el estafador colombiano
Ilustraciones: Relatto

Capítulo 6

Estoy en Nueva York”.

Juan Carlos Guzmán Betancur estaba decidido a volver a Estados Unidos. Así lo había dejado saber ante algunos periodistas en el aeropuerto después de que fue devuelto de Miami. Sin embargo, nadie esperaba que su nueva intentona se produciría al cabo de una semana. La noticia acaparó todos los telenoticieros y periódicos de Colombia y de varias partes del mundo, luego de que un par de trabajadores de ARCA lo descubrieron durante la inspección de una de sus aeronaves, después de que se volvió a colar en el sistema del tren de aterrizaje, agazapado del mismo modo que la primera vez.

El hecho ocurrió en una de las plataformas de carga del aeropuerto de Bogotá. Esa vez llevaba puesta la ropa con la que había estado los últimos días en las calles de Cali, a donde fue luego de que la gente del DAS lo dejó a su suerte en El Dorado. Cuando los sujetos lo encontraron, la expresión de uno de ellos fue de sorpresa: “¡¿Otra vez usted?!”, le dijo, y de inmediato le ordenó que bajara de allí.

Según una publicación de El Nuevo Herald del domingo 25 de julio de 1993:

Polizón intentó volver en tren de aterrizaje

Gerardo Reyes

Redactor de El Nuevo Herald (Miami)

El polizón colombiano Juan Carlos Guzmán Betancur parece haber tomado en serio su promesa de volver al país de sus sueños.

Guzmán, deportado hace 10 días de Estados Unidos, fue hallado el viernes en Bogotá escondido en el tren de aterrizaje de un avión de carga que había salido de Cali con destino a Miami, informó la policía colombiana. El vuelo entre Cali y Bogotá se hace generalmente a una altura no mayor de 15.000 pies y demora unos 30 minutos.

Antes de salir de Cali, dijo un directivo de la compañía aérea ARCA, el DC-8 hizo cinco despegues e igual número de aterrizajes de entrenamiento con el joven escondido en su interior.

El avión era el mismo en el que Guzmán llegó la madrugada del 4 de junio a Miami escondido supuestamente en el mismo lugar que utilizó en esta ocasión.

«¡Dios mío!», exclamó David Iverson, el abogado en Miami de Guzmán, al enterarse de la noticia. «Bueno, a ese muchacho habrá que darle un felicitación por su persistencia. Seguro piensa que es invencible. Por lo menos ahora se darán cuenta que así fue como realmente llegó a Miami la primera vez».

Aparentemente, Guzmán estaba seguro del éxito de su misión. El jueves llamó a la familia Lozano, que lo ayudó en Miami después de su aventura el mes pasado. «Me dijo que lo recogiera el viernes a las 11 de la mañana», dijo Bertha Lozano, esposa del policía de Miami Jairo. «No imaginé que de verdad lo haría».

Lozano dijo que le suplicó al joven que no lo hiciera, pero él le respondió que sabía lo que hacía. Jairo dijo que el muchacho le mencionó planes de estudiar en México.

El gerente de ARCA, capitán Hernando Gutiérrez, dijo en una entrevista con la cadena radial Radio Cadena Nacional (RCN) que Guzmán prefiere los aviones de esa compañía porque ya los conoce.

El estafador colombiano
Poco más de una semana después de haber sido devuelto desde EE.UU. a Colombia, Guzmán Betancur intentó colarse de nuevo en el tren de aterrizaje de otro avión que permanecía en el aeropuerto El Dorado, de Bogotá, pero fue descubierto.

«Esta vez estaba preparado», dijo Gutiérrez. «Traía puestos dos pantalones, dos camisas y llevaba un par de guantes, además de dobles calcetines».

Según Gutiérrez, Guzmán, de 17 años, dijo que intentará de nuevo regresar a Estados Unidos porque está obsesionado con vivir aquí.

Guzmán, un joven rechazado por su madre y golpeado por su padrastro desde que era niño, se convirtió en el polizón más célebre de Estados Unidos en los últimos años.

Cuando la publicidad de su caso y las gestiones de Iverson abrieron una esperanza para que el joven pudiera quedarse en Estados Unidos como estudiante, Guzmán desapareció en bicicleta de la casa de un pariente lejano en Cutler Ridge.

Días después fue encontrado por la policía de Miami en un edificio de oficinas de Coral Way y fue deportado en un vuelo de ARCA el 14 de julio.

Henri Humberto, alcalde de Roldanillo, el pueblo natal de Guzmán, dijo a una estación de radio colombiana que estaba sorprendido de que el joven hubiera intentado viajar a Estados Unidos por segunda vez.

«A su regreso le prometió a todo el mundo que iba a cambiar», dijo. «Aseguró que iba a estudiar de nuevo y que trabajaría para ayudar a su familia. . . pero todo era mentira».

La redactora de El Nuevo Herald Aminda Marques y servicios cablegráficos combinados contribuyeron a esta información.

Luego de que fue descubierto en el aeropuerto, Juan Carlos fue expulsado de las instalaciones por la policía. Aquella situación condolió a una mujer, que tras reconocerlo le ofreció trabajar en la cocina de su restaurante como fregador de platos y encargado de oficios varios. El lugar, un viejo edificio con apariencia de bodega y con grandes ventanales, estaba contiguo al mismo aeropuerto, justo enseguida de la zona de carga, y a él iban a almorzar varios de los hombres de mantenimiento de las aerolíneas. El nuevo oficio le vino bien a Juan Carlos por un tiempo, y para cuando 1993 estaba por terminar se había hecho con dinero suficiente para comprarse un boleto aéreo y probar suerte en otra ciudad.

Esta vez estaba preparado», dijo Gutiérrez. «Traía puestos dos pantalones, dos camisas y llevaba un par de guantes, además de dobles calcetines».

En palabras de Juan Carlos Guzmán Betancur:

“Después de que fui regresado de Miami me volví a colar en el tren de aterrizaje de otro avión de ARCA. En realidad, meterme en ellos y viajar de ese modo me parecía algo relativamente fácil, más aún tratándose de trayectos cortos. No me resultaba tan dramático como la gente dice que es. De todas formas, que tiene su riesgo, tiene su riesgo. De eso no cabe la menor duda. Esa vez me volví a colar en Cali, pero cuando llegué a Bogotá fui descubierto por unos trabajadores de la aerolínea. Me entregaron a la policía y me hicieron sacar del aeropuerto.

“Una señora que se enteró del asunto me reconoció y entonces me ofreció trabajar con ella en su restaurante. Quedaba en un área vecina a El Dorado y a él iban a almorzar varios de los chavales que trabajaban en Avianca1. Aquel trabajo me vino bien. Ganaba unos cuantos pesos y tenía mi comida asegurada. Sin embargo, desde un comienzo pensé que no me quedaría allí por mucho tiempo, que sería algo pasajero. Era la forma de mantenerme mientras encontraba el modo de volver a Estados Unidos.

“Llevaba varias semanas trabajando en ese lugar cuando de pronto alguien me avisa que me están buscando. Salgo y me encuentro con una persona que me dice que quiere llevarme a una emisora para hacerme una entrevista. No recuerdo ahora qué emisora era. El caso es que me explica el asunto brevemente y logra convencerme para que vaya. La dueña del restaurante me dio permiso, así que ni siquiera me cambié el mono2 que llevaba puesto. Me subí a un coche con la persona aquella y fuimos rumbo a la emisora.

