héroe
Fotografías principales: Pablo Zamorano y Mario Téllez

En Chile explotaron las manifestaciones sociales y a mi madre le detectaron cáncer. Hace más de diez años que vivo sola en Argentina y pasé mucho tiempo sin regresar a Santiago, pero en 2019 me vi volviendo a mi ciudad de origen con la extrañeza de un turista. A la salida de la Clínica Universidad Católica —donde estaba mi madre, en adelante, endeudada por el cáncer de colon— había un perro chow chow marrón. Creo que, en otros países, un perro chow chow es considerado, si no de lujo, con toda certeza, un perro de raza. Sé incluso que sus figuras están esculpidas en piedra protegiendo los templos budistas de Asia. Tienen la lengua color púrpura y el pelaje abundante, sufren con los calores de la Latinoamérica sobrecalentada y, aunque son afables, a veces, como éste, pueden tener mal humor.

Igual que los chow chow, en las calles de Chile también se pueden ver rottweilers, pitbulls, galgos o mezclas extrañas de caniches y pastores alemanes caminando libres por las grandes ciudades, en jaurías o en completa soledad. Mi chow chow estaba sentado solo, como si fuese un perro cualquiera y no un objeto de veneración oriental. Me acerqué a tocarlo como me acerco a la mayoría de los perros, confiada en su amistad, motivada por mi crianza en una ciudad donde los perros salvajes son parte del paisaje, viajan solos en el metro o se meten impunes en las salas de clase de las universidades. En un movimiento que no pude anticipar, mi chow chow me clavó los dientes en el antebrazo con una furia tan primitiva que se quedó prendado de mí lo que calculo habrá sido casi un minuto. Un minuto eterno en el que observé a los transeúntes esquivándome rápido.

Había vuelto a Chile sin obra social ni seguro médico. Quizás por eso, antes que regresar a la clínica privada de donde acababa de salir —y porque aun no entendía el tamaño de la hemorragia—, decidí entrar a un bar. Era un tiempo sin distancia social, donde los bares estaban abiertos y las chicas podían solidarizarse con una en los baños y quizás, como a mí, ponernos vodka sobre las heridas con la esperanza de desinfectarlas.

—Te salvaste —me dijo un paramédico en un pequeño Servicio de Atención de Urgencias varias horas después y antes de inyectar un líquido espeso que me recorrió todo el brazo—. Esto te hubiese costado un ojo de la cara.

Como en Chile los perros callejeros son considerados un problema sanitario, en caso de un ataque, la vacuna antirrábica y sus cinco descargas es una de las pocas cosas —quiero decir la única, porque no consigo pensar en ninguna otra— que se proveen con gratuidad universal.

Eso que elevan las personas sobre sus cabezas es una estatua gigante, tres metros y medio al menos, de un perro negro con un pañuelo rojo atado al cuello. Un santo insólito que se puede ver desde muy lejos.

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De lejos, a través de las imágenes que llegan de las cámaras aéreas, su figura negra es lo único reconocible en una pared maciza y multitudinaria de gente. Entre varios, se ponen la figura en los hombros y la elevan sobre sus cabezas como si fuese un ícono religioso. Entonces, comienza una procesión. Los acólitos dan vuelta a la plaza con la figura en alto y a su paso se escuchan los vítores, los tambores y los cantos en medio de un cortejo que supongo para un extranjero —que es casi como yo me siento— podría significar un ritual impreciso: un funeral, una celebración de nacimiento o un cortejo tribal desconocido.

Desde que estallaron las manifestaciones sociales en Chile, en octubre de 2019, las personas se juntan los viernes en la plaza del centro de Santiago, antes llamada Plaza Italia, ahora rebautizada popularmente como Plaza Dignidad, pero en las calles no hay fotos de estandartes que sugieran una movilización política. Los Salvador Allende y Víctor Jara se asoman tímidos, conservados con afecto pero reemplazados por pancartas que reversionan memes, o por los festivos Avengers chilenos: Sensual Spiderman, PareMan, Tía Baila Pikachu y otras personas que acuden disfrazadas espontáneamente a la plaza.

