionado por las medidas restrictivas sobre el retiro del dinero de los trabajadores que destruyó cerca de 700 mil puestos de trabajo), se convirtieron en el escenario de su peor tragedia. Esta es la historia de una madre a la que le arrebataron un hijo, pero no las ganas de vivir.

Silvia conoció a su esposo, Omar Tasca, un viernes de 1973 tras coincidir con sus grupos de amigos en un boliche cercano al barrio Villa del Parque, al noroeste de Buenos Aires. Después de jugar un par de horas, fueron a comer pizza. Al siguiente día, Omar la invitó a salir y ella entró en su vida para siempre. Se casaron en 1974 y su primer hijo, Pablo, nació en 1975.

“Lo disfruté mucho. Ninguno de los dos fue buscado, llegaron y me regalaron la dicha de ser mamá. Es el título más precioso que una mujer pueda tener”, me cuenta Silvia, que lleva el pelo pintado de rojo caoba durante nuestra conversación.

La economía de la familia Tasca era estable, Omar trabajaba en la fábrica de materiales eléctricos de Dante, su padre y Silvia soñaba con ser una madre presente, Pablo tenía un año y venía otro bebé en camino.

Maxi
Silvia Irigaray en Buenos Aires, 2022.

“Tenía la dicha de tener mi segundo embarazo lindo”, dice. Maxi llegó tres semanas antes de lo esperado, el 4 de agosto de 1976, “no existían las ecografías, estoy hablando de la prehistoria, asomaba la cabecita y volvía para atrás”, recuerda Silvia, quien posee unas manos finas, de dedos delgados y lleva las uñas pintadas de rosa pastel.

Durante el parto el médico le había advertido a Omar sobre lo peligroso del nacimiento, pues el bebé tenía tres circulares del cordón en el cuello. Le dio a elegir entre la vida de la madre o la del niño. “Omar se puso firme y le contestó: ‘Los quiero a los dos’”. Por fortuna, el azar y Dios, dirá Silvia, hicieron que el obstetra girara la cabeza del niño hacia el lado correcto del destino.

Durante el parto el médico le había advertido a Omar sobre lo peligroso del nacimiento, pues el bebé tenía tres circulares del cordón en el cuello. Le dio a elegir entre la vida de la madre o la del niño.

Al nacer, Maximiliano pesó 4.50 kilos y su madre lo recuerda bello y cachetón. Desde el primer momento se dijo: “Yo no me voy a privar de esto” y se dedicó a la crianza. La niñez de Pablo y Maxi transcurrió en un hogar simple, alegre, en donde abundaban los “te quiero”. “La vida linda”, subraya Silvia, de 68 años.

A Maxi le gustaba que su “vieja” trasportara a sus compañeros de fútbol, en el Peugeot 504 rojo. “Tenían un partido y yo los llevaba, eran chiquitos, iban todos apretaditos”.

A los 4 años quería ser colectivero “porque veía que el chofer del colectivo siempre tenía plata”. Después le llamó la atención la antropología. Les dijo a sus padres que algún día conocería Egipto.

Silvia recuerda que su gusto por la historia era tal que, como regalo de su sexto cumpleaños, les pidió a los abuelos la edición de lujo de un libro de fotos sobre Egipto. “Un libro que por supuesto está acá. Fue el primero de muchos”, dice Silvia desde el estudio de su departamento en Buenos Aires, decorado por un par de cuadros de Tutankamón y un gato sphynx azul.

Maxi sintió el miedo a la muerte, a la ausencia, a la perdida, cuando el abuelo de uno de sus compañeros falleció. Entonces se hizo un nieto presente, desde aquel momento, todas las tardes almorzó, a las 12:30, junto a “la Tita”, su abuela materna.

Pablo y Maxi crecieron alejados de los juguetes bélicos. Silvia les prohibió a abuelos y tíos obsequiarles pistolas y soldaditos. “Siempre les tuve miedo, era ver a los policías en la calle, con el arma en la cintura y me corría un escalofrío”.