“Cuando llegamos me hacen pasar a la cabina, pero al entrar me encuentro de repente con que ahí están Jairo y Bertha hablando en antena3. Fue una sorpresa que no esperaba recibir jamás”.

El estafador colombiano
Tras su frustrado intento de llegar de nuevo a EE.UU. como polizón, Guzmán Betancur recibió la colaboración de una mujer que al conocer de su caso lo empleó en un restaurante de su propiedad, cerca del aeropuerto El Dorado.

Jairo Lozano recuerda:

“Bertha y yo estábamos de vacaciones en Bogotá, pero de algún modo los periodistas se enteraron y comenzaron a llamarnos. Querían una entrevista en la que habláramos de nuestra experiencia con Juan Carlos. Así que aceptamos la entrevista y fuimos hasta la emisora. No sé por qué no tengo claro ese momento, fue hace mucho tiempo ya, pero creo que era RCN Radio. Allí estaba el director del noticiero, que si mal no recuerdo era Juan Gossaín4. Lo cierto del caso es que mientras estamos hablando al aire, la persona que nos entrevista me interrumpe brevemente y nos dice:

—Jairo, Bertha… tenemos una sorpresa para ustedes.

“Volteamos a mirar detrás de nosotros y Juan Carlos estaba ahí de pies, callado, como es él. Estaba vestido con un overol beige como el que utilizan los operarios en los aeropuertos. Alguien de la emisora lo había acompañado hasta la cabina y ayudado a entrar sin que Bertha y yo nos diéramos cuenta. Fue una sorpresa muy grata. No puedo describir la emoción que nos dio al verlo. Era algo que no esperábamos y que la emisora se encargó de preparar para nosotros. Nos abrazamos, le pregunté cómo estaba, me dijo que bien. Luego él abrazó a Bertha. Incluso la gente de la emisora nos tomó una fotografía en ese momento. La entrevista siguió un rato más, y cuando terminó pudimos reunirnos brevemente en una sala contigua a la cabina. Estuvimos charlando un rato, entonces aproveché para preguntarle a qué se dedicaba. Me dijo que trabajaba en el aeropuerto El Dorado haciendo no sé qué. Recuerdo que bromee con él. Le dije:

—Tú nunca sales de los aeropuertos, ¿verdad?

“Me miró con una sonrisa socarrona y me respondió:

—No, no. A mí me gustan mucho.

“Juan Carlos llevaba un carné colgado del cuello, pero lo tenía al revés y sólo se le veía el respaldo. Entonces, mientras hablábamos, tomé el documento y lo giré para mirar el frente. Fue algo que hice sólo por curiosidad, algo espontáneo nada más, pero la sorpresa fue tremenda. Me encontré con la foto y el nombre de otra persona. Así que voltee a mirar a Juan Carlos a los ojos y le dije como pasmado:

—¡Pero este no eres tú Juan Carlos! ¿Quién es este tipo?

—Es un amigo —me respondió—. Él me prestó este carné mientras me entregan el mío.

“El cuento no me sonó nada creíble. Pensé que a nadie le dan provisionalmente el carné de otra persona para trabajar, pero no me dio ni tiempo de decírselo. De un modo muy hábil, sin brusquedad, me quitó el carné de las manos y lo volvió a colocar de frente contra su pecho. En ese momento alguien de la emisora nos interrumpió. Llegó para preguntarnos cómo había resultado el encuentro. Le dijimos que bien, que nos había resultado muy reconfortante. Luego, todo terminó con abrazos de despedida. Bertha y yo abordamos un vehículo que nos llevó de regreso a la casa de unos familiares donde estábamos hospedados y en el camino hablamos del tema del carné. Le dije a Bertha que pensaba que Guillermo, o Juan Carlos -a veces no sabíamos cómo llamarlo-, nos seguía mintiendo.

—Es la primera vez que veo que a alguien le dan el carné de otra persona de modo provisional —le dije.

—¿Y qué nombre decía allí? —me preguntó Bertha.

“Le respondí que no lo sabía, que a duras penas pude ver la foto de otro tipo en el carné.

—No hay nada qué hacer —dijo Bertha-—. Juan Carlos no ha cambiado, ni creo que cambie ya —apuntó, y la charla terminó ahí.

Juan Carlos llevaba un carné colgado del cuello, pero lo tenía al revés y sólo se le veía el respaldo. Entonces, mientras hablábamos, tomé el documento y lo giré para mirar el frente. Fue algo que hice sólo por curiosidad, algo espontáneo nada más, pero la sorpresa fue tremenda. Me encontré con la foto y el nombre de otra persona.

Según Juan Carlos Guzmán Betancur:

“Al llegar a la emisora me hicieron pasar a una cabina en la que me encontré con Jairo y Bertha. En verdad no fue nada especial verlos allí. Más bien fue bastante normal. Hablamos un rato, buena parte en antena, y cuando terminó la entrevista nos hicimos en un cuartico al lado de la cabina para continuar la charla. Hasta allí todo es verdad. Sin embargo, yo no recuerdo nada del tal carné, como asegura Jairo. Me atrevo a jurar que eso nunca ocurrió. Yo no trabajaba directamente con el aeropuerto, sino en un restaurante, entonces ¿para qué coños iba a tener una identificación del aeropuerto?

“Recuerdo sí que en esa ocasión ambos mencionaron que tenían unas cartas para mí. Dijeron que como no esperaban encontrarse conmigo las habían dejado en Miami, pero que me las harían llegar tan pronto como regresaran allá. Eran cartas de personas que las habían escrito para saludarme y saber cómo estaba. El encuentro con Jairo y Bertha terminó tan pronto como se dio. Fue algo muy fugaz. Yo salí de la emisora para el restaurante y ellos tomaron camino no sé a dónde.

“Al poco tiempo de ese encuentro, William5, el hermano de Jairo y a quien yo también había conocido en Miami, se apareció en el restaurante con las tales cartas. William vivía más bien cerca de Jairo y Bertha, por eso me las enviaron con él. Cuando me las pasó, pude darme cuenta que todas venían abiertas. Ahora bien, sé que lo que voy a decir puede parecer extraño, pero es verdad: no puedo asegurar que William fue quien me entregó las cartas. Estoy casi seguro que fue él, pero no logro recordarlo con claridad. Esas fueron cosas que sucedieron hace demasiados años. Muchas cosas se escapan de la memoria en ese tiempo. Lo cierto fue que leí todas las cartas. Luego las metí en un casillero que tenía en el restaurante y por alguna razón se me olvidaron cuando me fui de ahí. En ese momento sólo tenía la cabeza para pensar en Estados Unidos. Quería regresar. Y en diciembre de ese mismo año, sin proponérmelo firmemente, lo conseguí de nuevo.

“Con algo del dinero que me había hecho en el restaurante compré un boleto de avión para viajar a Medellín6. Curiosamente me acuerdo mucho de ese vuelo. Era el Avianca 022. Subí al avión convencido de que no iría a ningún otro sitio. Quería estar un tiempo en Medellín, pero cuando aterrizamos en esa ciudad la auxiliar de vuelo dice algo como:

—Las personas con conexión a Cartagena, en ruta hacia Nueva York, por favor permanezcan dentro del avión.

