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Foto principal/Carlos Lema

Amada Tinoco baila desde que era una niña. Bailaba en las fiestas, en los cumpleaños, en los carnavales. También los domingos en la casa de sus abuelos, cuando la familia entera se reunía a comer sancocho y los primos corrían por los pasillos y los adultos bailaban y los niños los imitaban. Como en muchas familias de Cartagena de Indias, siempre había música en esas reuniones: se pasaba de la salsa al merengue, del merengue a la cumbia, al vallenato o a la champeta. Desde entonces el baile es para Amada parte de la vida cotidiana, una forma de expresar alegría y de conectarse con ella misma y con los demás.

Por eso no es de extrañar que se refugiara en el baile cuando mataron a su papá. Ella tenía solo diez años, y su mundo se vino abajo, no tenía ganas de nada, ni de salir, ni de ir a la escuela, mucho menos verse con sus amigos. Un poco tiempo después, llegaron al Inem, la escuela pública cerca del barrio popular donde Amada estudiaba, Álvaro Restrepo y Marie France Delieuvin, bailarines, pedagogos, coreógrafos profesionales y fundadores del Colegio del Cuerpo (eCdeC). Estaban haciendo unas jornadas para escoger niños y jóvenes interesados en el baile. Era 1997 y Álvaro y Marie France empezaban a darle forma a su sueño de formar una escuela de danza. En esa ocasión fueron escogidos dieciocho niños, entre los que estaba Amada, aunque según ella: “fue una escogencia mutua”. “El Colegio del Cuerpo fue para mí un regalo. Llegaron en el momento más oportuno de mi vida. Álvaro y Marie France fueron de una generosidad inmensa, me dieron todo: sus saberes, sus curiosidades, su arte, su tiempo y, sobre todo, su manera de ver la vida. Se convirtieron en mi familia”. Bailar le ayudó a olvidarse de los momentos tristes, y desde ese momento la danza se convirtió en su vida.

Todas las mañanas, Amada se levantaba temprano para asistir a las clases de danza en el Colegio del Cuerpo, en el Claustro de San Francisco, en el centro histórico de Cartagena. Era un espacio grande, lleno de luz, parecía un lugar mágico donde Amanda se sentía segura y feliz. En las tardes, después de bailar, se iba con otros niños en bus hasta la escuela, a seguir con sus clases de primaria, y con el pasar de los años, bachillerato.

Marie France me contó que un tiempo después, los maestros del Inem decían que los niños que bailaban con eCdeC habían cambiado positivamente su comportamiento; se mostraban más tranquilos y con mayor confianza en sí mismos. “Cuando son niños el énfasis no es que sean los mejores bailarines, sino que aprendan a ver la vida de distinta manera”, dice Marie France.

Álvaro y Marie France se habían conocido en Francia años atrás y en 1993, él la invitó a hacer una asesoría para la creación de un programa de educación profesional para la danza en la Academia Superior de Artes de Bogotá, en donde él era el director. Cuatro años después, Álvaro vivía en Cartagena y le propuso a Marie France que lo acompañara en el sueño de crear la escuela de danza siguiendo el modelo francés, y así lo hicieron con el apoyo de la embajada de Francia en Colombia. El objetivo era contribuir al desarrollo de la danza contemporánea y promover la reconciliación entre personas que habían crecido en zonas marginadas de Cartagena. Niños y jóvenes que vivían en entornos de pobreza, víctimas en algunos casos de maltratos psicológicos y sexuales, o expuestos a las drogas y otras adicciones. Buscaban que los estudiantes se entregaran con dedicación y disciplina, pero también los alentaban a que disfrutaran plenamente con el baile.

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Marie France Delieuvin y Alvaro Restrepo, fundadores y directores de El Colegio del Cuerpo. Foto/ archivo personal Alvaro Restrepo.

