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Museo Nacional de Colombia. Sala Teresa Cuervo. Miércoles 3 de agosto de 2022 a las 12:15 del mediodía. Un piano de cola completa, recién afinado y acicalado era el único anfitrión oficial del recital de grado de Manuela, como violinista. El piano sabe que es un Steinway y por eso impone respeto. Así no suene. Podría incluso permanecer allí, centrado y callado media hora y el evento sería un éxito.

Pero el público estaba esperando a Manuela Wanumen Jiménez y el piano también. De las cuatro piezas programadas, dos eran para violín solo y las otras dos con acompañamiento. La sala Teresa Cuervo fue originalmente un espacio asignado para la cocina de la Penitenciaría de Cundinamarca donde habitualmente eran recluidos muchos reconocidos y desconocidos presos políticos en el convulsionado siglo XIX. Historias en voz baja cuentan que allí aprendió a tocar corneta por su cuenta y riesgo el fundador de las bandas de Paipa, Sotaquirá, Duitama, Sogamoso y Vélez, quien por discrepancias políticas había terminado en la cárcel después de una riña a puños y patadas con un soldado del ejército conservador, y después llamado por el general Herrera –comandante del ejército restaurador de Boyacá en la guerra de los Mil Días– para transmitir a cornetazos la órdenes principales en el campo de batalla.

El programa había caído también bajo el imperio de los códigos QR, tan saludable para el planeta, pero inoperable para los familiares y amigos de Manuela, especialmente los de mayor edad. Un caballero, debidamente presentado para la solemne ocasión, con su corbatín enlazado a mano, se autoproclamó con afán y decisión el encargado de explicarles el programa del recital: «dos de Bach, tres de Beethoven, una de un compositor local y cuatro de Prokofiev», ayudado por los dedos de su mano izquierda, todo lo cual le dio un aire de mesero de restaurante transmitiendo el pedido de la mesa número cuatro, con una advertencia que incomodó al grupo: «no se puede aplaudir entre movimientos. Solo al final de cada obra».

Un piano de cola completa, recién afinado y acicalado era el único anfitrión oficial del recital de grado de Manuela, como violinista. El piano sabe que es un Steinway y por eso impone respeto.

Por fortuna el caballero del corbatín no alcanzó a ofrecer una densa aproximación sobre cada compositor y sus obras, porque ya eran las 12:30 y el recital estaba listo para iniciar y además porque una de las señoras del grupo en un alarde perfecto de pragmatismo le pidió que se ubicara delante de ellos de manera que con solo observarlo, sabrían exactamente cuándo aplaudir.

De cualquier manera, en la antigua cocina habrían recibido la orden con estupor: el adagio y la fuga de la Sonata No, 1 en sol menor para violín solo de Bach, el Concierto para violín en re mayor de Beethoven (ambos de memoria), Un géminis arrebatado de Castañeda y toda la Sonata No. 2 en re mayor para violín y piano de Prokofiev. Cualquier chef sensato habría rechazado esa orden por improcedente, inútil o impracticable.

Pero se trataba de un recital de grado y en el ámbito académico lo improcedente, inútil e impracticable tiende a veces a ser el común denominador. Los estudiantes deben demostrar que están listos para exhibir en público aquello que jamás van a hacer en su vida profesional. Igual sucede en otras disciplinas. En algunas facultades de Derecho, un tribunal examina todavía la memoria de los aspirantes al título para verificar que puedan recitar cualquier artículo de algún código vigente, sabiendo que en adelante ese código estará sobre el escritorio y principalmente en el teléfono móvil.

Eso ya es hábito: maestros y universidades presentan a sus mejores discípulos como trofeos de estantería, sin detenerse en consideraciones acerca de la intensidad física y emocional que implica una tarea casi irrealizable, con el bien intencionado propósito de ofrecerles un reto mayúsculo, de manera que puedan quedar listos para lo que una agitada vida profesional llegue a proponer, sabiendo incluso que muchos no lo van a lograr, porque un recital donde una sola persona interpreta todas esas obras en el orden establecido puede llegar a entenderse como un disparate musical, una majadería técnica y un riesgo estético.

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La joven violinista Manuela Wanumen Jiménez./ archivo particular.

Es como diseñar una etapa del Tour de Francia con el Alpe d’Huez, el Col du Tourmalet y otros puertos de los denominados ‘fuera de categoría’ al mismo tiempo. O también ofrecer una cena con tres platos principales, para demostrar la habilidad del chef o la extravagancia de los anfitriones, sin tener en cuenta las posibilidades y limitaciones de la digestión. Llama la atención, además, que los conciertos combinen épocas, estilos, nacionalidades y géneros en un solo programa. Cualquier exposición sensata y equilibrada de artes plásticas se concentra en la obra de un solo artista y en el ámbito literario o académico por lo general se presenta un libro y el acto gira solo alrededor de su autor. No abundan los conciertos que ofrezcan, por ejemplo, una sonata o una partita para violín solo, un concierto para uno o dos violines y un concierto brandemburgués, todos de Bach, quizás porque se espera que el intérprete haga una exhibición pública de máxima versatilidad. Pero nadie pretende que un escritor presente en un solo libro algunos poemas, dos cuentos, un relato, una novela corta, y el borrador de un guion de cine o TV o que un artista plástico exponga al mismo tiempo óleos, acuarelas, caricaturas, grabados, y dibujos de variadas temáticas, incluidos un autorretrato y un retrato de su maestro. Quien se atreva a hacerlo será de inmediato descartado por exhibir a la brava un disparate artístico, una tontería técnica y un riesgo estético.

