asesino de niños

Fui director de un equipo especial de investigación criminal de la Fiscalía General de Colombia, que realizó la búsqueda que llevó a la captura de Luis Alfredo Garavito Cubilllos, el mayor asesino de niños en la historia. Lo rastreé, procesé y, como resultado, fue posible conseguir su sentencia condenatoria.

Decidí contar mi historia porque pude constatar múltiples errores que al respecto se han divulgado en varias versiones, incluida una del documental Rastro de un asesino de Discovery Channel. La verdad es que más allá de los supuestos recursos tecnológicos que nos han atribuido, éramos un equipo muy consolidado que trabajaba con herramientas muy rudimentarias. Pero el desenlace final está a la vista: Garavito condenado a más de 52 años de prisión.

El valor agregado que obtuve como fruto de esta investigación, fue que tuve la posibilidad de diseñar un método particular para capturar este tipo de asesinos seriales. Probé la eficacia de esta herramienta en otros casos, específicamente en Pereira, Colombia, en el año 2001, donde detuve a Elber James Melchor Bañol, asesino de varias menores, estudiantes y, años después, en 2012, en Tegucigalpa, Honduras, con la captura del asesino serial conocido más tarde como “el loco Hugo”. La solución de esos casos me confirmaron la solvencia del método.

La historia que voy a contar es dura, impactante y real. Sucedió en Colombia en la década de los 90. Una época marcada por la violencia del narcotráfico con sus sellos más aterradores: la detonación de bombas en lugares públicos de las principales ciudades del país, el homicidio de personajes de enorme relevancia, el secuestro de civiles, policías y militares por parte de la guerrilla de las Farc, y la enorme cifra de menores desaparecidos y hallados muertos en condiciones lamentables y monstruosas. Este registro veraz de lo que implicó formar parte de un proceso doloroso, complejo y en ocasiones incierto, cobra vigencia hoy más que nunca.

Durante mi paso por el Cuerpo de Investigación de la Fiscalía (CTI), que inició en 1994, realicé muchas pesquisas, incluso en la actualidad me dedico a ser consultor internacional en temas de investigación criminal y he asesorado varios de esos procesos en diferentes países de América Latina. He visto el horror, la crueldad de la que es capaz el ser humano, pero nunca un caso de la magnitud, violencia y sangre fría, como el de Luis Alfredo Garavito.

En 1998 yo era un joven y energético investigador en Pereira, capital del departamento de Risaralda. Pereira es una ciudad intermedia de Colombia que, con su popular lema “la querendona, trasnochadora y morena”, cuenta con un gran movimiento comercial y mercantil y una vida nocturna agitada. Entonces era también una urbe con una dinámica criminal muy activa. Producía muchos casos de narcotráfico, fenómeno compartido con la ciudad de Medellín, además de secuestros, extorsiones, y trata de personas cuyo destino final era el de países como España, Holanda y Japón. También producía una alta cifra de homicidios por sicariato, crímenes por intolerancia y pasionales. Realizar investigación en esa época era desafiante y temerario. Yo, al igual que cada uno de mis compañeros, llevaba una carga laboral enorme. Adicional a esto tenía la obligación de cumplir turnos en los que debía atender las situaciones de homicidio que se presentaran durante 24 horas. Teníamos que desplazarnos a las escenas, analizarlas, hacer allanamientos y capturas si fuese necesario. Generalmente eran jornadas de trabajo hasta de 36 horas sin dormir y con poca comida. Regresábamos exhaustos a casa.

El valor agregado que obtuve como fruto de esta investigación, fue que tuve la posibilidad de diseñar un método particular para capturar este tipo de asesinos seriales.

El sábado 7 de septiembre de 1998, estaba de turno. Lo recuerdo claramente porque era uno de esos días en el que la mayoría de pereiranos sale a la plaza de mercado a realizar las compras de frutas y verduras. En la mañana un campesino reportó que cuando llevaba su ganado a pastar en una zona cercana al aeropuerto Matecaña, detrás de una estación de venta de combustible, y a unos pasos de una cancha de baloncesto, encontró unos restos óseos que desconocía si eran de humanos o animales. Los que estábamos de turno fuimos convocados para asistir a la escena. El lugar estaba a cinco minutos de nuestras oficinas, cerca de una avenida por la que yo había pasado cientos de veces. El grupo estaba conformado por un médico forense, dos investigadores y un técnico. El médico conceptuó que los restos eran de un niño. El solo hallazgo de un cuerpo es deplorable, pero el de un menor lo es más. Realizamos una búsqueda superficial en el terreno y no hallamos nada relevante para la investigación, sin embargo, y una vez nos retiramos, la escena me generó muchas dudas y preguntas, quedé con una sensación de inquietud, de algo que ameritaba mucho más trabajo a profundidad.

Días después, exactamente el 13 de septiembre, regresé con mi equipo al sitio con la intención de realizar una búsqueda más exhaustiva. Encontramos 13 restos óseos más. El médico forense dictaminó que correspondían a menores de sexo masculino: el equivalente a un aula escolar completa de niños asesinados. Una impensable fatalidad que nos dejó anonadados. La escena era compleja, por lo que fuimos muy cuidadosos explorando el terreno con técnicas de rastrillo, de espiral, tomando fotografías y demás.

Sin embargo, la exploración fue muy intrincada porque el lugar estaba atestado de basura, un hecho que nos ponía en el dilema de diferenciar qué era evidencia y qué no. Finalmente recogimos botellas de licor, ropa, algunas fibras.

Más tarde me dediqué a conversar con los moradores de las casas que había alrededor, preguntándoles si habían visto menores solos deambulando por la zona, o a alguna persona adulta y sospechosa en compañía de niños. No conseguí ni una sola información pertinente. Era extraño, porque se trataba de un espacio de bastante movimiento: estaban la gasolinera, los deportistas que acudían a la cancha de baloncesto, a pocas cuadras se encontraba la sede del batallón San Mateo del ejército y era la ruta de acceso al aeropuerto Matecaña.

