el estafador colombiano
Ilustraciones: Relatto

Capítulo 15

“Pensamos que se trataba de un ladrón. Casi lo mato”.Después de que se marchó de Las Vegas a finales de agosto de 2003, Juan Carlos siguió con su ‘trabajo’ en varios países en los que estuvo. Insistía en llamarlo de aquel modo. Decía que no había razón para restarle mérito a lo que hacía, y que como cualquier otra actividad resultaba laboriosa y complicada.

Si bien durante ese tiempo sus acciones fueron menos sonadas que las anteriores, lo cierto es que para entonces las autoridades calculaban que ‘Jordi’ —con apenas veintisiete años de edad— podía haber acumulado más de un millón y medio de dólares en robos a lo largo de toda su carrera criminal. El cálculo provenía de una suma del dinero en efectivo y las joyas robadas que se contaban en los denuncios, pero la verdad es que la cantidad podía ser mucho mayor si se tienen en cuenta los robos cometidos a todas aquellas personas que nunca interpusieron ninguna querella.

Sea como fuere, establecer una cifra concreta de lo que Juan Carlos llegó a hacerse en los hoteles es una maraña. A los robos que nunca fueron denunciados deben sumarse varios que no pudieron comprobársele y otros más que le fueron achacados a dedo. Él tampoco sabe a ciencia cierta cuánto suma todo lo que ha robado. Dice que con seguridad sobrepasa los dos millones de dólares, pero no sabe cuánto más. Lo único cierto en medio de toda esa confusión es el hecho de que ni una vez llegó a ser atrapado dentro de una suite, aunque a poco estuvo de que eso sucediera.

Él tampoco sabe a ciencia cierta cuánto suma todo lo que ha robado. Dice que con seguridad sobrepasa los dos millones de dólares, pero no sabe cuánto más.

Juan Carlos Guzmán Betancur comenta:

“A lo largo de todo mi trabajo sólo una vez estuve a punto de que me descubrieran dentro de una suite. Sucedió en el hotel The Peninsula, en Beverly Hills. Recuerdo bien que esa vez andaba de traje, un traje oscuro pero sin corbata. No tenía la menor idea de quiénes estaban alojados en esa suite, pero lo cierto es que estaban por fuera en ese momento. Habían colgado en la manilla de la puerta el menú de lo que iban a ordenar para cenar, así que lo tomé y con eso armé todo una película en la recepción. Fue de esa forma como logré que me entregaran una keycard.

“En adelante ocurrió lo de siempre: llamé a recepción, dije que había olvidado la clave de la caja, me enviaron a un tipo, abrió la jodida caja y luego se marchó. No encontré nada de valor en la tal caja. Sólo me topé con un par de pasaportes, copias de unas licencias de conducción y varios documentos. Busqué entre ellos para ver si encontraba algo de dinero refundido, pero nada. Mientras los ojeaba pude ver que se trataba de gente importante. Eran unos papeles de traspaso de propiedades del padre al hijo y, por lo visto, era éste el que se estaba quedando en la suite. Lo vine a confirmar cuando vi su pasaporte y el de su esposa. El padre era nadie menos que (un conocido alcalde en Estados Unidos)1.

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Las autoridades calculan que Juan Carlos Guzmán Betancur, con apenas 27 años de edad, pudo haber robado cerca de un millón y medio de dólares a lo largo de su carrera criminal.

“Como no encontré nada de valor allí cerré la caja y fui a la parte de atrás de la suite a ver si había algo que valiera la pena. Podían haber pasado unos veinte minutos cuando de repente escuché que alguien entró. ¡Carajo! ¡Qué mierda! Es de esas cosas para las que crees estar preparado pero que al final te despabilan. Eran las voces de un hombre y de una mujer. Escuché que pasaron del salón a la alcoba y de ésta al baño. Luego siento que se acercan más hacia donde estoy. Me doy cuenta de que es imposible moverme de allí, que no alcanzo a esconderme en ningún lado. Lo único que se me ocurre es echar mano de una carpeta del hotel que estaba sobre una mesa. Era una de esas carpetas elegantes, forrada en cuero. Así que la pongo debajo de mi brazo y salgo a plantarles cara.

—Buenas noches —les digo— ¿cómo la están pasando en The Peninsula?