Cuando llego a Santiago, la ciudad ya no es más como la recordaba. A las nueve empieza el toque de queda, el metro cierra a las ocho, veo gente que no se conoce abrazarse en las esquinas y una ciudad que siempre había aparentado orden y limpieza desborda a la vez de festejo y de violencia. Eso que elevan las personas sobre sus cabezas es una estatua gigante, tres metros y medio al menos, de un perro negro con un pañuelo rojo atado al cuello. Un santo insólito que se puede ver desde muy lejos, un objeto que los drones filman curiosos y que indefectiblemente llega a la televisión:

—Ahí está el famoso perro… —dice Mónica Rincón, la conductora ancla del canal CNN Chile.

—¿Se puede decir el nombre o no? —le pregunta el reportero riendo al aire.

Pero no lo dicen.

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Se llama Negro Matapacos y no es solo una estatua gigante, sino un perro de verdad. Al menos, eso era hasta su muerte en 2017, apenas uno de los cientos de miles de perros callejeros que habitan las ciudades de Chile. Eso sí, el Negro Matapacos fue también un pequeño mito urbano en vida. Un personaje callejero venerado por estudiantes, dueños de kioscos y oficinistas en el centro de Santiago. Su omnipresencia en la ciudad y las fotos que lo mostraban saltando frente a los tanques hidrantes, persiguiendo motos policiales, gruñendo a los uniformados con muchísima violencia o guiando las jaurías junto a los estudiantes en las marchas, le valieron una pequeña popularidad en la ciudad y también su nombre inmortal: Matapacos, porque paco, en jerga chilena, es una forma despectiva de referirse a la policía.

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El Negro Matapacos en la Universidad de Santiago de Chile en 2017, el mismo año de su muerte. / Foto: Gonzalo Atenas.

En 2011, cuando se organizaron manifestaciones estudiantiles por la educación gratuita —que a diferencia de las actuales sí tuvieron líderes políticos y algunos de ellos, incluso, hoy ocupan lugares en el Congreso—, Negro Matapacos brillaba con anarquía. Ese perro azabache, con los pañuelos que le anudaban al cuello los estudiantes, se había convertido en una curiosidad de las protestas por la educación. Era común verlo en la plaza, que todavía se llamaba Plaza Italia, mimado y alimentado por los jóvenes que le dedicaban pancartas y graffitis. No se sabía mucho de él, excepto que lo enfurecía el uniforme policial.

Hasta entonces, en los primeros años del siglo, donde las redes sociales existían pero se masificaban de a poco, Negro Matapacos había sido apenas una referencia callejera. Sin embargo, en 2019, ya muerto y casi olvidado por el primer movimiento social, fue retomado por el estallido de octubre y adquirió su carácter mesiánico.

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—Fue increíble verlo de nuevo y ahora convertido en esto, como en un santo. Pasaron tantos años que hasta yo lo había olvidado —dice Víctor Ramírez, que en 2013, a sus 22 años, había filmado una pequeña película para un trabajo de la facultad que terminó convertido en uno de los primeros documentos que recogieron al perro como personaje.

Durante las protestas estudiantiles, Ramírez cursaba la carrera de Comunicación Audiovisual en la Universidad Santo Tomás. Tenía que filmar un documental y había decidido hacerlo sobre los perros callejeros de Santiago. Sentía afecto y compasión por ellos y quería intentar un pequeño ensayo sobre cómo él mismo se sentía muchas veces como un perro callejero. Investigando sobre el tema, intentando tejer un vínculo, encontró una historia mejor: un pequeño recorte en el diario con una entrevista a María Campos, la dueña de un insólito perro que se unía espontáneamente a las protestas y atacaba a la policía.

