Cuba
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Cabañas, un pueblo cubano alejado de las rutas turísticas es el reflejo de un país de duras realidades y guiños surrealistas. Allí conviven los huracanes y la revolución, los bultos de arroz de contrabando y unos camellos que milagrosamente no han sido devorados.

 

El sol era un puño de fuego cuando llegué a Cabañas por primera vez. Fue hace más de cuatro años, una mañana del verano de 1995. Ese día el gobierno de Estados Unidos iba a efectuar la primera deportación de un grupo de “balseros” cubanos, y el lugar elegido era un muelle de Orozco, discreto embarcadero situado en la bahía de Cabañas. Se trataba de un acontecimiento histórico. Hasta ese momento Washington había recibido como héroes a todos los cubanos que huían de la isla por mar, pero después de la “crisis de las balsas” Clinton acabó de golpe con aquella política de asilo inmediato que regía desde la llegada al poder de Fidel Castro. Por eso aquella primera repatriación era tan importante como para que todos los periodistas extranjeros que trabajábamos en Cuba nos desplazásemos al lugar.

Al principio no me di cuenta, pero Cabañas me enganchó enseguida. Todavía no sé por qué. El pueblo no es diferente de los que uno se encuentra en la carretera cuando viaja por Cuba. No tiene nada de especial. Sin embargo, algo ocurrió, porque allí comprendí que si quería “entrar” en la Cuba profunda debía echar raíces en un pequeño pueblo de campo como éste.

Cabañas está situado en la costa norte de Cuba, justo en el límite de las provincias de La Habana y Pinar del Río, y cuenta con unos siete mil habitantes. Como cualquier pueblito cubano, tiene su iglesia, su pequeña escuela primaria —gratuita para los 140 niños que estudian en ella—, varios centros médicos, casa de la cultura, restaurante y también farmacia, funeraria, una tienda de dólares, dos centrales azucareras y un casino para jugar al dominó que, por cierto, debido a su mal estado acaba de derrumbarse hiriendo a varios jugadores.

Por supuesto, en Cabañas también hay una oficina del Poder Popular, y varios funcionarios del Partido Comunista y del Ministerio del Interior “atienden” los problemas de la zona. Por tener, Cabañas tiene hasta su propio disidente. Se llama Moisés Leonardo Rodríguez y de él las autoridades locales dicen que está “loco”, aunque sus amigos no creen lo mismo.

En mi primer viaje a Cabañas me crucé en la carretera con destartalados automóviles estadounidenses de los años cincuenta. Vi Buicks, Fords y hasta Cadillacs. Escupían humo negro sobre el arcén, donde había vallas de una ideología muy naïf que pedían a la población ser fieles al socialismo y al Comandante. Recuerdo que al pasar por el pueblo del Mariel apareció en el horizonte un camión ruso cargado de autoestopistas. Llevaba estampado en el parabrisas una frase: “Dulce como el azúcar”. Se me quedó grabada, porque al llegar a Cabañas pensé que realmente la vida no tenía nada de dulce, al menos aquí.

Cuba
Algunos de los tradicionales automóviles de los años 50, que seguían rodando por las calles cubanas en la época en la que fue escrita esta crónica (1999).

Cada vez que he vuelto a Cabañas he visto el mismo paisaje: los mismos coches, las mismas vallas de propaganda, y apostaría que hasta la misma gente haciendo autoestop en la cuneta, pues el transporte público en el interior de Cuba casi no existe. Hace unos días regresé de nuevo. El huracán Irene acababa de azotar el occidente de Cuba y quizás los destrozos hubiesen sido grandes. Por suerte no fue así. Más que un ciclón, Irene fue una tormenta tropical y apenas afectó la zona.

“Los huracanes tienen gran parte de la culpa de lo que pasa en Cuba”, me dijo Cuco un año antes.

El verdadero nombre de Cuco es Juan Francisco Tamargo. A sus 75 años, aún está fuerte como una roca, pero ya no es el mismo del año pasado después de que una trombosis mal atendida lo dejase postrado.

