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Ilustraciones: Relatto

El aroma del plátano verde, la yuca, el cilantro y la cebolla hirviendo en esa olla de barro me transportó a la infancia. Vi las viejas y arrugadas manos de Lolita cocinando sobre la gran estufa de carbón de mis abuelos y el recuerdo dibujó en mi mente su figura de geisha, con su gruesa y larga trenza negra que le llegaba a la cintura; sus vestidos de colores fuertes que iban hasta su media pierna, dos centímetros arriba de un faldón de lana de colores y sus enormes pies resecos, enfundados en un par de alpargatas, que parecían mucho más pequeñas porque las suelas desaparecían debajo de sus plantas.

Cuando la conocí yo tenía cinco años y hasta los 35 creí saber todo sobre ella pues su historia nos la contaron muchas veces: Pastora, mi abuela materna se casó a los 14 años, contra viento y marea, con un aguerrido joven del Partido Liberal un 28 de junio de 1914, un mes antes de que estallara la Primera Guerra Mundial y cuando aún hedían los 100.000 muertos de la Guerra de los Mil Días, el conflicto civil de liberales y conservadores registrado en Colombia entre el 17 de octubre de 1889 y el 21 de noviembre de 1902.

Lolita, tres años menor que nuestra abuela, se presentó en su casa para trabajar en la cocina y fue ahí cuando empezó a escribir todos los capítulos de la historia de su vida.

La casa de los abuelos quedaba frente a la plaza principal, en planeación, y al lado de una iglesia neogótica que mi abuelo Clodomiro ayudó a construir en Sandoná, un municipio cafetero del Departamento de Nariño, con historia indígena, cuyo nombre en quechua significa «flor de la montaña lejana” y que, por años, fue el lugar de veraneo de las familias más pudientes de Pasto, la capital departamental.

Pero Lolita, como muchos otros de la época, no sabía ni supo nunca nada sobre eso. Cuando apareció al frente de la casa de mi abuela no hablaba español sino un dialecto que nadie comprendió y que podría ser parecido al utilizado por la etnia Sibundoy, que muy pocos entendían o comprenden hasta hoy.

Se presentó diciendo y golpeándose el pecho con una de sus manos: “quillacinga”, “quillacinga”. ¿Quilla…que? Nadie entendió y, por eso y porque se quejaba mucho la llamaron Dolores.

Si mis jóvenes abuelos hubieran sabido entonces que el nombre quillacinga identificaba a una milenaria tribu indígena, descendiente de los incas y que significaba en quechua “nariz de luna”, a lo mejor, no la hubieran bautizado Dolores sino Luna. Pero, el desconocimiento de las culturas, los derechos y la historia de nuestros pueblos indígenas eran nulos en la Colombia de 1914.

Lolita llegó descalza y semidesnuda a pedir trabajo. Cuentan que traía puesta una especie de falda artesanal que le tapaba de la cintura a las rodillas y que lucía una vieja y raída camiseta de algodón que le quedaba enorme pero que le cubría el torso y que alguien le prestó para que se presentara “con decencia” a buscar un trabajo en una casa noble.

Lolita, tres años menor que nuestra abuela, se presentó en su casa para trabajar en la cocina y fue ahí cuando empezó a escribir todos los capítulos de la historia de su vida.

También dicen que esa inocente y vivaz niña indígena de 11 años llevaba terciada una mochila donde cargaba: un pedazo de pan duro, un banano, un amasijo de maíz, envuelto en una hoja, una totuma, medio metro de amarillenta tela blanca y una bola de jabón de tierra.

Lolita aprendió rápido palabras como caliente y frío, que reemplazaron expresiones quechuas como achuchucas y achichay; se sometió al nuevo nombre que le dieron y aceptó todos los cambios: las nuevas las leyes, las creencias religiosas, el idioma y las órdenes de su nueva tribu, como si fuera el más experto de los camaleones, que, por instinto, cambian de color según su entorno.

Durante los más de 80 años que vivió en nuestra familia, jamás habló de su tribu ni de sus parientes quillacingas. Sólo traía el equipaje emocional que recibió al nacer y las escasas pertenencias que le regaló el destino. Sin embargo, sin saberlo, Lolita fue el milenario eco vivo y silencioso de sus antepasados.