“La tipa hizo una mueca de espanto exagerada. Era una asiática, pero por poco y le saltan los ojos de las cuencas apenas verme.

—¡¿Quién es usted?! —me reclama— ¡¿Qué hace aquí?!

“Intento decirle algo para calmarla pero no me deja ni hablar. Parece estar en shock. Me advierte que no me mueva, que va a llamar a Seguridad, pero yo no digo nada. Luego el tipo se suma a la retahíla. El asunto pintaba para drama, pero en un momento dado logro interrumpirlos. Se me ocurre decirles que soy del staff del hotel, pero el hombre me trata de mentiroso. Dice que no han pedido ningún servicio, que no tengo porqué estar ahí.

—Ustedes ordenaron una cena, ¿no? —lo atajo.

Me doy cuenta de que es imposible moverme de allí, que no alcanzo a esconderme en ningún lado. Lo único que se me ocurre es echar mano de una carpeta del hotel que estaba sobre una mesa.

“El tío se frena en seco. Se me queda viendo como pensando: ‘¿Y este macho cómo coños sabe eso?’. Sea lo que fuere que hubiera pensado, lo cierto es que le baja el tono a la bronca. En medio del jaleo recordé el colgandejo ese que dejaron en la puerta ordenando la cena y de eso me pegué para echarles el cuento. El parloteo me salió de lo más natural, así que sin siquiera subir la voz seguí hablando para tratar de calmarlos. Les suelto una chorrada, les digo que mi trabajo consiste en hacer sentir bien al huésped, inspeccionar que las cosas estén a punto en cada habitación.

—Realizamos esta serie de visitas cuando nuestros visitantes no están —les digo—. Es para garantizar la calidad del servicio y ver que todo se encuentre en orden.

“Ambos se quedan como extrañados con ese cuento. Parecen no comérselo del todo, pero al menos logro que me escuchen.

—No sabíamos nada de eso —me dice la tipa—. Nadie nos avisó de esas visitas.

“Les digo que es algo habitual, pero que no se suelen avisar. Menciono que se trata de un servicio especial para garantizar una mejor estadía a los huéspedes, pero siguen como incrédulos. Mientras estoy en esas de algún modo logro recordar el nombre del sujeto —el que había leído en los documentos— y le ofrezco una disculpa llamándolo por el apellido. El tío se quedó de una pieza. Había que estar allí para haberlo visto. ¿Quién más sino alguien del hotel puede saber tu nombre? Se le acabaron las dudas al tío ese. Ni siquiera supo qué decir. Sólo balbuceaba: ‘Sí, sí, pero, usted, cómo…’. Esa jugada me salvó el partido. En un santiamén ambos pasaron de cuestionarme a adularme. El tipo incluso empezó a tomar la situación con gracia, aunque a la mujer le costó un poco más:

—Deberían avisar de todos modos —me dice ella—. No se imagina el susto que acabamos de pasar.

—Se trata de sorprender al cliente, pero esta vez fueron ustedes los que me sorprendieron a mí —le dije entre risas, como tratando de romper el hielo.

“Entonces el tío sale con un apunte que no pudo ser más irónico:

—Pensamos que se trataba de un ladrón. Casi lo mato.

“¿Matarme? Si por poco queda atornillado al techo del susto que le dio cuando me vio. Después no faltaron las disculpas y las sonrisitas propias de la ocasión. Les pregunté cómo la estaban pasando, dijeron que bien. Y por el servicio a la habitación ni se quejaron, respondieron que era estupendo. Así que sin más nos despedimos. Caminé hasta la puerta, pero justo cuando ya estaba por salir el tío me ataja. Pensé que había maliciado en algo, pero entonces me pregunta:

—¿Será posible que nos ayude con un champagne para acompañar la cena?

“El cuento suena como de película, pero en verdad fue así como ocurrió. Le dije que con gusto se la haría llegar, y así lo hice. Fui hasta el bar y le encargué la botella que me pidió, obviamente no como cortesía, sino con cargo a su cuenta. Era una Dom Pérignon del ochenta y seis. A todas estas yo también debí haber pedido una para mí. No siempre se sale bien librado de un follón de esos”.

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En una suite del hotel Peninsula de Beverly Hills, Guzmán Betancur fue descubierto por los aterrados inquilinos de la habitación en la que ingresó a robar.