*

Una mañana de junio de 1988, Silvia estaba preparando el desayuno, oyó un golpe, les preguntó a los dos hermanos qué había ocurrido. “El tontito de tu hijo menor, se acaba de caer”, le contestó Pablo. Después desayunaron y partieron a la escuela. Una hora más tarde, recibió una llamada de la maestra de Maxi, pidiéndole que fuera a verla con urgencia. “Maxi llevaba una hora de clase y no podía escribir la fecha”. La caída tenía que ver con una hemiparesia. Lo llevó de urgencia a un hospital pediátrico. “No entendía nada, ni siquiera llamé al papá”. Regresó a su casa, buscó un pijama para Maxi y volvió al hospital.

Maxi llevaba una hora de clase y no podía escribir la fecha”. La caída tenía que ver con una hemiparesia. Lo llevó de urgencia a un hospital pediátrico.

El diagnosticó no era favorable. Cuatro, de cinco médicos, predijeron la fatalidad, el golpe sólo había evidenciado el tumor: “veinte días de vida”, sentenciaron. Al saber la noticia, los padres de los compañeros de Maxi recolectaron dinero, donaron sus ahorros y hubo quién ofreció parte de un préstamo que le había aprobado el banco. Querían que se llevaran Maxi a donde alguien fuera capaz de operarlo.

 

Una amiga de la familia le llevó un calzón del niño al sacerdote Mario Pantaleo, “tenía el don de ver un poquito más allá”, explica Silvia. El clérigo pasó un péndulo por encima de la prenda y predijo que el niño no moriría: “Aparecerá el médico que salvará su vida”, pronosticó.

Eran pasadas la doce de la noche, cuando el doctor Roberto Jaimovich entró a la habitación, Silvia dormitaba sobre Maxi, el cirujano revisó los análisis y les dijo a los padres que a primera hora les tendría una propuesta.

A las seis de la mañana dio su dictamen: “veo una posibilidad, puedo intentarlo, pero no sé si quedará ciego, paralítico, puedo llegar a tocar terminales nerviosas”. Omar y Silvia arriesgaron todo.

Jaimovich hizo seis perforaciones, sacó la tapa del cerebro, ubicó el tumor y lo extirpó haciendo el menor daño posible. La cirugía duró 7 horas. Después buscó a los padres y les anunció: “Hay que esperar un poco, pero creo que está perfecto”.

Durante los seis meses posteriores a la operación un kinesiólogo pediátrico visitó el departamento de los Tasca. De nuevo, Maxi aprendió a caminar sin caerse y, a medida que recuperaba la vitalidad del lado derecho del cuerpo, pudo volver a escribir.

Al darle el alta definitiva, Jaimovich le dijo a Maxi que era su oportunidad de pedirle un regalo a sus padres. Maxi les demandó un perro. La navidad de 1988 llegó en forma de cocker spaniel con defecto en una pata trasera, lo bautizaron Pompi Tasca, un perro al que, frecuentemente, le cubrían el pelaje dorado y blanco con la camisa azul y amarilla del Boca Juniors.

“Cuando Maxi volvía de la escuela, pasaba a buscar a Pompi y, en la esquina, le hacía un chiflido a mi mamá que, desde un sexto piso, lo escuchaba y preparaba la plancha de los churrascos o metía las papas fritas en el aceite”, recuerda Silvia, a la que sus lentes de diseño de nácar con figuras blancas y negras le enmarcan la mirada.

Los hermanos Tasca crecieron practicando deportes, natación, taekwondo, fútbol, eran fanáticos de Boca y de All Boys, y superaron todos los obstáculos académicos de forma satisfactoria.

Maxi
Maxi (izquierda) y su hermano Pablo, cuando se reunieron en Estados Unidos, donde trabajaba Pablo, en noviembre de 2001. Fue la última ocasión en la que estuvieron juntos.

“[Maxi] estaba apurado por vivir. A medida que iba creciendo, decía ‘No hay que perder mucho tiempo en dormir. Hay que hacer de todo, aprender, estudiar, convivir, ir a la cancha. Hay que hacer’”, recuerda Silvia.