“El anuncio me sorprendió. No esperaba que fuéramos a movernos de Medellín. Entonces, habiendo escuchado eso, decidí no bajarme del avión. Quise seguir hasta donde el viaje me llevara, pero aquello resultó ser una chiva7: paraba en todas partes. Salió a las ocho de la mañana de Bogotá y llegó a las dos de la madrugada a Nueva York. Tremendo vuelo.

“La historia fue así: después de Medellín seguimos a Cartagena, pero cuando llegamos allí tenía un dolor de cabeza tan fuerte que casi se me estallaban los sesos. Como no lo soportaba, le pregunté a una de las azafatas si podía darme una pastilla, pero me dijo que no tenía.

—¿Puedo bajar por una? —le pregunté.

—Sí, claro, pero por favor no se demore. Estamos por salir —me sugirió.

“El desembarque se dio por delante y por detrás del avión. Bajé por la parte posterior y traté de llegar a alguna farmacia, pero aquello implicaba pasar por un registro de pasajeros y, de regreso, mostrar el pasabordo para Nueva York. En otras palabras, me dejaba sin chance para subir de nuevo al avión. Perdí varios minutos tratando de llegar a una farmacia, pero fue imposible. Así que decidí devolverme y subir de nuevo por la parte de atrás del aparato, pero justo en ese instante me ataja una de las auxiliares del vuelo y me dice:

—¿Usted para dónde va, joven?

—Al avión —le respondo como ingenuo.

—No se puede. Los pasajeros para embarque deben ingresar desde la sala por la puerta de adelante.

“Le dije que yo no era de embarque, sino que estaba en tránsito y que acababa de bajar por el asunto de la pastilla.

—¿Cómo así? —exclamó— ¿Usted viene en este avión?

—Sí. Yo sigo para Nueva York…

—No, no, no. Usted no podía bajarse. ¡Dios! Venga conmigo —me dice.

“Me acompaña hasta la escalerilla por la que yo había bajado minutos antes y señalándome le grita a la otra azafata desde abajo:

—¡Oye! ¿Él se bajó de este avión?

—Sí… iba por unas pastillas —le responde la otra desde arriba.

—¡¿No sabes que no puedes dejar bajar a ningún pasajero en tránsito?! —le replica.

“La mujer apenas si respondió avergonzada, mientras la otra no paraba de darle lata. Parecía la jefa o algo así:

—Por ningún motivo dejes bajar a alguien más, ¿oíste? —le insistió.

—Él me dijo que iba por unas pastillas, que no se demoraba… —trató de explicarle la de arriba, pero la otra casi se la come de un grito.

—¡Ya te dije que no se puede! —le reviró.

“Aquello estaba por convertirse en un toma y dame conmigo de por medio. Así que sin más meto la cucharada:

—¿Y yo qué hago con mi dolor de cabeza? —les digo.

“Fue lo único que las hizo entrar en razón. La auxiliar que me atajó -la que parecía ser la jefa- me dijo que subiera al avión, que ella me llevaría las pastillas. Así fue. Al cabo de un par de minutos, cuando ya estaba sentado en mi silla, regresó ella con unas Aspirinas. Luego, despegamos para Cartagena y de ahí seguimos hacia Nueva York.

Con el dinero que ganó en el restaurante, Guzmán Betancur compró un boleto a Medellín. Al llegar a esa ciudad se enteró de que el vuelo seguía hacia Nueva York y entonces decidió continuar en el avión.

“Cuando llegamos a Nueva York, el dolor de cabeza se me había pasado hacía horas. Eran las dos de la mañana. Me asomé por la ventanilla y estaba nevando. Nunca antes había visto nieve en mi vida, así que ese momento se me hizo muy especial. Era diciembre de 1998. Arribamos a la terminal de Delta Airlines y empezamos el desembarque. Antes de cruzar por Inmigración había que pasar por unos túneles, así que todos los pasajeros se enfilaron por ahí. Yo era de los últimos, pero estaba que me orinaba, y a la menor oportunidad me metí a un baño que había justo a la derecha. Mientras estaba ahí vi que entró un guardia de Inmigración. Al menos eso me pareció entender en un escudo que tenía en su uniforme. El tipo hizo lo suyo, salió y yo seguí allí quemando tiempo por un buen rato. Cuando me decidí a salir caminé hacia los puntos de Inmigración, pero a esa hora había varias cabinas desocupadas. Esperé en un extremo que estaba más solo que un mojón, y en medio de un descuido me pasé. Puede sonar exagerado lo que digo, pero fue así como ocurrió. ¿Cuántos chavales no lo han hecho también en varios aeropuertos del mundo? El asunto de saltarse los controles de Inmigración es más común de lo que se cree.

“El caso es que cuando pasé al otro lado me encontré con Aduanas. Allí estaban aún varias de las personas que venían conmigo desde Bogotá recogiendo su equipaje. Caminé junto a ellas y cuando voy a pasar ese control llega una guardia, una mujer alta y morena, y me detiene. Me pregunta en inglés algo que no le entiendo. Le dije que no hablaba el idioma, entonces pregunta en un español machacado:

—¿Dónde está su papel de aduanas?

—Lo tiene mi papá —se me ocurrió decirle.

—Regrese por él. Cuando venga con su papá lo dejaré pasar —me indicó.

“El papel de aduanas no era más que un documento que debía estar sellado, pero el cual yo no tenía. A esas alturas ya eran como las tres de la mañana y en el aeropuerto algunas áreas estaban vacías. Entonces me regresé caminando por los pasillos sin saber qué hacer. Anduve ese aeropuerto de extremo a extremo, como quien espera un vuelo. Mientras caminaba, empujaba una que otra puerta, haciéndome el perdido, pero ni siquiera por eso alguien me llegó a detener. De ese modo encontré una zona de escáners para maletas que estaba sin ninguna vigilancia. Es impresionante lo que el desespero lo lleva a uno a cometer: como vi que todas esas máquinas estaban apagadas, aproveché y me escondí dentro de un escáner. Me acurruqué hasta donde más pude, como si fuera una valija, pero al segundo se me ocurre:

—¡Puta! ¿Y si encienden esta joda? ¡Voy a salir todo escaneado!

“Ahora me da risa, pero en ese momento mi azar era tenaz. Así que me salgo de esa máquina y al fondo alcanzo a ver una puerta metálica entreabierta. Los americanos alardean de la seguridad en los aeropuertos y falta ver las imbecilidades que cometen. Sólo me bastó empujarla un poco y entrar a un pequeño cuarto sin que nadie se enterara. Me senté en el piso para descansar. Estaba agotado, no sé si por los nervios o qué. Lo cierto es que cuando voltee a mirar hacia arriba vi que faltaba el techo. Estamos hablando de que era el JFK9 de Nueva York y eso allí no tenía ni tan siquiera un cielo falso. Me pudo más la curiosidad que el cansancio. Entonces, sin hacer bulla, deslicé una silla de rodachines que había ahí y me subí en ella para ayudarme a trepar por la pared. Cuando llegué al abovedado todo estaba oscuro, pero pude detallar los ductos del aire acondicionado y el cableado eléctrico. Desde ahí pude notar también que no sólo al cuartito le hacía falta el techo, sino que había unas cuantas oficinas más que tampoco tenían las láminas de icopor10 que forman el cielo raso.

Es impresionante lo que el desespero lo lleva a uno a cometer: como vi que todas esas máquinas estaban apagadas, aproveché y me escondí dentro de un escáner.