***

Fueron varias las oportunidades que ‘Jordi’ tuvo para practicar en los hoteles. Con cada ronda que hacía por los pasillos aprendía a distinguir los sonidos que se cuelan detrás de cada puerta. La idea era evitar un fiasco como el que tuvo con la niñera de las hijas de Gold en el Four Seasons de Las Vegas o el de la pareja en The Peninsula. Pese a su experiencia, al final en cada robo siempre contaba el factor suerte. Saber el resultado de cada golpe era como tratar de adivinar de qué lado caerá una moneda lanzada al aire en una apuesta.

Según cuenta ‘Jordi’:

“Las puertas de los hoteles tienen un grave problema: todo lo que pasa adentro se oye afuera. No hace falta pegarse a ellas para darse cuenta de eso. Basta con ser discreto y afinar bien el oído para escuchar desde una ducha abierta hasta un bostezo, y a veces incluso más. Recuerdo una vez que estaba en el hotel Imperial, en Tokyo, y en una de las habitaciones una pareja le estaba haciendo al jaleo. Estaban teniendo sexo a todo dar. Pasé al lado de la puerta en el pasillo y me sentí como si hiciera parte de aquello. Se escuchaba todo, clarito. El tipo que estaba allí debía tener a la tía más clavada que Cristo contra la cruz, porque la vieja gritaba durísimo. No me pude contener y me entraron unas risotadas impresionantes. Supongo que ellos debieron oírlas, pero me daba igual. No tenían cara con qué reclamarme.

“Conozco sólo un hotel donde no ocurre eso. Es decir, donde no se escucha nada en los pasillos. Queda en el centro de Madrid, cerca de la Plaza de España2. Sabe Dios cómo se llama ese hotel. No recuerdo el nombre, pero tampoco es de una línea conocida. A decir verdad, creo que ni siquiera tiene estrellas con qué catalogarlo. Llegué allí una vez por cosas de la vida y regresé como en dos ocasiones más.

Las puertas de los hoteles tienen un grave problema: todo lo que pasa adentro se oye afuera. No hace falta pegarse a ellas para darse cuenta de eso. Basta con ser discreto y afinar bien el oído para escuchar desde una ducha abierta hasta un bostezo, y a veces incluso más.

“Todo el edificio era blindado. Parecía un búnker. Las paredes tenían como medio metro de espesor y las puertas otro tanto. Recuerdo que la puerta de mi habitación parecía sacada de la Reserva Federal, era tan gruesa como treinta centímetros. Me pregunté a quién coños se le ocurriría alojarse allí, pero seguramente así como yo debía de haber cientos de huéspedes a quienes les encantaba. Cuando salías al pasillo veías unos personajes como sacados de un libro de espías. Yo decía: ‘¡Madre mía! ¿Dónde me he metido?’ El lugar me resultaba bastante novelesco. Las sillas del bar tenían unos espaldares tan altos que parecían haber sido compradas del mobiliario de Drácula. No podías ni ver quién estaba sentado del otro lado. Todo allí parecía sacado de la época de la Guerra Fría, con un aura de misterio. Era como estar dentro de una caja fuerte. No se escuchaba absolutamente nada, cosa muy distinta que todos los otros hoteles que conozco.

“A veces no sabes si es mejor escuchar todo o no sentir nada. Hay momentos en que escuchas más de lo que debes, como en el Imperial. Hay otras en las que si sientes demasiado silencio te llegas a confundir, como en el caso de las hijas de Gold y su niñera.

“De todas formas, para evitar impertinencias de la gente del servicio, ahora en los hoteles vienen instalando un sistema de lucecitas en las puertas. Varios hoteles lo tienen ya. Una luz es roja y la otra es verde. Si las dos están apagadas quiere decir que la habitación está vacía. Si es verde, significa que la gente del aseo puede entrar, y si es roja, olvídalo, el cliente está adentro. Funciona igual que en los baños de los aviones. Para ser franco diré que eso me ha facilitado por montones mi trabajo. Así que ya no falta colgar la tarjeta de ‘No molestar’ en la puerta. Todo lo haces con un interruptor al lado de la cama, pero mucha gente ni siquiera lo sabe. Así que si por error llegas a colocar la lucecita que no es, o simplemente no la activas, estás perdido. Puede entrar la mujer de la limpieza y encontrarte en medio del jaleo, con las piernitas para arriba, como un pollito asado”.