María Campos, una mujer pequeña y de pelo canoso, atiende un almacén en la calle García Reyes en República, el barrio universitario de Santiago. Como muchas personas, tiene como costumbre alimentar animales abandonados y, de hecho, para concertar entrevistas, pide como condición una bolsa de comida para perros. En el almacén, que atiende detrás de una reja desde el inicio de la pandemia, hay una imagen enmarcada de ese perro negro que murió a su cuidado —de causas naturales, aunque se creen adelantadas por la cantidad de tóxicos que recibió en las marchas— y que muchos transeúntes pasan a visitar de vez en cuando. Especialmente, desde el año pasado, cuando la figura de ese perro —de su perro— se convirtió en una especie de símbolo popular.

… le valieron una pequeña popularidad en la ciudad y también su nombre inmortal: Matapacos, porque paco, en jerga chilena, es una forma despectiva de referirse a la policía.

María Campos no se refería al perro como Negro Matapacos, le decía Negrito o Bebé. Era uno de los perros que alimentaba seguido en las calles del centro, hasta que un día él la siguió hasta su casa. Muy pronto, con la misma rapidez con la que María Campos se dio cuenta de que ese perro no podría vivir en cautiverio, empezó a notar que los taxistas pasaban por su calle y le gritaban “¡Buena, Matapaco!”, o que cuando él regresaba a dormir después de vagabundear todo el día, lo hacía con pañuelos diferentes atados al cuello.

—Un día yo iba caminando por el centro y ahí lo vi, saltando frente al guanaco [carro hidrante], rodeado de estudiantes —recuerda Campos—. De día tenía una vida aparte, de noche volvía a dormir.

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El Negro Matapacos enfrentando a un carro hidrante durante las protestas estudiantiles por la educación gratuita en Santiago de Chile. / Foto: Gonzalo Atenas.

En el documental homónimo —que es un pequeño suceso en YouTube—, Víctor Rodríguez recoge por primera vez esa historia del perro al que todos conocían en la ciudad pero del que nadie sabía nada. Toda la mitología a su alrededor incluye una posible reencarnación del Che Guevara, incluso, una presencia mística. Lo cierto es que, según el director, ese perro estaba loco y era imposible de filmar por mucho tiempo, así que terminó haciendo un festivo recorrido por la ciudad preguntando a los manifestantes si lo conocían y recopilando un anecdotario.

—Años después, en 2019, la gente que no lo conocía se encariñó con ese personaje y lo tomó como un referente —dice Rodríguez—. Yo todavía creo que para nosotros el perro callejero representa a todas las personas que estamos pateando piedras.

El documental “Matapaco”, dirigido por Víctor Ramírez en 2013 y ganador a Mejor documental en el Festival Santo Tomás en Viña del Mar 2013.

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—No sé si ésto pasa en otros lugares del mundo, pero en Chile los perros miran el semáforo antes de cruzar la calle —asegura Ricardo Martínez, profesor de lingüística de la Universidad Diego Portales—. La palabra quiltro viene del mapudungún y existe desde antes de la llegada de los españoles porque ya había perros en esta zona. Se refiere a un perro que no es de pedigree, típicamente pequeño y muy vivaz, que habita en las ciudades grandes. Aunque hace tiempo que la idea de que el quiltro es un perro sin raza es discutible, porque las organizaciones especialistas determinaron que sí existe una raza chilena de perro, el chilean terrier, que sería el quiltro más clásico, como Washington, el perro de Condorito.

Aunque algunos turistas huyen de los quiltros, a menudo se acercan a acariciarlos, curiosos por su inusual omnipresencia en la ciudad. Los quiltros acompañan a las pandillas durante el día, y por las noches, a las chicas que caminan solas. O al menos eso recuerdo de mis 16 años, cuando tuve a Ringo, un quiltro que me cortejaba desde el centro hasta mi casa, o a Napoleón, a quien terminé adoptando. Los quiltros aparecen en los libros de autores contemporáneos —Arelis Uribe o Alejandro Zambra, por dar un par de ejemplos— y usualmente se devanean entre las leyes que buscan exterminarlos y las sociedades animalistas que proliferan en su defensa. Claudia Ruiz, directora de la Fundación Vínculo Humano Animal, una organización involucrada en el área de asuntos legales en torno a la tenencia animal, explica:

