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Ilustraciones: Relatto

Primera parte.

Una chance de la vida

CAPÍTULO 1

No era un depravado, simplemente un malnacido”.

Juan Carlos Guzmán Betancur nació el 26 de junio de 1976 en Roldanillo, un municipio al norte del departamento del Valle del Cauca, vecino a Cali, fruto de una relación pasajera de su madre, Yolanda Betancur, con Óscar Guzmán Tovar, un gamonal de la región con una treintena de hijos en su haber. De todos ellos Juan Carlos era el menor, aunque aquel se negaba a reconocerlo.

Un año antes de que Juan Carlos naciera, su madre —una joven enfermera local— había tenido otro hijo con el hombre, pero tampoco por ese llegó a responder el gamonal. Y para colmo, aún antes que ellos dos, la mujer había parido otro varón, fruto de una relación pasajera con un sujeto ajeno.

Con tres hijos a cuestas y sin recursos suficientes, la mujer debió encargarle a sus hermanas y a su propia madre el cuidado de los niños para irse de lleno a trabajar y conseguir un poco de dinero extra, sin dejar de mencionar que la búsqueda de una pareja con quien levantar el hogar parecía habérsele convertido en un derrotero en su afanosa vida de madre soltera. Con todo y eso a Juan Carlos nunca le faltaron padrastros con quienes convivir… o al menos intentarlo.

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Juan Carlos Guzmán Betancur nació el 26 de junio de 1976 en Roldanillo, Valle del Cauca.

El muchacho creció en medio de la pobreza, alejado del ambiente de narcotráfico que se vivía en la región, un mundillo de lujos estrambóticos con el que nunca comulgó. Iba a la escuela pública con sus hermanos pero compartía poco con otros niños. Guardar distancias con los demás hacía parte de las normas de la casa, pero a él le venían bien, tanto como el puré de ahuyama que debía comer tres veces al día todos los días porque no había dinero para nada más. Aún así aquello le encantaba. Veía cómo su abuela lo preparaba en la casona de bahareque que tenía en un pueblo llamado Guayabal, en las postrimerías de Roldanillo, cerca del río Cauca1.

Sin posibilidad de conocer más allá del paupérrimo vergel que rodeaba el lugar era imposible anhelar la riqueza de otros. Su mundo no pasaba de los sembrados que de modo artesanal hacía su abuela, Leonor2, de las calles calurosas de Roldanillo y de los cielos con arreboles al final de la tarde, usualmente cruzados por aviones de líneas comerciales en tránsito hacia Cali, con los que le gustaba fantasear. Hasta entonces solo había viajado en avión una vez y desde aquel momento la experiencia le pareció fascinante. Fue a la edad de seis años, en un trayecto más bien corto que hizo de Pereira a Bogotá junto con sus dos hermanos y su madre para pasar vacaciones.

Cristian Andrade, un sujeto que dice haberle conocido en la infancia, lo recuerda como un chico alto que usaba pantalones cortos y chancletas y que tenía por mascota un cerdo al que le ponía moños para sacarlo a pasear. Andrade asegura que siempre tuvo la impresión de que Juan Carlos era marica. “Lo único que lo obsesionaba eran los aviones. Cuando veía alguno volando encima del pueblo decía que un día él estaría allá, arriba”. Esther, la madre de aquel sujeto, respalda esa versión: “Venía a la casa a jugar con un hijo mío, pero se la pasaba más en el espejo y la cocina. Decía que él era muy lindo para estar pasando trabajos”4 de jornalero, como al que se dedicaban varios de los muchachos de su edad.

El muchacho creció en medio de la pobreza, alejado del ambiente de narcotráfico que se vivía en la región, un mundillo de lujos estrambóticos con el que nunca comulgó

Juan Carlos asegura que no recuerda a ese hombre ni tampoco a esa mujer, como sí que jamás tuvo una mascota como para llegar a ponerle moños. Por entonces su madre debía ingeniárselas para darle de comer a él y a sus hermanos, por lo que haber tenido una mascota habría significado un lujo que no podía alcahuetear.

De aquella época de su vida Juan Carlos Guzmán Betancur recuerda:

“Mi padre era un ganadero casado con una señora llamada Yolanda Pozo, con quien tuvo nueve de sus treinta y dos hijos. Yo era el menor de todos, pero mi madre también tuvo con él a mi hermano Edward5, aunque nunca respondió por ninguno. No tengo idea de cómo mi madre lo conoció. Ella habla poco de eso, pero lo cierto es que el gilipollas6 no nos quería reconocer. Un día, un amigo de mi madre, que era narco o algo por el estilo, se apareció en la casa del viejo y con revólver en la mano lo sacó descamisado a la calle para que fuera a una notaría a responder por nosotros.

