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Ilustraciones: Relatto

Capítulo 13

 

“Para ese entonces ya ni sentía miedo de hacer esas cosas. Me salían de manera natural”.

 

Cuando Juan Carlos Guzmán Betancur llegó a Las Vegas a comienzos de 2003 la ciudad resultó ser un lugar sin freno para sus excesos. Los bares y las disco parecían haber exorcizado en él todos esos años de prisión y entusiasmado a salir de copas cada noche junto con su amiga esteticista. Era ella quien lo aupaba cada tanto para ir de sitio en sitio en busca de diversión sin importar el costo que fuera. El dinero corría a chorros desde sus bolsillos para ir a parar a manos de los bármanes que les convidaban unas copas de más. No había forma de no pagar por el disfrute. Juan Carlos dice que todo se compra con dinero, y en Las Vegas eso parecía ser más cierto que en ningún otro lugar.

Cuando el metálico no contaba había otras formas de tener lo que se quisiera de la manera más disparatada posible. Una vez, a la entrada de una disco, su amiga se cambió de ropas con un travesti sólo porque a éste le gustó su vestido y a ella el de él. Aquello parecía rayar en lo absurdo, ¿pero qué cosa en ‘la ciudad del pecado’ no lo es? Lo de Juan Carlos y su amiga era una juerga de antojos y muestra de esnobismo en la que sólo importaba pasarla bien a cualquier precio. Él tampoco era menos desmedido que ella y en más de una ocasión llegó a actuar de un modo verdaderamente estrafalario. Una noche un chico que le servía tragos en un bar se le quedó mirando su reloj. Era un Patek Philippe de la línea World Timer. Según Juan Carlos, lo había comprado meses atrás en Londres por cerca de 27.000 libras esterlinas1. Sea como fuere, el muchacho llegó a manifestarle que el reloj estaba “guapísimo” y entonces, sin algún reparo, Juan Carlos se lo zafó de la muñeca y se lo regaló. De ese calibre eran las cosas en Las Vegas.

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El derroche de Guzmán Betancur llegó hasta el punto de regalarle un costoso reloj Patek Philippe que llevaba en su muñeca al barman que le servía unos tragos en Las Vegas.

Como ese hecho hubo varios más. Parecían ser parte de la nueva forma de vida de Juan Carlos, una en la que el derroche se escribía con mayúsculas y en la que el precio de las cosas resultaba ser algo minúsculo. Era como si la ostentación hiciera parte de su estilo, uno que venía manejando de tiempo atrás y que a su entender navegaba entre lo que estaba a la moda y lo que resultaba refinado. Hay una expresión en inglés que resume todo eso: “trendy”. Juan Carlos dice que es así como en verdad se siente y por eso, durante una visita a Amsterdam, se hizo tatuar esa palabra en el dedo anular de la mano izquierda por parte de un amigo. La expresión calza como una bota con su realidad, incluso hoy en día. Su afición más particular son los relojes de marca. En un principio aprendió a conocerlos por cuestiones de ‘trabajo’, pero después el gusto se le pegó como la miel. Igual le ocurrió con la ropa y, después, con las joyas y las gemas. Prefiere los relojes de estilo clásico en acero o en oro blanco, en especial si son Patek Philippe, Rolex, Franck Muller, Cartier o Jaeger-LeCoutre.

Los casinos, en cambio, nunca le llamaron la atención. Ni en Las Vegas ni en ningún otro lugar. Aunque de hecho llegó a entrar en un par, los mismos le parecen unos claustros miserables disfrazados de opulencia. Algunos de sus amigos del hampa los tienen como sitio de trabajo, pero a él siempre le ha importado poco lo que pueda encontrar en ellos. Respecto de todo aquello Juan Carlos Guzmán Betancur comenta:

Los casinos, en cambio, nunca le llamaron la atención. Ni en Las Vegas ni en ningún otro lugar. Aunque de hecho llegó a entrar en un par, los mismos le parecen unos claustros miserables disfrazados de opulencia.