—Históricamente, los perros han estado en las calles de Chile y son tan parte de la sociedad que la ley 21.020 incorporó la figura legal del perro comunitario. Lamentablemente el abandono es muy potente. No se ha logrado disminuir ni con las normativas y a veces nos da la impresión de que ha aumentado. El Negro Matapacos era de los que llamamos perros suicidas: se tiraba a las ruedas de los autos, era el líder de la jauría y, como reconocía a los estudiantes como parte de ella, su instinto era protegerlos. Es cierto que hay una proyección del movimiento social en esa figura, en el quiltro callejero que representa el abandono de la sociedad. Pero también a nosotros nos sorprendía esa contradicción: que el perro sea el ícono de un movimiento tan grande y que a la vez los perros sean tan maltratados en Chile por los mismos ciudadanos.

—Años después, en 2019, la gente que no lo conocía se encariñó con ese personaje y lo tomó como un referente —dice Rodríguez—. Yo todavía creo que para nosotros el perro callejero representa a todas las personas que estamos pateando piedras.

Aunque popularmente se ha dicho que en Chile los perros callejeros superan el millón de ejemplares, lo cierto es que no se puede saber con certeza esa cifra: su reproducción es dinámica, al igual que su abandono. Hoy, además, se cree que igual que en otros países, el abandono de perros ha sido exponencial durante las cuarentenas. El último conteo de la Subsecretaría de Desarrollo Regional, que hace un cálculo estimativo entre el total de perros que se cree que hay en el país y la cifra de perros inscritos en el registro, asegura que no son un millón, sino 343.000. Una cifra suficiente para que en el Congreso se estén discutiendo dos proyectos que habilitan su caza doméstica, es decir, que cualquier civil pueda apretar el gatillo contra los que se consideran perros asilvestrados.

La Ley 21.020 de tenencia responsable, promulgada en 2017, fue bautizada como Ley Cholito en homenaje a un caso que indignó a la sociedad chilena: Cholito, un perro negro callejero, fue torturado y asesinado por dos jóvenes que filmaron su muerte. Las obligaciones que los dueños de perros tienen en Chile bajo esta ley incluyen su inscripción en un registro nacional y la implantación de un chip. De ella se desprenden también algunas figuras peculiares: el perro comunitario, que es un perro sin dueño pero acogido por un barrio o una comunidad, o el perro asilvestrado, que ha perdido su calidad de doméstico y no depende de los humanos para reproducirse.

Según las organizaciones animalistas, las nuevas obligaciones han devenido en un resultado inverso: que ante la responsabilidad adicional, el abandono aumente. Además consideran que, de resultar aprobada la caza doméstica, en una comunidad como la chilena sería casi imposible determinar si un perro que está en la calle ha sido abandonado, es comunitario, sale durante el día y vuelve a casa o ha nacido en la calle y, por lo tanto, es un perro silvestre. Tienen la esperanza de que en la nueva Constitución que se escribirá el próximo año —uno de los logros del movimiento social— se reflejen también nuevas ideas sobre la tenencia de animales.

—Yo creo que el abandono está muy ligado a nuestra idiosincrasia. Venimos de una historia de abuso pero somos también un país muy maltratador. Para mí, una sociedad masoquista— considera Ruiz—. A veces la gente adopta perros masivamente, incluso motivada por esos casos tan horribles de maltrato animal que se viralizan, pero luego el abandono también es masivo. Somos un nicho de una manera de capitalismo muy extrema, por eso el consumo descartable funciona tan bien aquí, y al final, es el mismo gen por el que estamos protestando.

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Igual que el perro Matapacos, la estatua gigante que los manifestantes elevan en las protestas tuvo muchas vidas. Fue decapitada, quemada, arrastrada por la calle con camionetas, reconstruida con flores y finalmente con una futurista capa de metal.