Más que una escuela de danza, desde su fundación, el Colegio del Cuerpo se ha convertido para los estudiantes en el centro de una filosofía de vida que les ofrece una mirada de sí mismos en la que el lenguaje del movimiento del cuerpo les ha permitido, en muchos casos, cambiar de destino, cambiar de suerte, recorrer un camino distinto al de sus padres. La danza les ha dado una oportunidad de transformarse y reconstruirse. “Los jóvenes aprenden otra forma de estar en el mundo”, dice Álvaro.

No solo son clases de danza las que reciben los estudiantes. También reciben charlas sobre derechos humanos, sexualidad, drogadicción y violencia. Se habla del respeto por el otro, de disfrutar de los entrenamientos para llegar a la excelencia. En palabras de Álvaro, “los estudiantes aprenden a pensar, a ver, a tener una visión de riqueza distinta a partir de la cual las personas valen por lo que son, no por lo que tienen. Esta filosofía de la danza como una forma de pensamiento tiene el poder de transformar vidas”.

Amada se graduó de bachillerato y siguió su carrera de bailarina. Estuvo diez años con eCdeC bailando en los grandes escenarios de Nueva York, Madrid, Berlín, Lima, Caracas, Quito, Bogotá, entre otros. En 2006 tomó la decisión de irse a Madrid a seguir bailando. Allí se enamoró de un italiano con quien se casó y tuvo un hijo. Más tarde se fue a Italia y trabajó como bailarina en el Teatro Arena di Verona. Ya casada, estudió pedagogía de la danza en el Instituto de Teatro de Barcelona, mientras su esposo hacía un doctorado en arqueología. Hoy en día trabaja independiente y acepta proyectos con distintas compañías de danza del mundo que pueden llegar a durar entre tres y cuatro meses. Su trabajo la hace movilizarse todo el tiempo, pero su hijo, que tiene diez años, es su ancla. Entre ella y el esposo se organizan para que alguno de los dos esté siempre con el niño. Nunca ha sufrido de pánico escénico. En todos los lugares donde ha bailado siente lo mismo, no importa si está en alguno de los baluartes sobre la muralla de su natal Cartagena o en el teatro Ballhaus de Berlín: cuando baila se siente plena.

Cuando entrevisté a Amada estaba en Cartagena, en una residencia pedagógica y artística de tres meses que le ofreció eCdeC. Para ella es muy importante su trabajo con el grupo de niños que empiezan su camino en la danza. Piensa que al hacerlo devuelve lo aprendido, y contribuye a que el proyecto del Colegio sea sostenible para muchos más de esos noveles aprendices. Los bailarines se convierten también en maestros para otros. Se vuelven “multiplicadores y fabricantes de alas”, como dice Álvaro.

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Amada Tinoco. Foto/ Alvaro Restrepo.

La visita de Amada coincidió con la inauguración de la sede de eCdeC, en la localidad de Pontezuela, a unos veinte minutos al nororiente de Cartagena. Es un terreno de cuatro hectáreas donado por la alcaldía de la ciudad, en donde el medio ambiente se mezcla con las formas redondas y rectangulares y las vetas naturales de las construcciones de pino y bambú, que el arquitecto Leopoldo Javier Combariza diseñó para el Colegio. Son espacios de grandes superficies, de colores neutros, austeros, simples, y a pesar de eso, —o precisamente por eso—, son imponentes, en los que nada sobra. Visité la sede e hice un recorrido por sus predios hace unas semanas. Tan pronto llegué, sentí que había llegado a un oasis. Pasé del bullicio de la ciudad a un espacio lleno de árboles, plantas y pájaros de todos los colores y tamaños. Me recibió Álvaro y me hizo pasar a un recinto que hace las veces de oficina, biblioteca y lugar donde guardan todo tipo de objetos que se utilizan en las variadas coreografías en las que trabajan. Parece un museo, y de hecho Álvaro dice que sí, que es el Museo Modesto. En cada rincón hay una obra de arte, una colección de libros, zapatos miniatura, sombreros de paja; hay abanicos, muñecas japonesas en porcelana, catrinas mexicanas, móviles, esculturas. Cada objeto tiene una historia y un significado.