—O los registras o te mueres, hijoeputa —le dijo.

“Y como en el pueblo era bien conocido el carácter de aquel señor, pues no le quedó otra al gilipollas que darnos el apellido7. Así fue la cosa. La verdad del asunto es que a mi madre se le hizo muy difícil tener que criar tres hijos que prácticamente le llegaron de la noche a la mañana. A veces la emprendía contra nosotros, pero no creo que fuera porque quisiera hacerlo, sino porque no tenía la experiencia para criarnos y eso la desesperaba. Era muy joven. A mí, por ejemplo, me tuvo a los veintitrés años. Debía trabajar y le resultaba difícil cuidarnos, así que buena parte del tiempo estábamos en casa de la abuela. Ella es tan estricta como mi madre, pero físicamente opuestas. Mi abuela es una señora bien parecida, blanca, rubia, de ojos claros, alta. Mi madre, en cambio, es trigueña, apenas mide un metro con setenta, es un poco regordeta y usa gafas, pero se manda un carácter de los mil demonios.

“Aquel era un entorno complicado también para nosotros. Sin embargo, mis hermanos y yo éramos muy felices, unos chiquillos sin noción de qué era la riqueza o la pobreza. Nos protegíamos entre sí. Andábamos sin zapatos, nos bañábamos en el río Cauca y manteníamos llenos de barro. A veces comíamos ahuyama todo el día, pero para mí era delicioso, me daba igual comerla o no todo el día todos los días. Era una vida excelente, de lo mejor. A veces, cuando el río se desbordaba por las lluvias, debíamos salir corriendo de casa de la abuela en la madrugada, aunque eso para mí no era una tragedia, sino un paseo. Por fortuna nunca nos pasó nada, y para entonces mis hermanos ya eran excelentes nadadores.

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«Mis hermanos y yo éramos muy felices, unos chiquillos sin noción de qué era la riqueza o la pobreza», comenta Juan carlos Guzmán Betancur.

“En total somos tres hermanos de madre: Edward, que apenas me aventaja un año y que también es hijo de mi padre, y Carlos Daniel8, el mayor, quien me lleva cinco años de diferencia. Él nació de la relación que mi madre tuvo con otro sujeto. Se trataba de un señor adinerado de La Unión9 que lo amaba hasta el cansancio y nunca lo desamparó. Todos los fines de semana mi hermano iba hasta su finca y allá la pasaba bien con sus abuelos y sus tíos. Era el niño rico de la casa, el afortunado. Mi padre, en cambio, resultó ser de lo peor con nosotros.

“Recuerdo que cuando él murió10 yo ni siquiera llegaba a la adolescencia. En aquel entonces vivíamos en una finca en Fusagasugá11. Edward y yo estábamos jugando fuera de la casa cuando en esas nos llama mi madre y nos dice que nuestro padre ha fallecido. Nos lo dice en el tono habitual en que suelen darse esas noticias. Pese a lo granuja que ese tipo fue con ella, parecía como si la noticia la hubiera entristecido. Lo cierto es que a Edward y a mí no se nos dio nada con la muerte de ese viejo. Por el contrario, nos entraron unas risotadas de lo más impresionantes. Juro que en verdad fue así como ocurrió.

—¿Se murió el viejo? ¡Bien por él! —saltamos a decir.

“La muerte de mi padre no me importó en lo absoluto en aquel entonces ni mucho menos me importa ahora. No lo extraño para nada, aunque sé que mi madre aún guarda algunas fotografías suyas como recuerdo.

“Un par de años después de que mi padre murió, quise conocer a mis otros hermanos, los hijos de su matrimonio. Debía tener unos trece años por entonces y fui donde la viuda, Yolanda Pozo, para verlos. La mujer ni siquiera me invitó a seguir a su finca. Me atendió en el portón e hizo llamar a uno de sus hijos, uno que venía siendo hermano mío. Cuando aquel llegó la vieja de inmediato se despachó conmigo. Se me quedó mirando y me dijo:

—Todas estas tierras eran de tu padre, pero cuando él murió no nos dejó absolutamente nada. Lo hemos tenido que sepultar en una tumba de la familia. Así que por acá no hay nada que vengas a buscar.

