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Fotografía principal: Pixabay /Pexels

Herman Melville nunca previó que el final de su obra magna daría un giro de 180 grados poco más de siglo y medio después de haberla terminado. Tampoco cabe responsabilizarle por ello. La prospectiva nunca fue una materia sencilla, mucho menos para quien no era un especialista y en una época —mediados del XIX—, en la que transitaba su etapa final la primera Revolución Industrial, que en su momento parecía ser el summum de evolución técnica al que podía llegar la humanidad.
Nacido en Nueva York en 1819, Melville tuvo una vida que bien podría dividirse en tres partes bien diferenciadas. Una primera, acomodada y bien atendida por una familia adinerada que se preocupó por brindarle la mejor educación posible. Una segunda, juvenil y aventurera, que le vio navegando los mares del planeta a bordo de los navíos más diversos, aunque con especial predilección por los balleneros, muy en boga en una época donde la caza de grandes cetáceos era un negocio floreciente. Y la tercera, que marcó su regreso al sedentarismo, donde se ocupó de plasmar en varios libros sus variopintas experiencias en latitudes por entonces absolutamente desconocidas para los lectores de las grandes ciudades norteamericanas.

La trayectoria literaria de Melville conoció éxitos y sinsabores, aunque le alcanzó para hacer de las letras su modo de subsistencia hasta el fin de sus días, en 1891. Sin embargo, murió con el sabor amargo de sentir que el libro al que más tiempo y esfuerzo había dedicado fuese considerado un verdadero fracaso. A veces, las obras deben madurar más allá del período vital de sus autores, y este fue el caso.

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Moby Dick solo alcanzaría celebridad, y elevaría a su autor a la categoría de eminencia de las letras norteamericanas, cuando Melville ya había muerto.

Acostumbrado a relatar de manera ficcional los acontecimientos que le tocó protagonizar mientras perseguía ballenas a través de las perdidas islas de los Mares del Sur, Melville eligió un hecho que llegó a sus oídos a través de voces ajenas para expresar sus ideas sobre temas tan variados como la religión, el racismo, el idealismo o la venganza. En 1820, el ballenero Essex fue embestido y hundido en aguas del Pacífico chileno por un enorme cachalote blanco al que la gente de la zona apodaba Mocha Dick. El relato de la historia fue publicado por primera vez en 1839 en una revista neoyorquina. Su lectura, algunas investigaciones posteriores y los conocimientos adquiridos durante su etapa como tripulante alentaron en Melville la idea de convertirla en argumento central de su nueva obra.

El resultado fue un libro, Moby Dick, que solo alcanzaría celebridad, y elevaría a su autor a la categoría de eminencia de las letras norteamericanas, cuando Melville ya había muerto. Pero hubo algo más. Aquellas páginas alimentaron el mito de las ballenas asesinas, que perduró durante bastante tiempo en el imaginario popular, sobre todo entre la gente del mar. Fue en este punto donde falló la prospectiva de Melville, porque en el siglo XXI las cosas son exactamente inversas. Hoy, los mayores asesinos de ballenas son los barcos.

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Hoy, los mayores asesinos de ballenas son los barcos. / Friend of the Sea.

Los datos son implacables. Se calcula que cada año unas 20.000 ballenas son atropelladas por cargueros, cruceros o pesqueros que atraviesan los mares y océanos del planeta. La población general de estos cetáceos se ha reducido a la mitad en el último medio siglo y hasta doce especies diferentes ocupan alguna de las categorías de riesgo de extinción en la Lista Roja de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN). La agravación de la situación curiosamente coincide con las prohibiciones establecidas para su caza, por lo cual el motivo principal hay que buscarlo en el crecimiento exponencial del tráfico marítimo, que se multiplicó por cuatro en los recientes 50 años y mantiene un ritmo de incremento de un tres por ciento anual.

“Los barcos son tan gigantes, van a tanta velocidad y es tan grande el tráfico que las ballenas si bien tratan de evitarlos no pueden contra ellos”, explica Isabel Cristina Ávila, doctora en Biología y Ciencias Ambientales e investigadora especializada en mamíferos marinos. El conflicto entre los enormes habitantes de las aguas y sus rivales de acero ya ha igualado la importancia del by catch, o pesca incidental —la captura involuntaria de ejemplares en las redes de arrastre, el arte de pesca más empleado por las flotas comerciales—, y continúa en aumento. “La diferencia es que el by catch afecta a los cetáceos más pequeños, y las víctimas de los choques suelen ser los grandes: la ballena azul, la franca, la jorobada, los cachalotes y las orcas”, aclara la bióloga colombiana.