En la adolescencia se obsesionó con el rock: Los Redonditos, Sex Pistols, Los Ramones, Virus y Charly. A sus 18 años, ante el divorcio de sus padres, se interesó por la música, se centró en la lectura y en sus amigos, que estaban por sobre todas las cosas. En la cancha del club del barrio les prestaba atención a los problemas de los otros muchachos, tal vez por eso, al sacar su Documento Nacional de Identidad, se declaró donante de órganos.

“Maxi era muy líder en cada lugar, podía atraer, tenía una risa fuerte, una carcajada importante, una alegría importante”, describe Silvia.

*

Tenía prisa por vivir. En 1997 entró a la Universidad del Salvador, en Buenos Aires, a estudiar Relaciones Internacionales.

“Le gustaban las morochas, más que las rubias. Él decía que no había que tener novia mientras estudiaba, porque había que cuidarla y perdía tiempo. Para no engancharse del todo, había que tener un poquito en cada lado”, aclara Silvia.

En marzo de 2001, en el onceavo piso del departamento donde residían en Floresta, al oeste de Buenos Aires. Maxi sugirió cenar pizza y beber cerveza fría en el balcón. Iluminados por una enorme luna, el muchacho levantó su copa y le dijo a su madre: “Cuando vos ya no estés y yo esté en cualquier parte del mundo, en cada luna llena te voy a pedir un deseo y no te hagás la distraída”. Silvia rio y le respondió: “para eso falta mucho”. Después brindaron.

El 11 septiembre de ese mismo año, recuerda Silvia, después de ver en las noticias a un avión estrellándose contra una de las torres del World Trade Center, Maxi le telefoneó para avisarle sobre el hecho. “Minutos después volvió a llamarme”. En octubre Maxi viajó a Delray Beach, Florida, para visitar a su hermano Pablo, quien desde hacía 2 años vivía en los Estados Unidos. Trabajó en un lavado de autos y, a inicios de diciembre, regresó a la Argentina para terminar materias de su carrera. El 28 de diciembre, antes de irse a celebrar con sus amigos, bromeó con Silvia. “Mami, no sé si vuelvo a dormir, hay una morocha que me vuelve loco y creo que se me va a dar”. “Maxi, por favor, cuidaté, usa ponchito”, le respondió ella. “Sí, mami, plata poca, pero preservativos no faltan”, un comentario que les provocó la risa a ambos. A las 19:15, se besaron y se despidieron con unos: “te quiero, ma”, “te quiero, hi”.

En esos días Silvia se había reservado con celo un regalo. Ella y su exesposo Omar, le compraron a Maxi un pasaje con destino a Egipto, la sorpresa se la entregarían el 31 de diciembre.

Maximiliano celebrando con su madre la licenciatura en Relaciones Internacionales que obtuvo en la Universidad del Salvador.

*

A finales de 2001, en Argentina, los usuarios de los bancos —en medio de una profunda emergencia económica llamada coloquialmente “el corralito”— no podían disponer de sus ahorros. La desconfianza crecía a la par que el hambre, la angustia y la escasez. La fuga de capitales era incontrolable, al igual que los saqueos y la represión. Después de conocer el asesinato de 39 personas, el entonces presidente Fernando de la Rúa abordó un helicóptero y abandonó la Casa Rosada. La Asamblea Legislativa asignó como presidente a Adolfo Rodríguez Saá. “Qué boludos, qué boludos, el estado de sitio, se lo meten en el culo”, rugía el descontento popular en las avenidas. Rodríguez Saá renunció al cargo en 7 días.

*

El 28 de diciembre de 2001, fue viernes. Hacía una noche calurosa. En el maxikiosco de la estación de servicio de Bahía Blanca y Gaona, Maxi jugaba billar pool y tomaba cerveza junto a sus amigos, Cristian Gómez, Adrián Matassa y Enrique Díaz. En el televisor del lugar se veían las imágenes de las manifestaciones frente a la Plaza de Mayo, donde los participantes protestaban contra “el corralito”.

Mientras tanto, junto a Maxi y sus compañeros, Juan de Dios Velaztiqui —quien a sus 61 años era suboficial de la policía federal— se comía un alfajor con un refresco de cola. Las imágenes continuaban: fuego, humo y estallidos, la policía disparando a los civiles, gases lacrimógenos, una turba pateando a un uniformado.