“En ese momento, unas personas entraron de repente y se pusieron a hablar. Me pasmé del susto. Yo sólo hacía fuerza para que no les fuera a dar por voltear a mirar hacia arriba y me descubrieran. Por fortuna no duraron mucho ahí. Luego de que se marcharon todo quedó de nuevo en silencio. Sólo se escuchaban las sirenas de la policía o de las ambulancias afuera. Decidí quedarme escondido en ese lugar el tiempo que fuera necesario sin siquiera moverme, casi acuclillado.

“No sé cuánto tiempo llegó a pasar, pero ya después de mucho resistir en la misma posición empecé a entumecerme. Así que decidí levantarme. Cuando lo hice pude mirar en detalle todo el lugar. Era enorme y, si se quiere, algo surrealista también. Parecía un tablero de ajedrez con la cuadrícula iluminada por abajo. Los filos de las paredes formaban una red de caminos estrechos por los cuales se podía caminar, pero había que tener cuidado de no apoyarse sobre el icopor, desfondarlo y caer al suelo. No podía permitirme siquiera pensar en eso. Irme de bruces significaría ser descubierto y, en el peor de los casos, encarcelado.

“Empecé entonces a caminar con cuidado. Procuraba guardar el equilibrio sin saber bien donde pisaba. Yo sentía que seguía y seguía pero en realidad no avanzaba mucho. Después de un rato me detuve para descansar. Seguí observando todo mientras tanto y al final pude detallar un portón de vidrio en el que se leía: Delta Airlines. No podía creer lo que había más allá. Era justamente la calle.

“Me entró el desespero por alcanzar esa puerta, pero llegar hasta ella significaba seguir caminando a tientas. Lo peor era que de ahí en adelante el cielorraso a mis pies estaba completo. No había ninguna losa zafada por la cual se colara un poco de luz. Así que anduve en la penumbra, sin saber bien por dónde iba. Seguí caminando, esa vez con más cuidado, y cuando creí haber recorrido lo suficiente como para estar encima de la puerta, me acuclillé de nuevo para halar una de las láminas de icopor y mirar hacia abajo. Apenas la quité la sorpresa fue tremenda: no sólo había dejado la puerta atrás, sino que también estaba justo sobre el andén.

“Desde ese lugar alcancé a ver una cámara de seguridad. Estaba atornillada en una esquina y enfocaba hacia la puerta, pero yo quedé detrás de ella, fuera de su alcance. Cuando estuve seguro de que nadie andaba por ahí, levanté del todo la lámina de icopor y me tiré por el hueco. Caí a la calle, pero apenas golpee el piso sentí que me congelaba. El viento era gélido, había nieve por todos lados y yo apenas llevaba puesto un short y una camiseta.

Entonces, sin hacer bulla, deslicé una silla de rodachines que había ahí y me subí en ella para ayudarme a trepar por la pared. Cuando llegué al abovedado todo estaba oscuro, pero pude detallar los ductos del aire acondicionado y el cableado eléctrico.

“Caminé unos cuantos metros, hacia una pequeña rampa que conectaba con una puerta metálica. Era una puerta grande, como de esas que suele haber en las salidas de emergencia, con una barra de accionamiento. Empujé la barra con la mano y pude darme cuenta de que esa puerta estaba abierta también. Entré y resultó ser como un cuartito que servía de bodega. Volví a escuchar sirenas, pero también voces, como si buscaran algo o a alguien con afán. Sentí miedo de que me estuvieran persiguiendo, entonces tranqué la puerta desde adentro. La abría sólo cierto tiempo para ver qué ocurría. En una de esas alcancé a ver dos policías. Estaban muy cerca, sólo a centímetros de mí. Así que ajusté de nuevo la puerta con cuidado, procurando no hacer ruido. No se dieron ni por enterados. Duré un buen rato escondido en ese lugar, hasta el amanecer, a decir verdad. Para cuando me decidí a salir, los policías ya se habían marchado.

“Mientras caminaba casi congelado sin saber qué hacer encontré una cabina telefónica. Se me ocurrió llamar a los Lozano para que me ayudaran. Como pude me hice entender con la operadora. Le dije que necesitaba llamar a Miami y le dicté el número muy despacio en español. El teléfono sonó por largo rato. Creí que nadie iba a responder, pero en esas contesta Susan. La operadora le dice algo y la deja en línea conmigo:

—¿Hola? ¿Hola? ¿Quién es? —pregunta Susan.

—Hola Susan. Soy yo, Juan Carlos.

—¡¿Quién?!

—Guillermo, Guillermo —le aclaro.

—¡¿Guillermo?! —dice ella como asombrada—¡Dios mío! ¿Qué haces llamando tan temprano? ¿Estás bien?

“Le dije que sí. Que llevaba un par de horas en Nueva York y que por eso los llamaba. Se lo dije así, sin más. Como quien cuenta algo sin mayor novedad. Procuraba no alarmarla.

—¡¿En Nueva York?! ¿Qué haces allá? —me preguntó extrañada.

“Estaba por explicarle toda la odisea cuando al fondo alcancé a escuchar a Bertha. Le preguntaba de manera insistente con quién estaba hablando. Entre ellas hubo un cruce de palabras que no entendí bien, unas murmuraciones. Supongo que Susan le estaba diciendo que era yo. Volvió al habla conmigo y me pidió que colgara y llamara nuevamente. ¡Puta! Como si tuviera tiempo para andarme con jugarretas. El caso es que volví a marcar. Me di la maña para decirle a la operadora que repitiera la llamada. Sólo bastó con que el teléfono sonara una vez para que levantaran la bocina:

You have a collect call. Agree?11 —preguntó la operadora a la persona al otro lado de la línea.

“En ese entonces no sabía inglés, salvo una que otra palabra. Hoy sé que eso fue lo que la operadora dijo. En todo caso quien respondió fue Bertha. Reconocí su voz de inmediato. Le dijo a la operadora que sí, que aceptaba la llamada, pero enseguida le preguntó a la mujer algo que no entendí. Al parecer, Bertha quería saber desde dónde se estaba haciendo la llamada. Lo intuí porque escuché a la operadora decir: ‘Nueva York’. El caso es que me deja en línea con Bertha y entonces me dice:

—¿Guille? ¿Qué haces tú en Nueva York?

“Le dije que había querido volver a Estados Unidos. Que acababa de hacerlo.

—¿Pero, dónde vas a estar? ¿Dónde vas a vivir? —me preguntó.

“No supe qué decirle. Lo único que se me ocurrió fue preguntarle si podía ir a Miami, si podría regresar con ellos. Ni siquiera lo pensó. Me dijo que sí. Que podía ir y quedarme allá el tiempo que quisiera. Lo hizo sin detenerse a reparar qué hacía yo en Nueva York y cómo había llegado allá.

—¿Pero estás bien? ¿Cuándo vas a venir? —me preguntó como afanada.

—No lo sé mami —ya me había acostumbrado a decirle de ese modo—. Cuando llegue allá los llamaré.