“Con esas me salió la vieja mientras el hijo la secundaba. Yo ni siquiera iba a reclamarles ningún céntimo. Únicamente me interesaba conocer a mis hermanos. De todos ellos a duras penas mantengo contacto con una de las mujeres que vive en Cali. Curiosamente está casada con el médico que atendió a mi madre en el momento que me parió, en el hospital general de Roldanillo”.

José Guzmán, uno de los nueve hijos de la relación que mantuvieron Yolanda Pozo y Óscar Guzmán Tovar, recuerda de manera diferente el momento en que la familia conoció de la existencia de Juan Carlos y de su hermano, y asegura que incluso la oportunidad sirvió para enterarse de la relación extramatrimonial que sostenía su padre con la madre de los dos chicos.

Edward y yo estábamos jugando fuera de la casa cuando en esas nos llama mi madre y nos dice que nuestro padre ha fallecido. Nos lo dice en el tono habitual en que suelen darse esas noticias

Según cuenta José Guzmán:

“Nosotros nos enteramos de la relación de nuestro padre con Yolanda Betancur cuando una vez ambos se pelearon y ella vino hasta nuestra casa y nos trajo a Edward y a Juan Carlos para que nos hiciéramos cargo de ellos. Los dejó ahí y se fue. Estaban muy niños, debían tener tres o cuatro añitos de edad. Ante eso, mi mamá se despabiló y dijo: ‘Pues que se haga cargo Óscar, no yo’, y tan rápido como Yolanda los dejó mi madre se los llevó a la comisaría de Policía. La verdad es que no podíamos asumir su cuidado y tampoco estábamos obligados a hacerlo. Éramos nueve hermanos en la casa y había muchos gastos. Por lo que supe, mi padre llegó al rato a la comisaría y se encargó de regresar los niños con Yolanda, no sé bajo qué arreglo.

“En realidad nunca supe si mi papá apoyaba económicamente a Yolanda para el sostenimiento de Juan Carlos y su hermano. Supongo que sí la apoyó en un comienzo, porque no de otro modo ella habría esperado a que los niños tuvieran unos cuatro años para llegar a hacer el reclamo. Lo cierto es que después de esa primera vez Yolanda volvió a dejar a los niños en una comisaría alegando falta de recursos para sostenerlos e inasistencia por parte de mi padre, pero no sé cómo se solucionó ese enredo. Por ese entonces yo tenía unos quince años y a esa edad uno no se metía en cosas de adultos.

“Así que más allá de saber que mi padre era un mujeriego tampoco tuve muy claro nunca cómo conoció a Yolanda. Algunos rumores familiares dicen que la conoció en Zarzal12. Primero tuvieron a Edward y luego a Juan Carlos, pero aparte de ellos dos tengo como veinte hermanos más por relaciones extramatrimoniales. Sin embargo, mi padre sólo los reconoció a ellos y a una mujer, hija de otra relación.

“Pese a las circunstancias mi familia nunca discriminó a Juan Carlos y a su hermano, pero hay que ser claros en algo: yo era un adolescente y ellos, unos niños, de modo que por esa diferencia de edad no tuvimos mucha relación. Luego mi padre se divorció de mi madre y se fue de la casa con otra mujer. Incluso creo que por esa mujer fue que dejó a Yolanda, de modo tal que mi padre se desvinculó por completo de ella y se desentendió de los dos niños.

“Pasó mucho tiempo desde entonces para que yo volviera a ver a Juan Carlos. Fue una vez que él llego a la casa para pedirnos plata. En esa época yo tenía poco más de treinta años y él debía rondar los quince. Recuerdo que parecía un hippie de pies a cabeza: traía el cabello largo, sandalias y una camiseta. Me dijo que no había comido nada y que tenía hambre, por lo que lo invité a tomar una gaseosa y al final le regalé algo de dinero. Esa vez me agradeció, se fue y nunca más lo volví a ver… al menos en persona”.

***

Aún antes de ser un adolescente y vivir el desencuentro con la señora Pozo, Juan Carlos y sus hermanos compartieron buena parte de su tiempo con la abuela materna en la casona que la mujer tenía en Guayabal, donde también permanecían bajo el cuidado de cuatro tías. Por aquella época su madre, Yolanda, estableció una relación con otro hombre, el primero de otros con quien conviviría bajo el mismo techo y que haría las veces de padrastro de los muchachos. Sin embargo, las cosas fueron de mal en peor tanto para ella como para los chicos.