Según Guzmán Betancur, la mayoría de las puertas de los hoteles tienen el grave problema de que permiten oír casi todo lo que sucede en su interior. Basta con ser discreto y acercarse a la puerta para escuchar hasta las relaciones sexuales que están teniendo los huéspedes.

***

Juan Carlos parecía pasársela mejor cada día. Con un tiempo alejado de la prisión y sin alguien que le echara el guante las cosas pintaban de maravilla. Por entonces nada lo frenaba. Dice que llegó a hacerse con medio millón de dólares de un sujeto de Emiratos Árabes Unidos del mismo modo que siempre, pero que la historia nunca salió a la luz pública por razones que desconoce. Asegura que juntó ese dinero con otra buena cantidad que guardaba y compró una casa en Bulgaria, otra en Omán y tres más en países diferentes, así como un automóvil BMW 745. Agrega que todo aquello lo tiene registrado con identidades distintas, por lo que no es fácil certificar su propiedad. Incluso cuenta haber invertido en acciones en bolsa y pagado un curso de vuelo de aeronaves comerciales3 en Jordania, pero que el diploma que lo certifica como piloto lleva inscrito un nombre distinto al suyo. La verdad es que todo aquello —de difícil comprobación— no hace menos que generar suspicacia. Como no, la soledad en la que mantenía.

Dice que llegó a hacerse con medio millón de dólares de un sujeto de Emiratos Árabes Unidos del mismo modo que siempre, pero que la historia nunca salió a la luz pública por razones que desconoce.

Desde que estuvo en Las Vegas la racha de fortuna venía siendo formidable para ‘Jordi’, pero en lo personal su vida había tocado el punto de miseria. Por un tiempo tuvo una relación con un sujeto inglés llamado Matt. Las cosas fueron tan intensas en un comienzo que ‘Jordi’ incluso se hizo tatuar su nombre en el brazo izquierdo. Al final las cosas con el tipo no pelecharon y ambos decidieron terminar la relación. Fue cuestión de un par de años para que decidiera cubrirse ese tatuaje con otro. Ahora en su lugar lleva un trigal y la bandera de España.

Sin alguien a quien amar y alejado de la familia, robar se le convirtió en una suerte de barbitúrico para paliar la melancolía. Una especie de droga de la que se hacía cada vez más dependiente, pero que a la larga lo llevaría a azotarse contra las paredes. Casi de repente, la carga de llevar la vida que llevaba comenzó a pesarle como un roble.

Todo siguió así por el resto de 2003. Como ya es sabido, estuvo por varias países después de dejar Las Vegas. Incluso hizo un crucero por el Caribe. Aquel tiempo le sirvió para verse con algunos amigos, conocer sobre nuevas técnicas de robos, aprender de leyes, tecnología y practicar uno que otro idioma. Eso lo maravillaba.

Antes de que acabara el año se las ingenió de alguna forma para volver a Estados Unidos. De todos modos, eso ya no era un problema para ‘Jordi’. Se instaló en el hotel Four Seasons de Nueva York, pero entonces el 31 de diciembre de ese 2003 su sentimiento de soledad se hizo más profundo y su moral se derrumbó. Nada parecía curarlo ya, ni siquiera todo el oro del mundo. Recuerda que salió del hotel y fue al Yves Saint Laurent de la Quinta Avenida y Madison, en el Midtown East de Manhattan. Allí compró sólo ropa de color azul oscuro para ponerse ese día y luego, unas cuadras más abajo entró a la tienda de Cartier, donde adquirió un reloj Pasha y un anillo de esmeraldas con el grabado de una pantera que le costó un dineral.

Juan Carlos Guzmán asegura que, con el producto de sus robos, compró varias casas e, incluso, un lujoso automóvil BMW 745.

Luego regresó al hotel. Cenó y subió al piso en el que se encontraba alojado. Todo alrededor era un jolgorio por el año viejo, pero no le prestó atención a nada de eso. Incluso rechazó la invitación que un muchacho le hizo para que se uniera a la fiesta en una habitación vecina. Entró a su suite y pidió una botella de champagne Cristal. También despreció la invitación que un amigo ruso, Nikolay, le hizo por teléfono para que se vieran en el Marriott Marquis de Time Square antes de la medianoche. Le había propuesto recibir allí el año nuevo, pero Juan Carlos le dijo que no se sentía con ánimos. En el fondo, se sentía pésimo.