A lo cual hay que agregarle el día y la hora: miércoles, 12:30 p.m. en todo el centro del caos de Bogotá, lo cual significó que antes del Prokofiev, el público desprevenido, aquel que no abrió el enlace del código QR y que desconocía la hora y media de duración, podía estar ya desmayado de tensión, de hambre o de ambas.

Pero se trataba de un recital de grado y en el ámbito académico lo improcedente, inútil e impracticable tiende a veces a ser el común denominador. Los estudiantes deben demostrar que están listos para exhibir en público aquello que jamás van a hacer en su vida profesional.

Manuela se presentó en el escenario con sus escasos 21 años, su abreviada estatura que a la manera de un signo de admiración anuncia un deslumbrante porvenir, sus ojos brillantes y vivaces que piden más y más de todo y de todos, una amable sonrisa llena de tensión, su violín Karl Klotz de 1776 listo para la faena y un encantador vestido con una base en blanco hueso en tela armani, silueta ceñida al cuerpo, una sobre falda en chifón de seda con fondo negro y estampado con flores en tonos otoñales, a todo lo cual le añadió unos cómodos tenis blancos, sin permiso de la diseñadora. No se atrevió a presentarse descalza, como lo hizo en la sala Luis Ángel Arango, cuando a sus 18 años ganó la serie de los Jóvenes Intérpretes e interpretó con frescura y suficiencia la Partita No. 2 en re menor de Bach, la obra Despacillo por favor de Lucas Saboya, dos caprichos de Paganini y la Sonata No, 1 para violín y piano de Schumann, porque el piso del escenario de la sala Teresa Cuervo es bastante frío.

El público, variado e incoherente, como cualquier otro, la miraba como un monstruo de doscientos ojos listo para devorarla en la primera oportunidad. Ahí estaban sus maestros de ayer y de hoy, el jurado calificador, críticos especializados, la familia cercana, varios amigos, compañeros de la universidad y algunas decenas de desconocidos que ingresaron atraídos por la novedad o la gratuidad. Todo público es implacable: asiste con burbujeantes expectativas derramándose sobre su propio borde superior y con la exigencia implícita de la perfección. Si el 99% del recital o concierto fue magnífico, el comentario general insistirá en el 1% que por cualquier razón no alcanzó a serlo.

Después del saludo formal al aplauso cargado de una emoción tirante, acomodó su violín ⅞, conocido también como ‘lady violín’ en la postura exacta que la fragilidad de su cuerpo reconoció y aceptó como propia aun antes de ir por primera vez a perder el tiempo en el colegio. Los segundos previos al primer sonido son percibidos con diferente duración por los asistentes, en estrecha relación con su ritmo interior: para unos fueron cinco o seis, para otros 15 o 16, para Manuela, los necesarios para ver pasar de rojo a verde los cinco semáforos de su última válida académica, sentir que a partir de ahí ya no hay vuelta atrás y es en ese instante cuando la bandera a cuadros de la línea final se percibe lejana, distante, inalcanzable.

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Invitación al recital de grado de Manuela. Se llevó a cabo el 3 de agosto de 2022.

Con el primer golpe de arco, el recital y la vida son conducidos hacia el logro de una proeza del cerebro: interpretar a Bach y a Beethoven de memoria. La mente toma el control y los dedos obedecen. El cuerpo entero de inmediato apoya la tarea y se pone a la altura del reto mayúsculo. El corazón acelera y desacelera en una relación directamente proporcional a la duración de las notas (aunque a veces sucede al revés), los pulmones siguen un programa perfecto para que el aire no sobre ni falte, la digestión queda en estado de amable y silenciosa espera, porque sabe que esa noche se tomará venganza, y todos los sistemas y tejidos del cuerpo se ponen en ‘estado Bach’.

Y Bach empezó. No tan lento como lo había planeado y, por supuesto, con ideas vagas o inciertas sobre la interpretación que el propio Bach deseaba en el momento de componerla. Quizás un poco más lento hubiera sido ideal, pero una pizca más, fatal. El tempo se va definiendo con el paso de los compases, a medida que los artistas se sueltan. Puede ser que antes de empezar lo determinen en su mente, pero sólo después se encuentra el punto exacto. Además, Manuela no estaba lista. Nadie lo está. Tampoco Isaac Stern, Hilary Hahn o Itzhak Perlman. Por más que dominen la obra, la enseñen incluso o la hayan interpretado muchas veces, no lo están, porque los días, las salas y los públicos nunca se repiten, y especialmente porque saben que tarde o temprano la mente acabará por tomar el control.

El público, variado e incoherente, como cualquier otro, la miraba como un monstruo de doscientos ojos listo para devorarla en la primera oportunidad.