Recuerdo que (Juan Carlos) parecía un hippie de pies a cabeza: traía el cabello largo, sandalias y una camiseta. Me dijo que no había comido nada y que tenía hambre, por lo que lo invité a tomar una gaseosa y al final le regalé algo de dinero

En palabras de Juan Carlos Guzmán Betancur:

“Cuando éramos pequeños mis hermanos y yo debimos quedarnos a vivir un tiempo junto con mi abuela y mis cuatro tías. Vivíamos todos en la casona de la abuela en Guayabal, en Roldanillo. Recuerdo que debía ser el año 1985 ó 1986 para ese entonces y mi madre se fue a vivir a Cali. Ella era enfermera. Trabajaba lidiando pacientes en sus casas. Así que mientras ella trabajaba, nosotros la pasábamos todo el día en la casona bajo el cuidado de mis tías. Mi abuela también tenía un empleo y por eso no podía velar todo el tiempo por nosotros. Trabajaba en unos cultivos que eran de propiedad de una señora alemana. La gente la conocía como ‘la viuda Brehmen’, pero gracias al cielo ya falleció porque era una vieja malísima, indolente con sus trabajadores. Era tan mala que inclusos una vez su hijo se hizo pasar por secuestrado para poder sacarle algo de dinero. ¡Joder! Vaya majadera era esa tía.

“Mi madre estuvo algún tiempo en Cali, pero luego se retiró de la enfermería. Regresó por nosotros, nos sacó de estudiar y nos llevó a vivir con ella a Buenaventura13. Allí conoció a otro señor con quien se organizó, Fulvio Aguirre14. Entre ambos tenían unos locales en San Andresito15 de esa ciudad. Recuerdo que el tipo era todo un personaje. Era comerciante, pero mantenía bebiendo y apostando. Incluso una vez llegó a perder el televisor jugando a las cartas. A veces podía hacer millones con el juego, pero luego perdía todo en una noche.

“En Buenaventura estuvimos más bien poco. Mi madre y él vendieron todo y nos regresamos a Roldanillo, pero ya no a la casona de la abuela. Rentaron una casa muy grande detrás de la iglesia principal, en el centro de la ciudad, y me volvieron a poner junto con mis hermanos en la escuela. Fue allí donde aprendí a leer y a escribir, pero a las malas. No era un chaval indisciplinado, sólo que simplemente no me entraba lo que me enseñaban. A mi madre aquello la alteraba, y venga que con el geniecillo que se gasta la emprendía a fuete contra mí. ‘Ten, para que aprendas’, me decía, y enseguida todos en la casa se enteraban de las palizas que me daba. Se trataba de una casa de dos niveles. Nosotros vivíamos en la parte alta y abajo era un inquilinato. No rentaban más que habitaciones en la parte baja, pero las diferencias sociales eran bien marcadas entre un nivel y otro. Los de arriba veníamos siendo como de clase media, pero ni bien bajabas la escalera ya eras considerado un pobretón. Así de marcada era la cosa. El estrato social estaba a una escalera de distancia.

Juan Carlos Guzmán Betancur y sus hermanos vivieron una infancia de pobreza.

“Mi madre aprovechó el espacio que tenía en esa casa y entonces improvisó una pequeña sastrería. Tiene tanta habilidad para la costura que de hecho fue ella quien nos confeccionó toda la ropa cuando estábamos pequeños. Con esa sastrería se hizo unos pocos pesos durante todo un año. Al cabo de ese tiempo nos marchamos del lugar. Volvimos a hacer maletas y nos fuimos a vivir a Bogotá como por tres meses. Íbamos de un lugar a otro todo el tiempo, como un judío errante. El peregrinaje terminó cuando de Bogotá seguimos a Fusagasugá. Allí nos establecimos un par de años en una finca de un señor llamado Arcesio, un amigo de Fulvio que lo contrató para que cuidara ese lugar. La pasamos verdaderamente bien en Fusa, pero a medida que el tiempo transcurrió las cosas empezaron a cambiar.