“No hablamos mucho más. No recuerdo haberle dicho que fueran por mí ni cómo coños iba hacer para llegar a la Florida. Soló colgué el teléfono. Tenía que alejarme del aeropuerto antes de que la policía me descubriera, así que seguí caminando apenas con lo que llevaba puesto. No tenía otra opción. Moría congelado o me atrapaban. Anduve un par de cuadras y salí a una freeway mientras la gente me miraba, pero nadie hacía algo. Sólo un señor mayor que iba en un sedán se detuvo y me gritó en inglés. No le entendí ni una palabra de lo que me dijo, así que no le presté atención. Seguí caminando apenas consciente de lo que hacía, pero el tipo no se despegó de mí. Llevó su coche a la misma velocidad de mi paso y de nuevo me volvió a gritar. No sentía ni los dedos, los tenía tullidos. Apenas tuve alientos para gritarle que no hablaba inglés. Entonces el tipo me dice en español:

—Venga, venga…

“Me hizo señas con la mano para que me acercara. Luego me abrió la puerta del coche y me dijo que subiera. Lo hice sin chistar. Fue una bendición. Me sentía empapado, pero la calefacción me vino bien en ese instante.

—¡¿Qué haces vestido así con este frío?! ¡¿Estás loco?!

“Para mi fortuna el tío hablaba español. No de la mejor forma, pero se hacía entender bastante bien. Mientras seguía conduciendo me preguntó para dónde iba. Le dije que para Florida.

—¡¿Florida?! ¡¿Y a quién tienes ahí?!

—Unos conocidos. Unos amigos —le respondo.

—Pues sí que deben ser buenos amigos para que salgas en esa facha a buscarlos —me dice como replicándome—¿Cómo te llamas?

“No me puse con mentiras esa vez, le dije que Juan Carlos. Apenas si podía pronunciarlo de tanto que me castañeaban los dientes. No paraba de tiritar. Como pude le pregunté quién era.

No supe qué decirle. Lo único que se me ocurrió fue preguntarle si podía ir a Miami, si podría regresar con ellos. Ni siquiera lo pensó. Me dijo que sí. Que podía ir y quedarme allá el tiempo que quisiera. Lo hizo sin detenerse a reparar qué hacía yo en Nueva York y cómo había llegado allá.

—Soy pastor. Mi comunidad está a un par de cuadras de aquí —me dijo.

“Me preguntó si vivía en Nueva York, le dije que no, que había llegado en la noche.

—¿De dónde? —quiso saber.

—De Colombia…

—¡¿De Colombia?! —me dijo como aterrado—. ¿Ya comiste?

—No. Nada.

—Te llevaré a la iglesia para que te cambies y comas algo.

“¡Ésa sí que fue una bendición! ¡Perdido en semejante ciudad y se me aparece un reverendo! El tío no era católico, así que no usaba clériman. Andaba vestido de paisano. Al cabo de cruzar unas cuantas cuadras en su coche llegamos a la iglesia. Había gente de otras comunidades religiosas ahí, no sólo de la que él profesaba, que a todas estas no recuerdo cuál era. Lo cierto es que me regala un abrigo y unas latas de conservas. Luego veo que hace un par de llamadas y enseguida se me acerca y me dice:

—Verás, como no tienes familia en Nueva York no puedo albergarte aquí. He hablado con miembros de una comunidad católica que te pueden recibir sin ningún problema. Iremos allá, ¿te parece?

“Me conduce a un edificio comunitario, Covenant House12, en lo que ahora reconozco es la 41 Street y Décima Avenida de Nueva York. Era una construcción grandísima de color beige en el downtown, en el bajo Manhattan. El sitio era un edificio de varios niveles especialmente habilitado para chavales que se habían ido de la casa o que los botaban del hogar. Por fuera parecía más una oficina de correos que un sitio de albergue. En ese entonces había un detector de metales en la entrada y, al fondo, un comedor. En un costado estaban unas escaleras que conducían al segundo nivel, donde quedaba la enfermería y todo lo administrativo, y en la planta que le seguía -la tercera- quedaba el dormitorio general. Allí también había otro salón para los chicos más jóvenes y uno más para las chicas.

“Las áreas estaban divididas en tres categorías: de doce a dieciséis años, de dieciséis a dieciocho y de dieciocho a veintiuno. A mí me pusieron en la de dieciséis. Todas las habitaciones eran para una sola persona. Eran grandes, con vista al río Hudson y a la embajada China, un edificio tan ruin y escarapelado que parecía que se fuera a derrumbar. Cada quien tenía su cama, un baño y un guardarropa.

“Al poco tiempo de llegar me enfermé de pulmonía por el frío de aquella caminata en shorts y camiseta. Debieron tratarme con medicamentos por un buen tiempo. Es difícil recordar cuánto tiempo estuve en ese albergue, pero pudo ser perfectamente un mes. Había que levantarse temprano, y a eso de las ocho de la mañana teníamos que estar todos en el comedor para el desayuno. Luego, los que debían ir a buscar trabajo salían a lo suyo, y los que tenían que ver al psicólogo o al caseworker13 hacían lo propio. El lunch14 era justo al mediodía. Se trataba de la típica comida americana, aunque también nos daban muchos vegetales, pasta y macarrones con queso. No me quejo, me trataron bien. Hice sólo unos cuantos amigos en ese lugar, ya que la mayoría eran americanos y muy pocos hablaban español. Sin embargo, muchos de los caseworkers eran puertorriqueños y uno que otro interno era mexicano, así que me la pasaba casi todo el día con ellos.

“El lugar es de una comunidad católica que trabaja para que los jóvenes puedan regresar a su hogar. También les ayuda a encontrar uno sustituto o algún trabajo en el cual se puedan ubicar mientras dan con sus familias o deciden qué hacer con su vida.

Al salir del aeropuerto JFK de Nueva York, Guzmán Betancur se topó con el crudo invierno. Abrigado sólo con camiseta y shorts, contó con la fortuna de que un hombre lo invitó a subir a su vehículo y lo condujo hacia una albergue.

“Al cabo de un tiempo dieron con Luz Mila y me pusieron al habla con ella. Le expliqué la situación pero me dijo que no podía cuidar de mí no sé por qué. En cambio, me propuso que me fuera a vivir con una hermana suya, Inés, que estaba dispuesta a recibirme pero a quien yo no conocía. Las personas de la comunidad católica me preguntaron si quería ir a vivir con ella y les dije que sí. Entonces me compraron un boleto de tren a la Florida. Me regalaron también una sotana para ayudarme a proteger del frío y me acompañaron hasta la estación. Recuerdo bien la fecha, fue el miércoles 29 de diciembre de 1993.

“Cuando llegué a Miami recordé enseguida a los Lozano, pero no tuve ocasión de pasar siquiera por su casa. Fui directo a la de Luz Mila, que ni bien llegué me condujo a la residencia de Inés, quien me estaba esperando desde hacía un par de horas.

“Inés resultó ser una mujer muy bien casada. Su esposo tenía suficiente pasta15 para vivir bien y su casa era muy grande y elegante. Quedaba propiamente en Kendall, en el condado de Miami Dade. Tenían cuatro hijos: un bebito y tres más en el colegio. Todos allí tenían algo por hacer, así que yo no sería la excepción. Inés me matriculó en el colegio pese a que yo era un inmigrante ilegal. Creo que alegó libre derecho a la educación o una cosa por el estilo, de tal modo que pude entrar a estudiar. Me matriculó en el Miami Killian High School, cuyo bus me esperaba todos los días en la esquina de la casa. Me pusieron en unas clases donde la mayoría de los estudiantes eran colombianos recién inmigrados, por lo que tampoco hablaban bien inglés. Me sentía feliz. Pensaba que haber regresado a Estados Unidos significaba contar con una nueva oportunidad para quedarme a vivir en ese país, pero el tiempo me demostró que estaba muy equivocado”.