Recuerda que estaba profundamente deprimido. Apagó las luces de la suite y encendió la televisión, pero ni siquiera la volteó a mirar. Se tendió en la cama boca arriba y empezó a beberse toda la botella. Luego, no hizo más que llorar. Dice que no podía parar de llorar y que nada ni nadie podía llenar el vacío que sentía. Era una desolación completa. Estuvo así toda la noche. La melancolía lo había desbordado a tal punto de sumirlo en ese estado. ‘Jordi’ verdaderamente estaba solo. No tenía alguien con quien compartir nada, ni siquiera la congoja. Todo cuanto había tenido que afrontar en los últimos años hizo mella en ese instante. Su huída de la casa en Cali, la llegada a Miami como polizón, los años que vivió en la calle, la violación de la que fue víctima, en fin. Fue como un torrente de recuerdos brotando a millón por su cabeza. El dinero que había conseguido se quedaba corto para comprar el olvido en momentos en que la felicidad escaseaba. Era como si la vida hubiera comenzado a pasarle factura. Juan Carlos recuerda bien ese momento. Dice que nada lo había afectado tanto como la atmósfera de aquella vez en Nueva York y que ese ha sido el día más triste de su vida.

Se tendió en la cama boca arriba y empezó a beberse toda la botella. Luego, no hizo más que llorar. Dice que no podía parar de llorar y que nada ni nadie podía llenar el vacío que sentía.

‘Jordi’ tiene a quién achacarle la culpa de sus males. Señala que casi todo cuanto sintió esa vez —y de otras cosas que sucedieron luego en su vida— tiene que ver con los estadounidenses. Con sus autoridades, para ser más precisos, y el trato que recibió de ellas. No es cuestión de que esté traumatizado o no —dice—, sino de qué tanto daño le produjo ser tratado como un criminal desde que era sólo un chico. “Después de que pasas por una cárcel tu vida no vale ni un centavo. Todas las oportunidades se te cierran. Eres apartado socialmente. Eso te llega a deprimir de un modo que ni te imaginas. La cosa es que de algo tienes que vivir. La plata está ahí, pero cada quien verá cómo la consigue”, agrega.

Para ‘Jordi’, entrar cada tanto a prisión no fue más que un juego de las autoridades en el que siempre recibió tarjeta roja. Culpa a los policías de haberlo llevado a la cárcel y aprender ahí todo lo que después ponía en práctica en la calle, luego de lo cual volvía a ser arrestado y enjaulado. Era un ciclo que parecía no tener fin, pero por el cual —con ironía— agradece a los mismos oficiales. Según sus propias palabras:

“A los americanos no me resta más que decirles: ¡Gracias! Ustedes me formaron en la mayor universidad del delito. Me hicieron un profesional del crimen. Pudieron haberme dado una oportunidad, pudieron sacar lo mejor de mí y no se les dio la gana. Hoy yo podía ser una persona distinta, pero en cambio decidieron meterme en una prisión desde muy joven. Toda experiencia la absorbí como una esponja. ¿Qué más pueden esperar? ¡Que no vengan a decir ahora que es culpa mía ser un criminal! Lo que hicieron conmigo lo hacen con miles de personas todo el tiempo.

“En ese entonces Estados Unidos era la primera opción de la que echaba mano todo mundo para hacer sus sueños realidad, ¿por qué yo no iba a querer hacer lo mismo? Quería otro modo de vida para mí y por eso fui a ese país. Quería tratar de vivir el tal sueño americano ese, que a la hora de la verdad no existe. En cambio me arrestaron y metieron en prisión. ¿Qué otro país te arresta por querer vivir en él? ¿En qué otra parte te meten con traficantes y asesinos sólo por cruzar una frontera? Fue por ese puto encierro que los rusos me violaron. ¿Qué coños iba a aprender en una situación así, fabricar zapatos o coser muñequitos? Mi vida quedó arruinada después de pasar por prisión.