Su dueño, Marcel Solá, tiene una pequeña galería cerca de la Plaza Dignidad y se dedica a hacer arte con materiales reciclados. En octubre de 2019, cuando empezaron las manifestaciones, se propuso juntar la basura que dejó la marcha inaugural, de más de un millón de personas, para construir una obra de arte. Con el policarbonato de los paraderos de colectivo que arrancaron los manifestantes construyó la estructura del perro, y con la basura, el relleno. Aunque la figura es un gigante de tres metros y medio, no le pidió ayuda a nadie para construirla. Deseaba que fuera un objeto anónimo y sorpresivo, sin procedencia, que un día simplemente fuera liberado a la salida del metro Salvador, a pocas cuadras de la Plaza Dignidad. Y así fue.

Durante los primeros días del movimiento social, las imágenes que dieron vuelta al mundo mostraban una protesta multitudinaria y autoconvocada, dirigida por nadie, que no parecía obedecer a un motivo único, más bien reflejaba un modelo, una forma de vida integral. Marcel Solá recordó al perro, que ya empezaba a aparecer espontáneamente en los carteles de las calles, en graffitis y en pañuelos, y le pareció un símbolo perfecto: era la representación de un liderazgo instintivo, desinteresado, y también un homenaje a los estudiantes, que años antes habían protestado por la educación, y que ahora habían saltado en masa los torniquetes del metro iniciando las revueltas más multitudinarias de la historia.

La estatua de Negro Matapacos durante una manifestación en Plaza Dignidad, en la ciudad de Santiago de Chile / Foto: Pablo Zamora.

—Yo quería hacer una escultura que acompañara el movimiento, pero me daba cuenta de que este no era el momento de usar la imagen de ningún estandarte. Era evidente que este era un movimiento que no respondía a ningún liderazgo político, ni de ninguna persona en particular. Además, me daba cuenta de que el perro quiltro había empezado a representar popularmente lo que la ciudadanía chilena sentía que le ocurría a sí misma. Los manifestantes están en la calle espontáneamente porque sienten que han sido abandonados y maltratados, y los perros están en todas las calles, en todos lados —dice Solá.

Los santiaguinos empezaron a usar la estatua gigante como punto de encuentro y lugar favorito para fotografías —todos tenemos una junto a ella— y, eventualmente, algunas personas empezaron a elevarla en sus espaldas y trasladarla en procesiones hasta la plaza, para después devolverla intacta a su lugar frente al metro.

Muchas mañanas, la estatua apareció pintada color verde militar, con el relleno ajado y quemado, incluso decapitada —presuntamente por grupos extremistas o por los mismos policías—, pero así también muchas veces fue reconstruida.

El productor cultural José Miguel, que paralelamente había empezado un proyecto solidario vendiendo objetos relacionados al Negro Matapacos en una manta al aire libre, se empezó a instalar junto a la estatua. Recuerda que uno de esos días, sentado junto a ese imponente perro gigante, ocho motos policiales lo rodearon y burlonamente le mostraron sus revólveres.

—“¿Tenís miedo?”, me gritaban los policías —recuerda José Miguel—. Eso provocaba el perro.

Miguel logró reunir a varios artistas locales para reinterpretar a Matapacos con obras originales: en formato cómic y en retrato rococó, en plan Godzilla atacando a un helicóptero de carabineros, en figura glitter para pegar en la pared, en foto intervenida, en set de stickers o de pines. El dinero que recaudaba era donado a algunas de las brigadas de enfermeros que se podían ver con sus escudos en medio de la represión policial y que se habían organizado espontáneamente para atender a los heridos en las protestas. Después, con ese material armó una muestra de arte llamada Expo Matapako que se expuso en la galería de Marcel Solá y que ahora funciona como una cuenta de Instagram .

—Supongo que es como un ratón Mickey chileno —dice José Miguel—. Es muy interesante porque la gente se enfocó en este personaje que representa lo más postergado de la sociedad, pero que en el fondo está encarnado en un héroe que no existe.

Una de las últimas veces que quemaron la estatua, algunos conocidos avisaron a Marcel Solá. Pero cuando él llegó a buscarla, las personas ya habían reconstruido al perro con ramas y con flores en una imagen abstracta que parecía remitir a una obra fúnebre, a una animita al costado de la ruta, o a un extraño tótem religioso.