¿Cuáles son entonces los interrogantes que surgen cuando se encuentran 13 restos óseos? Básicamente los tres en los que la mente del victimario estaría ocupada: el antes, el durante y el después. El primero le implicaría pensar sobre el riesgo de entrar a dicho lugar en compañía de un niño: posibles testigos, etc; el segundo, ya en el sitio, sería el de la cantidad de tiempo que tendría para cometer el crimen sin ser descubierto; por útlimo, cómo salir de allí con posibles prendas manchadas de sangre sin parecer sospechoso.

El análisis del médico forense concluyó que las lesiones se habían producido con arma blanca. De acuerdo con las estadísticas, las muertes causadas por este tipo de arma indican, en general, un móvil pasional o sexual.

Continué con algunos recorridos por la zona, e intenté razonar como el asesino, sin olvidar que alguien así utiliza una paralógica, lo que implica pensar de acuerdo con sus propios códigos. No importa si para el investigador, en principio, no tienen sentido. Quería imaginar cómo consiguió el agresor que los niños fueran al lugar, cómo los transportó, a qué hora pudo llevarlos, si fueron varios al mismo tiempo, si lo hizo en diferentes momentos. También era importante ver las posibilidades de transporte que tuvo. Conseguí mapas y empecé a manipularlos, a hacer anotaciones sobre vías principales y secundarias, y rutas de vehículos particulares, taxis y transporte público.

asesino de niños
Los peritos del caso Garavito realizaban una inspección detallada de los diferentes escenarios de los crímenes para hallar evidencias que tuvieran elementos comunes que les permitieran descifrar el jeroglífico ante el que se encontraban. Foto/Pexels.

Empecé a averiguar con sus familiares acerca de casos de niños desaparecidos. De esa manera pude delinear el perfil de las víctimas, su autopsia psicológica. Con preguntas sobre la periodicidad de las desapariciones, las horas en que habían sucedido, qué vestían y qué edades tenían los niños, y las coincidencias entre unos y otros, pretendía aclarar si tenían algún atributo especial que fuese atractivo para el criminal.

En los mapas físicos de la ciudad señalé los lugares de las desapariciones y pude concluir que sucedían en las zonas más humildes y pobladas.

Muchas víctimas lo son por poseer algo específico que el asesino busca. En estos casos se trataba de niños trabajadores, inquietos, sagaces, solitarios. ¿Qué habilidades tenía el victimario, o los victimarios, para vencer su resistencia?. ¿Cuál era la forma de engancharlos?

Con los datos e inquietudes que tenía elaboré cuadros de Excel, que en esos momentos era la herramienta tecnológica más “avanzada” con la que contábamos. El trabajo era manual por no decir artesanal. Aún recuerdo los enormes cuadros en formato de plotter pegados en la pared con las respectivas conexiones e imágenes de las escenas en las que buscábamos respuestas a lo incomprensible.

Aproximadamente al mes de estos primeros hallazgos, otro campesino reportó que iba a caballo y, en un sector por la vía que conduce de Pereira al cercano municipio de Marsella, encontró los restos de un menor. Se trataba, en esta ocasión, de un sector inclinado, cerca de la vía principal, extenso, con vegetación muy alta, con mucha basura regada. En su parte baja pasaba el río Otún y no había ninguna casa cercana.

Por las características del caso, se nos comisionó para investigarlo a los mismos integrantes del equipo que estaba siguiendo el hallazgo anterior. Al rastrear la zona encontramos los restos indicados por el campesino, pero no de un único niño. ¡Eran diez cadáveres! Estábamos, junto con el caso anterior, ante la existencia de más de 20 cuerpos de niños en un radio de más o menos 500 metros cuadrados.

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A esta altura de la historia, los periódicos La Tarde, El Diario del Otún y otros medios similares tanto escritos como de radio y televisión, la Defensoría del Pueblo, los familiares de menores desaparecidos y la misma Fiscalía reclamaban respuestas y exigían la captura del o los responsables. La impotencia nos empezaba a invadir. Teníamos mucha información y mucha presión, pero ninguna respuesta concreta.

La situación requería una gerencia eficiente, y quizás obsesiva, por lo que fui nombrado, por la directora del CTI de la época, Amparo Cerón, como líder de la investigación. Con mis compañeros consideramos pertinente realizar una búsqueda en los diferentes despachos de las fiscalías de Pereira y de municipios aledaños, pues tenía la sensación de que habría más casos similares en áreas cercanas. El pálpito era correcto. Encontré en otro sector de Pereira, denominado La Villa Olímpica, un promedio de 12 casos documentados. La zona se encontraba a unos 600 metros del primer hallazgo. Para llegar a ella debía subir un poco y luego descender por una pequeña ladera. No había casas cerca. Era fácil realizar allí cualquier actividad sin ser visto ni escuchado. El o los victimarios tenían que ser los mismos pues las escenas eran iguales.

Con los datos e inquietudes que tenía elaboré cuadros de Excel, que en esos momentos era la herramienta tecnológica más “avanzada” con la que contábamos. El trabajo era manual por no decir artesanal.

Adicionalmente nos fueron llegando noticias de cuerpos de menores muertos en los municipios de La Virginia y Santuario, también cercanos a Pereira. A los dos viajé para revisar expedientes y conocer los escenarios. La Virginia, por ejemplo, es un pequeño pueblo por donde pasa el río Cauca que, en esa década de violencia de los 90, habitualmente arrastraba en sus aguas los cuerpos de personas que habían sido asesinadas por el cartel del Norte del Valle en Cartago, ciudad también cercana. Pero, en el incidente que estabamos escudriñando, los cuerpos de los menores se habían encontrado dentro de los cañaduzales del Ingenio Risaralda.

Muchos de los cuerpos de los niños hallados en estos municipios no habían entrado en descomposición, pero les habían cercenado las cabezas y puesto los penes en sus bocas. El nivel de agresividad del criminal era extremo. Con el tiempo me di cuenta de que en esos días estuve muy cerca de él. Sin embargo, el asesino manipulaba hábilmente su rastro, porque cada vez que había un escándalo en un sitio por el hallazgo de un menor muerto, se dirigía al pueblo siguiente y los niños desaparecidos en un lugar aparecían en el otro.