***

El regreso de Juan Carlos a Florida había servido para alborotar una vez más a la prensa. De algún modo la versión de que había vuelto a entrar a Estados Unidos como polizón se hizo pública y pronto Jairo y Bertha volvieron a ser foco de los reporteros interesados en registrar sus testimonios y los del muchacho. El abogado Iverson, mientras tanto, fue contactado por Inés para que regresara a las lides legales en procura de obtener la residencia para Juan Carlos mediante la consecución de una visa humanitaria, la cual aún tenía tiempo de tramitar antes de que éste cumpliera los dieciocho años de edad. Para entonces —comienzos de 1994—, tanto por sus antecedentes como por su edad, la posibilidad de una adopción había sido descartada.

Luego de que pasó un tiempo en el albergue en Nueva York, el joven Guzmán Betancur viajó de nuevo a Miami, donde estuvo bajo el cuidado de una pariente lejana que vivía con su esposo y sus hijos. La mujer lo matriculó en el Miami Killian High School.

Según Bertha Sotoaguilar:

“Me llamaron del Canal 5116 y de Univisión para que le dijera a Juan Carlos que querían hacerle una entrevista, así que de algún modo averigüé dónde estaba, me comuniqué con él y lo persuadí para que accediera. Organizamos una especie de rueda de prensa en el restaurante Monserrate. Ahí también llegaron periodistas del Canal 7, de ABC y del Canal 10, así como de varias emisoras y periódicos.

“Mientras lo entrevistaban en esa rueda de prensa improvisada, un periodista colombiano lo confrontó. Recuerdo que lo trató de delincuente y mentiroso. Le dijo que era imposible que hubiera sobrevivido al viaje en el tren de aterrizaje del avión unos meses atrás. Incluso fue más allá: lo acusó de haber jugado desde entonces con la ingenuidad de las personas que lo apoyaron. Yo voltee a mirar a Juan Carlos, que había ocupado una mesa al frente de los reporteros. De inmediato noté que se puso muy bravo, pero no dijo nada. Sólo se le aguaron los ojos”.

En palabras de Jairo Lozano:

“Yo recuerdo que lo único que él atinó a responderle en ese momento al periodista fue: ‘¿Y quién soy yo para que me crean?’. Lo cierto del caso es que a mí el hecho me sacó de casillas. Le dije al periodista ese —a quien distinguía sólo un poco— que respetara. Que por lo menos le concediera a Juan Carlos el beneficio de la duda. En esa discusión también se metió Arturo López, el dueño del restaurante Monserrate, que me respaldó. El caso fue que ese alegato sólo sirvió para que la rueda de prensa terminara antes de lo previsto”.

De acuerdo con Hernán Gamboa:

“Varios meses después del incidente en el aeropuerto de Miami volví a saber del polizón. Fue una vez cuando mi madre me llamó apurada para que viera las noticias. Recuerdo que me dijo algo como: ‘Mira, mira, es el muchacho ese que sacaste del tren de aterrizaje. Ha vuelto. Dicen que llegó vestido de sacerdote’. Ella siempre decía que yo lo había sacado del avión, pero por más que le explicaba que no fue así, que sólo lo vi caer, ella se aferraba a su idea.

“Para entonces mi relación con Susan había terminado. Fue algo que duró muy poco, una cosa de tres meses a lo sumo. Terminamos en muy buenos términos y todo, pero después no volví a saber absolutamente nada de ella ni tampoco de los Lozano, menos aún del muchacho polizón.

“Lo último que había sabido de él, hasta ese momento, era que no se llamaba Guillermo sino Juan Carlos. También supe que debido a una serie de problemas los Lozano le habían dado el alta de su casa, por lo que debió irse a vivir con una familiar. Eso fue algo que me comentó Susan antes de que terminara nuestra relación. Por lo que entiendo, todo se dificultó en lo que se refería a su parte legal en el país y entonces tuvo que intervenir Inmigración y la policía. Y pues, bueno, esas son cosas en las que uno debe mantenerse al margen.

“Así que después de todos esos meses y enredos, ahí estaba de nuevo ese chico en las noticias de la televisión. Esa vez sí fue la última que supe de él”.

Mientras lo entrevistaban en una rueda de prensa improvisada, un periodista colombiano confrontó al joven Guzmán Betancur. «Recuerdo que lo trató de delincuente y mentiroso», dijo Bertha Sotoaguilar, la mujer que se hizo cargo de él durante su primera estancia en Miami.

Juan Carlos Guzmán Betancur recuerda:

“De algún modo Inés se había comunicado con Iverson para que intentara tramitar mi residencia. Él también trató de conseguirme un permiso de trabajo, pero sólo logró que me dieran un social security con el cual podía movilizarme sin problemas. Así que como no podía trabajar, iba al colegio de lunes a viernes, mientras que los fines de semana me ocupaba haciendo labores y salía a divertirme. Inés me daba veinte dólares por lavarle los coches, y entonces con ese dinero yo me compraba chucherías y me iba a South Beach de paseo los domingos. Me agradaba andar por los lados de Ocean Drive y recorrer su bulevar, pero por el modo en que acabaron las cosas lo mejor es que no hubiera ido nunca por allí.

“Me gustaba sentarme en cualquier parte de un largo muro que hay allí, en pleno bulevar, frente a la playa. En ese sitio se cruza todo mundo que sale de los restaurantes y los bares que hay al otro lado de la calle, y suele ser frecuentado por bastantes gays. Una vez, estando ahí, sale un tipo de la nada y se me acerca. Era un señor mayor. Muy educado. Se me queda viendo y me saluda:

Hi. Do you speak english?17 —pregunta.

—Hola. No mucho… mi inglés no es bueno —le digo.

“Me dijo que entendía bien el español, y la verdad es que lo hablaba perfecto. Me preguntó de dónde era, le dije que colombiano.

—¿Y estás acá de vacaciones? —dijo.

—Más o menos. Estoy de paso…

“La charla siguió así un rato más. Me dijo que se estaba hospedando en el Fontainebleau, y entonces por ahí se encaminó la conversación:

—¿Has estado antes en el Fontainebleau? —me preguntó.

—Sí, un par de veces.

—¿Y qué tal te ha parecido?

—Es muy bonito. Estuve en la piscina con unos amigos, pero nunca me he hospedado ahí —le conté.

“Me preguntó si me gustaría ir de nuevo. Era obvio que no se trataba de una pregunta casual. Tenía escondida su doble intención. De todos modos le dije que sí, que me gustaría regresar.

—¿Quieres que vayamos ahora..? —dijo.

—Sí. ¿Por qué no? Vamos —le respondí.

“Se trataba de un tío bastante mayor para mí. Aún así me había parecido atractivo desde el primer momento. Aparte de eso, era elegante, lo que me generó confianza. Paseamos un rato y llegamos al hotel, donde me condujo después a la habitación que ocupaba. No hace falta describir lo que ocurrió allí. Una cosa llevó a otra y terminamos acostándonos. Era la primera vez en mi vida que hacía algo así. El cónsul Talero había sembrado la cizaña de que yo era prostituto, lo que a la larga llevó a que se dijeran varias cosas de mí al respecto. Incluso sé que Bertha, muchos años después, me ha seguido señalando de puto y asegurado que todo lo que tengo lo he conseguido de esa forma, pero no es así. Para nada. Acostarme con turistas no es algo recurrente en mí, y esa fue la primera vez que tiré con uno.

