África
Fotografías: Archivo particular

22 de junio de 1974. Parkstadion de Frankfurt, Alemania. Brasil enfrenta por la última fecha del grupo B del Mundial a la pintoresca y desconocida selección de Zaire. El encuentro tiene un valor añadido, más allá de la disparidad que pueda preverse entre los, por entonces, tricampeones del mundo, defensores del título ganado de manera brillante en México en 1970, y el primer equipo del África negra en llegar a la máxima cita del fútbol: Brasil necesita ganar por un mínimo de tres goles para superar la ronda inicial. Pero los zaireños, ya eliminados, juegan su partido aparte sin que casi nadie lo sepa…

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22 de junio de 1974. Parkstadion de Frankfurt, Alemania. Brasil enfrenta por la última fecha del grupo B del Mundial a la pintoresca y desconocida selección de Zaire.

Todo transcurre dentro del guión previsto. Jairzinho abre el marcador a los 12 minutos y Rivelino lo amplía a los 21 del segundo tiempo. Hasta que a los 33 ocurre lo inesperado, la jugada que colgaría en la memoria un choque que de otro modo habría pasado al olvido, pero también la acción que tiempo más tarde revelaría la trama oculta tras la decepcionante participación del conjunto africano en su presentación en sociedad. Jairzinho, uno de los supervivientes del gran equipo del 70, es trabado a dos metros del área, sobre la izquierda del ataque verde-amarelho. El árbitro rumano Nicolae Rainea sitúa la barrera y hace sonar el silbato. Es entonces cuando un jugador zaireño sale disparado del vallado montado por el arquero Kazadi Mwamba para obstaculizar el remate, se anticipa a quienes se preparaban para ejecutar la falta y despeja la pelota con un puntinazo. El público no puede reprimir las carcajadas, tampoco algunos de los jugadores brasileños. Rainea amonesta al infractor, Mwepu Ilunga. Él, por supuesto, no lo sospecha, pero en ese mismo momento acaba de entrar en la historia.

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El desafortunado jugador Mwepu Ilunga.

El fútbol africano, y especialmente del África negra, comenzó a desarrollarse muchísimo tiempo después que en Europa, América o incluso que en los países al norte del Sahara, tal como ocurriera con el proceso de descolonización y tantos otros aspectos de la vida que mantiene niveles de retraso muy apreciables en infinitas materias. Las primeras muestras de que la pelota también rodaba por los campos del continente eran exclusividad de los egipcios, presentes en el Mundial de 1934, y de los marroquíes, que jugaron en 1970. Por entonces, y más aún con las severas limitaciones de comunicación de esos tiempos, poco y nada se sabía de lo que sucedía al sur del desierto de arena.

El árbitro rumano Nicolae Rainea sitúa la barrera y hace sonar el silbato. Es entonces cuando un jugador zaireño sale disparado del vallado montado por el arquero Kazadi Mwamba para obstaculizar el remate, se anticipa a quienes se preparaban para ejecutar la falta y despeja la pelota con un puntinazo.

Por ejemplo, prácticamente nadie llegó a enterarse de que, en 1968, la Copa Africana de Naciones fue ganada por la selección de la República del Congo-Kinshasa, el ex Congo Belga donde entre 1885 y 1908 el rey Leopoldo II de Bélgica promovió un genocidio que se calcula mayor en número de víctimas al del Holocausto judío durante la Segunda Guerra Mundial. La noticia pasó casi tan desapercibida como el golpe de Estado que tres años antes había llevado al poder a Joseph Desiré Mobutu, quien más tarde sería mundialmente conocido como Mobutu Sese Seko, un dictador sanguinario que jugaría un rol fundamental en el fútbol de su país y, aunque parezca extraño, también en la insólita acción protagonizada por Mwepu Ilunga unos años después.

Aquí la jugada

Mobutu no demoró mucho en descubrir los beneficios que le brindaba el deporte para ganar popularidad entre la población, y tampoco en volcar sus esfuerzos hacia el fútbol, dado los buenos resultados que empezaron a cosechar los equipos locales. Incluso antes de que llegara el éxito del combinado nacional, el TP Mazembe había sido el ganador de la Copa Africana de Campeones en 1967 y 1968. Las transmisiones televisivas de México 70, las primeras a gran escala de un Mundial, convencieron al dictador zaireño (en 1971 decidió darle un nuevo nombre a su país) de que debía apoyar al fútbol para estar presentes en la cita germana portando el estandarte del continente negro.

Por ejemplo, prácticamente nadie llegó a enterarse de que, en 1968, la Copa Africana de Naciones fue ganada por la selección de la República del Congo-Kinshasa, el ex Congo Belga donde entre 1885 y 1908 el rey Leopoldo II de Bélgica promovió un genocidio que se calcula mayor en número de víctimas al del Holocausto judío durante la Segunda Guerra Mundial.