De la misma forma que obteníamos información de cuerpos encontrados también tenía un gran número de reportes de desapariciones ¿Cómo podríamos saber si alguno de estos cuerpos correspondía a un desaparecido? No era fácil concluirlo porque no teníamos la información completa de ambas cifras. La cantidad de expedientes en la Fiscalía es descomunal y no están bien organizados. De otra parte muchos menores que habían sido denunciados como desaparecidos regresaban a sus casas y sus padres no lo reportaban, porque, trágicamente, para familias pobres con 4, 5 o 6 hijos, la desaparición de uno de ellos significaba una boca menos que alimentar.

Analizar las escenas fue una labor dispendiosa. Busqué evidencias físicas de, por ejemplo, armas, sangre, ropa, y elementos que no pertenecieran al lugar. Así pude deducir que los escenarios tenían en común la presencia de fibras de colores, botellas de licor marca La Corte, frascos de vaselina y, por supuesto, las prendas de los menores. Eran espacios boscosos y desorganizados, alejados de la ciudad, en los que al asesino no le importaba dejar todo expuesto. ¿Cómo lograba transportar a los niños desde el sitio donde los persuadía hasta el sitio donde los encontrábamos? Los lugares que escogía estaban siempre ubicados cerca de fuentes de agua. ¿Necesitaba lavarse la sangre antes de dejar el lugar?

Descubrimos que las botellas de licor encontradas eran de un licor muy barato fabricado en el departamento del Quindío, un indicio que sugería que el agresor era humilde. En cuanto a los cadáveres, todos habían sido lesionados con un cuchillo. Ese hecho no ofrecía mucha información, salvo que se podía tratar de crímenes sexuales, debido a que las heridas perpetradas eran de cortes, decapitaciónes y cercenamiento de órganos. El agresor las ejecutaba tras atar a los niños con fibras sintéticas de colores en ambas extremidades. Los nudos eran muy básicos, pero eran todos iguales. Coincidencias como esas y otras más, nos iban permitiendo descifrar la huella psicológica del criminal, sus características, edad probable, nivel de planeación, etc… “El cuerpo nos habla” dicen los criminalistas.

asesino de niños
Los investigadores del CTI acudían al lugar de los hechos en horas diurnas y nocturnas con el propósito de entender las diferentes dinámicas del sector en esos horarios. Foto/Pexels.

De acuerdo con los cuerpos y reportes de desaparecidos concluimos que se trataba de menores de sexo masculino, de edades entre 6 a 16 años. Las denuncias eran variadas, algunas veces indicaban que el niño había salido de su casa a traer el pan o la leche de la tienda cercana, otras que simplemente había salido a jugar, muchos eran trabajadores de plazas de mercado, varios limpiaban parabrisas en los semáforos, algunos salieron de su colegio y no se volvió a saber de ellos. Pero todos eran de origen humilde, necesitados de dinero.

El victimario siempre buscaba niños con atributos físicos agradables, como Didier Alexis Rendon Morales desaparecido el 22 de septiembre de 1998 en Pereira. También hubo casos de parejas de niños, así empezó a surgir la teoría de que se podía tratar de victimarios, pero al parecer todo tuvo que ver con una “escalada criminal”. Lo entendí años después, había sido un reto personal, algo que le generaba más adrenalina al agresor: después de unas primeras fechorías “fáciles”, el reto de algo más difícil entrañaba mayor complejidad y, por ende, mayor agresividad. El desafío le producía más placer. Esa era la escalada criminal.

Me preguntaba cómo se presentaría este depredador. ¿Mal vestido? ¿Era desagradable? ¿Olía mal,? Probablemente no, porque algo así pondría en alerta a los niños. Lo más plausible es que su primera impresión fuera la de una persona agradable, determinante para lograr su objetivo. Similar a cuando a un escritor le preguntan cuál fue la parte más difícil de crear su novela, y responde que la primera página, la que hace que el lector se enganche en la trama.

Las investigaciones tienen progresos, retrocesos y muchos estancamientos y dudas. Con mi equipo habíamos buscado y clasificado mucha información, habíamos especulado con todo tipo de teorías sobre los autores, buscamos datos sobre situaciones similares en Colombia y en el exterior, pero no teníamos nada concluyente. Era frustrante porque los medios de comunicación eran tan implacables que nos llegaron a tildar hasta de “incapaces”. El calificativo era injusto. Yo tenía alguna experiencia en investigación, había recibido capacitación, y me había entregado a descifrar este galimatías con vehemencia. Sin embargo, el enredo era descomunal. ¿Cómo encontrar la salida a un laberinto en el que ya había, hasta el momento solo en Risaralda, más de 50 cuerpos de niños hallados en descomposición y el reporte de un número similar de desaparecidos?

Solo nos quedaba persistir, ser disciplinados y no hacerle caso a la crítica. Aunque lo que más dolía era la desconfianza que provenía de algunos compañeros cercanos de trabajo. Ellos, ante otros hechos de menor escala, habían sido solidarios con nuestra labor, pero en esta ocasión particular fueron inclementes y mordaces con sus críticas, descalificando e invalidando toda acción. De manera cínica e hiriente hacían comentarios como: “ustedes con un solo caso y no han dado resultados”.

Aunque lo que más dolía era la desconfianza que provenía de algunos compañeros cercanos de trabajo. Ellos, ante otros hechos de menor escala, habían sido solidarios con nuestra labor, pero en esta ocasión particular fueron inclementes y mordaces con sus críticas, descalificando e invalidando toda acción.

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No obstante, continuamos explorando otras hipótesis. Una de ellas fue el satanismo. Pereira alberga a un personaje conocido como “el papa negro”. La ciudad es profundamente religiosa por lo que decidí leer la Biblia Satánica, de Anton Szandor Lavey, buscando alguna información o patrón que me sirviera. Recuerdo que algún compañero me aconsejó realizar un rito de protección espiritual con un sacerdote católico, para escudarme de las malas energías que pudieran provenir de esas lecturas. No estaba de más y lo hice. De igual manera dialogué con delincuentes procesados que tenían información sobre este fenómeno pero no obtuve nada relevante. Mis compañeros y yo hicimos vigilancias en los cementerios de la región para ver si el 31 octubre se llevaban a cabo rituales con cuerpos de menores, pero nunca observamos algo al respecto. En ese sentido llegamos a un callejón sin salida.