“Fulvio era un hombre viejo que de a poco dejó ver su lado quisquilloso. Un día amanecía de buenas pulgas y al otro ni nos miraba. Lo que comenzó como una serie de diferencias esporádicas con mi madre terminó convirtiéndose en una racha de peleas diaria. Todo eso nos afectaba de tal modo que incluso Carlos Daniel, cansado del asunto, decidió un día escaparse de la casa. Por una semana no supimos nada acerca de él, pero al cabo de ese tiempo regresó. Luego, del daño mental se pasó al físico. Fulvio empezó a golpear a mi madre por cualquiera que fuera el motivo de sus disgustos. Lo hacía más fuerte cada vez, y cada que intentábamos defenderla también llevábamos del bulto. Terminábamos recibiendo unas tundas impresionantes. Éramos sólo unos niños y no podíamos con él. Otras veces, cuando llegaba borracho a la casa, la emprendía con nosotros, pero nunca llegó a agredirnos sexualmente. Fulvio no era un depravado, simplemente un malnacido.

Nosotros vivíamos en la parte alta y abajo era un inquilinato. No rentaban más que habitaciones en la parte baja, pero las diferencias sociales eran bien marcadas entre un nivel y otro

“Un día mi abuela se enfermó y mi madre debió viajar de urgencia a Roldanillo. Nos dejó solos con Fulvio esa vez. El viejo aprovechó la situación y empezó a darnos órdenes como si se tratara de un capataz. Mandó a Carlos Daniel a hacer una diligencia, pero éste, que lo quería menos que cualquiera de nosotros, se negó. La ira del viejo llegó a tal punto que a poco estuvo de ahorcarlo. Para calmar los ánimos, Edward y yo sacamos de la casa a Carlos Daniel y nos fuimos a dar una vuelta. Había un cafetal muy cerca de la finca, así que nos metimos por entre él y empezamos a caminar hasta que fue de noche. Hacía un frío espantoso, parecía un páramo. Caminamos hasta tarde esa vez, pero cuando regresamos a la finca e intentamos entrar nos dimos cuenta que el desgraciado de Fulvio había trancado la puerta con cerrojo. No nos dejó pasar. Por más que golpeamos y gritamos nunca quiso abrirnos. Nos estábamos congelando allí afuera, pero ni por eso el desgraciado se condolió. Tuvimos que hacernos campo entre los perros que cuidaban la finca y pasar la noche en una garita, acostados en el suelo.

“Otro día Fulvio intentó golpear a Edward, que es un alma de Dios. Por ese entonces yo no estaba en la finca. Me habían enviado donde la abuela, a Roldanillo, sin ninguna explicación. Era así casi todo el tiempo. Me decían: ‘Vete donde la abuela’. Nada más. Lo cierto fue que cuando Fulvio intentó agredir a Edward, mi madre –que estaba allí– salió corriendo para defenderlo, resbaló y terminó clavándose una estaca en el pie. Me contaron que sus gritos de dolor resonaban por todo el lugar de un modo desesperante. Estuvo mal por un tiempo, pero al final se mejoró.

“Con todo y eso la relación de Fulvio con mi madre duró por cinco o seis años más. No entiendo cómo lograron soportarse tanto. Era un vínculo masoquista. Cuando ambos se cansaron de Fusagasugá, nos regresamos a vivir al Valle. Llegamos a Cali. Yo debía tener diez u once años cuando entonces. Rentaron una casa cercana a la cárcel de Villanueva, el centro de reclusión para hombres de esa ciudad, y se hicieron con un pequeño local en un pasaje comercial. Allí vendían cualquier cantidad de cachivaches. Se les veía bien en el día, pero cuando regresaban a la casa en la noche se volvían a pelear. No había quién los separara.

“Uno de los agarrones más fuertes que recuerdo entre los dos sucedió cuando vivíamos en esa casa. Ocurrió un domingo. Fulvio había comprado mazamorra16 y me obligó a sentarme en la sala a bebérmela con él. Tenía en el estéreo unos tangos sonando a todo taco. Le encantaban. Estaba bebiendo licor desde hacía horas, entonces tomó la taza de mazamorra y le vació una buena cantidad de whisky mientras yo apenas lo miraba prevenido.

–Tené. Tomátela –me convidó.

“Me acercó la taza a los labios, pero mi madre –que andaba por ahí – alcanzó a ver todo eso y lo contuvo. Le dijo que no me diera ese brebaje, que yo apenas era un niño. Pero Fulvio seguía obstinado en hacérmelo beber.

–¡Qué hijueputa! Ya está en edad de tomar –le dijo con soberbia –. Que aprenda a ser un varón.

“Mi madre no se quitó ni un instante del lugar. Se quedó apostada ahí repitiéndole a Fulvio que no me diera aquello, pero Fulvio continuó empeñado en el asunto.

–Hacele pues, tomátela –me insistió el viejo sin quitarme la mirada de encima.