Hablaba con los espíritus, las plantas, los animales, con el sol, la luna, las estrellas y, sobre todo, con la tierra, a la que saludaba, con los pies descalzos, tres veces al día. Oraba por todo y por todos y le agradecía al universo por la lluvia, el sol, los alimentos, por su nueva tribu y por muchas otras cosas más.

Mi abuela decía que era como una niña vieja porque trabajaba como hormiga y la acompañaba a todo sin chistar. También, que, desde que le puso el primer plato de comida sobre la mesa, junto a todos los demás, Lolita se convirtió en la mejor, más fiel, leal y dedicada de todas sus amigas. Hasta entonces, comía en el suelo, como un animalito.

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Retrato de Lolita / Archivo particular.

En sus 98 años de existencia jamás dejó de ser analfabeta pero siempre habló con gran sabiduría. De adulta nos decía que era inmune a la soledad y a todos los olvidos porque la naturaleza fue la compañera de su vida y porque el firmamento iluminó su espíritu y pudo ver, hablar y aprender de los espíritus de sus antepasados en sus solitarias noches en la selva.

También, que se contactó con los espíritus que deambulaban entonces por las salas y dormitorios de la enorme casa de 25 cuartos en donde residían los abuelos y que en esa, como en las otras casas donde residieron, vio el alma errante de nuestro bisabuelo, que vagaba sin zapatos por la casa, con ropa muy raída y ojos suplicantes, intentando pedirle perdón a nuestra abuela por haberle quitado la palabra de por vida por haberse casado con un rojo liberal.

Para Lolita, un padre no podía haber hecho con su hija lo que hizo nuestro bisabuelo y, por eso, su espíritu pagaba una condena hasta que encontrara el de nuestra abuela y pudiera descansar en paz…

Lolita aprendió rápido palabras como caliente y frío, que reemplazaron expresiones quechuas como ‘achuchucas’ y ‘achichay’; se sometió al nuevo nombre que le dieron y aceptó todos los cambios: las nuevas las leyes, las creencias religiosas, el idioma y las órdenes de su nueva tribu, como si fuera el más experto de los camaleones, que, por instinto, cambian de color según su entorno.

La abuela Pastora nació en abril de 1900, y se casó con el abuelo Clodomiro cuando aún apestaban los muertos de la Guerra de los Mil días, Por eso, cuando el amor iluminó sus vida sabían que estaban condenados a pagarlo. Era un pecado de sangre que la hija de una familia conservadora como ella se enamorara del hijo de una liberal.

Por eso, los abuelos ocultaron su amor bajo todas las llaves sociales que encontraron y lo alimentaron tocándose la punta de los dedos en la pila del agua bendita de la única iglesia que existía, después de la misa dominical de las 6 de la mañana y durante dos eternos años.

El bisabuelo era un católico a rajatabla y un poderoso y orgulloso conservador latifundista, razón por la cual la ira y el odio lo cegaron y se apoderaron de su espíritu cuando nuestra abuela, cansada de su amor secreto, decidió escapar con nuestro abuelo, descolgándose desde una ventana del segundo piso de la casa de la hacienda. El bisabuelo armó entonces a más de 20 hombres para perseguir a nuestro abuelo y rescatar el honor de la familia, mancillado por la hija en fuga.

Pero, nuestro abuelo cuidó cada uno de sus pasos. Dejó a la abuela en un convento mientras buscaba a un cura liberal que los casara y, lo encontró. Cuando llegó el bisabuelo, amenazando con matar a todo el mundo, el cura liberal le dijo: “No hay nada que hacer. Lo lamento, Dios ya los bendijo”.

Como ferviente católico el bisabuelo se mordió la lengua y se tragó el veneno porque no podía hacer nada en contra de la voluntad de Dios. Destrozado, rabioso y resentido, regresó a su hacienda y no importaron las lágrimas ni las súplicas. De un plumazo desheredó a la abuela y con una decisión de hierro le dejó de hablar. En su lecho de muerte ella suplicaba “papacito hábleme, por favor, no se vaya así”, pero el bisabuelo fue sepultado en su silencio.

Lolita conocía bien toda esa historia porque estuvo con la abuela cuando el bisabuelo agonizaba y porque la ayudó después a reponerse de todo su dolor. La hizo caminar descalza para que la madre tierra le inyectara su energía, la obligó a tomar baños de sol, de luna y de lluvia para que la naturaleza la limpiara y en su alma pudieran florecer nuevos y buenos sentimientos.