—Está bien, por los 33 que mataron el otro día —dicen que exclamó Maxi.

—¡Basta!, gritó Velaztiqui al escucharlo, y con su arma de dotación, una Browning GP-35.9, sin dudarlo un segundo les disparó en la nuca a Maxi, a Cristian en la axila y a Adrián en el abdomen. Enrique logró escapar.

¡Basta!, gritó Velaztiqui al escucharlo, y con su arma de dotación, una Browning GP-35.9, sin dudarlo un segundo les disparó en la nuca a Maxi, a Cristian en la axila y a Adrián en el abdomen. Enrique logró escapar.

Con la intención de que la escena del crimen pareciera un robo, Velaztiqui movió los cuerpos, plantó un cuchillo en una de las manos de Cristian Gómez, hizo una llamada. Llegaron un par de cómplices de refuerzo.

Esa misma noche Silvia había regresado de una cena y estaba acostada en su cama cuando tocaron el timbre y las malas noticias atravesaron el intercomunicador: “Maxi está muerto, Maxi está muerto. ¡Bajá, Silvia, bajá, Silvia!”.

“No lo podía creer, el que un ratito antes me hablaba de la morocha, de una noche de amor, estaba muerto”. El filo de la violencia rasgo el corazón de Silvia, de Omar, de Pablo, de la “Tita”, del barrio, de la ciudad. “Uno no está preparado para esto. La muerte de un hijo no tiene que pasar y menos de manera violenta”, reclama Silvia.

En esas horas oscuras, aclara la dolida madre, “lo único que me nació fue levantar la vista y escuchar las palabras de su alma: ‘Mami, acordaté, soy donante de órganos’”. Desesperada fue a su casa y llamó al INCUCAI —el instituto argentino que se ocupa de la donación de órganos— y les pidió ayuda para cumplir el deseo de su hijo.

Al día siguiente, desde Canadá la llamó el doctor Jaimovich y le preguntó: ‘Silvia, ¿es cierto que alguien le quitó la vida a Maxi por el lugar que yo se la salvé?’.

También la abuela “Tita” se preguntaba, “¿cómo una vieja como yo puede enterrar a un nieto?”. Omar sufría los síntomas de la amargura: ira y llanto. Pablo se quedó, en los Estados Unidos, con los recuerdos vívidos de su hermano.

*

El juicio inició el 25 de febrero de 2003, pero días antes las hienas habían empezado a merodear. “Tuve muchas amenazas de muerte, hasta que llegó el juicio. Vivo en un piso 11.Tenía llamadas a donde me insultaban y me decían: ‘Asomaté a la ventana’. Vi a alguien vestido de negro, con un arma larga”. Y aunque sintió temor, su coraje era superior. “Denuncié, fui a la comisaria y les dije que me estaban llamando”.

El domingo anterior al juicio, un patrullero se detuvo en la puerta de Sandra, la testigo principal que atendía el maxikiosco esa noche, y le dejó un amenazador recado con su hija: “decíle a tu mamá que la pasamos a saludar”.

Por otro lado, algunos desconocidos sicarios ofrecieron sus servicios para deshacerse de Velaztiqui. “Se comunicaron con Omar y conmigo, nos dijeron que podían matar a toda la familia, hijos, nietos para que sintiera el dolor de la pérdida. Es horrible, es el ojo por ojo”, dice Silvia, después de aclarar que desestimaron la propuesta.

Maxi y Silvia departiendo animadamente en julio de 2000.

*

“Una masacre que marcó a fuego al barrio”, así tituló el diario argentino Página 12. El juicio fue resonante. La casa de Silvia permanecía llena de reporteros a quienes les repetía: “Mi hijo no era un ladrón, mi hijo no merecía morir, mi hijo era un buen pibe”.

La sala dónde se llevó la audiencia era pequeña, allí estaban reunidas las familias de los jóvenes asesinados, papás, abuelos, primos, tíos, amigos del barrio, de la universidad, de la cancha, todo multiplicado por tres. En pleno centro de Buenos Aires se cortaban las calles, los jóvenes llegaban en micros, llevaban banderas con consignas que decían “Adrian, Cristian y Maxi, justicia”.