Entonces el artista queda obligado a domesticar el instante, acordarse de cada una de las notas, tocarlas todas sin desafinarse con uno de esos hermosos utensilios de cuerda frotada que no colaboran —porque su diapasón no tienen divisiones o trastes (como las guitarras), ni teclas (como el piano)— utilizar la plenitud de sus recursos y destrezas, hacerse uno solo o una sola con el instrumento para pasar de la ejecución a la interpretación, a su propia manera de sentir la obra, pero también a lidiar con lo que la mente empieza a susurrarle: «vas rápido (o despacio), párate bien, respira, relájate más (o menos), acuérdate lo que dijo tu maestro o maestra sobre el pasaje que viene a continuación, así no…» o peor aún: «la vas a embarrar, vas a fallar, faltó estudio, falta concentración, corrige la postura, te lo advertí, te lo dije…» y así sucesivamente hasta llegar al fatídico «se te va a olvidar» que se traduce de inmediato en una orden contra la cual es necesario luchar cuerpo a cuerpo y en tiempo real, porque el artista la hace completamente propia y se repite: «¡se me va a olvidar, se me va a olvidar…!» y a veces se le olvida, se detiene, se le doblan las rodillas, ofrece su cabeza a la guillotina de la compasión o la crítica y empieza a rodar por el camino pedregoso de su estruendoso descenso.

Pero Manuela no. El primer acorde en sol menor del adagio, con el cual inició su recital y la famosa sonata, sonó como una advertencia para el público y también para ella. Ese acorde ofrece una resonancia natural en el violín gracias a sus bajos que, para quien está familiarizado con la música de Bach, resuena como un edicto donde se advierte que el asunto a tratar es más serio y delicado de lo habitual; para el público no familiarizado, como un llamado de atención para que ponga más atención; para el jurado, como una oportunidad para arquear la ceja preferida y ver de qué material están hechos los artistas y para Manuela, como una honda resonancia que dejó su sistema nervioso en estado de conmoción interior. Hubiera también podido generarle un estado de meditación con el sugestivo mantra apaciguador que invita a oler las flores y soplar las velas, o incluso aquel estado originario y confuso de la materia que se supone anterior a la ordenación del universo o, lo que es lo mismo, un caos general, pero no fue así.

Digamos que se fue por la mitad y por eso, después de los primeros compases, empezó a soltarse con extrema cautela hasta llegar al allegro de la fuga, que lo abordó como quien intenta danzar con destreza y desparpajo por un campo minado, consciente de que un parpadeo de más podría ser fatal. La sonata empezó a planear a la manera de un avión que supera la nubosidad sin mayores dificultades y el piloto anuncia que hay buen tiempo y que de sentirse algo de turbulencia, sería completamente normal.

Puede ser por eso que en las mesas dispuestas frente a los jurados de variadas disciplinas suele haber un vaso con agua, implacable sismógrafo de turbulencias. Al final, la cantidad de gotas derramadas indican hacia dónde va el veredicto. Todo depende de qué tanto fueron mimados en su lejana infancia, porque mientras para unos el exceso de gotas conduce a una baja calificación, para otros será la evidencia de una indiscutible maestría.

Manuela se prepara para dar la interpretación de su vida, frente a un público variado e incoherente.

El último acorde de la fuga dejó al público tranquilo. Empezar y terminar en sol menor genera ese efecto (aunque hay algunas versiones de la misma obra en fa sostenido menor que producen lo mismo). Por fortuna, el final de esa fuga deja en el ambiente la sensación de que acaba de terminar el primer tiempo de un partido empatado y ahí no se aplaude. Sin embargo, hubo aplausos porque había finalizado la primera obra del programa. El grupo de adultos mayores previamente advertido dejó notar su incertidumbre, buscando al caballero del corbatín que no estaba donde dijo que iba a estar. Se había sentado en otra parte, más a la izquierda y hacia atrás, olvidando su compromiso, pero no fue grave porque Manuela correspondió el aplauso con una corta venia calculada, y se dirigió al camerino no tanto pensando en el Bach que acababa de aterrizar, sino en los pocos segundos que tenía para cambiar de terminal, subirse a otro avión, revisar con una rápida mirada general el complejo cuadro de instrumentos, accionar botones, arcos y mandos para atravesar el atlántico al mando de una nueva cabina para llevar en un vuelo de dos escalas a 120 pasajeros por una de las cúspides de la música universal, el Concierto para violín en re mayor de Beethoven.

Su copiloto, un impecable pianista que la dobla en años, salió detrás de ella con el propósito adicional de evitar que en un improbable momento de debilidad, se devolviera. Como en todo concierto para violín, el acompañamiento original es para orquesta sinfónica. Pero en los recitales de grado se interpretan versiones con acompañamiento de piano, lo cual incrementa el nivel de dificultad, dejando a los solistas semidesnudos y desamparados, con una incómoda percepción de vacío continuo, como si tuvieran que cenar en público un exquisito menú teniendo como único recurso un tenedor de plástico en la mano equivocada.