Once áreas en el mundo han sido declaradas de alto riesgo para la supervivencia de las ballenas, y casi no existe continente ni mar a salvo de la catástrofe. Sri Lanka, Nueva Zelanda, el Mediterráneo desde Gibraltar hasta Turquía, las islas Canarias, las costas de Panamá, Chile o Perú son algunos de los puntos que las organizaciones conservacionistas tienen marcados en los mapas como los más mortales para los cetáceos.

Las víctimas de los choques suelen ser los grandes: la ballena azul, la franca, la jorobada, los cachalotes y las orcas. / Friend of the Sea.

Si los números asustan por sí mismos, la crueldad de lo que ocurre en alta mar cuando una ballena se cruza en el camino de un buque de gran calado haría empalidecer aquellas imágenes míticas de hombres trepados a barcos y botes que armados con arpones combatían cara a cara entre las olas contra un descomunal cachalote. “Cuantificar estos sucesos es todo un problema”, subraya Isabel Ávila, “porque muchos de ellos se desconoce que han ocurrido. La tripulación de las naves más grandes ni siquiera se da cuenta del choque, y de esa manera no quedan registros. Muchas veces las embarcaciones llegan al puerto con un animal atrapado entre las hélices del timón y solo allí se percatan de la colisión”.

La muerte de la ballena suele ser el final de este tipo de accidentes en la mayoría de los casos, aunque no siempre es instantánea. La piel de los ejemplares, que cada tanto aparecen varados en alguna playa del planeta, muestra en numerosas ocasiones los signos de algún encuentro violento con un barco. Aletas mutiladas, marcas de hélices sobre los lomos, traumas, trozos de piel arrancados no dejan lugar a dudas sobre el origen del mal que afecta a ese individuo. “Los organismos patógenos atacan con más facilidad las heridas profundas que quedan como consecuencia de los choques, y la pérdida de una aleta impide una navegación correcta, lo que podría evitar que una ballena complete su recorrido migratorio anual. Son todas causas de muerte a largo plazo”, analiza la doctora Ávila.

Varamientos en las costas, hallazgos de restos al llegar al puerto o registros esporádicos detectan un porcentaje mínimo de estos hechos cotidianos, pero en general, el cetáceo que muere se hunde en las profundidades marinas sin que nadie tome nota del suceso. En definitiva, estudiar y seguir la evolución de una ballena es una tarea compleja. Son animales que se sumergen a grandes profundidades y migran a través de miles de kilómetros en la inmensidad de los océanos.

Son animales que se sumergen a grandes profundidades y migran a través de miles de kilómetros en la inmensidad de los océanos. / Andre Estevez / Pexels.

Sí, en cambio, se conocen con más certeza otras dificultades que el incesante tráfico marítimo causa a estos animales. El Centro Ballena Azul, con sede en la Patagonia chilena, efectuó un estudio a partir del seguimiento satelital de 14 ejemplares y pudo detectar que la perturbación acústica y el gasto suplementario de energía para intentar esquivar la superabundancia de barcos en esa zona estresan y despistan a los cetáceos hasta niveles dramáticos. “En el agua, los sonidos se transmiten 300 veces más que en el aire y esto puede romperles los tímpanos, pero además les dificulta la comunicación”, señala la citada especialista colombiana.

Los mamíferos marinos, como los peces, tiene áreas concretas de reproducción y alimentación a las que acuden de manera ancestral cada temporada, pero si los ruidos les alteran la “brújula genética”, los barcos los obligan a un mayor desgaste para llegar a esos lugares, y los desechos de aceite y gasolina los contaminan, el peligro de extinción se acelera sin remedio.

Buscarle solución a este cúmulo de problemas conforma un reto mayúsculo, sobre todo porque significa negociar con las grandes empresas marítimas de transporte de carga, pesca y cruceros de turismo. El dato de que el 90 por ciento del comercio mundial se moviliza a través del mar basta para comprender el alcance del desafío.