También conversé con otros investigadores, fiscales y jueces sobre la posibilidad de que el narcotráfico, tan extendido en el país, hubiese utilizado a menores como “mulas”. Pero descartaron la teoría. Incluso criminales convictos por este delito manifestaron que jamás utilizarían menores porque no eran controlables y podían incumplir las misiones que se les asignaran.

Algún agente de investigación me dijo: “¿César verificó que no se trate de tráfico de órganos?”. Empecé a averiguar sobre el valor de los órganos y si era posible que los niños hubiesen sido asesinados para obtener partes de ellos y venderlas, pero las áreas en que sucedieron los delitos no contaban con la asepsia necesaria para ese tipo de tráfico y los médicos entrevistados descartaron la hipótesis. Lo mismo ocurrió con la tesis de una probable trata de personas.

La última posibilidad era que estuviéramos frente a un asesino serial. Como en la película Ciudadano X. En esa cinta, basada en una historia real, hay una escena en la que el investigador asegura al politburó ruso que el personaje que buscan es un asesino en serie, a lo cual responde unos de los miembros: “No se equivoque, ese es un fenómeno decadente de occidente”. Al verla pensé: “estamos en occidente, aquí es posible”. Ante esa hipótesis, leí todo el material que encontré en diferentes bibliotecas sobre esa clase de sociópatas que hubieran actuado en Colombia, Estados Unidos, algunos mexicanos, españoles, rusos, alemanes, y vi documentales y series de televisión referidas a esa temática, buscando comprender el fenómeno y entender mejor esa mente criminal.

Pasé tardes enteras sentado en la banca de un parque repasando todo lo que habíamos hecho sin obtener resultados. Leí también cantidades de textos sobre psicóticos, neuróticos, escenas organizadas, desorganizadas, y con todo ello, y los pocos conocimientos en psiquiatría y psicología que había adquirido en esas lecturas, inicié con mis compañeros la elaboración de un perfil a nuestra manera.

Especulamos con la idea de que el homicida era un hombre blanco (las estadísticas muestran que “blanco mata blanco”), mayor de 35 años, con gran control de sí mismo pues escogía muy bien los lugares de su actuación y permanecía mucho tiempo en ellos. Y dedujimos que debía ser un trabajador independiente, sin horarios fijos, tal vez vendedor, con un nivel socioeconómico similar al de sus víctimas, pues pasaba desapercibido con facilidad dentro del grupo aleatorio de sus presas. Una suerte de camaleón.

A esta altura de nuestra búsqueda ya teníamos claro que estábamos frente a una persona con un trastorno antisocial de personalidad según lo describe el DSM IV, documento de consulta de los psicólogos o, en el lenguaje investigativo acuñado por el FBI, un psicópata.

Así sumamos otro precario pero muy eficiente cuadro de Excel a nuestro tablero, esta vez el de sospechosos. La búsqueda tomó tiempo. El plan era revisar expedientes sobre detenidos por hechos parecidos. Como Pedro Alfonso López, el llamado “monstruo de los andes”, quien había dado muerte a más de 100 niñas en Colombia y Ecuador y estaba en libertad. Otros seguían en prisión, de manera que quedaban descartados. Algunos más habían dado muerte a niñas, un hecho que también los borraba de la lista.

Páginas de la edición especial que publicó la revista «Huellas» de la Fiscalía en las que resaltaban la investigación sobre Luis Alfredo Garavito como un modelo a seguir para otros casos similares.

Con esa nueva perspectiva llegamos a finales del año 1998, época en la que, a través de conversaciones informales con colegas de la Fiscalía en otros departamentos del país, me di cuenta de que no estábamos solos en esta búsqueda. Lo mismo que hacía con mi equipo en Risaralda lo estaban haciendo en la ciudad de Armenia, en el departamento del Valle del Cauca y en el de Cundinamarca. Igual que nosotros, estaban bajo presión por entregar resultados, debido a sus hallazgos similares a los nuestros. Inmediatamente organicé, en Pereira, la primera reunión nacional con el propósito de compartir información y avances. Lo más inteligente era unir esfuerzos.

En dicha reunión establecimos el número de víctimas conocidas hasta el momento: 57 casos en Risaralda, 53 en el Valle del Cauca, 23 en Cundinamarca, 15 en el Quindío, 6 en Caldas. Con esas nuevas cifras pudimos completar nuestros cuadros de Excel. Pero más allá de obtener los datos de cada región y sumarlos, el mayor impacto lo tuvimos al confirmar las características del siniestro personaje al que nos estamos enfrentado.

El análisis empírico y manual que realice en compañía de los investigadores de otras seccionales, mostraba una regularidad en el patrón de ataque. Empezamos a reconstruir, mes a mes, hallazgos de cuerpos y reportes de desaparecidos, y descubrimos una ruta que pasaba de un departamento a otro. Era por lo tanto un fenómeno nacional que se había cobrado, a la fecha, más de 120 muertos .

La reunión de Pereira permitió que cada uno de los investigadores presentara sus avances, sospechosos, o reconocieran que no tenían ninguno, como en un caso que destacó particularmente y que ilustraba la ausencia de rigor o, por lo menos, la desesperación por mostrar resultados. En una población del Quindío había aparecido el cadáver de un niño, muerte por la que capturaron al “loco del pueblo” sin ningún elemento probatoria serio, tan sólo con el argumento de que era el único “loco” que se conocía en esa población. Habían aplicado la teoría lombrosiana que, a grandes rasgos, plantea que quien tenga algunas características físicas específicas debe ser tratado como culpable. Posteriormente este “loco” fue violado y asesinado en la cárcel.

En otro ejemplo se supo de un niño que había inicialmente desaparecido y cuyo cadáver fue encontrado al día siguiente de que un circo, propiedad de un hombre con inclinaciones homosexuales, abandonara el pueblo. El propietario, por el simple hecho de su orientación sexual, fue acusado del homicidio. Es lamentable que se actúe más con base en prejuicios que en investigación.