El juicio duró poco, todos los implicados testificaron. Sandra, la testigo principal, declaró sin miedo. Enrique, el amigo sobreviviente, dio su versión. Otro testigo, un comensal que se encontraba en el lugar, coincidió con los testimonios.

“Cuando Velaztiqui tuvo la posibilidad de dar sus últimas palabras, se sentó en el banquillo, iba de camisa blanca y lentes oscuros de piloto, y dijo con frialdad: ‘Bueno, después de todo, lo hice con mi herramienta de trabajo. Pido perdón a la institución policial’”.

“Ni Dios, ni la Patria, ni la puta que te parió te van a perdonar”, le gritó Silvia, quien recuerda, aún hoy, la insensibilidad del acusado. “Fue difícil ver a un hombre tan duro, tan sinsentido, frío. Un mal hombre, lo único que hacía era jugar con las manos, girar los dedos”.

El veredicto fue de cadena perpetua. “Había que darle perpetua, porque mi hijo perpetuamente va a estar muerto”, opina Silvia. Aunque tan sólo 12 años después, a Velaztiqui le dieron arresto domiciliario, por sufrir de diabetes.

Cuando Velaztiqui tuvo la posibilidad de dar sus últimas palabras, se sentó en el banquillo, iba de camisa blanca y lentes oscuros de piloto, y dijo con frialdad: “Bueno, después de todo, lo hice con mi herramienta de trabajo. Pido perdón a la institución policía”.

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“Doy gracias a Dios por calmar el dolor para renacer”, dice Silvia, quien después de soñar con Maxi decidió no deprimirse. “Tenía que planificar mi vida, empecé por ir al médico. La tiroides se me secó por el shock de la tristeza, tengo que estar medicada de por vida”.

Sin embargo, a pesar de la abultada tristeza, Silvia buscó estrategias para vivir durante años. Entre otras, la de ayudar a los demás, con la consigna de que hacerlo era ayudarse a sí misma. Dice que el asesino tiene nombre y apellido. Que su bronca no se debe volcar contra los demás policías. Al contrario, entendió que al suboficial le faltaba formación, por eso imparte conferencias a otros uniformados.

El juez Gabriel Vitale la escuchó exponer su conocimiento sobre donación de órganos y le propuso que trabajaran juntos. En 2017 crearon el primer protocolo de actuación para fuerzas policiales en procesos de ablación e implante de órganos y/o tejidos humanos en casos de muerte traumática.

“Busqué cómo celebrar la vida de Maxi. No quedándome en el dolor. En la muerte fui creciendo”, dice. Atrás de ella, en una pared, cuelga la fotografía de una pancarta en donde se lee: “Floresta por justicia… FUSILADOS”.

“Hasta en la muerte existe la posibilidad de dar vida”. Con las corneas de Maxi, una mujer mejoró su vista y con las piezas de su corazón se recompuso el de una anciana.

Actualmente Silvia acompaña a padres en juicios similares a su caso y a otras personas, en procesos de donación de órganos. Junto a un colectivo de mamás, cofundó la organización Madres del Dolor: “nos propusimos dejar un mejor país, para que nadie tenga que estar en nuestro lugar”.

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En octubre de 2002, 9 meses después del homicidio, Silvia llevó las cenizas de Maxi a Egipto. Experimentó la tristeza, “pero después había que vivir”. En 2017 publicó el libro Huellas-Después de la muerte de un hijo.

*

Hoy Silvia abraza al hijo presente, Pablo. A Maxi lo tiene en fotos, le tira besos, le prende velas. “A la mañana, le doy los buenos días y en la noche, le digo hasta mañana. No recibo su respuesta, pero lo que se extraña es aquello. Hay amores que nunca se van, nunca se van a ir, nunca salen del corazón, de adentro nuestro, lo tengo abrazado al alma”.

—¿Existe la posibilidad del perdón? —le pregunto.

—Eso es muy difícil, yo nunca lo perdoné, pero hay mamás que sí —dice—. Jamás me hubiera sentado a hablar con el asesino ¡Jamás! No soy tan buena, no me puedo comparar con la madre Teresa de Calcuta, lejos de ahí.

 


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