Cuando estaba bien, Cuco se sentía orgulloso de su sombrero Stetson, hecho de piel de nutria. Lo tenía desde hace más de cuarenta años, y cuando hablaba de algún tema que le interesaba jugaba con él, lo acariciaba, se lo pasaba de una mano a otra como si quisiera sacarle todo el jugo con los dedos. Bajo el soportal de su casa, sentado en un sillón de madera, Cuco me explicó un día su teoría de los huracanes. Según él, vivir en un país que cada año corre el riesgo de ser devastado por un ciclón genera un sentimiento de provisionalidad e impotencia en sus habitantes, el cual, unido a la aplastante realidad, es la causa de muchos males actuales. “Entre los huracanes y el socialismo, ya usted ve dónde estamos”, me dijo.

Me explicó que la gente en Cuba no quiere trabajar ni tampoco se arriesga a luchar por cambiar una realidad que los ahoga. “El futuro se reduce a hoy. Y en un pueblo como éste, las únicas salidas de los jóvenes son emborracharse o irse a Estados Unidos”, dijo.

Con Cuco y su hijo recorrí Cabañas varias veces. En unos de esos paseos conocí al párroco de la Iglesia de Nuestra Señora de Guadalupe, un canadiense de Quebec llamado Roche Audet. Ahora debe tener 69 años. Desde hace veinte atiende esta comunidad, y en este tiempo ha bautizado a más de dos mil personas entre jóvenes y adultos, la mayoría después de que el Partido Comunista decidiese abrir sus filas a los creyentes en 1991.

Roche es escéptico sobre el futuro, aunque admite que algo se ha avanzado en los últimos años.

“Ahora hay mayor libertad religiosa. Nuestros catequistas ya pueden hace reuniones en las cooperativas. Allí hablan a los campesinos del problema del embarazo de las adolescentes, del alcoholismo, en fin, de los problemas que afectan a nuestra comunidad”.

La iglesia de Guadalupe fue quemada durante las guerras de Independencia, pero todavía conserva la torre del campanario, que fue construida en 1822. Es un templo humilde, en el que se congregan 60 o 70 personas los domingos. Algunos acuden entre semana a rezar o a pedir a la Virgen por sus familiares en Estados Unidos.

“Mucha gente aquí tiene familia en EE.UU. Muchos se han ido. Yo he perdido decenas de feligreses en estos años”, me contó el párroco en una ocasión. Algunos de los habitantes de Cabañas salieron de Cuba por el mismo mar que ahora trae de vuelta a los balseros.

Niños frente a una de las tiendas de Cabañas, Cuba.

Con Roche hablé de dos temas que están muy presentes en Cuba, el de la brujería y el de la situación económica. En Cabañas, como en toda la isla, mucha gente practica religiones afrocubanas como la santería o la regla de Pablo Monte. A veces en la puerta de la iglesia aparecen plumas y cabezas de paloma envueltas en trapos, pero de eso nadie se asusta. “Así es este país”, me dijo uno de los ayudantes del párroco.

Roche afirma que en Cuba, “hambre, lo que se dice hambre, no hay”, pero se queja de las leyes, que no permiten al cubano tomar la iniciativa.

En Cabañas, bastante gente se dedica al mercado negro como única fórmula para sobrevivir. Compran sacos de arroz robado en los pueblos de los alrededores y los venden luego a cuatro pesos la libra. Otros cambian pesos por dólares a la puerta de la “shopping” del pueblo, obteniendo tres pesos de ganancia por cada dólar cambiado.

“No queda otro remedio. El salario de un obrero son 200 pesos, y el cambio está a 21 pesos por dólar”, me cuenta un cambista en la calle principal. Por el racionamiento, mensualmente el gobierno da a bajo precio cinco libras de arroz, seis de azúcar y algunos “productos cárnicos”, de infame calidad: “picadillo de soja”, “pasta de oca”, etcétera. Estos productos no alcanzan ni para quine días.