Mis seis hermanos y yo crecimos convencidos de que Lolita era como una especie de adivina preñada por la magia, porque hasta podría hacer milagros y tener un hijo en un repollo. Sí, ¡un hijo en un repollo!

Ese fue el secreto a gritos que guardamos durante toda nuestra infancia y que le contamos a todos los amigos, quienes juraban, por lo más querido, no revelarlo a nadie. “¡Uuuyyy! ¡Un hijo en un repollo! ¡En un repollo!” repetían entre susurros, antes de encogerse de la risa y taparse la boca con las manos.

En la época no sabíamos bien como se tenía un bebé pero, muchas veces, imaginamos a Lolita sentada en un repollo, como una gallina cuando pone un huevo.

En nuestra casa nunca se comentó sobre cómo nació Antonio, el hijo de Lolita y, por respeto, jamás le preguntamos al respecto. Ella tampoco habló jamás sobre el asunto y yo solo me enteré de la verdad cuando le festejamos los 94 años y Lolita quiso hablar, después de tomarse tres copas de champaña, con azúcar, porque detestaba las burbujas.

Ese día le pregunté si era verdad que había tenido su hijo en un repollo y ella me miró profundamente, se recostó en mi pecho y guardó silencio unos minutos, como si rumiara las palabras que iba a pronunciar. Suspiró tan hondo como pudo y, con los ojos inundados por las lágrimas, sacó un pañuelo y comenzó a contar su historia: “la verdad de mi vida que no le conté jamás a nadie”, aseguró.

Sin mirarme a los ojos, sin desprender su cara de mi pecho y dejando escapar, de cuando en cuando, un gemido, un sollozo o alguna palabra contra “aquel demonio”, que se agazapó, hirió y nubló su vida por 80 años, Lolita recordó que llevaba trabajando un año en la casa de la abuela, que ya había menstruado y cumplido los 12 primeros años de su vida cuando la mandaron al huerto, que quedaba cerca a la quebrada, a traer unos repollos.

“Estaba contenta ese día. Hacía mucho calor pero el viento lo refrescaba todo. El cielo estaba muy azul, sin ninguna nube blanca. Antes de llegar al huerto me encontré con el padre Cícero, que acababa de bañarse en la quebrada. Fue simpático conmigo, acarició mi cabeza, sonrió y sacó de su sotana un sol gigante y colorado”.

—¿Conoce la colombina (paleta, chupeta) niña Lolita? —preguntó.

—No señor, no sé lo que es —le respondí.

—Venga mijita, acérquese, no tenga miedo, quítele el papel, saque su lengua y pruebe.

Lolita fue violada en el campo por el padre Cícero. Producto de aquel abuso, la niña, de solo 12 años, dio a luz a un niño.

Lolita no pudo continuar, la voz se le quebró y lloró de nuevo. Las palabras parecían enredarse entre sus dientes, se dobló hacia adelante como vencida por un gran dolor. Empezó a respirar, entrecortado y, entre sollozos y gemidos, entendí una frase corta que repetía y repetía: “no sé cómo pasó”, “no sé cómo pasó”.

Después de retirarle el papel a ese sol gigantesco y colorado, Lolita lo comenzó a lamer y lo lamió y lo volvió a lamer innumerables veces y con tan ciega pasión que se olvidó del mundo y, cuando se dio cuenta, el cura estaba encima de ella y un gran dolor entre sus piernas le hirió la vida, por la primera vez.

Antes de llegar al huerto me encontré con el padre Cícero, que acababa de bañarse en la quebrada. Fue simpático conmigo, acarició mi cabeza, sonrió y sacó de su sotana un sol gigante y colorado”

Recuerda que el cura gemía, la lamía, la arañaba y que ella casi no podía respirar y se sentía atrapada por el peso de su enorme cuerpo. Cuando el tipo se desplomó a su lado, ella salió corriendo con la ropa hecha pedazos y el cuerpo lleno de rasguños y muchos moretones. Sangraba. Le dolía hasta el alma.

No le contó a nadie sobre lo que le había pasado, sepultó momentáneamente el recuerdo de ese día pero empezó a comer y a dormir más de la cuenta. Meses después se dio cuenta de que estaba embarazada y que “aquel demonio”, “¡me había sacrificado!”, en sus palabras

Cuando llegó el momento, supo lo que tenía que hacer. Se fue al huerto, extendió su pañolón y el faldón de lana de colores junto a la quebrada y parió sola a su hijo, en el mismo lugar donde el cura la violó. No supo explicar si lo hizo por rabia, por venganza o por recuperar lo que le habían robado pero confesó que sentía ira y mucha humillación.