“Llevaba un par de semanas en Las Vegas, pero los casinos nunca me llegaron a interesar. Fui a uno que otro por curiosidad, más que por trabajo. No me gustan los juegos de mesa. Nunca he sido bueno para ellos ni para los videojuegos, así que no podía sacarle algún provecho a ningún casino. Para rematar, en los casinos de Las Vegas tampoco hay buenos clientes. Como buenos americanos mantienen endeudados hasta el cuello. Todo lo pagan con tarjeta de crédito. Así que para mi trabajo, los americanos son los peores clientes.

“En un casino no hay nada que se le puede sacar a nadie. Permanecen llenos de ancianos, en su mayoría viejas con dientes falsos y pelucas color violeta. Las hay por cientos. Encuentras una a cada paso. Las ves sentadas con sus jorobas frente a las tragaperras2, con tarros gigantes como de pollo KFC llenos de monedas. Aquellos tarros han de pesar más que las pobres viejas, y vas a ver que en sus carteras apenas si juntan cien dólares en monedas de un centavo. Las meseras de los casinos tampoco pueden ser menos patéticas. Parecen haber estado hundidas en la heroína. Les sirven a las viejas una porquería que no se sabe si es agua, vodka, jugo de naranja o qué coños, porque no se le encuentra sabor a eso. Así que con ese panorama me basta para saber que robar en los casinos no es un buen negocio. De todas formas había que visitarlos estando en Las Vegas. Fui a un par con mi amiga y la pasamos bien, pero ella tenía cosas por hacer y no siempre podíamos estar juntos.

“Después de unas cuantas semanas Las Vegas fue suficiente para mí. Regresé a España, pero luego seguí a India. Viví como seis meses en ese país. Allá la gente pensaba que yo practicaba el hinduismo. Lo decían todo el tiempo por aquello del lunar que tengo entre las cejas. Creían que se trataba de un tilak3 y que estaba relacionado con algo místico o religioso. Incluso había quienes me preguntaban si yo era virgen, ya que en algunas culturas se relaciona con la castidad. Así que debía explicarles que no era algo que me hubiera pintado, sino que había nacido con él. ¡Vaya que sí me reí con ese cuento!

“Durante ese tiempo estuve también en Jaipur, la capital del estado de Rajasthan. Aquel lugar es un hervidero para el tráfico de joyas, una cosa bien fea, pero nunca me metí en algo que tuviera que ver con el asunto. El cuento es bastante peligroso. Está dominado por una mafia regada por toda la ciudad que contacta a los turistas para llevar joyas a Europa y así evadir los costosos impuestos. Les pintan el oro y el moro y al final a muchos los terminan matando. Todo perro y gato de Jaipur sabe del cuento, pero nadie dice algo. Así que en vez de meterme en ese rifirrafe aproveché más bien para aprender algo sobre gemas. Aprendí del asunto con un tipo del que me hice amigo y que resultó ser dueño de una joyería. No cualquier joyería, sino una prestigiosa. Es conocida en toda la región porque produce orfebrería exclusiva para diferentes casas reales.

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Después de su estadía en Las Vegas, Guzmán Betancur viajó a la India. Allí la gente pensaba que el joven estafador practicaba el hinduismo, debido a un lunar que tiene entre las cejas.

“Luego de estar un tiempo en Rajasthan seguí a varios países de Oriente Medio. Por entonces conseguí un trabajo, me refiero a uno legal. Puede parecer extraño, pero en verdad así fue. Comerciaba con sedas por varias regiones, de modo tal que iba de una ciudad a otra todos los días para poder ofrecerlas. Era un trabajo agotador, sobre todo por los largos e incómodos viajes que debía hacer, así que al cabo de un mes lo dejé. No me gustó para nada.

“Aquella fue una época de muchos viajes. Prácticamente no paraba en ninguna parte. Cuando dejé el trabajo en Rajasthan regresé a España y después, por pocos días, viajé a Colombia, de donde volví a entrar una vez más a Estados Unidos. El asunto de los pasaportes había resultado tan bien que prácticamente iba donde me daba la gana con ellos”.