Es muy probable que Manuela conociera de antemano las dificultades que tuvo el estreno de este concierto en manos del violinista Franz Clement, concertino y director de la Ópera de Viena, en 1806. Clement había dirigido el estreno de la sinfonía No. 3 ‘Heroica’ de Beethoven, y le encargó al compositor —su amigo— un concierto para violín para estrenar en una gala benéfica el 23 de diciembre en el histórico Theater an der Wien, donde también se estrenaron sus sinfonías No. 4 y No. 5 y el cuarto concierto para piano. Beethoven aceptó sin entusiasmo porque al parecer el violín no era su instrumento preferido. De manera que rescató los apuntes de un concierto que había intentado a sus veinte años y solo así logró entregar la obra completa muy pocos días antes del estreno, razón por la cual el solista dispuso de muy poco tiempo de preparación y no le alcanzó su célebre exceso de confianza en sí mismo para evitar trastabillar varias veces, porque la dificultad técnica de esta obra supera a la de todos los demás conciertos para violín conocidos por entonces. Se cuenta además que Clement tuvo la pésima idea de intercalar entre el primer y segundo movimiento una sonata suya, tocada sobre una sola cuerda y con el violín al revés. El estreno del concierto fue, en consecuencia, un estruendoso fracaso.

Pero en los recitales de grado se interpretan versiones con acompañamiento de piano, lo cual incrementa el nivel de dificultad, dejando a los solistas semidesnudos y desamparados, con una incómoda percepción de vacío continuo, como si tuvieran que cenar en público un exquisito menú teniendo como único recurso un tenedor de plástico en la mano equivocada.

Manuela se aseguró varias veces de tener el violín al derecho y se ubicó en el sitio indicado delante del Steinway que fue dispuesto con la tapa a medio abrir, al mismo tiempo que separó sus tenis blancos hasta lograr el equilibrio perfecto, como si fuera a iniciar una extensa rutina en un torneo mundial de Tai Chi. El pianista estaba listo para acompañarla con sus manos sobre el piano y su confianza transmutada en sombra protectora, así tuviera que leer de principio a fin la partitura que reducía la participación de más de cien brazos y manos de la versión original para orquesta, a solamente dos.

Un observador desprevenido podría pensar que ahí había trampa, porque la solista estaba obligada a interpretar la preciosa y monstruosa obra de memoria, mientras el pianista, de mucha mayor experiencia, estaba autorizado para leerla. También podría observar que, a pesar de los sorprendentes descubrimientos y avances tecnológicos y científicos acumulados en la segunda década del siglo XXI —como el internet, el bosón de Higgs (o partícula de Dios), la reprogramación celular, el genoma humano descifrado, el hallazgo de agua en Marte, el desarrollo de la nanotecnología y la demostración de la conjetura de Poincaré (que solo Poincaré puede explicar sin enredarse)—, en un concierto para piano todavía se requiere ayuda humana para pasar las páginas, lo que termina por afectar la concentración del pianista, del piano y del público.

Hay una especie de morbo aún no descrito en documentos académicos, relacionados con la posibilidad de que el pasador de páginas se equivoque o se pierda y el pianista quede herido de muerte y a la deriva. Tampoco hay hasta la fecha registro de algún pasador que se equivoque de manera deliberada con la intención de hacer perder al solista, de la misma manera que no se ha registrado en la historia del fútbol un autogol hecho de aposta (aunque no podemos perder la esperanza de que por fin suceda). Lo que sí es visible es el estilo de cada pianista para indicar el momento exacto en el que el pasador o pasadora que está a su izquierda — hábiles lectores de partituras— después de ponerse de pie y mojar con su saliva la esquina superior de la página que va finalizando, debe pasarla sin atravesarse, sin que se le caiga el libro completo y además, sin hacer ruido. Es probable que esa indicación dependa de qué tanto dominan los pianistas la obra. Para el caso que nos ocupa, a pesar de una indudable maestría, la señal fue hecha siempre con un súbito golpe de cabeza realizado in extremis, un compás antes de llegar al final de la página, que más parecía un movimiento convulsivo producido por la contracción involuntaria de varios músculos, todo lo cual generó en el pobre pasador anónimo de páginas y también en algunos espectadores prevenidos, una tensión exagerada.

Hay una especie de morbo aún no descrito en documentos académicos, relacionados con la posibilidad de que el pasador de páginas se equivoque o se pierda y el pianista quede herido de muerte y a la deriva.

Por fortuna, Manuela estaba dándole la espalda a ese pequeño espectáculo distractor y por eso abordó el primer movimiento con más seguridad y sin la prepotencia con la que fue estrenado por Franz Clement, 216 años atrás, pero dejándose conducir todavía por un minúsulo director de orquesta escondido en algún rincón del cerebro que le daba las entradas con una batuta amenazante: la mente otra vez al mando, interfiriendo con solvencia y un nivel mayor de dificultad, porque además del ejercicio sobrehumano de recordar y tocar afinada cada nota del concierto, la violinista debía intentar una comunicación a ciegas pero fluida con su acompañante, mientras el pasador de páginas ejecutaba el difícil arte de estar y no estar en ese sitio al mismo tiempo.