Con sus dientes cortó el cordón umbilical y le dio a Antonio el primer baño en la quebrada, junto a la siembra de repollos. Después, lo amamantó, lo envolvió en el faldón de lana y lo aseguro con el pañolón, como un tamal de choclo.

Un muchacho agazapado detrás de unos arbustos empezó a gritar: “Lolita tuvo un hijo en un repollo”, “Lolita tuvo un hijo en un repollo”, “Lolita tuvo un hijo en un repollo”. La recién parida madre se asustó. Rápidamente, recogió todas sus cosas y salió corriendo como perseguida.

Al llegar a la casa, fue a ver a los abuelos con Antonio. Ellos no preguntaron absolutamente nada y lo acogieron como si siempre hubiera estado allí. Antonio creció convencido de que su padre había muerto en una guerra antes de que él naciera y nunca preguntó ni quiso saber nada de él.

Lolita no denunció al cura porque, en la época, una mujer que no era virgen era despreciada y apartada y porque le aconsejaron que si lo hacía cometería un pecado contra Dios y un sacrilegio contra la Santa Iglesia, en quienes ella ya creía.

Además, pensaba: “¿quién le va a creer a una india analfabeta, a la sirvienta de una casa de familia?”. Tuvo entonces mucho miedo de ser menospreciada, repudiada, maltratada, de perder su empleo y, por eso, se calló, como muchas otras niñas de la época.

Con el tiempo se enteró de que Antonio tenía varios hermanos y hermanas entre las campesinas de su edad, que también habían corrido con su misma suerte y me contó que, durante muchos años, nadie hizo nada contra el cura, aunque todos lo odiaban en silencio.

Cuando Antonio cumplió los 21 años se casó y se fue a vivir a otra casa. Dos años después le contaron a Lolita que un campesino, padre de una niña de 9 años, que encontró al cura Cícero abusando de su hija, lo mató a machetazos, le cortó los genitales, se los tiró a los perros y que nadie quiso recoger sus restos ni mucho menos enterrarlos pero que, para evitar malos olores, les rociaron gasolina y les prendieron fuego.

Lolita no denunció al cura porque, en la época, una mujer que no era virgen era despreciada y apartada y porque le aconsejaron que si lo hacía cometería un pecado contra Dios y un sacrilegio contra la Santa Iglesia, en quienes ella ya creía.

Cuando el relato llegó hasta este punto, Lolita se sumergió de nuevo en un silencio prolongado. Lloramos juntas y nos abrazamos con tanta fuerza como si nos despidiéramos. Me dolía su historia como si fuera mía y estaba tan indignada y dolida como ella. Me abrazó con fuerza, sin despegar su cara de mi pecho.

No sé cómo Lolita superó tanto dolor. Pienso que la salvó su sabiduría quillacinga. Me dijo que se tranquilizó porque entendió que vivió lo que tenía que vivir. Que aprendió lo que tenía que aprender, y que en su vida pasó lo que estaba escrito. Que cumplió con su destino como cada uno de nosotros cumple con el suyo, que aprendió que el universo es sabio pues el tiempo destila todos los dolores, saca a la luz todas las verdades y que, al final, Dios siempre aplica su justicia.

Al día siguiente de su confesión, Lolita se levantó alegre, la ayudé a bañar, la perfumé, le peiné su larga trenza aún negra, pero con algunos hilos blancos, se estrenó un vestido de colores fuertes y unas candongas tropicales que yo le había traído de Brasil, barrió toda la casa y me bendijo, como era su costumbre porque “yo a busté la quiero mucho”, me decía.

Al mediodía, se sentó a almorzar sobre el pasto del jardín, estuvo hablando con los pájaros, con las plantas y escuchando con los pies descalzos los mensajes de la madre tierra.

Después, se quedó dormida. Un derrame fulminante nos arrebató su cuerpo sin ningún anuncio pero ella, Lolita, mi abuelita quillacinga, como la asumí, seguirá viva hasta que nuestros espíritus se vuelvan a abrazar y no vuelva a extrañarla nunca más.

 


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