“El caso es que el tipo resultó ser el presidente de telecomunicaciones de una reconocida multinacional. No exagero. Lo digo claramente y quien quiera lo puede preguntar en la Fiscalía de Miami, porque las cosas con él no terminaron en la revolcada. La cuestión fue que a la mañana siguiente de que follamos él debía abandonar el hotel. Viajaba con unos compañeros de trabajo para Tampa, pero al momento de hacer las maletas salió con el cuento de que se le habían perdido unas tarjetas de crédito. Estábamos aún en la habitación cuando me lo dijo. No me acusó de nada, pero me pidió que lo acompañara a Seguridad del hotel. Bajamos hasta el lobby y allí habló con un guardia. No entendí nada de lo que hablaron, pero desde ese momento el guardia no me quitó los ojos de encima ni un instante. El señor dio media vuelta y me dejó ahí con ese tío. Intenté seguirlo, pero entonces el guardia me atajó. Me llevó aparte y, palabras más, palabras menos, terminé siendo acusado de haberme robado las tales tarjetas.

“Al rato llegaron unos policías y me arrestaron. Me llevaron al Centro de Detención de Menores de Miami, donde pasé toda la tarde y la noche. Al día siguiente me condujeron a la Corte y allí la fiscal del caso me preguntó:

—Tú estabas haciendo algo con él en ese hotel. ¿Qué estaban haciendo?

“Insistí que no estábamos haciendo nada, pero entonces me aclara las cosas. Me deja ver el por qué de su empeño en la pregunta. Me dice:

—Tú no eres familiar de él. Ni siquiera lo conoces. La cuestión aquí no tiene que ver nada con las tarjetas de crédito. Tú eres menor de edad y estabas con un hombre adulto en la habitación de un hotel, eso es lo que nos interesa aclarar. ¿Comprendes a lo que me refiero?

“El tipo me había dado una tarjeta con su nombre y datos de la multinacional para la que trabajaba, pero había tratado de tachar con un bolígrafo la parte donde decía ‘Presidente de Telecomunicaciones’. La Fiscalía se enteró de todo eso y se comunicó con la compañía. El señor apareció y dijo que había encontrado las tarjetas. Contó que las había refundido no sé dónde y de qué forma. Así que tumbaron el cargo, pero de todos modos querían saber qué había pasado entre él y yo. Mejor dicho, el tipo quiso joderme en un comienzo con lo de las tarjetas y el más perjudicado resultó ser él. No se imaginó que las cosas se voltearían en su contra. Bien dicen por ahí que quien se acuesta con niños orinado amanece. El caso es que en la audiencia la fiscal siguió con lo suyo:

—Repito la pregunta nuevamente —me dijo como por enésima vez—. ¿Tú qué estabas haciendo con ese hombre en el hotel?

“Con las cosas en claro le dije sin rodeos lo que había ocurrido en la habitación del Fontainebleau. ‘Tuvimos relaciones’, le solté. De ahí en adelante no sé qué pasó con ese tío. No sé si salieron a buscarlo, si le armaron querella o si incluso lo botaron de la compañía. Jamás volví a saber nada de él”.

Tras un encuentro casual con un turista que se hospedaba en un hotel de Miami, Guzmán Betancur fue denunciado por el hombre de haberle hurtado una tarjeta de crédito. El joven polizón fue detenido y llevado al Centro de Detención de Menores de la ciudad.

Sobre ese hecho Bertha Sotoaguilar recuerda:

“Juan Carlos había regresado a Estados Unidos por segunda ocasión a finales de diciembre de 1993. Si mi memoria no me falla, estuvo unos tres meses en el país, como hasta marzo de 1994. Incluso el abogado Iverson volvió a trabajar en su caso para ver si esa vez podía lograr que se quedara. Sin embargo, en ese tiempo tampoco dejó de meterse en problemas. La prensa se enteró de que un huésped del Fontainebleau lo denunció internamente por robo, pero el hombre no levantó cargos ante la policía y por eso Juan Carlos se libró de ser arrestado.

“La noticia salió en todas partes. No tengo la menor idea de cómo ocurrieron las cosas, pero lo cierto fue que después de eso Juan Carlos fue regresado a Colombia nuevamente. Para esa ocasión ya casi nadie dijo nada. No hubo mucha bulla y la prensa ni siquiera mencionó algo al respecto”.

En palabras de David Iverson:

“Juan Carlos haber aparecido de repente en mi casa luego de llegar a Florida. Él contó a mí una historia súper fantástica, como ser que llegar al país por el aeropuerto de Nueva York. Me dijo que él burlar el control migratorio y salir a la ciudad en camiseta y short en pleno invierno. Esa ser una historia muy interesante, pero quién sabe cuánto ser verdad y cuánto no. A mí, francamente, parecerme un cuento espectacular que nunca llegué a creer, aunque no sé cómo él lograr entrar otra vez a Estados Unidos.

“Yo haber asumido su defensa nuevamente, pero él empezar a pasar por mi casa a pedirme dinero. Eso ocurrir una o dos veces, pero yo no permitir que eso continuara. Yo decirle a él que no podía ayudarlo con dinero. Ese ser mi último contacto con él. Puede ser que Juan Carlos estar resentido conmigo por eso desde entonces, pero cuando alguien decidir querer ser criminal de carrera hay que romper toda clase de vínculo. Rato después, a él deportaron a Colombia”.

Con las cosas en claro le dije sin rodeos lo que había ocurrido en la habitación del Fontainebleau. ‘Tuvimos relaciones’, le solté. De ahí en adelante no sé qué pasó con ese tío.

De acuerdo con Juan Carlos Guzmán Betancur:

“Luego de que sucedió la cosa con el tipo en el Fontainebleau, Inmigración me puso los ojos encima más que nunca. Como el tío no levantó cargos, me salvé de ir a la cárcel. Sin embargo, aquel incidente afectó de algún modo mis intenciones de quedarme en Estados Unidos. Era sólo cuestión de tiempo para que me botaran. Eso era seguro. Decidí que mientras eso ocurría llevaría mi vida normal.

“Recuerdo que por esos días pasé por donde el abogado Iverson para pedirle ayuda en lo legal, no para que me diera dinero. Me dijo que ya no podía hacer nada, que debía esperar que me sacaran del país. Mientras tanto seguí yendo a South Beach. Ese sitio me encantaba. Así que un buen día, pese a la experiencia con el tipo en el Fontainebleau, me regreso por ahí y conozco a otro sujeto. El cuento fue tan breve y directo como aquel. El tío viene, se me acerca, hablamos un rato y después me invita a que me pase por su casa. Me pregunta si quiero ir en ese instante. Le digo que sí. Llegamos allá Con las cosas en claro le dije sin rodeos lo que había ocurrido en la habitación del Fontainebleau. ‘Tuvimos relaciones’, le solté. De ahí en adelante no sé qué pasó con ese tío. —era más bien cerca— y al cabo de un rato terminamos intimando. Tampoco hace falta entrar en detalles. Luego nos pusimos a charlar. No le conté nada acerca de mi situación, en cambio le dije que tenía ganas de irme pronto a Nueva York.

—¿Y qué quieres ir hacer allá? —me preguntó.

“Le dije que tenía pensado buscar trabajo, que creía que podía haber más posibilidades de emplearme allá, pero le mencioné que no tenía dinero para el boleto. ‘De lo contrario, estaría allá ahora mismo’, mencioné. Entonces el tío sacó de su cartera una tarjeta de crédito. Me dijo: ‘Tómala. Con esto te puedes ir’. Esa fue la primera vez que vi una tarjeta de crédito en mi vida. Lo juro. Tanto es así que no la supe distinguir cuando la tuve entre las manos.