***

En agosto de 2003 Juan Carlos regresó a Las Vegas. Esa vez, a diferencia de la anterior, cuando estuvo con su amiga esteticista, decidió alojarse en un hotel, uno de una conocida línea internacional. Mientras estuvo allí no perdió oportunidad para volver a lo suyo: colarse en una grande y costosa suite. En ‘Sin City’ aquello resultaba ser tan tentador como un caramelo para un niño.

Como cuenta Guzmán Betancur:

 

“Los grandes hoteles son mi sitio de trabajo, aunque de vez en cuando también me quedo en ellos. Cuando regresé a Las Vegas en agosto de 2003 llegué a hospedarme en uno. Fue en el Mandalay Bay. En esa ciudad los hoteles no ganan tanto con las habitaciones como sí con los casinos. Por un buen precio se puede encontrar algo muy cómodo, así que en ese tiempo escogí una habitación de setenta dólares la noche.

Los grandes hoteles son mi sitio de trabajo, aunque de vez en cuando también me quedo en ellos. Cuando regresé a Las Vegas en agosto de 2003 llegué a hospedarme en uno. Fue en el Mandalay Bay.

“Las veces que no andaba en la calle me la pasaba metido en las tiendas que tiene el edificio. Hay un par de guapísimas en los niveles superiores, aunque eso allí es otro hotel. Es decir, los últimos cinco niveles del Mandalay Bay, del treinta y cinco al treinta y nueve, son administrados por el Four Seasons, así que funciona como un hotel aparte, con su recepción y todo de manera independiente. Las habitaciones de esos niveles suelen ser también algunas de las más costosas.

“Las tiendas se encuentran una tras otra a lo largo de un pasillo. Por donde quiera que se camine sólo se ven vitrinas de un lado y de otro. No sé cómo es hoy en día, pero en aquella época allí también estaba la entrada al SPA y a la piscina. Tenían una recepción privada de lo más maja4 a la que iban en su mayoría los huéspedes de las suites más finas. Casi al final del corredor estaban unas banquetas para descansar, frente a estas había una fila de teléfonos públicos y más al fondo se encontraban los ascensores. Todo en esas plantas era de los más chulo5 que uno se pueda imaginar. Los turistas finos iban y venían todo el tiempo. Los podías distinguir por sus bermudas y remeras de vacacionistas, así que mientras estuve allí me vestí de modo semejante para pasar como cualquiera de ellos.

Mientras un adinerado huésped de un hotel de Las Vegas tomaba un tratamiento en el SPA del lugar junto con su esposa, Guzmán Betancur entró en la habitación con el propósito de vaciar la caja de seguridad.

“Una mañana6, mientras estaba de paso por esas tiendas del hotel, repasé a un tío y a la que parecía era su esposa. Eran de lo más pijos, se les notaba a leguas. Parecían tener toda la pasta del mundo. El tío era un verdadero gentleman, fino, pero muy varonil: alto, rubio, con un tono de piel casi rosado. Ambos acababan de bajar del ascensor en bata de baño de algodón e iban por el pasillo hacia el SPA. Hablaron un momento con la chica de la recepción del SPA y luego siguieron adentro. Ella misma los acompañó, pero al cabo de unos minutos retornó a su puesto. Por la pinta que tenían era de suponerse que iban para un masaje. Llevaba un tiempo sin hacer nada de mi trabajo, pero debo admitir que en ellos dos vi la oportunidad de retomar. No fue algo que buscara de manera intencional, sólo se presentó la oportunidad y no dudé en hacerlo. Ya se sabe que la ocasión hace al ladrón.

“Para ese entonces ya ni sentía miedo de hacer esas cosas. Me salían de manera natural, espontáneas. No fue complicado saber quién era la pareja. El cuento estuvo en actuar rápido. Caminé hacia los teléfonos, donde había una lista con todas las extensiones del hotel, y marqué el número del SPA. Enseguida me contestó la chica que había atendido a la pareja. La alcanzaba a ver desde el lugar en el que me encontraba. Entonces le dije:

—Hola, ¿sí? Necesito hablar con una pareja que fue para allá por un masaje…

—¿Se refiere al señor y la señora de la habitación 37112? —soltó sin alguna prevención.