El primer movimiento, allegro ma non troppo, planteó de entrada el reto para la intérprete y el público de no contar con los colores y las texturas de los instrumentos de la orquesta, y en su lugar sólo con un piano incapaz de llenar todos los vacíos, así en su tapa y su costado se lea Steinway % Sons como sinónimo universal de calidad. El pianista puede hacer todo lo humana y artísticamente posible para disimular la sensación de orfandad que esa versión provoca, pero jamás lo va a lograr. Y el autor de la versión (probablemente el mismo Beethoven), con buen criterio se abstuvo de replicar cada detalle con tan solo diez dedos, para evitar un escándalo de notas atiborradas en el papel y en ese tempo, pero produjo unos enormes silencios en el interior de los acordes y entre las frases más relevantes del concierto. El resultado es una obra en blanco y negro, atractiva y por momentos desafiante, pero distante. Así, donde habitualmente el violín sale a pasear felizmente acompañado por varias decenas de instrumentos, solo encuentra como comitiva a un piano vestido de negro y con gafas oscuras que lo sigue prudentemente de cerca, dejándolo expuesto como si fuera un importante ex funcionario público que sale a la calle desconfiando de todas las miradas.

Manuela, un violín y un piano forman el espectáculo completo.

Igual que Manuela, quien al promediar el magnífico primer movimiento sospechaba ya de su propio juez interior que la seguía con una mirada diagonal, y fue entonces cuando empezó a sentir un decaimiento inédito en los dedos meñiques. Hasta que llegó a la curva inmediatamente anterior a la recta principal del movimiento, cuando Beethoven presenta un magnífico acorde ambiguo que anuncia como un calificado mayordomo la primera cadencia, esos compases destinados al lucimiento exclusivo del solista que atrapan por igual la atención del público, de la callada orquesta o en este caso, de más de cien asistentes, el piano, el pianista, su obediente pasador de páginas y hasta del espíritu de Teresa Cuervo Borda, aquella pequeña gestora cultural y primera mujer dibujante de desnudos en el país, quien tuvo la responsabilidad de organizar el Museo Nacional en el panóptico nacional (antigua penitenciaría central de Cundinamarca) y dirigirlo durante 28 años, hasta su fallecimiento, razón por la cual la sala de conciertos lleva su nombre.

La cadencia empezó a salir nota por nota de la partitura que Manuela tenía bien grabada en el cerebelo, y como una bandada de estorninos inició una danza conducida por su propio impulso natural. Más de un espectador volteó la cabeza arriba y hacia los lados tratando de adivinar de dónde venía o hacia dónde se dirigía ese sagrado sonido vaporoso que además ofrecía destellos azules y dorados en cada silencio de semicorchea y a partir de ahí no fueron los dedos, los brazos, el cuerpo o la mente, como tampoco fue la estudiante o la violinista, quienes tomaron el control del movimiento y de la vida, sino Manuela entera, integrada, plena. No la que piensa o la que entiende, sino la que siente. Ni la que duda o desconfía, sino la que ama, llora y canta, en toda su presencia espiritual, única y eterna, que en este mundo, este tiempo y este espacio se llama Manuela y que a partir de esos compases le propuso al público un nuevo recital lleno de colores desde la profundidad del alma, porque la mente y el cuerpo ya no eran suficientes para sentir el majestuoso y único concierto para violín que Beethoven hizo en una vida cuyo final no necesitó de los oídos para componer.

En ese estado de ensimismamiento general, los tres acordes que marcan el emotivo final del primer movimiento activaron un aplauso automático por parte de una buena cantidad del público presente, incluidos los adultos mayores que no intentaron siquiera buscar al caballero del corbatín para seguir su refinadas e inútiles recomendaciones, ni se dieron cuenta de cuando saltó aterrado de su asiento y se ubicó en la fila inmediatamente anterior, no sin antes ofrecerles una rápida mirada de censura por haber caído en tan grosera y ostensible falta. «En los conciertos sólo se aplaude al final del tercer movimiento» les había recalcado con énfasis en ‘al final’, atendiendo un protocolo establecido en el siglo XIX que, según historiadores de la música, ni Bach, ni Mozart, ni Beethoven conocieron, porque ellos componían para generar emociones naturales, no reprimidas. Por eso el primer movimiento termina como termina y el aplauso surge libre y espontáneo. Al parecer, a partir de la creciente masificación de la música secular, en algunos teatros empezaron a contratar aplaudidores para aclamar a determinados artistas, lo cual fue agriamente rechazado por Mendelssohn, Schumann, Mahler y otros reconocidos íconos de la bien o mal llamada música clásica, hasta establecer una especie de guía para comportarse debidamente en las salas de conciertos con base en un confuso precepto inicial: si el director está pendiente de la orquesta, no se aplaude. Si está relajado, entonces sí.

Más de un espectador volteó la cabeza arriba y hacia los lados tratando de adivinar de dónde venía o hacia dónde se dirigía ese sagrado sonido vaporoso que además ofrecía destellos azules y dorados en cada silencio de semicorchea y a partir de ahí no fueron los dedos, los brazos, el cuerpo o la mente, como tampoco fue la estudiante o la violinista, quienes tomaron el control del movimiento y de la vida, sino Manuela entera, integrada, plena.