Una vez culminó la reunión, recuerdo llegar a mi casa y comenzar a hacerme todo tipo de preguntas de manera insistente, casi neurótica, sobre el asesino. ¿Se sentía solo? ¿Qué lo podía sacar de casillas? ¿Qué hacía los días que no mataba? ¿Deseaba demostrar superioridad física, ejercer control? Y un largo etcétera.

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Cuando fui parte de la serie que sobre Luis Alfredo Garavito produjo Discovery Channel, en el libreto se indicó que, gracias a la tecnología del momento, alimentamos una especie de Google o de ChatGPT y el gran hermano que todo lo puede y lo sabe, arrojó resultados y coincidencias. Nada más alejado de la realidad. Las herramientas que utilizamos fueron los venerables cuadros de Excel que he mencionado ya varias veces, impresos en plotter, pegados en las paredes y alimentados con rudimentarios lápices para poder hacer correcciones. Colombia estaba y está muy lejos en los avances tecnológicos aplicados a la investigación. Aquí no sucede lo que describen series televisivas como CSI. Las grandes investigaciones en este país se hacen, como se dice coloquialmente, “con las uñas”. En muchas ocasiones los investigadores aportan parte de su salario para desentrañar los casos que les asignan, porque las instituciones no poseen los recursos necesarios, y si los tienen, en general, no les dan la prioridad que se necesita para avanzar en el esclarecimiento del delito. Esa es la realidad. Investigar es un arte que demanda dotes de psicólogo, sociólogo, antropólogo, criminólogo, historiador. Implica mucha inteligencia emocional para superar las críticas, las faltas de apoyo institucional, la depresión y frustración, el abandono a la familia para cumplir jornadas que se sabe a qué horas inician pero no a qué horas terminan, y exponer la vida de manera permanente. Nos pasa lo mismo que a los ciclistas que, cuando las piernas ya no les dan más, es el empeño de su corazón el que los impulsa. Hacemos investigaciones exitosas por el enorme deseo de proporcionar justicia, de dar respuestas a las víctimas y a sus familiares. En Colombia más que recursos hay disciplina, compromiso, pasión y un gran amor por lo que se hace. Ese fue el éxito y el secreto de esta investigación.

En muchas ocasiones los investigadores aportan parte de su salario para desentrañar los casos que les asignan, porque las instituciones no poseen los recursos necesarios, y si los tienen, en general, no les dan la prioridad que se necesita para avanzar en el esclarecimiento del delito.

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A comienzos de 1999 el equipo de investigación del departamento de Boyacá, nos comentó que un niño llamado Ronald Delgado había sido contactado por un hombre en la ciudad de Tunja. Ese hombre tenía un cuello ortopédico y debido a su aparente limitación física, le había pedido al menor ayuda para cargar una caja hasta un hotel, le había pagado algo de dinero y él niño se había ido. Sin embargo, más tarde, el cuerpo de Ronald fue hallado con signos de violación. Posteriormente, los investigadores encontraron al hombre en cuestión, lo interrogaron e identificaron como Luis Alfredo Garavito Cubillos. En esa época Garavito no estaba todavía en nuestros radares, y como nuestros colegas solo tenían la versión del sospechoso, que reconoció haber estado en compañía del niño, haberle pagado y haberlo visto regresar a su casa, no hubo pruebas que lo vincularan con el suceso y fue dejado en libertad.

A raíz de ese relato, y dado que todo lo ocurrido encajaba perfectamente con la información que poseíamos, decidimos enfocar la atención en el señor Garavito de quien se desconocía su paradero en ese momento. Aunque valga decir que un juez de la ciudad de Tunja había proferido orden de captura en su contra por el caso de Ronald. La investigación posterior indicó que nuestro nuevo sospechoso había nacido en Génova, Quindío, y no tenía antecedentes penales, salvo la orden de captura citada, no poseía productos bancarios ni propiedades, solamente se logró establecer que tenía una hermana en el municipio de Trujillo, Valle del Cauca.

La decisión de trabajar con el equipo de Armenia, capital del departamento de Quindío, se tomó por ser Garavito oriundo de la ciudad de Génova, cercana al departamento del Valle del Cauca. Fue ese equipo el que se acercó a la hermana, que allí residía, para buscar más pistas. Luego de varios acercamientos planeados, nuestros colegas lograron que ella les entregara una maleta con varios documentos que Garavito le había enviado con fotografías, tiquetes que reportaban el pago de un bus o microbús de una ciudad a otra, periódicos de circulación nacional y local y revistas, entre otros. Cada uno de estos documentos tenía una fecha, lo que nos permitió ver más claro el escenario y completar los espacios en blanco que teníamos en nuestros cuadros de Excel. Por ejemplo, un tiquete de microbús comprado un 8 de mayo de 1996 en Ubaté, Cundinamarca, era un indicio de su presencia en esta zona y significaba que en esas fechas podría haberse hallado un cuerpo o desaparecido un menor. Inmediatamente realizamos el cruce y coincidió con uno de esos hechos.

Garavito era nuestro hombre. El problema era que todos los cotejos de fechas y lugares nos daban indicios de su presencia en municipios del Quindío, Cundinamarca, El Valle del Cauca, Caldas, Boyacá, pero también en el Meta. Surgió así una nueva zona, el departamento del Meta que tenía nuestra misma problemática con varios casos.

Lamentablemente, ninguno de esos indicios apuntaba a la presencia de Garavito en nuestro territorio, Risaralda, en donde ya sumabamos casi 60 casos, y era el departamento con más cuerpos hallados y más niños reportados como desaparecidos. Algo clave faltaba. Quizás otra maleta con documentos. Aún no podía cantar victoria ni mucho menos dormir tranquilo.

Era necesario integrar un nuevo equipo a la investigación: el del Meta. La decisión fue hacer un segundo encuentro de investigadores del caso, de nuevo, en Pereira. La reunión se llevó a cabo el 22 de abril de 1999 y allí el equipo del Meta reportó que tenía un proceso de tentativa de violación por el que fue detenido un hombre. Lamentablemente había pocas pruebas y era muy probable que quedara en libertad.