Los jardines están rodeados de aguacateros, totumos y papayos donde han creado rincones adornados por esculturas hechas con materiales naturales: madera, piedras, ramas, arcilla. Son espacios que se convierten en escenario para los bailarines. En uno de los totumos hay colgadas unas maracas, como si fueran el fruto mismo del árbol. También hay círculos laberínticos en el suelo construidos con piedras de varios tamaños, parecen mandalas. De la rama de un árbol cuelga la figura en madera de un viejito sentado en una mecedora, y en otro rincón se rinde un homenaje a La consagración de la primavera de Alejo Carpentier, obra que ha servido de inspiración a Álvaro en sus coreografías. En fin, los jardines son otro museo. Un museo a cielo abierto.

Una de las casas de la sede de El Colegio de el Cuerpo en la localidad de Pontezuela. Foto/ Alvaro Restrepo

Visité también una de las casas que acoge a los residentes, están camufladas en la naturaleza como si fueran faroles colgados de los árboles. Y finalmente llegamos al Atanor, el teatro donde entrenan los bailarines profesionales, un inmenso domo en forma de termitero que parece brotar de la tierra. El arquitecto Leopoldo Javier Combariza se inspiró en el hábitat de las termitas como metáfora de la organización y el trabajo conjunto. Es un espacio circular de trescientos metros cuadrados y doce metros de altura, construido en madera y otros materiales naturales y con unas condiciones acústicas perfectas. “Es el espacio que convoca, que transforma, que le da dignidad a la persona y al arte”, dice Álvaro. Ahí pude presenciar a los bailarines profesionales en un ensayo de la obra Espíritu de Pájaro, que presentarían la semana siguiente en Medellín. Allí conocí a Marie France, quien organizaba a los bailarines para empezar el ensayo.

Dos días después, asistí a la presentación de la Compañía Cuerpo de Indias, —los bailarines profesionales de eCdeC— en el Baluarte Francisco Javier de Cartagena. Eran casi las seis de la tarde y el sol se despedía lentamente, reflejando su luz dorada sobre los techos de la ciudad vieja. A medida que la noche se adueñaba del cielo, éste se tiñó de un azul violeta que solo es posible ver a esa hora del crepúsculo. La luna llena se posaba sobre la cúpula de la catedral como un sombrero. Y en esa luz, en esa postal, en ese escenario creado para esa noche en el Baluarte, empezaron a aparecer los bailarines. Se trataba de un fragmento de la obra Flores a Kazuo Ohno, un homenaje al bailarín japonés y al músico canadiense Leonard Cohen. En un primer acto apareció un solo bailarín, su estatura era imponente. Sus brazos y piernas largas se movían con fluidez ante la voz profunda y melancólica de Cohen. Luego fueron apareciendo unos doce danzantes más, vestidos con largas faldas rojas que se movían como si estuvieran elevándose del piso.

En los parlantes sonaba la voz de Silvia Pérez Cruz, con “Pequeño vals vienés”, esa canción en la que el monumental Leonard Cohen le puso música al poema de Federico García Lorca:

En Viena hay diez muchachas, un hombro donde solloza la muerte/ y un bosque de palomas disecadas. Hay un fragmento de la mañana /en el museo de la escarcha. Hay un salón con mil ventanas. ¡Ay, ay, ay, ay! Toma este vals con la boca cerrada.

Yo estaba en la primera fila y podía sentir la respiración de los bailarines, como un eco de meditación que se entrelazaba con la música. Y es que su danza era eso: una meditación en movimiento, un poema expresado con el cuerpo, un canto a la belleza y a la vida, y era también una plegaria y una ofrenda.