—Sí, así es. ¿Ya entraron?

—Sí. Acaban de pasar hace sólo un rato —dijo.

—Necesitaba pasarles un recado…

—¿Es urgente? —preguntó—. Recién iniciaron la sesión, pero si quiere les puedo llevar el teléfono a la sala de masajes.

“Eran como las diez de la mañana o algo así en ese momento. Le pregunté entonces si sabía cuánto se iban a tardar. Me respondió que no lo recordaba bien, pero entonces revisó algo en su ordenador y me dijo:

—Por lo que veo los Gold van a estar el resto de la mañana en el SPA. Permanecerán hasta pasado el mediodía.

“Así de simple fue soltando el apellido de la pareja. No me extrañó en lo absoluto. La gente del staff de los hoteles suele ser muy confiada. Exageran tanto con la cordialidad que terminan pasando por ingenuos. Insistió en que si quería me podía comunicar con los Gold en ese preciso momento, pero me volví a negar. Le dije que no era urgente, que les llamaría después a su habitación.

“Después de eso fui a la recepción del hotel y allí me atendió una tía a la que le dije que había olvidado la keycard dentro de la suite. Lo dije con tal certeza que la tía se comió el cuento en un dos por tres. Me pidió el número de la suite, y como la otra muchacha del SPA me lo había dado, sin titubear se lo dicté. ‘Es la 37112’, le dije. Verificó la información en el ordenador y entonces apareció un tal ‘D. Gold’. Fue lo único que alcancé a ver de reojo. No había forma de saber cuál era el nombre del fulano. Cualquiera que comenzara con D podía ser. La tía no me preguntó nada más y ni siquiera me pidió una identificación. Buscó una keycard en un cajón, la deslizó por una suerte de datáfono y enseguida me la entregó.

“Subí sin afanes a la suite y me paré un momento frente a la puerta mientras fingía que buscaba la tarjeta en los bolsillos. Quería asegurarme de que a los Gold no les hubiera dado por regresar durante el tiempo que estuve en la recepción. No escuché nada del otro lado. Todo estaba en silencio. Así que pensé que debían seguir en el SPA. Deslicé la keycard por el lector y entré a la suite sin ningún lío. Era una suite mediana, pero suficientemente amplia. Estaba dividida en dos ambientes. Al primero se llegaba apenas cruzar la puerta. Allí había una pequeña sala, y al lado izquierdo, la alcoba principal. Varios metros más al fondo estaba el otro ambiente. Mantenía separado del primero por una puerta corrediza que esa vez estaba cerrada. Avancé sólo un par de pasos, después de haber acabado de entrar a la suite, pero de repente escuché unas voces. ‘¡Hostias! ¡¿Cómo coños fue que no noté nada antes de entrar?’, pensé. Eran las vocecitas de unas niñas y de una mujer. Parecían estar jugando en el segundo ambiente. La puerta cerrada atenuaba el sonido de la jugarreta y por eso no escuché nada desde afuera de la habitación. ¡Joder! No tuve ni tiempo para pensar. Fue algo de reacción. Di media vuelta y salí pronto de la suite procurando no hacer ruido.

Al entrar en la lujosa suite de los huéspedes del hotel de Las Vegas que se encontraban en el SPA, Guzmán Betancur se sorprendió al escuchar las voces de dos niñas que jugaban con su niñera, por lo que abandonó el lugar sin que ellas se dieran cuenta.

“Cuando estuve afuera, en el pasillo, no dejaba de pensar que aquello había sido una imbecilidad. Aparte, la chance se había echado a perder por culpa de unas niñas. ‘¡¿A qué macho se le ocurre irse de SPA con su mujer toda una mañana y dejar a las hijas encerradas en el cuarto de un hotel?!’, pensé.

“Me alejé de la tal suite y fui directo a los ascensores. Pensaba irme y dejar la cosa así, pero cuando pasé frente a los teléfonos públicos que hay en el pasillo se me ocurrió una idea que podía salvar la situación. Fue algo improvisado, lo juro. Nunca antes lo había hecho. Consistía en llamar a la habitación haciéndome pasar por un miembro del hotel. De algún modo debía sonsacar a las niñas y a la mujer de ahí, así que eso fue lo primero que se me vino a la cabeza. Pensé que aquello podía no ser tan difícil después de todo. El truco estaba en aprovechar bien las circunstancias y confundir, tal y como lo había aprendido de los peruanos.