“Al principio no sabía nada de Estados Unidos y, bueno, me empezó a gustar. Fue después de mucho tiempo que empecé a entender que ese país no valía la pena. Estados Unidos no vale la pena para nada. Está bien visitarlo por una o dos semanas sólo por vacaciones, pero para vivir es una mierda. Vives para pagar impuestos y para pagar deudas. Y en la cárcel, ni siquiera tienes vida.

A pesar de sus éxitos como ladrón, Guzmán Betancur, tuvo un fuerte episodio de depresión durante uno de sus estadías en Nueva York.

“Desde antes de cumplir la mayoría de edad empecé a escuchar sobre tráfico de drogas, cómo asesinar a alguien sin dejar huella, cómo falsificar tarjetas de crédito, documentos, y no sé cuántas cosas más, todo lo que un chaval de mi edad en ese entonces no habría aprendido nunca en un salón de clases. Era muy joven, pero todo eso me enseñó a medir el riesgo. Con el tiempo escogí un camino de todos los que ofrecía el mundo del hampa, y ese es uno en el que no tengo que atentar contra nadie. Por encima de todo creo en la integridad humana y la respeto. Nunca dañaría a alguien en el plano físico. Eso es seguro. Hubiera podido escoger traficar con drogas. Ya se sabe que en prisión conocí los contactos necesarios para ello. ¿Pero sabes qué implica ser traficante? Implica lastimar a la gente, dañarlas a ellas y a sus familias. Por eso no escogí ese camino.

“La falsificación no estaba tan mal, pero no deja ingresos. Tendría que haberme puesto a falsificar montones para ganar cualquier dólar. Y conformar una banda, ¡qué cosa más hortera!4 En Estados Unidos lo llaman organización para el crimen. Si te agarran, te pudres en prisión. Esas fueron cosas que aprendí a considerar desde mis primeras entradas a la cárcel. Así que mientras permanecí preso tuve tiempo para pensar a lo que me dedicaría cuando recobrara la libertad. Escoger el camino que tomaría no resultó de la noche a la mañana, debieron pasar varias cosas antes y, luego, acumular mucha experiencia también. El cuento fue que todos esos recuerdos y nostalgias de mi vida se arremolinaron en mi cabeza ese 31 de diciembre de 2003 en Nueva York.

 

“… Al día siguiente almorcé en un restaurante belga con Nikolay5 y su padre, un respetado neurocirujano de la ciudad. El señor me vio tan mal que me preguntó: ‘¿Pero qué te pasa?’. Le comenté lo que me había ocurrido la noche anterior y entonces me dijo que sólo debía encontrar a alguien en mi vida con quién compartir. Nada más que eso. Él y Nikolay me propusieron que fuéramos juntos a Moscú. Me dijeron que no tenía caso seguir en Nueva York ni un minuto más. Entre ambos me convencieron y al final terminé yéndome con ellos…

“Fue cuestión de semanas superar la depresión que me embargó por esos días. Digamos que el viaje a Rusia fue el comienzo de mi recuperación, y al final me puse bien. Después de Rusia anduve por varios países de Europa, Asia y Suramérica. Casi al final de esa seguidilla de viajes se me antojó visitar Brasil, pero entonces conté con mala suerte y resulté siendo víctima de un robo”.

 

1Las declaraciones han sido cambiadas parcialmente para proteger la identidad de la persona, a la cual Juan Carlos Guzmán Betancur se refirió con nombre propio durante el proceso de entrevistas para la realización de este libro. No se logró determinar la veracidad del testimonio.

2La Plaza España, ubicada en el casco histórico de Madrid, es una icónica explanada rematada con una fuente el honor de Miguel de Cervantes Saavedra.

3Según las normativas aéreas internacionales una persona no puede iniciarse en el pilotaje de aeronaves comerciales si presenta alguna dificultad física. Guzmán Betancur asegura tener deficiencias auditivas tras el viaje como polizón a Miami en 1993, así como miopía y astigmatismo que lo obligan a usar lentes, lo que -junto con otros aspectos de aeronáutica que se consideraron en las entrevistas para este libro- deja abierta la duda de que ese testimonio sea cierto.

4Modismo español que significa vulgar o de mal gusto.

5Nikolay (nombre cambiado para proteger la intimidad de la persona) es uno de los amigos de Juan Carlos que por aquel entonces se encontraba en Nueva York. Para más referencias remítase al capítulo de introducción de este libro.


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