El expediente indicaba que se trataba de un hecho reciente ocurrido en la afueras de Villavicencio, capital del Meta, en el que, según la descripción, el acusado condujo a un menor llamado Jhon Iván Sabogal a una zona boscosa en el sector de Almaviva. Al llegar al lugar, el hombre se tornó violento e intentó agredir al niño, que logró huir y salir a la vía pública. Es entonces cuando el agresor, que iba en persecusión de su víctima, fue descubierto por un habitante de la calle quien le gritó: “qué piensa hacer con el niño”. Finalmente, el chico logró escapar, escoltado por el habitante de la calle quien intentaba protegerlo. En ese momento, un taxista que pasaba por el lugar observó la situación y creyó que el agresor era el mendigo, razón por la cual lo agredió e hizo que huyera. El taxista auxilió al menor y dio aviso a las autoridades, que iniciaron la búsqueda del verdadero agresor, al que detuvieron saliendo de la zona boscosa. Al revisar sus pertenencias hallaron una caja de vaselina, un número telefónico y direcciones de la ciudad de Pereira, y una identificación con el nombre de Bonifacio Morera Lizcano.

Imágenes de folios de un expediente judicial de la ciudad de Cartago, Valle del Cauca, que contienen una de las sentencias condenatorias proferidas contra Luis Alfredo Garavito.

Con esos datos y una fotografía tomada por los investigadores del CTI de Villavicencio, iniciamos las labores de rastreo en el vecindario de Pereira. Las direcciones correspondían al Barrio Berlín, en donde ya teníamos reportes de niños desaparecidos. Cuando los miembros de mi equipo y los de Villavicencio le enseñaron la fotografía a los dueños de una pequeña tienda, éstos inmediatamente manifestaron que lo conocían, y que se trataba del señor Alfredo Garavito. Según los tenderos, era un señor muy amable, simpático y gran vendedor. Tanto que, alguna vez, había puesto un sitio de venta de arepas en una esquina y se había convertido en la sensación del lugar, haciendo incluso quebrar a otros competidores. Sin embargo, dijeron no tener noticias de él hacía mucho tiempo.

Nos enteramos de la coincidencia de nombres durante el segundo encuentro de investigadores de Pereira, y gritamos de alegría porque nos indicaba que estamos muy cerca de encontrar al asesino. Bonifacio Morera era Garavito. El inconveniente es que estaba detenido pero, aparentemente, pronto saldría libre debido a la debilidad de las pruebas, y en ese momento no teníamos cómo corroborarle a la fiscal que tenía entre manos a un sujeto en extremo peligroso. Necesitábamos pensar con cabeza fría, no cometer errores y ser cautelosos. Creíamos que si la noticia se publicaba, podría haber un escándalo y era posible que intentaran asesinarlo o que él se suicidara. Aún no contábamos con certezas para vincularlo con los casos de Risaralda. Lo mejor era seguir la investigación en silencio. Me invadió una sensación de energía. Faltaba poco.

Continuamos con la verificación de las otras dos direcciones que teníamos. La primera correspondía a Graciela Zabaleta. Designé a dos talentosos investigadores que iniciaron el acercamiento a la mujer de manera prudente y sigilosa. Se presentaron como agentes de la Fiscalía que estaban realizando una indagación por hurto. Con amabilidad se ganaron la confianza de Graciela y su hijo Rodolfo. En las conversaciones surgió el nombre de Garavito, y ella les dio a entender que era la compañera sentimental del sospechoso. Finalmente comprendimos que no era exactamente así. Ella relató que, aunque eran pareja, nunca habían tenido relaciones sexuales y que Rodolfo era su hijo pero de otro hombre. Lo suyo con Garavito era un acuerdo de mutua conveniencia: a él le servía como fachada de hombre hogareño y confiable, y a ella como fuente de dinero.

Informó que hacía mucho tiempo no lo veía, pero que él le enviaba giros de dinero desde Putumayo, Cali y otras partes del país.

Comprobé las fechas de las transferencias de dinero con los casos de homicidios que teníamos documentados y encontré coincidencias. Graciela les entregó a mis colegas una maleta que le había dejado su pareja, dentro de la cual había tiquetes de buses con diferentes destinos y algunos periódicos. Cada fecha iba a nuestro cuadro que ya casi estaba lleno. Rodolfo también proporcionó datos que para él eran casuales y para nosotros fueron vitales, como el gusto de Garavito por el vino marca La Corte. En muchas de las escenas criminales se habían hallado botellas de ese licor. Esta segunda maleta nos acercaba más a completar el caso y nos permitió tener mayor seguridad sobre la autoría de los homicidios.

Paralelamente a estas nuevas pistas, me enteré de algo sucedido en la ciudad de Palmira, Valle del Cauca: en un sector con grandes cultivos de caña de azúcar, fue hallado un menor muerto y quemado. Ocurrió el 3 de enero de 1999. Las autoridades del caso no habían tenido ningún indicio sobre el perpetrador, hasta que nosotros, con el descubrimiento de Graciela y la maleta mencionada, habíamos logrado vincular a Garavito como sospechoso. En la escena habían quedado unas gafas, unos zapatos y unos billetes. Coincidentemente, durante uno de los diálogos con Graciela, ella recordó que mucho tiempo atrás, había estado preocupada por su compañero porque en una ocasión éste se había presentado con quemaduras a un hospital de Pereira, donde fue atendido y curado. Con esta información hallé la historia clínica de su atención en el hospital. El médico que lo había atendido me informó que en las heridas había rastros de pasto chamuscado y que le había pagado la consulta con billetes que olían a humo. Graciela, en una visita posterior que le hicimos para enseñarle los zapatos y las gafas encontrados en Palmira, reconoció que eran iguales a los que solía usar Garavito.

Más adelante pudimos aclarar que el atacante, luego de haber violado al niño, se había quedado dormido por la ebriedad y el pasto se había empezado a quemar por el licor regado y el calor en los cañaduzales. Al despertar, como había sufrido quemaduras, decidió buscar atención médica, aunque, para evitar que lo relacionaran con el cuerpo del niño, había viajado más de 3 horas hasta Pereira.

Después de tantos datos y testimonios obtenidos, pude constatar, categóricamente, que nuestro oscuro personaje era tan astuto que ningún miembro de su familia o de las personas que he mencionado sabía realmente lo que éste hacía. Ninguno tuvo la más mínima sospecha de su actuar delictivo.