“Yo no sabía ni qué hacer, pero en esas mi madre reaccionó. Le quitó la taza, la puso sobre una mesa y me agarró de un brazo para sacarme de allí. Aquello desató la rabia de Fulvio. Apenas dimos media vuelta agarró la taza y sin pensárselo dos veces la lanzó con todas sus fuerzas hacia mí. La sentí zumbar sobre mi cabeza y volverse añicos contra la pared. ¡Crash! Entonces se armó el jaleo más tremendo. Mi madre se volteó y le gritó a Fulvio: ‘¡¿Estás loco o qué hijueputa?!’, y antes de que terminara siquiera de decirlo, se enzarzaron entre ambos a puñetazo limpio. Parecían machos ese par.

“Esa vez mis hermanos y yo nos fuimos de la casa con mi madre. Nos sentamos con ella en un parque cercano a terminar de pasar el día. No hacía más que llorar. Me dolió mucho verla así. Cuando llegó la noche dormimos donde una amiga de mi madre. Al otro día regresamos a la casa para empacar todo e irnos a vivir a Florida17, donde la madrina de mi hermano mayor. Pero antes de salir mi madre quiso vengarse de lo que le había hecho Fulvio. Agarró unas tijeras y le rompió toda la ropa a ese hijo de puta.

“Pese a todo, después de aquel tropel Fulvio y mi madre regresaron. La reconciliación también sirvió para mudarnos nuevamente. Esa vez nos fuimos a un apartamento. Quedaba en un edificio esquinero en pleno centro de Cali. En todo caso, al cabo de pocos días, las riñas entre ellos volvieron como antes. Una mujer que vivía con su hija un piso más arriba que nosotros se enteraba de todo cuanto nos ocurría, pero a diferencia de los otros vecinos ella buscaba interceder. Se asomaba por una de las ventanas de su apartamento y corría en auxilio nuestro cuando veía a Fulvio dándole de hostias18 a mi madre. Era una buena mujer. Aconsejaba a mi madre para que se alejara de Fulvio, pero en el fondo mi madre aún lo quería. De a poco, el escaso cariño que sentía por él se fue apagando a tal punto de que la relación finalmente se acabó. Esa vez fue definitivo. Ocurrió mientras vivíamos ahí mismo, como consecuencia de otra riña, ésa sí más particular que cualquiera de las otras.

Mi madre se volteó y le gritó a Fulvio: ‘¡¿Estás loco o qué hijueputa?!’, y antes de que terminara siquiera de decirlo, se enzarzaron entre ambos a puñetazo limpio

“Recuerdo bien que mi madre estaba picando algo con un cuchillo en la cocina mientras mis hermanos y yo aguardábamos sentados en la sala. De repente, Fulvio salió del baño y se paseó desnudo frente a nosotros, sin ningún asomo de pudor. Caminó hasta la cocina y cruzó justo por detrás de mi madre, que sólo hasta entonces lo alcanzó a ver. Estaba furiosa por la falta de respeto. Trató de alcanzarlo en la entrepierna con el cuchillo que tenía, pero Fulvio la esquivó, fue más ágil y la desarmó de un puñetazo. Entonces se armó la de Troya. No hubo quién los separara, aunque tampoco hizo falta. En medio de la paliza, mi madre, como pudo, lo agarró por los pies y lo tumbó. Fulvio cayó al suelo como atontado y viéndose desnudo empezó a sentirse vulnerable. Mi madre se le fue encima y sacando fuerzas no sé de dónde lo arrastró desde ese segundo piso hasta el portón. Lo llevó en tumbos por la escalera casi hasta la calle. Para cuando la policía llegó al lugar la escena no podía ser menos dantesca: se encontraron con un hombre en pelotas buscando zafarse de la golpiza de su mujer. No sabían ni a quién arrestar. Al final terminaron deteniendo a Fulvio.

“A mi madre no la arrestaron, no al menos esa vez. A ella ya la habían arrestado antes, pero solo en una ocasión. Eso fue en Roldanillo y yo aún estaba bien chico. Ocurrió porque le devolvió una agresión a una mujer que la había emprendido contra mí. La tipa me lanzó algo desde el puente que atravesaba el río mientras yo estaba en el portón de la casa. Lo hizo con el fin de provocar a mi madre, y venga que lo logró. Ella se dio cuenta del asunto, se quitó unos zapatos de plataforma que usaba en aquel entonces y sin mediar palabra se los aventó a la tipa, con tan mala suerte que desatinó y le dio de hostias a un señor. El pobre hombre al río fue a parar. ¡Joder! De todas formas la cosa no acabó allí. Mi madre se quedó con las ganas de revolcar a la vieja y a los pocos días justo va y se la encuentra. Se le va encima apenas la ve y le da una paliza de puta madre que termina por romperle un brazo. Para colmo, la tipa estaba en embarazo y resultó ser la esposa de un policía. Así que no hubo caso. Agarraron a mi madre y la metieron en una estación como por tres días. Sólo pudo salir cuando mi abuela llegó a pagar la caución”.