Un amigo comenta que en la avenida principal de Cabañas está Cuba resumida. Es verdad. Por suerte hoy no hace demasiado calor, y gracias a ello los dos jóvenes que transportan a mano por la calle un pesado saco con productos de contrabando todavía no se han desmayado. Pasan junto al restaurante El viajante, que ese día “oferta” arroz, chícharos y jamón harinoso a cinco pesos. Afuera, cinco o seis hombres están sentados tranquilamente, aunque estamos en horario de trabajo.

—Oye, ¿ese coche es de prensa? —me pregunta uno de ellos.

—Sí. ¿Tienes algo que decir? —respondo.

—No, qué va, si yo me siento muy bien —contesta el mulato, empleando el proverbial humor cubano de doble sentido.

En la misma calle, cerca de donde Martín trabaja rellenando mecheros, se encuentran la farmacia, la funeraria y el casino. La farmacia tiene la mayoría de sus anaqueles vacíos y hasta hace poco tuvo colgado en la puerta un cartel que decía “La medicina verde al servicio del pueblo”. En el pueblo, la escasez de medicamentos es tan preocupante como la situación de la funeraria. El día que la visité, al coche fúnebre le faltaban dos ruedas, por lo que desde hacía semanas cuando alguien moría había que esperar a que se enviase un coche de otro lugar. “Hay veces que el muerto pasa horas tendido en su casa antes que lo vayan a buscar”, me dijo con la boca pequeña un empleado.

El día que la visité, al coche fúnebre le faltaban dos ruedas, por lo que desde hacía semanas cuando alguien moría había que esperar a que se enviase un coche de otro lugar.

Martín trabaja muy cerca del antiguo casino de Cabañas, y digo antiguo, porque hace pocos meses se derrumbó mientras algunos lugareños jugaban al dominó. Uno de ellos había sido policía de Batista, pero la revolución no tomó represalias contra él y se limitó a jubilarlo en 1959. “Tiene 90 años, y aunque nunca de dio una bala, ahora estuvo a punto de morir cuando se desplomaron sobre él un mundo de tejas y tablas”, contó un vecino.

El salario de Martín es de 180 pesos. Se lo paga el Estado, ya que, aunque parezca increíble, este pequeño negocio no es privado. Su trabajo consiste en rellenar mecheros con un spray insecticida —“para matar mosquitos”— que él a su vez ha rellenado con gas. Por ley puede rellenar mecheros, pero no poner piedras. Es lo que él llama “la ley del embudo”.

En uno de mis últimos viajes a Cabañas conocí a Moisés Rodríguez, el disidente del pueblo. “Disidente, no. Un ciudadano cubano que disiente, corrige. Por su forma de hablar y de pensar, Moisés tiene desde hace años unas difíciles relaciones con las autoridades del pueblo, pero desde las Navidades pasadas la “cosa” está aún peor. Fue a causa del llamado plan Reyes Magos, programa auspiciado por algunos grupos anticastristas de Miami que consiste en enviar un juguete por cada niño cubano que no tiene. Moisés fue uno de sus promotores y ha hablado en varias ocasiones por Radio Martí, la emisora enemiga, por lo que es mal mirado y le llaman “loco”. Pese a ello, le siguen permitiendo impartir clases de física en la Facultad Obrero Campesina, es profesor de secundaria.

A sus 51 años, vive de hacer cortinas artesanales de caña brava y de comercializar algunas “cocinas solares” que él mismo ha inventado y con las que prepara la comida a la puerta de su casa cuando hace sol. Moisés fue quien me habló de los barracones y de los “camellos de Fidel”.

Habitante de Cuba en la entrada de una de las sedes del Poder Popular.

—¿Los camellos de Fidel?

“La realidad de Cuba es surrealista y disparatada, pero no puede serlo tanto”, pensé. Craso error.