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Además de Negro Matapacos, el movimiento social chileno tiene su propia mitología canina: no es raro que las jaurías de perros se unan a las marchas y se entusiasmen con los gentíos.

Uno de los perros más famosos actualmente es el Rucio Capucha, el heredero, un perro rubio que acompañó a los manifestantes en el estallido de octubre con la misma vehemencia que el Negro Matapacos les dedicó a los estudiantes. En un video, que se viralizó en redes sociales, se lo puede ver expulsado varios metros por un carro hidrante de la policía que parece apuntarle alevosamente. Su caso hizo que, junto a las brigadas voluntarias de salud para heridos, empezaran a aparecer también las brigadas veterinarias que recogían a los animales de la plaza rezagados por el agua y los gases de las protestas. Otro de los personajes del movimiento es el perro Vaquita de Antofagasta, al norte de Chile. Vaquita se hizo famoso cuando la población le organizó especialmente una marcha falsa que desembocaba en un veterinario: el perro estaba enfermo, no se dejaba tocar por nadie y el único momento en el que se lo veía era persiguiendo las protestas.

—Supongo que es como un ratón Mickey chileno —dice José Miguel—. Es muy interesante porque la gente se enfocó en este personaje que representa lo más postergado de la sociedad, pero que en el fondo está encarnado en un héroe que no existe.

Karina Gil es una publicista venezolana que llegó a Chile hace cinco años. Le gustaban los animales y, como a muchos extranjeros, le impresionó la cantidad de perros vagos en las calles del país. Karina forma parte de La Familia, una pequeña agencia publicitaria, y desde hacía tiempo investigaba lo que algunos han llamado El síndrome del perro negro, una tendencia que, ya sea por superstición, por estereotipos promovidos por la cultura popular o acaso por un racismo estructural, hace que los animales de color negro sean los menos adoptados. Karina había leído un estudio de psicología de la Universidad de Columbia Británica, escrito por el Doctor Stanley Coren, que confirmaba ese mito urbano. Y, en Chile, las asociaciones se lo confirmaron también a ella.

—Se lo conté a la gente de mi agencia y estuvimos averiguando en las fundaciones. Ellos dicen que un perro negro que llega a un refugio es a menudo el último en ser adoptado, puede llegar a serlo en su vida adulta, o incluso a morir en el refugio.

Aprovechando la contingencia, Karina y la agencia crearon la campaña “Adopta un perro negro”, cuyo eslogan fue agregado al collar de la estatua gigante del Negro Matapacos. La campaña reúne a cuatro fundaciones animalistas, que según sus propias cifras, han conseguido que este año se adopte un 70% más de esos perros a menudo olvidados.

—La idea era que este personaje que tanto se reivindica en las protestas por ser callejero y popular, también nos hiciera un clic a nosotros sobre la forma en la que nos relacionamos con los animales y lo que podemos hacer por ellos —dice Gil.

 

Un par de manifestantes enfrentan a un carro hidrante junto a la jauría del Negro Matapacos en mayo de 2017 en Santiago de Chile. / Foto: Gonzalo Atenas.

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El General Manuel Baquedano fue parte del ejército de Chile en el siglo XIX, presidente provisional durante la guerra civil y, para la milicia hoy es una figura emblemática. Su monumento está erigido en el centro de la Plaza Dignidad y su ubicación para la ciudad es estratégica: hacia el oriente de la estatua está Providencia, donde empiezan los barrios acomodados de la ciudad, y en dirección contraria, el centro y los barrios más populares. A los pies de la estatua tradicionalmente se han festejado las victorias deportivas y políticas, y hoy es un lugar resignificado por las protestas multitudinarias. Al caballo de Baquedano se suben decenas de manifestantes y se ha convertido en una estatua camaleónica y polémica, redecorada cientos de veces con pintura, con iconografía mapuche, feminista y otros símbolos populares.

Su última encarnación fue la del Negro Matapacos.

