Honduras

Cuatro y media de la madrugada.La oscuridad cederá en pocos minutos entre pinares de las montañas de Ocotepeque, la frontera occidental de Honduras, lindante con El Salvador y Guatemala. Mientras tanto, una madre limpia a tientas a su bebé que llora entre-dormido. Dos hermanos adolescentes guardan pertenencias en mochilas desgastadas; quieren ser los primeros en cruzar. Están ansiosos. Tres metros a la derecha, un tipo mea sin discreción. El paso recibe cada vez más ómnibus de ‘turismo migrante’ que llegan desde la frontera Sur. «Es un embudo del tránsito migratorio, —me dice Jesús Manueles, gerente del Punto de Protección de la oenegé ADRA (PPA) y referente del ‘distrito humanitario’ que se estableció en el lugar—. Si te digo un promedio modesto, te hablaría de cuatro mil personas que pasan por aquí. Por día».

Y si no fuera por la bandera celeste y blanca con las cinco estrellas flameando —que rememoran la gran República de Centroamérica—, el escenario simularía a la perfección un check point en entorno bélico: fuerzas armadas y gente apremiada, nerviosa, impotente. Policías y gente rodeada de mugre. Con hambre, sed, y cansancio. Coyotes y gente transpirada en el piso. Bebés que lloran pidiendo cambiar el último pañal. Niños sumidos en silencios de susto.

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Suyapa González Ruiz, médico general a cargo del área de Salud del PPA, hace mención de las principales patologías: «aquí atendemos a diario a cientos de personas en tránsito. El cansancio y la malnutrición están haciendo estragos. Los niños son los más vulnerables». Foto/|© Migue Roth / ADRA DIA

La ansiedad de seguir viaje, de cruzar Honduras lo más rápido posible, inciden en la vertiginosidad de los movimientos y en los mecanismos para evitar los controles que, en gran medida, implican nuevas extorsiones por dinero. «Las fronteras siempre son lo mismo —me dice David, migrante venezolano— son lugares sucios, donde hay tipos turbios que hacen negocios ilícitos».

Pero en el mismo lugar también se dan actos de humanidad: psicólogas en atención emocional desde la madrugada, en puntos de protección para las infancias, trabajadores de oenegés parados durante horas en puestos de hidratación, enfermeros de la Cruz Roja intentando brindar un mínimo de alivio ante tanto padecimiento. Como el del padre que cargó a su hija, sus bolsos abarrotados a lo largo de demasiados kilómetros y muerde un trapo para aguantar el dolor en los pies. O la frustración y el temor de una joven haitiana; o la abuela afgana descompuesta. O la mirada extraviada de aquel niño, que dice más de la tragedia migrante que decenas de informes oficiales publicados.

Las agencias humanitarias están desbordadas.

Suyapa González Ruiz, médico general a cargo del área de Salud del PPA, hace mención de las principales patologías: «aquí atendemos a diario a cientos de personas en tránsito con infecciones respiratorias agudas, muchísimos casos gastrointestinales (diarreas, vómitos, fiebre), infecciones cutáneas, pies con heridas serias y retención de líquido en miembros inferiores. El cansancio y la malnutrición están haciendo estragos. Los niños son los más vulnerables, pero en cada jornada también escucho a mujeres enfermas o abusadas».

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En el distrito humanitario se establecieron zonas de protección para las infancias, donde trabajadores de diferentes oenegés permanecen durante horas intentando brindar un mínimo de alivio ante tanto padecimiento. Foto/ © Migue Roth / ADRA DIA

La inestabilidad amenazante

El municipio de Ocotepeque es precario. Las condiciones habitacionales son semejantes a las que existen en los extrarradios de las desmesuradas San Pedro Sula o Tegucigalpa: casas construidas con chapas herrumbradas, unos cuantos ladrillos y troncos de la zona. Aunque, a diferencia de las ciudades, la ruralidad aún representa espacios básicos de seguridad en el que la pobreza no implica indefectiblemente muerte por inanición.

Una familia pobre de campo cria chanchos, los alimenta con desperdicios; el padre carneará los animales con ayuda del hijo mayor. La madre preparará chicharrones caseros que venderán las hijas a la vera de la ruta.

La historia oficial considera a Honduras como arquetipo de República Bananera, una definición peyorativa heredada de la United Fruit Company, la empresa norteamericana que dispuso a su antojo de varios países de Centroamérica durante la mayor parte del Siglo XX. En la actualidad, los registros de pobreza continúan siendo altísimos. La desigualdad se percibe a simple vista: la mayoría de la población económicamente activa apenas cobra unos dólares miserables luego de jornadas extenuantes en fábricas, fondas o fincas. Las urbes, en particular, están asediadas por pandilleros. La connivencia policial con la delincuencia y el crimen es moneda corriente. Ciclos de sequías e inundaciones devastan los cultivos. Los argumentos para nutrir el éxodo se hacen incontables y las decisiones de política migratoria que se toman en Washington no detienen los esfuerzos ni las ilusiones de las personas que huyen de la hostilidad de sus entornos.