Durante alguna de las muchas horas de diálogo que sostuvimos con Graciela nos contó que su compañero tenía una gran amiga llamada Amparo, a quien había conocido en los grupos de rehabilitación de Alcohólicos Anónimos a los que había asistido. Su mención nos abrió una nueva luz de esperanza para completar el círculo.

Por fortuna, Graciela y Amparo no tenían contacto, pero la casa de esta última, se encontraba a tan sólo un kilómetro de distancia de la primera, en un barrio periférico de la ciudad.

…nuestro oscuro personaje era tan astuto que ningún miembro de su familia o de las personas que he mencionado sabía realmente lo que éste hacía. Ninguno tuvo la más mínima sospecha de su actuar delictivo.

La estrategia que decidí usar con mi equipo fue la misma utilizada con Graciela. Mis compañeros se acercaron a Amparo y poco a poco se ganaron su confianza. No fue difícil, se trataba de una señora tranquila, confiada y muy colaboradora. Le explicaron cuál era la institución a la que pertenecían, sin aclararle su propósito real porque se ponía en riesgo la enorme investigación que nos había tomado tanto esfuerzo y dolores de cabeza. Al mencionarle a Garavito, simplemente le comentaron que lo buscábamos por algunos hurtos. Amparo mencionó que efectivamente estaba preocupada por él, porque hacía mucho tiempo no tenía noticias de su paradero, algo poco habitual en él porque, a pesar de sus constantes viajes, siempre se comunicaba de alguna forma.

De verdad sentía que Amparo era honesta y que, como ella relataba, le tenía mucho aprecio a Garavito. Lo confirmé cuando, en su afán de ayudarnos, comentó que tenía una maleta con documentos que él le había dado a guardar. ¡Esa era la pieza faltante! En la maleta había más periódicos de circulación local y nacional, boletos de buses y microbuses, una fotografía pequeña en color de Garavito en la que aparecía con una gorra de color azul. Esa imagen coincidía con los casos de Génova, Quindío, donde encontramos dos cadáveres con la cabeza cercenada y los penes en la boca. Era una afortunada revelación para la investigación, porque anteriormente también Rodolfo, el hijo de Graciela, nos había contado que se había hospedado, junto con su madre y Garavito, en una finca de esa localidad.

Nos dirigimos rápidamente a la finca del municipio de Génova, donde se suponía que habían pernoctado. Allí, los propietarios nos ratificaron la presencia de nuestro sospechoso en compañía de su familia, y recordaron que ese día, el 24 de junio de 1998, Garavito estaba bien vestido, usaba una gorra azul y había tomado mucho licor. Agregaron que, de un momento a otro, desapareció y solo había regresado en la noche con las ropas sucias. Esas declaraciones nos permitieron deducir que había regresado en ese estado luego de haber cometido los dos homicidios de los cuales teníamos reportes. Con el tiempo confirmamos que Garavito fue el homicida.

Todos esos nuevos datos eran muy elocuentes, sin embargo, yo seguía con un sinsabor porque en esta tercera maleta no había nada que lo relacionara con la ciudad de Pereira. No tuve otra opción que recorrer de nuevo el país y revisar expedientes de casos similares, ir a las escenas, hablar investigadores, fiscales, médicos forenses, psicólogos, familiares de las víctimas.

Las conclusiones que saqué de ese recuento eran claras: donde había estado Garavito había ocurrido un hecho criminal, todas sus víctimas eran niños, las escenas eran iguales, en ellas había botellas de licor marca La Corte, botes de vaselina, los menores habían sido atados con fibras de diferentes colores, el arma usada era arma blanca, algunos cuerpos tenían cercenados los genitales y los dedos de los pies. Y ningún cuerpo estaba enterrado, algo que indicaba el conocimiento, la seguridad y control con los que el victimario se conducía en el terreno. Yo, por mi parte, ya conocía el caso de memoria y era capaz, cuando inspeccionaba un crimen, de decir con certeza si era obra de Garavito.

Tiempo después Garavito me diría que les había cercenado los dedos porque había escuchado la leyenda que relataba que si los investigadores ataban los dedos gordos de los pies de las víctimas hallarían al asesino.

A esta altura del caso era claro que Garavito coleccionaba documentos que lo relacionaban con sus crímenes. ¿Por qué? ¿Se estaba preparando para ser capturado algún día?¿Habría una cuarta maleta? Tenía que haberla y quizás en ella podría estar la prueba que lo vinculara con Pereira.

Con estos interrogantes viaje a Villavicencio en donde había varios casos que lo podían incriminar. Cómo sabía que Garavito viajaba bastante y, de acuerdo con su perfil debía hospedarse en sitios cercanos a los lugares de sus delitos, busqué en hoteles baratos que no superaran los 30.000 pesos por noche. Los hoteles tienen la obligación de tener un libro de anotaciones de los huéspedes. Finalmente, en uno llamado Los Helechos, encontramos una anotación bajo el nombre de alguien llamado Bonifacio, que nos llevó a desempolvar su alias de Bonifacio Morera Lizcano. La fecha coincidía con la desaparición de unos menores en la ciudad y la encargada del hotel comentó que la recordaba porque el huésped había llegado una noche ebrio, untado de sangre e inmediatamente pagó y se fue. Era una buena pista, pero no encontramos maleta alguna.

Regresé a Pereira satisfecho por ese último hallazgo pero inquieto por lo que faltaba. Alguna vez una dama, en Bogotá, me leyó las cartas del tarot y me dijo que mi número era el 33. De manera inexplicable, las respuestas a mis mayores inquietudes las he encontrado cuando son las 3:33 a.m. Efectivamente, en una noche de insomnio, a esa precisa hora, tuve una chispa, tal vez un momento de locura. “La clave está en Amparo”, pensé entonces.

Al día siguiente comenté mi “iluminación” con mi equipo, y estuvimos de acuerdo en crear una estrategia a partir de Amparo. Compartimos también nuestra intención con los compañeros de Armenia, pero ellos se opusieron radicalmente aduciendo que dañaríamos el caso. A pesar de su negativa, persistimos. He aprendido que cuando un caso no avanza es necesario, como se dice coloquialmente, “mover el árbol”. Eso hice, moví el árbol.