Para cuando la policía llegó al lugar la escena no podía ser menos dantesca: se encontraron con un hombre en pelotas buscando zafarse de la golpiza de su mujer

***

Luego de que la relación entre Fulvio y la madre de Juan Carlos terminó, la situación económica se hizo apremiante. Junto con sus tres hijos la mujer debió pedir posada en el apartamento de una amiga que a su vez era madre de otros dos muchachos. Entre todos debían compartir un espacio de poco más de sesenta metros cuadrados en un barrio deprimido de Cali. Fue sólo cuestión de tiempo para que el hacinamiento en el lugar se hiciera insoportable. Pese a la buena voluntad de la mujer, la madre de Juan Carlos se sintió avergonzada con aquella. Retiró a Juan Carlos y a Edward de la escuela pública y los envío donde la abuela, mientras que a Carlos Daniel –el mayor– lo envió donde su padre.

Durante esa temporada ella conoció a otro hombre, Jaime Vinasco19. Se trataba de un sujeto divorciado, padre de tres muchachos y quien trabajaba como contador en un conocido liceo de la ciudad. Entre ambos rentaron un apartamento en el mismo conjunto de edificios donde su amiga le dio albergue. Al cabo de los días Juan Carlos, Edward y Carlos Daniel estuvieron de vuelta y entonces pudieron conocer a quien en adelante sería su nuevo padrastro.

Según Juan Carlos Guzmán Betancur:

“Jaime era una persona muy estricta y aún lo sigue siendo. Tuvo una infancia muy difícil, luego de que no compartiera mucho con su padre y de que su madre le quemara las manos por haberse comido algo sin su permiso. Es disciplinado, recio. Parece un militar y quiere dar ese tipo de crianza todo el tiempo. Aún así es un buen tipo, no de otro modo mi madre seguiría viviendo con él hoy en día.

“Entre él y mi madre han tenido diferencias, pero nunca como las que se presentaron con Fulvio, a quien de hecho nunca más volví a ver. Jaime ha sabido respetar a mi madre. Nunca siquiera le ha golpeado. Sus discusiones no pasan de una que otra palabreja, lo normal. Sin embargo, con nosotros él siempre quiso posar de profesor. Eran tiempos en los que Carlos Daniel y yo –que hemos sido los más rebeldes– buscábamos la manera de llevarle la contraria. Lo hacíamos cada que trataba de enseñarnos mientras nosotros queríamos seguir en nuestras cosas. Aunque sus regaños me resbalaban, no ocurrió igual con Carlos Daniel. Con el paso del tiempo ambos llegaron a detestarse de tal modo que apenas si se podían ver.

“Las cosas entre ambos eran de grueso calibre. Un día, mientras Jaime almorzaba, le dijo algo a Carlos Daniel que a éste para nada le gustó. No sé qué fue lo que le dijo, pero lo que sea que hubiera sido envalentonó de tal modo a mi hermano que fue directo a su habitación y regresó –en silencio– con un machete en la mano. Era un regalo que hacía poco le habían dado. Todos los demás estábamos allí almorzando, pero aquello nos tomó por sorpresa, con la cuchara en la boca. No tuvimos tiempo de advertir nada, sino hasta cuando Carlos Daniel se le acercó por detrás a Jaime con ganas de cortarle la cabeza. Parecía un segador. Alcanzó a tomar impulso y blandir el machete en el aire con violencia, pero entonces se contuvo y terminó dándole un planazo tan verraco en la espalda que Jaime apenas supo retorcerse, como si le hubiesen dado de latigazos. Sonó tal cual. El azote fue tan fuerte que la marca de la hoja le quedó impresa en todo el lomo. Eran dos gallos que seguramente ha de tener marcados todavía. Joder, que ahora me parto de la risa cada vez que lo recuerdo, aunque en ese momento la cosa produjo de todo, menos gracia.