Mauricio Suárez. Foto/ Alvaro Restrepo

Y entonces apareció Mauricio Suárez, un joven de treinta y dos años alto y delgado. Lo había conocido durante mi visita a Pontezuela y me impresionaron la fuerza y entrega de su danza. Al comienzo no lo reconocí porque sus rizos negros y rebeldes estaban ocultos con una malla de flores rojas y amarillas. Ahora podía verlo de frente, sus músculos definidos contrayéndose con cada movimiento, las gotas de sudor en la frente caían por su piel morena, como si fueran lágrimas. Bailaba con pasión, entregado al momento. Se notaba que lleva muchos años dedicados a esa expresión artística del cuerpo.

Su vida dio un vuelco hace once años, cuando fue escogido para bailar en eCdeC y decidió convertir su talento en su profesión. Hacía danza tradicional y estaba vinculado con el grupo Ekobios, en Cartagena. Ahí conoció a Ricardo Bustamante, un ex integrante de eCdeC, quien se le acercó después de una presentación y le dijo que tenía mucho potencial. “Yo en ese momento estudiaba Ingeniería y no me gustaba. Era malísimo, lo que me gustaba era bailar”, cuenta Mauricio. Estaba en quinto semestre, y seguía estudiando más por cumplir con lo que sus padres querían de él. Ricardo le consiguió una beca y unos meses más tarde comenzó en el Colegio del Cuerpo. “Al principio fue un choque, creer en mi potencial y crear la disciplina que se necesita fue difícil”. La filosofía de eCdeC le ayudó a desarrollar confianza en sí mismo, a reconocer su cuerpo y respetar el de los demás.

El Atanor, teatro de la sede de El Colegio del Cuerpo. Foto/ Alvaro Restrepo.

Ser un artista en Cartagena ha sido duro para Mauricio. Hay que luchar contra el clasismo y el racismo. Es difícil que la gente reconozca el arte como un trabajo profesional. La gente no ve la danza como una profesión sino como una afición y eso limita el reconocimiento económico. “Cartagena es una ciudad encerrada en sus murallas y en su mente”, dice Marie France. Una de las cosas que Mauricio más aprecia de su participación como profesional de la Compañía del Cuerpo de Indias es la posibilidad de compartir con la gente. “Llevar la danza a todos los rincones: desde un teatro en París, Berlín o Nueva York, hasta el colegio de Bayunca, cerca de Pontezuela, en Cartagena”. En el extranjero hay mayor reconocimiento, pero Mauricio piensa que, aunque en Cartagena aún falta mucho, darse a conocer como ellos lo han hecho contribuye a generar un cambio. “Poco a poco vamos logrando que la gente entienda el arte como la forma de sanar y transformarte como ser humano”, dice.

Mauricio empezó a estudiar sicología hace dos años. Escogió esa carrera como herramienta complementaria de su pasión. A través de la danza se ha dado cuenta de que el aprendizaje de la mente es fundamental para él. “Quiero investigar más sobre cómo mi voz, mi mente y la danza pueden ayudar a otros”. Como parte de la Compañía del Cuerpo de Indias, Mauricio recibe un salario mínimo por medio tiempo de trabajo (desde la pandemia tuvieron que reducir los sueldos). El otro medio tiempo se mueve entre la enseñanza, la participación en eventos y sus clases en la universidad.

El Colegio del Cuerpo transformó la vida de Amada Tinoco. La sacó de un barrio popular de Cartagena a los escenarios del mundo y a una vida en familia en Barcelona. Para Mauricio eCdeC fue el faro que lo ayudó a descubrir su verdadera vocación. También dio un sentido a las vidas de Marie France y Álvaro, quienes han consagrado más de veinticinco años a la educación integral de la danza contemporánea en Cartagena. Y eCdeC ha dejado huella en las vidas de más de nueve mil bailarines que han pasado por sus tablas, convirtiéndolos en “arquitectos de sus propios sueños”, en palabras de Álvaro.

 


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