“Así que tomé uno de los teléfonos, marqué el nueve y después el número de la suite. El teléfono timbró varias veces, pero sólo hasta después de un rato la mujer alzó la bocina. Era filipina, lo supe de inmediato por su acento. Le dije que la llamaba de la recepción del hotel, que tenía un recado de parte de los Gold. Le pregunté quién era ella y sin vacilar me respondió que la niñera.

—El señor Gold le manda a decir que por favor lleve las niñas a la piscina —le dije.

—¿Cómo? —preguntó—. A mí no me mencionó nada cuando salió.

—Bueno… Ese fue el recado que nos pidió que le diéramos —insistí.

“Se quedó en silencio un instante, como pensativa. Parecía algo aletargada, como sino entendiera bien el inglés, no sé. Me dijo que se apresuraría a ponerles el traje de baño a las niñas y que las llevaría a la piscina. ‘No tardo’, agregó. El asunto había cuajado más fácil de lo imaginado. Si las cosas seguían marchando de ese modo, no tendría mayor problema en entrar a la tal suite, pensé.

Se quedó en silencio un instante, como pensativa. Parecía algo aletargada, como sino entendiera bien el inglés, no sé. Me dijo que se apresuraría a ponerles el traje de baño a las niñas y que las llevaría a la piscina.

“Me senté en unas sillitas al lado de los ascensores para esperar que saliera la mujer con las niñas, pero después de cinco minutos la tipa ni siquiera abría la puerta. El tiempo fue corriendo. De diez minutos pasó a un cuarto de hora y de ahí a veinte minutos, pero nada, la vieja no salía de la suite. Llegué a pensar que había hablado con los Gold y que entonces todo se había ido al carajo. ¡Qué gilipollez! No entendía a qué se debía la demora, así que me la jugué y volví a marcar a la suite. El teléfono timbró una, dos y hasta tres veces, pero entonces nadie contestaba. ¡Qué coños! Ya me estaba empezando a impacientar cuando de repente contesta de nuevo la mujer:

—Hola, ¿si? ¿Quién habla? —dijo toda babieca.

—Es otra vez de la recepción —dije—. El señor Gold continúa esperando en la piscina. Pide que se dé prisa.

“Me respondió que se había ocupado con una de las niñas. No recuerdo bien qué fue lo que argumentó, pero por ahí iba la razón de su demora.

—Dígale al señor Gold que ya le llevo a las niñas —me dijo como afanada, y sin más colgó el teléfono.

“Regresé a la silla y me senté a esperar un poco más. Transcurrieron unos cinco minutos cuando de repente la veo venir a toda prisa. La distinguí porque traía a las dos niñas de las manos. Era joven, menuda. Típica filipina. No sé ni siquiera cómo describir a un filipino. Todos se parecen. El cuento fue que me vio allí sentado. Pasó rápido frente a mí y me saludó desprevenidamente con un: ‘Good morning’.

“Dejé que se alejara y tomara el ascensor, luego regresé hacia la suite. No había un alma en el pasillo. De hecho, ahora que lo menciono, no recuerdo haber visto siquiera cámaras de seguridad. Nadie más que la mujer y las niñas me habían visto. Pasé de nuevo la keycard por el lector de la puerta y entré sin hacer ruido. Esa vez me anduve con cuidado de que no estuviera alguien más ahí. Revisé bien. Toda la suite estaba vacía. Así que me tomé el tiempo necesario para hacer lo mío. Pude estar allí unos veinte minutos, quizás más. Busqué algo de valor que estuviera a mano, pero no encontré nada que valiera la pena. Lo verdaderamente importante está siempre bajo llave, en la caja de seguridad. Eso es lo habitual.