“Por mi lado, no tuve mayores problemas con Jaime. Sólo me pegó una vez. Recuerdo que fue luego de que perdí unos exámenes en el colegio. Me dio tanto miedo por esos resultados que entonces preferí pasar las noche fuera del apartamento. Me quedé andando por ahí con mis hermanos y uno de los hijos de Jaime, de quien nos habíamos hecho amigos. Al otro día regresamos. Creí que para entonces Jaime ya se había ido a trabajar, pero resulta que me equivoqué. Apenas crucé la puerta me saltó encima y empezó a azotarme con un cable. Era un cable de plancha, lo recuerdo bien. Mi madre estaba allí y no hizo nada. Ella también nos pegaba. Eran una palizas horrendas. Acostumbraba a tener un rejo de cuero y nos fustigaba con eso… Son cosas que prefiero no recordar. De todos modos, fue hace mucho tiempo ya.

“En ese apartamento, como de costumbre, duramos solo un tiempo. Luego nos fuimos para una casa en el barrio Puerta del Sol20. Allá Carlos Daniel se consiguió un perro dóberman, y mi mamá, un pincher. Debíamos alimentarlos con sobras porque no había dinero con qué comprarles concentrado. De vez en cuando me tocaba ir hasta la plaza de mercado de Alfonso López21 y recoger un frasco grande en el que una señora nos echaba los sobrantes de su negocio. Era una mezcla de todo tipo de embutidos con salsa de tomate.

“Recuerdo que una vez debí pasar a recoger el frasco al mediodía, después de salir del colegio. Un amigo me acompañó, pero al regreso teníamos tanta hambre que paramos en un parque, destapamos el tal frasco y nos empezamos a comer todo eso. Contrario a lo que pudiera pensarse, la carne resultó ser de lo mejor. Nos dimos un manjar con retazos de salchichas, mortadelas y jamón como jamás habíamos comido. Nadie en la casa llegó a enterarse de eso, pero los perros debieron soportar hambre un par de días”.

1 El río Cauca es uno de los más caudalosos y largos de Colombia, con 1.350 kilómetros de extensión. En su recorrido pasa por más de 180 municipios del país.

2 Nombre cambiado para proteger la intimidad de la persona.

3 Ciudad ubicada en la región centro-occidente del país, en la Cordillera Central de los Andes colombianos.

4 Según versión del diario El País, de Cali. Publicación del 4 de octubre de 2009.

5 Nombre cambiado para proteger la intimidad de la persona.

6 Modismo español que significa estúpido.

7 Según Juan Carlos Guzmán Betancur, el hecho se produjo el 31 de enero de 1977, seis meses después de que él nació.

8 Nombre cambiado para proteger la intimidad de la persona.

9 La Unión es uno de los 42 municipios que conforman el departamento del Valle del Cauca. Está localizado en el norte de éste y dista 163 kilómetros de Cali.

10 Óscar Guzmán Tovar habría fallecido por causa de un derrame cerebral en 1986, según versión del diario El País, de Cali. Publicación del 4 de octubre de 2009.

11 Fusagasugá es un municipio colombiano vecino de Bogotá. Es la capital de la provincia del Sumapaz ,en el departamento de Cundinamarca, ubicado en la región central de Colombia.

12 Zarzal es uno de los 42 municipios que conforman el departamento del Valle del Cauca. Está localizado en el norte de éste y dista 132 kilómetros de Cali.

13 Buenaventura es una ciudad ubicada en el departamento del Valle del Cauca. Es el puerto marítimo más importante de Colombia sobre el Océano Pacífico, distante 115 kilómetros de Cali y está separado de ésta por la Cordillera Occidental de los Andes.

14 Nombre cambiado para proteger la intimidad de la persona.

15 Nombre con el que se conoce una serie de pasajes comerciales en Colombia.

16 Postre de maíz bien cocido al que se le agrega leche y bicarbonato de soda durante la preparación.

17 Florida es un municipio del departamento del Valle del Cauca, ubicado en el suroeste de la región.

18 Modismo español que significa puñetazos.

19 Nombre cambiado para proteger la intimidad de la persona.

20 Puerta del Sol es uno de los barrios que integra el deprimido Distrito de Aguablanca, un suburbio en el oriente de Cali. Contiene un veinte por ciento de la población de la ciudad, lo cual representa unos quinientos mil habitantes.

21 Alfonso López es un deprimido sector de Cali, cuyo nombre corresponde al de un expresidente de la República de Colombia.

 


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