Cuando empezaron las protestas masivas, Trinidad Lopetegui llevaba dos años al frente de Galería Cima, un espacio de arte ubicado en el último piso de un edificio frente a la Plaza Dignidad. Durante la conmoción de los primeros días, su instinto fue dar vuelta las cámaras de seguridad para transmitir en vivo lo que sucedía en la plaza desde esa ubicación privilegiada. La Galería Cima, como muchos locales del entorno, había quedado imposibilitada de seguir funcionando por su conflictiva ubicación, y entonces mutó en otro tipo de proyecto: es un registro continuo de la Plaza Dignidad, las 24 horas del día y los siete días de la semana, que se transmite por YouTube.

Cima ya es parte del ritual callejero del movimiento social: abrimos YouTube, consultamos la cámara, nos enteramos dónde están los piquetes policiales y decidimos si es seguro ir hasta la manifestación o no. En ese registro han quedado estampados algunas de las postales más impactantes de las revueltas: los festejos multitudinarios de Año Nuevo, la marcha del millón, la marcha de los dos millones del movimiento de mujeres y también las pruebas de la represión policial.

Hasta el momento, la transmisión de Galería Cima había sido siempre una toma directa. Pero su primera intervención artística, en coincidencia con la conmemoración del primer año de las revueltas, fue reemplazar digitalmente, en vivo, la estatua del general Baquedano esculpida por Virginio Arias en 1928, por la del Negro Matapacos construida por Marcel Solá en 2019.

Este perro sí que ha tenido un recorrido maradoniano. En Japón, el famoso perro Hachiko apareció una mañana con la pañoleta roja característica de Matapacos. En Nueva York, cuando los jóvenes saltaron los torniquetes del metro, apenas días después del estallido chileno, pegaron stickers del perro en las paredes.

—Decidimos hacerlo con el perro Matapacos porque es representativo y por la veneración y la violencia que sufrió la estatua que le construyeron —dice Lopetegui—. Nos pareció una instancia donde podíamos proponer el repensar el monumento de Baquedano pero también la configuración de la plaza que sin ninguna duda no va ser la misma nunca para nosotros. Claramente, ya a nadie le representa la figura del General Baquedano ahí, y fue una invitación a que pensemos lo que queremos en el espacio urbano. El perro nos parecía un símbolo perfecto.

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De vuelta en mi casa en Argentina, mirando el despliegue infinito por la muerte de Diego Maradona, que sobreviene mientras escribo sobre un perro chileno, me doy cuenta de que en Chile los ídolos nunca llegan a ser dioses. Ni sus próceres, ni sus premios nóbeles, ni sus estrellas de rock se han convertido jamás en objetos de tal veneración. Quizás es comprensible que el ícono de uno de los eventos más relevantes de su historia no sea un ser humano, sino un perro.

Este perro sí que ha tenido un recorrido maradoniano. En Japón, el famoso perro Hachiko apareció una mañana con la pañoleta roja característica de Matapacos. En Nueva York, cuando los jóvenes saltaron los torniquetes del metro, apenas días después del estallido chileno, pegaron stickers del perro en las paredes. Y cuando en Chile se decidió llamar a un plebiscito para cambiar la Constitución de la dictadura, Jorge González, la mayor estrella de rock local (cantante de Los Prisioneros), dijo en televisión: “Los cuicos [clase acomodada] nunca van a entender lo que significa el Negro Matapacos, para ellos es un quiltro nomás, para nosotros es un compañero”.

El Negro Matapacos durante las protestas estudiantiles por la educación gratuita en Santiago de Chile./ Foto: Gonzalo Atenas.

La última noticia que llega de la estatua de Matapacos es que dejó la calle y está alojada en una nueva locación: El Museo del Estallido, un lugar que Marcel Solá habilitó con todo el arte popular que dejaron las revueltas. La figura del perro se exhibe en su última encarnación futurista, recubierto por más de 300 triángulos de chapa y más de 2000 pernos. Aunque después de su reconstrucción metalizada la estatua fue igualmente violentada, y ya no es más negra sino que de color hollín, se decidió que no se restaurara y fuese exhibida mostrando sus cicatrices.

—Cada día pierde masa —dice Marcel Solá—. Pero esta vez quisimos dejarla así: que con el óxido se desintegre en el tiempo.

 


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