“Hice lo de siempre. Marqué a la recepción y dije que tenía problemas con la caja. Al cabo de un rato me mandaron a dos tipos de seguridad vestidos de gris oscuro. Les expliqué el cuento ni bien llegaron y les pedí que me acompañaran a la alcoba principal, donde se encontraba la caja. Estaba por montarles el parapeto de que la clave no funcionaba, pero en esas uno de ellos me pasa un papel.

—¿Qué es esto? —pregunto.

—Una autorización —dice—. Es para que podamos abrir la caja.

“Nunca antes me habían hecho firmar algo en ningún hotel. El caso es que puse un garabato ahí que apenas si miraron. Se suponía que hacían parte de la seguridad y esos tíos ni siquiera me reclamaron una identificación. Es siempre igual en todas partes. Nunca piden nada. El par de sujetos resultaron ser buenos en lo suyo. No se demoraron ni un suspiro en destrabar la caja. Tan pronto como llegaron, se marcharon.

Como en la mayoría de los hoteles en los que había robado, en el de Las Vegas Juan Carlos Guzmán Betancur también engañó a los integrantes del staff, quienes al creer que se trataba de un huésped le abrieron la caja de seguridad de una lujosa suite.

“Me quedé allí con la caja abierta de par en par. Pero venga, lo que es ser porfiado. Me pinté una imagen de los Gold que a la hora de la verdad resultó ser falsa. O el esposo no es tan rico como aparentaba o el muy cabrón es un tacaño de puta madre. Nada de lo que había en la caja valía la pena. Armé semejante película prácticamente para nada. En la cajilla sólo encontré dos mil libras esterlinas7 y unas joyas de poca monta guardadas en un estuche de pana. No había nada más. Lo aseguro. Si todo ello sumaba cincuenta mil dólares era mucho. Francamente me pesó haberme metido en ese cuento. Sentí que no había valido la pena trabajar tanto por tan poco. Fue una completa chorrada.

“Aún así tomé el dinero y las alhajas y las metí en los bolsillos de mi bermuda. Luego cerré la caja de seguridad. Recuerdo que le puse por clave cuatro ceros. Es algo que tengo por costumbre hacer. Después salí de la suite y fui hasta mi habitación, en el mismo edificio pero en la parte que le corresponde al Mandalay Bay. Nadie siquiera llegó a sospechar del robo, o al menos eso creí en el momento”.

Como quiera que a su juicio el robo a los Gold resultó ser un fiasco, Las Vegas siguió pintando bien para Juan Carlos. Permaneció en la ciudad por unos cuantos días más. Lo ocurrido, digamos, hizo parte de los gajes del oficio. No significaba que en una próxima ocasión las cosas fueran a resultar del mismo modo. En su ‘trabajo’, como en las apuestas, unas veces se gana y otras se pierde. Era consciente de eso. En medio de todo le reconfortaba la idea de que aún seguía en Las Vegas, y eso significaba que tenía la chance de tirar los dados otra vez. De hecho, fue sólo cuestión de un par de horas para que volviera a colarse en otra suite, pero entonces se llevaría una sorpresa mayor.

 

1Unos 35.350 dólares estadounidenses para la fecha en la que se reeditó este libro, en 2022.

2Modismo español con el que se denominan las máquinas tragamonedas.

3Tilak, en los hombres, o Bindi, en las mujeres, es una marca que se pintan en la frente algunas personas en Asia Meridional (principalmente en India) y el Sudeste Asiático. Su significado no es tanto decorativo como sí simbólico, toda vez que se relaciona con filiaciones religiosas o místicas de quien lo usa. Suele ser un punto coloreado entre las cejas, aunque con frecuencia es reemplazado por un signo o por una joya. El sitio donde se sitúa la marca se relaciona con el “tercer ojo” o Ajna Chakra, que según la creencia es el mayor centro nervioso del cuerpo humano.

4Modismo español que significa bonito y vistoso.

5Modismo español que significa atractivo o guapo.

6Según los expedientes del Departamento de Policía de Las Vegas, ocurrió en la mañana del 14 de agosto de 2003.

7Unos 2.620 dólares estadounidenses para la fecha en la que se reeditó este libro, en 2022.

 


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