—¿Y qué es esto? —le pregunté.

—Una tarjeta de crédito…

“Me dijo que era suya. Me indicó que yo sólo tenía que ir al aeropuerto, pasarla y comprar mi boleto a Nueva York. La guardé en mi bolsillo y al cabo de un rato el sujeto me dejó en el aeropuerto de Fort Lauderdale. No tenía la menor idea de cómo debía usar la tal tarjeta, pero tampoco le dije al tío que me acompañara y me indicara cómo hacerlo. Así que me quedé en el aeropuerto solo, sin saber qué hacer. Me acerqué al mostrador de una aerolínea y busqué entre las chicas una con cara de latina, por aquello de que necesitaba alguna que hablara español. Di con una, la abordé y —en efecto— me entendió. Le dije que quería comprar un boleto a Nueva York y sin más le pasé la tal tarjeta.

—¿Esta tarjeta es tuya? —me preguntó.

“Le dije que sí, pero algo extraño debió notar porque no se comió el cuento. Me miró con desconfianza y me sacó volando de allí

—¿Sabes qué? —me dijo—. Mejor vete a otra aerolínea.

“Enseguida la tipa hizo seguir a otra persona de la fila y me ignoró. Así que fui al mostrador de una aerolínea diferente con el mismo cuento, pero allí las cosas se pusieron feas. La muchacha que me atendió en ese lugar me pilló en la mentira cuando le pasé la tarjeta. Me dijo que la esperara, y sin que siquiera yo lo advirtiera me entregó con la policía. Me arrestaron por intento de uso de una tarjeta de crédito ‘robada’. Me sacaron del aeropuerto y me encerraron en un centro de detención en el mismo Fort Lauderdale. Al otro día me llevaron a la Corte. Entonces me notificaron que también me habían levantado cargos por intento de defraudación a la aerolínea y al dueño de la tarjeta. ¡Joder! Típico de los americanos, de una cosa pequeña hacen una gigante.

“Los policías me habían reconocido como ‘el chico polizón’ e hicieron toda la fanfarria del caso por el asunto de la tarjeta. Lo primero que se les ocurrió fue llamar a los periodistas. En la audiencia, en la que por cierto estuvo Inés, el juez dijo que por ser menor de edad no me podía detener y que el delito no daba siquiera para cárcel, así que me dejó en libertad. Sin embargo, los representantes de Inmigración intervinieron y solicitaron que se me juzgara como adulto por haber ingresado de modo ilegal a Estados Unidos, lo cual —destacaron— es un delito federal. El fiscal les explicó que no podía hacer eso, que no podía juzgarme como adulto. Entonces le respondieron que en ese caso ellos asumirán mi custodia.

“Casi al final de la audiencia el fiscal me entregó ante los policías para que me llevaran a la casa de Inés. La cosa parecía haber terminado ahí, pero en ese momento los tíos de Inmigración volvieron a entrometerse. Siempre son así, se creen con derecho de pasar por encima de todo mundo. Ni siquiera respetaron la decisión del juez18. Hablaron con los policías y les dijeron que se trataba de un asunto federal. Les exigieron que me entregaran y dijeron que en adelante ellos se harían cargo de mí. Inés y mi abogado -uno de oficio, no Iverson- intervinieron, pero enseguida se armó la de Troya. No bastó siquiera la alharaca que Inés y el abogado les armaron diciéndoles que yo estaba bajo su cuidado. Por encima de sus argumentos y de los policías me detuvieron. Me sacaron del lugar prácticamente apercollado mientras Inés corría y alegaba detrás de ellos. En medio de la confusión, cuando ya están por subirme a una van, Inés —muy angustiada— les grita:

—¡Díganme a dónde se lo llevan, por favor!

“Ni siquiera la voltearon a mirar. Sólo uno, haciéndose escuchar con desdén en inglés, le respondió:

—A un sitio.

1 Aerovías Nacionales del Continente Americano (Avianca) es una aerolínea de bandera colombiana fundada en 1919. Es la segunda más antigua del mundo, por detrás de la holandesa KLM.

2 Modismo utilizado en España -principalmente- para referirse a overol.

3 Modismo español que significa “al aire”.

4 Juan Gossaín (1949) es un reconocido periodista colombiano. Fue director nacional de noticias de la cadena RCN Radio hasta el 30 junio de 2010, fecha en la que se retiró de los medios para radicarse en la ciudad de Cartagena de Indias (Caribe, norte). Consultado para este libro acerca del testimonio entregado por Jairo Lozano, Gossaín aseguró recordar plenamente las noticias de la época relacionadas con Guzmán Betancur, pero negó haber realizado alguna vez la mencionada entrevista.

5 William Lozano, ex oficial del Departamento de Policía de Miami, fue condenado por homicidio en 1989, cuando disparó y causó la muerte a Clement Lloyd y Alan Blanchard, dos hombres de raza negra sospechosos de haber cometido un delito, lo que generó tres días de disturbios raciales en la ciudad. En un segundo juicio en 1993, William Lozano resultó absuelto, pero esto no impidió que fuera despedido del Departamento de Policía de Miami en abril de 1994 tras una investigación interna, según la cual violó normas de procedimiento al disparar a un vehículo en movimiento.

6 Medellín es la capital del departamento de Antioquia, ubicada en el noroccidente de Colombia.

7 Las chivas son autobuses típicos de Colombia, adaptados en forma artesanal para el transporte público entre municipios de la montañosa geografía andina del país. Se detienen con frecuencia en cada pueblo para recoger o dejar pasajeros y se caracterizan por su colorido, en el que predomina el amarillo, el azul y el rojo, que componen la bandera nacional.

8 Según los registros de los que dispone el gobierno de Estados Unidos, el ingreso de Juan Carlos Guzmán Betancur al país se habría producido el 11 de diciembre de 1993.

9 Aeropuerto Internacional de Nueva York John F. Kennedy.

10 Es el nombre que se le da al poliestireno extendido en Colombia a raíz de la razón social de uno de sus primeros fabricantes en el país, Industria Colombiana de Porosos (Icopor).

11 En castellano: “Tiene una llamada por cobrar. ¿Acepta?”

12 El Covenant House de Nueva York es la casa de albergue más grande de Estados Unidos en prestar atención a los jóvenes sin hogar, fugitivos y en alto riesgo social. Fue fundada en 1972 y, en promedio, ayuda a 77.000 jóvenes al año a reintegrarse a la comunidad y encontrar un empleo. Atiende las 24 horas del día durante todo el año.

13 En castellano, la persona a cargo de un caso.

14 En castellano, almuerzo.

15 Modismo español que significa dinero.

16 Canal 51 o estación Telemundo 51 WSCV de Miami, Florida.

17 Traducción al castellano: ‘Hola. ¿Tú hablas inglés?’

18 Según registros de los que dispone el gobierno de Estados Unidos, Juan Carlos Guzmán Betancur fue arrestado en Florida el 17 de abril de 1994 y acusado de varios delitos, entre ellos robo en mayor cuantía, a raíz de su intento de comprar el billete de avión con la tarjeta de crédito robada. El 3 de agosto de 1994 fue declarado culpable y condenado a 71 días de prisión, los cuales se aplicaron de manera retroactiva.

 


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