Nada debería anteponerse al mensaje de la música, que es básicamente emocional y dispara directo al interior sin intermediarios. El protocolo debería indicar, más bien, algo así como «si le gusta, aplauda», a la manera natural del jazz y la música popular, lo cual sería muy bien recibido por compositores, intérpretes y directores, porque en los deliciosos segundos que dure el merecido aplauso se podrían relajar y ‘resetear’ para continuar con mayor conexión el recital o concierto. La ausencia de aplauso genera precisamente el efecto contrario: un silencio aterrador, saturado de miradas de advertencia y censura, por parte de aquellos asistentes que se ponen mentalmente un brazalete de agentes de la gestapo para detectar neófitos en las artes del protocolo del clasicismo musical y el clasismo social.

Manuela, confundida pero complacida, recibió el aplauso prohibido con una sincera sonrisa. Y de inmediato, su mente encontró la grieta para invadir sus ojos, sus dedos y el violín, porque no estaba dispuesta a dejarse quitar protagonismo por una almibarada danza de estorninos con luces intermitentes y se le plantó de frente. La violinista evitó mirarla cara a cara y se propuso afinar de nuevo el instrumento, con la colaboración del pianista, e inició el segundo movimiento con los ojos cerrados. Parecía estar orando para que Beethoven se hiciera presente y le ayudara a vencer la resistencia que toda su hiper preparación académica y su preeminencia mental iban a poner en el resto del concierto. Y Beethoven, el genio, fue saliendo por la boca de la lámpara que los compases del segundo movimiento empezaron a frotar, se acercó a Manuela con la calidez de un sol mayor, la besó en la frente y se retiró confiado, pero antes de esfumarse alcanzó a verle los tenis blancos y le regaló una sonrisa disimulada que la llenó de valor.

La violinista empezó a crecer en seguridad, expresividad y estatura hasta neutralizar no solo su mente, sino las de todos los asistentes, para quienes el problema conyugal, familiar o económico, el frío, la inseguridad, la polarización política mundial y el calentamiento global, el vestido de la señora de al lado, la calva del señor de adelante, los celulares encendidos en pleno uso de su impertinencia para chatear y otros asuntos de habitual recurrencia en la mitad de los conciertos, quedaron callados y encerrados y en un bolsillo sellado con la etiqueta de ‘no molestar’.

La ausencia de aplauso genera precisamente el efecto contrario: un silencio aterrador, saturado de miradas de advertencia y censura, por parte de aquellos asistentes que se ponen mentalmente un brazalete de agentes de la gestapo para detectar neófitos en las artes del protocolo del clasicismo musical y el clasismo social.

El concierto para violín ‘y piano’ terminó con una impecable interpretación de ambos músicos, una fluida conversación entre dos instrumentos dispuestos allí para demostrar una vez más que Beethoven nunca ha muerto, que su música no tiene edad ni tiempo, que su Concierto en re mayor es patrimonio musical y espiritual de un sistema solar que también estaba escuchando, de manera que Manuela y el pianista hubieran podido abandonar antes de tiempo el escenario y los instrumentos continuar sin ellos, para llevar el concierto a feliz término.

En el intermedio, una compañera de la universidad, de aspecto enmarañado y lenguaje poético (o al contrario), compartía en grupo su versión particular sobre lo que había sucedido en el segundo movimiento del Beethoven, cuando según ella “una luz fue encendiéndose lentamente en el corazón de la violinista al mismo tiempo que una Manuela diminuta emergió de su cabeza, se sentó a su lado en un banquito y con agujas de crochet inició un tejido que se extendió hasta acariciar lentamente el diapasón, justo antes de la cadencia que el compositor dejó como puente flotante para pasar meciéndose del segundo al tercer movimiento, sin provocar aplausos.”

Era cierto. En algún momento su mente pareció recibir la orden de sentarse en el banquito y hacer algo útil por ella, en lugar de seguir estorbando. Y la mente obedeció. No en vano es también un instrumento, una herramienta útil y versátil al servicio de quien cierra los ojos para conectarse con lo más alto y lo más profundo, y no al revés.

El caballero del corbatín, al oír de lejos a la compañera de Manuela, se sintió con el derecho de acercarse a ella e interrumpirla para decir que ese lenguaje poético era solo una astuta y mal intencionada tergiversación de la realidad, una verdad forzada con palabras e imágenes excesivas, una suerte de sugestión indirecta que incorpora ideas prestadas como si fueran propias con el único propósito de confundir, y en consecuencia le recomendaba no andar diciendo pendejadas en voz alta y menos en un momento de gran solemnidad como ese, pero tardó en darse cuenta que terminó hablando solo, que el público estaba sentado de nuevo y que el recital estaba a punto de reiniciar.

Manuela, confundida pero complacida, recibió el aplauso prohibido con una sincera sonrisa. Y de inmediato, su mente encontró la grieta para invadir sus ojos, sus dedos y el violín, porque no estaba dispuesta a dejarse quitar protagonismo por una almibarada danza de estorninos con luces intermitentes y se le plantó de frente.