«En el sur del país hay una apertura de diferentes puntos fronterizos donde la gente está entrando —dice Edu Compte Verdaguer, responsable de la Unidad de Terreno del ACNUR—. Es como si se tratara de un enorme río. Funciona como una enorme vía de tráfico de personas que converge en Ocotepeque, que aparenta ser muy tranquilo aunque también hay violencia subterránea. Por eso es una zona compleja. Aquí se presenta toda la presión de la gente que llega desde el sur. Si en algún momento se produce algún tapón, o cambia la política migratoria en el norte, aunque se tratara de cosa de dos o tres días, tendríamos una situación muy tensa. Hay que prepararse para preservar los derechos de las personas, su dignidad, en una situación semejante. Coordinarse bien. Reaccionar de forma rápida y organizada. Aunque quizás no todas las organizaciones tienen esa capacidad».

Jesús y las mochilas

Hay una pregunta insistente: ¿qué metería en la mochila si no tuviera previsto volver a mi lugar de origen en diez años?

Jesús —referente del distrito humanitario y gerente del Punto de Protección de ADRA— me dice que escucha a la población migrante repetir que ya no tienen nada que perder. O que es tan poco que, si tienen que hacerlo, van a caminar hasta desfallecer. Y que todas sus posesiones importantes caben en una mochila.

Familias enteras se internan en las montañas boscosas; atraviesan senderos cerrados y peligrosos con la guía de coyotes que les prometen cruzarlos del otro lado de la frontera. Foto/ © Migue Roth / ADRA DIA

Es un tipo agradable Jesús. Los trabajadores humanitarios le tienen confianza y él se presta a las bromas: «si está Jesús, estamos en buenas manos». «Si viajo con Jesús, viajo confiado». «Sin Jesús no vamos a ningún lado». Es doble sentido, pero guarda conexión con las creencias predominantes en Centroamérica: Si algo tenía que pasar es «gracias a Dios». Si se expresa un deseo, «Primero Dios». Y si la fatalidad golpea fue porque «Dios así lo ha querido». Alberto Pradilla, periodista que lleva varios años cubriendo la región, lo explica con precisión: «Centroamérica está cerca de convertirse en la primera teocracia evangélica multinacional del planeta. Los protestantes superan a los católicos en número. El principal apoyo para el fundamentalismo evangélico viene de las clases populares. Los que emigran sin dinero para pagar un coyote. Dios está presente cada tres frases que se pronuncian. Pero es un dios simplón, de premio y castigo. Un dios de resignación, porque todo ocurre por su voluntad y no cabe el libre albedrío. Uno que se apunta cuando todo va bien, y permite que nadie asuma responsabilidad cuando todo se va a la mierda».

Los casos de niñas y niños con patologías psicológicas se multiplican. Agencias humanitarias como ADRA establecieron Puntos de Protección para la niñez en los «hot points» de la ruta migratoria. Foto/ © Migue Roth / ADRA DIA

Los mecanismos centrífugos

Los buses de ‘turismo humanitario / uniendo fronteras’ que realizan el traslado de la población migrante tienen los horarios, la logística y la ruta bien establecida. Para los grupos mixtos de personas en tránsito (familias de venezolanos, jovenes afganos o bangladeshíes, mujeres con hijos que buscan la reunificación familiar, ciudadanos de países asiáticos que cruzan la región sin motivos claros) para todos es un alivio contar con ‘el servicio’, que cuesta 35 dólares la carrera. Pero la bisagra de movilidad que se da en Honduras, aunque aparenta estar aceitada, es frágil. Si se rompiera, se quebraría una delicada cadena de equilibrio migratorio. Las repercusiones de una crisis semejante —como siempre— golpearía a la población más vulnerable, castigada y extenuada. La tensión social incrementaría los patrones de xenofobia y violencia a lo largo de todos los puntos de movilidad humana centroamericana.

«En el sur del país hay una apertura de diferentes puntos fronterizos donde la gente está entrando —dice Edu Compte Verdaguer, responsable de la Unidad de Terreno del ACNUR—. Es como si se tratara de un enorme río. Funciona como una enorme vía de tráfico de personas que converge en Ocotepeque». Foto/ © Migue Roth / ADRA

Los mecanismos parecieran articularse para que la población migrante quede desprotegida: frágil, impotente, vulnerable. Por corrupción, ineficiencia o interés, se erigen obstáculos para impedirles llegar a destino. Y para que quienes logren hacerlo adquieran previamente ese veneno tan difícil de purgar: la indefensión aprendida. Las distintas formas de violencia a los que son sometidos en el camino (vejaciones, abusos de poder, xenofobia, malos tratos, violaciones, robos, extorsiones) inoculan una toxina; al ingresar al país del norte portan la triple S y permanecen silenciosos, serviciales, sumisos.

Amanece.

La población migrante no ha dormido.

Están agotados pero lúcidos. Si cierran la frontera, buscarán resquicios para cruzarla. Si se abre, la esquivarán. Saben muy bien que el sueño americano ya no existe, van tras sus despojos.


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