Las investigaciones y estudios científicos que organismos y universidades de todo el planeta ejecutan para ampliar conocimientos sobre las especies de cetáceos y buscar la protección de las zonas más sensibles aportan las herramientas imprescindibles para frenar el deterioro de la situación. Por su parte, la organización Friend of the Sea ha instaurado una iniciativa diferente: una certificación internacional para aquellas compañías navieras que cumplan con una serie de preceptos para impedir el atropellamiento de ballenas.

“Se trata de un sello, llamado Whale Safe [Ballena Segura], que se les otorga a aquellas empresas que se comprometen a seguir una serie de parámetros para evitar las colisiones, y está dirigido a quienes consumen o utilizan esos servicios, para que elijan aquellos que cuiden la biodiversidad”, explica Paolo Bray, fundador de esa institución y de la Organización Mundial de la Sustentabilidad.

La organización Friend of the Sea ha instaurado una certificación internacional para las compañías navieras que cumplan con una serie de preceptos para impedir el atropellamiento de ballenas.

Los parámetros componen una batería de medidas que, si se pusieran en práctica de manera global, sin duda disminuirían de manera considerable los choques entre los barcos y los Moby Dick de estos tiempos. “Solo si se desviara 15 millas hacia el sur la ruta de navegación que transcurre por el sur de Sri Lanka, que es la principal conexión entre Asia y Europa, el riesgo de atropellamiento de ballenas azules que tienen allí su zona de alimentación y reproducción se reduciría en un 94 por ciento”, indica Bray, para añadir que “lamentablemente, los intereses políticos y económicos dificultan que se concrete esa modificación”.

La disminución de la velocidad de las embarcaciones recibe por lo general algo más de aceptación. Los barcos actuales circulan tres veces más rápido de lo que puede nadar una ballena y una simple reducción de la marcha a diez nudos en zonas donde se conozca la presencia de ejemplares facilitaría que los animales pudieran tener tiempo para prevenir y evitar la embestida. Por supuesto, tampoco resulta fácil. Time is money, reza uno de los viejos preceptos del sistema capitalista, e ir más lento tendría sus efectos en la duración del viaje y la cuenta de resultados.

La obligación de instrumentar a bordo un sistema de cámaras térmicas infrarrojas que observe y detecte la presencia de cetáceos delante del barco durante las 24 horas; el establecimiento de una red para compartir online dichas observaciones con otros buques cercanos y de un procedimiento de reacción rápida ante la posibilidad de un atropellamiento completan el panel de normas para obtener el sello.

Algunas empresas de Bélgica, Holanda, Italia y Gran Bretaña ya han adoptado las medidas exigidas por Friend of the Sea, pero la realidad es que su aceptación avanza con lentitud. Un informe dado a conocer por la organización en junio de este año indica que solo once de las cien navieras más grandes del mundo (nueve de cruceros y dos de carga) llegan al 65 por ciento del cumplimiento de las normas, es decir, que manifiestan su acuerdo con más de una de las propuestas. Todas las demás se encuentran por debajo de ese porcentaje.

Un informe indica que solo once de las cien navieras más grandes del mundo llegan al 65 por ciento del cumplimiento de las normas. / Andre Esteves / Pexels.

La realidad es que hoy solo el 20 por ciento de las principales empresas navieras toman alguna medida, y en la mayoría de los casos esta sirve para reducir pero no para prevenir por completo los riesgos”, se lamenta Bray: “Lo malo es que no podemos esperar mucho más tiempo. Necesitamos resultados lo más rápido posible porque los próximos diez años serán decisivos”.

Herman Melville jamás pudo imaginar un final tan triste y dramático para aquella novela que se transformó en éxito mundial cuando él ya no estaba entre los vivos para disfrutarlo. En el siglo XXI, la afilada proa y las vertiginosas hélices de los miles de barcos que abren a diario las aguas de mares y océanos se llevan por delante todo lo que encuentran a su paso. Ya no existe ningún posible Moby Dick capaz de enfrentarse con valentía a los gigantes de acero para escapar a su destino. La historia ha cambiado y si nada se modifica el desenlace amenaza tragedia.


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