Mientras tanto Sebastián, hermano mayor y único de la violinista, refinado musicólogo de apreciaciones asombrosas que vinculan fenómenos sonoros cotidianos con el destino de los pueblos que los producen, salió al escenario para acomodar tres atriles contiguos, de manera que la partitura completa de la siguiente obra pudiera extenderse y ser leída sin pasar las páginas por ella, o por un improbable pasador que estaría expuesto a certeros golpes de arco en la mandíbula. Se demoró más de lo previsto, después de intentar tres ángulos diferentes que dejaran a Manuela un poco más, o menos, frente al público, aunque los atriles fueron más bien una excusa para pararse ahí y decirle a ella con cariño «aquí estoy, como siempre, sosteniéndote». Cuando ingresó al camerino para prevenirla sobre la reanudación del recital, la encontró llorando y al pianista a su lado tratando de consolarla sin saber si acaso era su culpa por algún pasaje de la obra mal enfocado. Sebastián le indicó en silencio, con la ayuda de sus gestos y sus manos, que el llanto era la manera como ella se relajaba en los intermedios de los conciertos ofrecidos desde muy pequeña. Y lo era, porque al instante se puso de pie, alzó el violín y el arco con la misma mano y salió con un vigoroso impulso de amazona a encarar la segunda parte del recital. De haberse interpuesto alguien en su camino, es muy probable que lo hubiera tumbado sin verlo ni sentirlo.

Según el programa (ya no de mano, sino de teléfono móvil, qué le vamos a hacer…) el recital continuó con Un Géminis Arrebatado, del compositor contemporáneo colombiano Javier Castañeda, “una obra para violín solo que explora una variedad de efectos sonoros entre tradicionales y experimentales. Por ejemplo, se pueden escuchar diferentes tipos de presión del arco, varios tipos de pizzicati tanto con la mano derecha e izquierda, efectos como muffling y scratch, todos enmarcados en un contexto muy enérgico que implica que el cambio entre uno y otro sea muy veloz.” Las dos o tres personas que alcanzaron a leer el comentario, sin tener la menor idea de lo que significa muffling y scratch, pudieron haberse preparado para escuchar una de tantas obras de carácter experimental que dejan la sensación de que el compositor tiene complejos problemas de autoestima y en consecuencia necesita llamar la atención a la brava. Por lo general, los comentarios sobre este tipo de obras, que se comparten al final del concierto, se apoyan en el adjetivo «interesante», lo cual significa que nadie tiene la menor intención de buscarla para oírla de nuevo por el resto de sus días, incluyendo en ese nadie a los maestros y los jurados por culpa de los cuales esas obras se componen y, contra todo pronóstico, se interpretan, aunque por fortuna no más de una vez en público.

Cuando ingresó al camerino para prevenirla sobre la reanudación del recital, la encontró llorando y al pianista a su lado tratando de consolarla sin saber si acaso era su culpa por algún pasaje de la obra mal enfocado.

Sin embargo, Un Géminis Arrebatado no pertenece a ese peculiar género de obras que convocan un olvido prematuro. Porque, por una parte, permite el lucimiento técnico de quien la interpreta, produce unos siniestros sonidos poco frecuentes al rasgar las cuerdas con el arco en el mejor estilo de un latonero de busetas (eso es scratch) o al golpearlas con la mano izquierda (eso es muffling) con distintas velocidades y mucha energía. Pero la obra es en realidad ¡un bambucazo! y aunque no permite percibir con claridad si se basa en una armadura de compás binario con subdivisión ternaria (6/8) o más bien de compás ternario con subdivisión binaria (¾) —lo cual en realidad no tiene la menor relevancia— deja sentir toda la fuerza y la magia de las montañas andinas colombianas donde el bambuco encuentra y expresa todo su origen, su significado y su sentido.

Aunque es también muy probable que Manuela haya contribuido bastante para lograr ese efecto autóctono en una obra de carácter experimental, porque en su estilo, su sangre y su educación sobreviven rasgos de la mejor tradición boyacense, aquella que figuras del principios del siglo XX como Luis Martín Mancipe Briceño (su bisabuelo), Teófilo Becerra Medina, Jorge Camargo Spolidore y Francisco Cristancho, entre otros, llevaron a cumbres musicales cien años después todavía no igualadas, y por eso su violín tiende a expresarse con gentileza y generosidad.

La sonata para violín y piano de Prokofiev —última obra del programa— se desarrolla en cuatro movimientos y se caracteriza por su marcado lenguaje ecléctico: parece rusa, francesa, española, por momentos norteamericana, y además de mediados o finales de los siglos XIX o XX, o también de principios del siglo XX o del siglo XXI, o del XXII y aunque fue escrita originalmente para flauta, su recibimiento poco entusiasta llevó al propio compositor a adaptarla para violín. En eso radica precisamente su fortaleza. No es de nadie, de ningún sitio, de ninguna época en particular, sino de todas y es posible que de interpretarse con clarinete o violonchelo, acompañados de clavicordio o vibráfono, suene igual de bien.

La sonata para violín y piano de Prokofiev —última obra del programa— se desarrolla en cuatro movimientos y se caracteriza por su marcado lenguaje ecléctico.

