La gente cree
Fotografías: Cristian Suriano

Creo que nunca me voy a curar, creo que pronto me voy a morir del miedo pandémico y ansioso, pero me importa muy poco. Tengo ganas de vivir. No quiero caminar ni tener un cuerpo bello, aunque sí deseo tener una vida sexual más amplia. No entiendo los términos ni me molestan, pero soy —aunque me siento muy capaz— «discapacitado»: vivo con una enfermedad genética llamada fibromatosis hialina juvenil —HFJ es la abreviación: sesenta y cinco casos en el planeta, dos en Argentina— que genera piel en cantidad excesiva, y me deforma todo el cuerpo con tumores benignos que me crecen cada vez que aumentan los segundos. Tengo 22 años y la espalda jorobada. Creo que me detectaron la patología a los ocho meses de vida: creo. También me atrofia las articulaciones, no puedo estirar las piernas ni levantar los brazos, y por eso me muevo en silla de ruedas a través de manos que me llevan: mis padres, mis enfermeros, mis amigos. Todas las noches uso un respirador para no ahogarme porque cuando duermo profundo hago apneas del sueño. Una máscara me cubre la cara y me la invade con aire. De día luzco como un sujeto extraño. Así, raro y descarnado, me veo en las fotos y en los videos, así ando en las veredas de Buenos Aires y en mi primera canción que solté como rapero y me visualizaron miles de personas en un film (el single de presentación llamado Quién es ese niño). Allí me muestro como un monstruo. Yo creo que ser deforme no es un insulto, un defecto, una mala palabra. Yo creo que cada persona tiene sus curvas, sus maneras, sus miradas. Yo creo que las formas de mi cuerpo son dignas de un cuadro y creo que lo que me mantiene vivo —vivo no sé si es feliz, pero despierto en fin— es que tengo voz: con el cerebro fresco, las palabras son mi mayor movimiento.
El patio en la casa Matías.Pero la gente.

La gente cree —no sé si les pasará a otras personas con discapacidad, espero que no— que soy un genio, que soy el prototipo de la ternura. Que soy un enviado de Dios, un angelito, una bendición; que soy, incluso, Dios en persona. Yo de chico creía lo mismo y comía tierra de los canteros como si eso me diera un superpoder. La gente cree que uso pañales: que cuando me hago pis o caca no grito ni aviso. La gente cree que no hablo. La gente cree que no se me puede retar; que soy alguien que no merece recibir un insulto o un límite. La gente cree que Jehová me va a curar, que el amor me va a curar, que Dios me va a curar. La gente cree que soy un castigo a mis padres.

La gente cree —no sé si les pasará a otras personas con discapacidad, espero que no— que soy un genio, que soy el prototipo de la ternura. Que soy un enviado de Dios, un angelito, una bendición; que soy, incluso, Dios en persona.

Una profesora de la facultad en la que estudié periodismo dijo así: que los padres de esta criatura necesitan psicólogos, que me torturan por vergüenza, por culpa; que soy una imagen de los pecados bíblicos y el resultado de una estirpe corrupta de incestos y de enfermedades venéreas; que soy un ser nefasto, que me mantienen con vida a mí, esta larva, solo para poder robar. La gente cree que estoy enfermo de la cabeza. Que soy discapacitado moral.

La gente cree que soy un error que devora a mis padres con las horas de trabajo. La gente cree que tengo cáncer por los nódulos pelados. La gente cree que soy un animal, un ovni, un objeto no identificado. La gente cree que no me puede abrazar porque tengo el pecho repleto de piedras, cáscaras de huevos que se pueden romper. La gente cree que no necesito abrazar, besar, coger. La gente cree que por mirarme —levantar la vista: solo mirar— puede producir un hechizo que transfiere todos los síntomas. La gente cree que soy un maleducado por comer con la boca abierta cuando no puedo ni abrirla ni cerrarla demasiado. La gente cree que mi destino es terminar en una institución para gente con enfermedades, arrojado como un pedazo de carne sin pensamientos.

La gente cree
La imagen de Matías reflejada en el espejo.

La gente cree que soy pobre y me regala plata en el colectivo: dos, cinco, diez pesos. Eso está buenísimo, ojalá les pase. La gente cree que mis padres pudieron no aguantar y ponerme en adopción; que no hubiese estado mal. La gente cree que no hay, siquiera, que mencionar la enfermedad. La gente cree que tengo una discapacidad mental; que por eso saco la lengua y a veces se me cae la baba. La gente cree que no escribo, que no soy periodista, que alguien me maneja el celular. La gente cree que no sé leer ni detectar colores, que no sé mi teléfono de memoria ni mi dirección.

La gente cree que soy un animal, un ovni, un objeto no identificado. La gente cree que no me puede abrazar porque tengo el pecho repleto de piedras, cáscaras de huevos que se pueden romper.

La gente cree que soy una nena, una mujer, una ancianita. Algunos creen que soy un niño, un viejo al que, con los años, se le fue achicando el cuerpo. La gente cree que soy un bebé; “saludá al bebito”, dice una madre.

Y cuento más: la gente cree que es imposible que sea un hijo de re mil puta porque estoy en silla de ruedas. La gente cree que soy bueno y me viene sonriendo a media cuadra de distancia; “pero míralo: si es discapacitado”.

La gente cree que, porque yo dependo de ellos, tiene un poder sobre mí. La gente cree que, por vestirme y bañarme, también puede tocarme el pito, darme cachetadas en el culo y hacerme comentarios sexuales “en broma”. La gente cree que necesito ayuda todo el tiempo; por eso me preguntan cada dos segundos qué necesito. La gente cree que mandarme el emoji del brazo forzudo y para arriba es darme fuerza. La gente cree que regalándome una Rhodesia —golosina en venta en Argentina— o una barra de chocolate me puede solucionar el día. La gente cree que la enfermedad es terminal; se pregunta: ¿cuánto le quedará, pobre? La gente cree que en poco tiempo me acuesto en la tumba.

Quién es ese niño, el primer sencillo de Matías.


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