La jugada siguiente consistió en contactar a Amparo y decirle que, luego de varias indagaciones, por fin habíamos hallado a su amigo Luis Alfredo, detenido en Villavicencio por una tentativa de violación. Le dijimos que estaba en peligro en la cárcel pues allí lo querían matar, y que pensábamos entrevistarlo por nuestro caso. Con ese pretexto, la invitamos a acompañarnos, con dos de los integrantes mi equipo a quienes ella ya había conocido durante nuestro encuentro anterior, asegurándole que le pagaríamos el viaje.

Ante la propuesta, Amparo, que honestamente creía en la inocencia de su amigo, aceptó visitarlo para aportar, en lo que pudiera, a su absolución.

Fijamos la fecha del viaje. Pero nos faltaba algo fundamental: dinero. Nuestro salario era muy bajo y desplazar a tres personas de Pereira a Villavicencio era costoso. Tendría que hacerse en bus, aunque aun así no contábamos con el presupuesto necesario. Lo solicitamos a nuestros superiores, pero manifestaron que no había dinero. No sé realmente si no lo había o no creían en nuestra estrategia, los cierto es que años después, esos mismos superiores declararon a la prensa que ellos habían dirigido el caso y siempre nos habían apoyado. No era cierto. Se subieron a última hora al bus de la victoria.

Decidimos entonces hacer una rifa para poder pagar los gastos del viaje. Rifamos 500.000 pesos, vendiendo boletas de 5.000 pesos cada una. Increíblemente nos habíamos tenido que convertir en comerciantes para poder solucionar el crucial caso. Nuestros amigos, familiares y compañeros de trabajo nos apoyaron con la compra y se pudo realizar el trayecto.

Antes de entrar a la cárcel, nuestro equipo instruyó a Amparo sobre cómo debía ser su comportamiento con Garavito, advirtiéndole de que todo lo que hablaran sería grabado (una mentira necesaria para que no hubiera manipulación de la información entre ellos). Tan sólo le debía justificar su visita, diciéndole que se había enterado de su detención por alguien que había viajado de Villavicencio a Pereira, y que ella con sus ahorros se había pagado el viaje para saludarlo y apoyarlo en sus problemas judiciales. Y, por supuesto, no podía hablarle de nosotros. En el documental sobre Garavito en Discovery Channel, se dijo que la reunión había sido monitoreada con elementos de última tecnología. No fue así. Intentamos obtener un equipo parecido, pero nunca lo pudimos obtener. La verdad es que ingresamos a Amparo a la cárcel y vimos a través de una ventana como se abrazaron y hablaron. Afuera oramos para que del encuentro emergiera nueva información relevante.

Fotografías de Garavito, una de las cuales (la de gorra azul) fue la que sirvió para relacionarlo con los crímenes del municipio de Génova, departamento del Quindío.

Luego de más de una hora de visita, salió Amparo un poco cabizbaja pero contenta de haber visto a su amigo. Mi corazón palpitaba más rápido que de costumbre, las manos me sudaban, la zozobra no me dejaba en paz. Amparo le informó a mis compañeros que Garavito le había mencionado una maleta con documentos muy delicados y le había pedido el favor de llevársela con ella a Pereira u ocultarla. Mi pálpito de las 3:33 a.m. había funcionado.

Acto seguido el equipo se desplazó al hotel donde había indicado Garavito que estaban los documentos. En una de sus habitaciones estaba la añorada maleta, en la que hallaron la fotografía de un menor que había desaparecido en una ciudad a siete horas de distancia, la fotografía de otro niño, llamado Elio Fabio Moreno, desaparecido en Pereira, en 1994, y unos periódicos de Colombia y Ecuador. También un papel arrugado color beige, de los que se usan para envolver el pan, sobre el cual había 125 rayas escritas. Uno de los investigadores las interpretó como un posible recuento de víctimas que llevaba el asesino. Y aunque, sus compañeros adujeron que se trataba de una “idea loca o descabellada”, durante los interrogatorios a los que fue sometido tiempo después, él mismo confesó que era su “estadística”.

Por fin habíamos cerrado el círculo. Luis Alfredo Garavito era el asesino de más de 192 niños en Colombia y el autor de más de 200 violaciones. Había llegado el momento de confrontarlo. A la fiscal que llevaba su caso por presunta violación, y que ante la ausencia de pruebas podría estar a punto de liberarlo, le comunicamos rápidamente que teníamos información contundente que lo comprometía con varios homicidios, y le solicitamos que nos permitiera interrogarlo.

Ese primer interrogatorio ocurrió el 28 de octubre de 1999 en una sala del CTI en la ciudad de Villavicencio. Lo hicieron dos de mis compañeros, una fiscal y un sicólogo.

¿Que estrategia utilizar para lograr la confesión de un personaje tan frío y despiadado?, fue una pregunta que me quitó el sueño durante varios días. Finalmente concluí que la mejor opción era confrontarlo de manera directa y reconstruir paso a paso lo que sabíamos de su recorrido criminal. Queríamos que, desde el inicio, supiera que lo conocíamos más que a nadie. Después de que mis compañeros le hicieran esa descripción pormenorizada de sus andanzas, Garavito agachó la mirada y simplemente dijo: “Si, yo los maté”, tras lo cual empezó a llorar. En ese mismo instante la fiscal no soportó el peso de la terrible revelación, le faltaba la respiración y también se quebró en llanto.

La confesión de Garavito, fue tan súbita que ahora teníamos que estructurar un verdadero interrogatorio sistemático de acuerdo con todos los parámetros legales, para corroborar con sus propias palabras todos los crímenes que le estábamos atribuyendo, y quizás descubrir algunos nuevos. Había mucho trabajo por hacer.

Esas indagatorias más organizadas empezarían el 31 de octubre de 1999. Por parte de la Fiscalía las conduciríamos una fiscal, su asistente y yo como único investigador. A la vez, Luis Alfredo Garavito, estaría acompañando por un defensor público. Hubo muchas horas y días de preguntas. ¿Qué sucedió durante su transcurso? La respuesta está en la segunda parte de esta narración.


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