Era la mejor obra posible para terminar un recital imposible. En la Sonata para violín y piano No. 1 de Schumann que formó parte de aquél que Manuela hizo como ganadora de la serie Jóvenes Intérpretes del Banco de la República, hubo por parte de ella una especie de declaración pública de militancia afectiva y técnica a la música de cámara. Por eso a Prokofiev no lo tocó, ni lo ejecutó: lo revivió. Y para ello le prestó la butaca que había usado para poner la mente en su sitio, de manera que el compositor subió al escenario en el silencio obligatorio entre el final del primer movimiento y el inicio del segundo y guardó el debido respeto por una enérgica interpretación rebosante en elegancia y seguridad. La magia era envolvente, total, Manuela ya no lucía el vestido blanco hueso en tela armani, silueta ceñida al cuerpo y una sobre falda en chifón de seda con fondo negro y estampado con flores de colores otoñales, aderezado con tenis blancos, sino atuendo y actitud de Euterpe —musa de la música— que le daba la autoridad para hacer en ese momento lo que le viniera en gana. Terminó el Prokofiev, sí, ¡y de qué manera!, pero igualmente hubiera podido pasar sin previo aviso el Laberinto de Locatelli, el Perpetuum Mobile de Novacek, los Caprichos de Wienawski, repetir con piano o sin él, el Concierto para violín Beethoven o el de Khachaturian —que interpretó un año antes como ganadora del Concurso Jóvenes Solistas de la Orquesta Filarmónica de Cali— y nadie se hubiera molestado.

El aplauso final iba a durar para siempre, de no ser porque una procesión de maestros y maestras empezaron a subir al escenario con sendos ramos de flores que tenían el propósito principal de mostrar en público que la artista era hechura de cada uno de ellos y de nadie más, hasta que apareció Antonio Medellín con sus finas maneras de gentil enamorado y su bella mirada de joven y brillante compositor, para reconfigurar en Manuela los latidos del corazón.

Por eso a Prokofiev no lo tocó, ni lo ejecutó: lo revivió.

Una procesión de asfixiantes abrazos recibió a la futura graduanda mientras el jurado se dispuso en un rincón a realizar una reunión que se prolongó más de lo debido, porque el caballero del corbatín —al parecer uno de ellos— no coincidía con los otros en el cinco aclamado que propusieron como nota final del recital, porque según su criterio era indispensable que la violinista, al no presentar oportunamente y por escrito un estudio comparado entre la tensión del arco, la tensión del brazo y su relación con la tensión social en cada una de las épocas de los cuatro compositores, debía hacer de inmediato una improvisación en el escenario de al menos 15 minutos sobre el tema. Los tres miembros del jurado tuvieron que aportar pruebas en las pantallas de sus teléfonos móviles donde quedaba claro que ese requisito académico no existía, no había existido y no debía existir jamás y lograron no escucharlo cuando empezó a responsabilizarlos por haber flexibilizado hasta el ridículo las normas académicas y dejar que los estudiantes se salgan con la suya y se presenten con tenis en un recital de grado, perorata en la que el caballero terminó manoteando contra las nuevas generaciones responsables de tanto hurto, homicidio, secuestro, aborto, abuso de niños y narcotráfico, amenazando varias veces en voz alta con la famosa sentencia: «el que la hace la paga».

Cuando reaccionó, alcanzó a fijarse que entre quienes habían rodeado a la violinista para coronarla de elogios estaban algunos de los más relevantes músicos, decanos y funcionarios públicos del país, y hasta sus compañeros de jurado, pero no alcanzó a llegar allí donde creía que aún estaba ella para abrazarla y ensalzarla como nadie y confirmarle sin permiso y a gritos el cinco aclamado para que esa fastidiosa manía pedagógica de medirlo todo con números quedara según él, en firme, porque Manuela ya se había retirado y estaba a salvo en la calidez de su vigorosa familia musical.

Diez minutos después el Steinway estaba otra vez solo, con la tapa a medio abrir. La algarabía desatada por un recital colmado de intensas sensaciones, se fue detrás de su protagonista a celebrar el final de una eximia carrera universitaria y minutos después el piano volvió a interpretar por su propia cuenta cada nota, para que el eco del violín convocara en la misma sala a los espíritus de todos los presos del antiguo panóptico y de los artistas atrapados en las frías paredes del Museo Nacional.

El caballero del corbatín, sentado en la oscuridad de la última fila, cerró los ojos para escuchar de nuevo lo que había reconocido desde el primer momento como una interpretación excepcional, mientras recordaba el agrio instante de su propio recital de grado como violinista, cuando su cerebro le repetía a gritos «¡¡se te va a olvidar, se te va a olvidar…!! y en efecto, se le olvidó todo, todo, incluido su nombre y el nombre del extraño artefacto que tenía en las manos, abandonando para siempre la Sonata No, 1 en sol menor para violín solo de Bach y con ella, una de las más promisorias carreras como solista de su lejana época.

Y se quedó pensando en lo que la compañera de Manuela dijo en el intermedio sobre el sutil pero poderoso arte de convocar el alma para dominar la mente, cuando se dio cuenta de que los espíritus animados por Beethoven estaban a punto de aplaudir el final del primer movimiento de su concierto para violín. De inmediato, con el rostro congestionado de lágrimas, se puso de pie tratando de controlar su agitada respiración y con una nueva voz que le salió del corazón les dijo a gritos:

—¡Aplaudan cuando les dé la gana!

 


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