El yugoslavo Blogoje Vidinic, un exarquero campeón olímpico en Roma 1960 y subcampeón de Europa ese mismo año, fue el elegido para dirigir a los rebautizados Leopardos (Mobutu dejaba su marca en casi todo, y le gustaba más este apodo que el de Leones, el anterior). La razón era muy simple: había sido el entrenador que llevó a Marruecos a la fase final en México. Un 4-0 a Togo marcó el inicio del camino, y cuatro victorias en otros tantos partidos del triangular final ante Zambia y los marroquíes sellaron la clasificación: en 1974, el fútbol africano por fin habría cruzado el Sahara.

El árbitro Nicolae Rainea saca tarjeta amarilla al jugador Mwepu Ilunga.

El éxito alteró los ánimos del país, donde los jugadores de la selección se convirtieron en héroes nacionales, al mismo tiempo que estimuló la generosidad y el afán populista del dictador. Mobutu les regaló una casa y un coche a cada futbolista, y prometió premios más suculentos si el equipo cumplía un buen papel en el Mundial. También apoyó efusivamente la multitudinaria caravana que acompañó al equipo hasta el aeropuerto en la partida rumbo a Alemania y, para no dejar ningún cabo suelto, ordenó reclutar y sumar a la delegación a los más renombrados hechiceros de cada región, cuyos atuendos y costumbres serían de lo más llamativo que se vio en el torneo.

Las transmisiones televisivas de México 70, las primeras a gran escala de un Mundial, convencieron al dictador zaireño (en 1971 decidió darle un nuevo nombre a su país) de que debía apoyar al fútbol para estar presentes en la cita germana portando el estandarte del continente negro.

Hasta que por fin llegó la hora de jugar, y allí ningún chamán logró torcer el destino. El debut ante Escocia no fue del todo negativo. Pese al 0-2, Zaire dejó una buena impresión, mejor de la que se suponía de antemano. Pero los hechos ocurridos entre el estreno, partido disputado el 14 de junio, y el siguiente frente a Yugoslavia cuatro días después cambiarían por completo la ecuación.

El populista dictador Mobutu.

Apenas habían transcurrido algunas horas desde la derrota inicial cuando los dirigentes de la federación zaireña comunicaron a los integrantes del plantel que se les había acabado el dinero para pagarles. “Pusieron excusas sin sentido. Nos dijeron que se había gastado en el viaje y no quedaba más”, explicaría Mwepu muchos años más tarde. Los futbolistas amenazaron con no presentarse a jugar contra los balcánicos, y si bien la presión de los representantes del gobierno los hizo desistir, entraron al campo aunque no del todo. Una vez sobre el césped, los zaireños llevaron a cabo una huelga “a la japonesa”. Estaban, pero fue como si no estuvieran. “En el video del partido se ve muy claro, paseábamos por la cancha”, recuerda Mwepu. El resultado fue catastrófico, casi inaudito: 0-9.

En su palacio de Kinshasa, Mobutu enloqueció, perdió los nervios sin creer lo que veía. El imaginado orgullo por ser el primer país del África negra representado en un Mundial se convertía súbitamente en humillación. Con Brasil en el horizonte temió lo peor, y decidió resolverlo a su modo: mandó un mensaje tajante a quienes eran ídolos nacionales un mes antes informándoles que si perdían por más de tres goles de diferencia no se les permitiría regresar al país.

En Alemania, después de los nueve goles recibidos frente a Yugoslavia, el público había mudado sus sentimientos en relación a Zaire. La curiosidad y la extrañeza dejaron su lugar a una especie de lástima condescendiente, y la idea de que esos chicos eran voluntariosos pero no sabían jugar al fútbol ganó muchos adeptos. La acción de Mwepu Ilunga a los 33 minutos del segundo tiempo pareció certificarla. “Ni siquiera conocen el reglamento”, fue la conclusión inmediata. Nada más lejos de la realidad. “Lo hice a propósito. Por supuesto que conocía las normas. Había jugado muchos años al fútbol antes de ese partido, ¿cómo demonios no iba a saber las reglas?”, confesaría el defensor de los Leopardos una vez que todo pasó. Su explicación encerraba una reivindicación: “No tenía ninguna razón para continuar jugando mientras que los dirigentes de mi país se enriquecían a mi costa. Quería marcharme del partido e intenté forzar mi expulsión”. No pudo. El árbitro solo lo amonestó.

Con Brasil en el horizonte temió lo peor, y decidió resolverlo a su modo: mandó un mensaje tajante a quienes eran ídolos nacionales un mes antes informándoles que si perdían por más de tres goles de diferencia no se les permitiría regresar al país.

Un minuto más tarde, Valdomiro marcaría el tercer gol brasileño y allí se terminó todo. Unos se conformaron con el resultado que les daba el pase a la siguiente ronda; los otros se aferraron a la diferencia que les habilitaba la vuelta a casa. El recibimiento en Kinshasa, por supuesto, no se pareció en nada a la despedida. El dictador Mobutu prohibió que nadie se acercase al aeropuerto y los jugadores nunca cobraron un céntimo por su participación.

Mwepu Ilunga falleció en mayo de 2015, olvidado y económicamente arruinado. Para esas fechas, por fortuna, el fútbol del África negra ya llevaba varios años escribiendo historias muy distintas, semejantes a la que pretendió prolongar Costa de Marfil en Tokyo 2020.

 


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