La finca La Herradura queda al lado de la playa del mismo nombre. Incrédulo todavía, hacia allí me dirigí en compañía de Cuco en busca de “los camellos de Fidel”. Habían oído hablar de ellos todos los habitantes de Cabañas, y algunos niños hasta decían haberlos visto. Al final de La Herradura, en una pequeña vaquería bien custodiada, un hombre nos dio el alto. Después de intercambiar algunas frases, nos permitió pasar, y cuál no sería mi sorpresa cuando en un potrero cercano vi medio centenar de camellos acostados. Estaban orientados hacia el Sur.

Ya en confianza, el custodio me aclaró: “Camellos no, son dromedarios. Estos tienen una sola lomita”.

En 1992, cuando los rigores del periodo especial eran más bravos, un día unos hombres trajeron a La Herradura una cuerda de 38 camellos y poco después apareció Fidel. Desde entonces ha vuelto en varias ocasiones para ver cómo se adaptaban al clima de Cuba —parece que bien, pues la colonia ya es de más de cincuenta ejemplares—. Nadie sabe para qué los quiere Fidel. Lo único que hacen es comer sal y pienso, y beber agua, pero no les utiliza como animales de carga ni las hembras son ordeñadas. Quizás fuesen sólo un regalo al presidente cubano de algún mandatario árabe. Pero llama la atención el que poco después de llegar los dromedarios a cabañas apareciese en La Habana un nuevo transporte público, el “camello”, un gigantesco camión con el techo en forma de giba que se ha convertido en el principal transporte público de la ciudad.

En 1992, cuando los rigores del periodo especial eran más bravos, un día unos hombres trajeron a La Herradura una cuerda de 38 camellos y poco después apareció Fidel.

—Los camellos de Fidel, no. Los camellos del pueblo —me dijo en su oficina Restituto Mariño, el representante del Poder Popular en Cabañas.

—¿Existen planes estratégicos con los camellos en caso de guerra? —le pregunté.

—No, —me contestó secamente—la infantería cubana no necesita de camellos.

Restituto me dijo unas cuantas cosas, y creo que en muchas tenía razón. En la escuelita primaria Patria Nueva estudiaban 140 alumnos, todos en forma gratuita, y se les daba también almuerzo y uniforme. En Cabañas igualmente había varios centros médicos, una clínica estomatológica, un hogar materno y muchos otros servicios públicos gratuitos, aunque era cierto que debido a la crisis económica la calidad de estos servicios había disminuido sensiblemente en los últimos años. Si la funeraria estaba también en mal estado, no era menos cierto que nadie en Cuba pagaba su entierro, pues el Estado asumía todos los cargos de la despedida de este mundo. Al analizar la actual situación de Cabañas y de Cuba, también hay que tener en cuenta esto. Es lo justo.

Antes de marcharme de Cabañas, después de comprobar que el huracán Irene apenas había causado daños en el pueblo, no quise dejar de pasar por los “barracones” del central azucarero Augusto César Sandino. Los “barracones” eran eso mismo: unos viejos barracones de esclavos del siglo pasado en los que malvivían algunos trabajadores del central. El Estado no tenía otra casa que ofrecerles.

Uno de los moradores de los barracones era Clemente Martínez, “el Niño”, un negrón buena gente que vivía en su pequeño hogar de sólo dos camas con cinco hijos y un puerquito que era la esperanza de la familia. La casa estaba semiderruida, tanto que una vez se hundió el piso y “el Niño” encontró varias cartas de libertad de esclavos. Los nombres le hicieron reír. Uno se llamaba Tamabuto. Otro, Caliborio. Esta vez cuando fui a ver al “Niño” no lo encontré. Su barracón había sido demolido y a él lo trasladaron a un albergue comunal.

 

«La Cuba Profunda», es una crónica que Mauricio Vicent escribió en diciembre de 1999 para el número 0 de la revista Gatopardo, como apoyo a esa publicación que recién daba su primer paso. Con el tiempo Mauricio seguiría enriqueciendo la revista con varias de sus estupendas historias.


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