Deportivo Pereira
Fotografías: Juan Molina y prensa Deportivo Pereira

Antes de este acontecimiento, ya me había resignado a entender que jamás iba a vivir algo así. Que nunca íbamos a ser campeones. Que en cualquier momento, tras 79 años de historia, el cuerpo no iba a aguantar tantos malos manejos administrativos e íbamos a desaparecer como el polvo de las estrellas, pero sin estrellas. Porque éramos un equipo condenado a perderlo todo en el último segundo del invento más cruel del fútbol: el tiempo de reposición, como si ya no fuera suficiente tortura añadirle tiempo al tiempo, a 90 minutos de sufrimiento. Nuestro viejo y amado Deportivo Pereira más que un acto de fe, es un milagro. Y, a pesar de todo, siempre se las arregla para sorprendernos.

Porque éramos un equipo condenado a perderlo todo en el último segundo del invento más cruel del fútbol: el tiempo de reposición, como si ya no fuera suficiente tortura añadirle tiempo al tiempo, a 90 minutos de sufrimiento.

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Llegué a las 3 p.m., hora señalada para reunirnos por los líderes de la barra Lobo Sur del Pereira que habían viajado a Buenos Aires. El lugar indicado la noche anterior era el Monumento al Taxista, al lado de la Laguna de Las Gaviotas, a unos pocos metros de Puerto Madero y a apenas 5,1 kilómetros de nuestro destino final, el estadio de La Bombonera.

Poco a poco empezaban a llegar los otros hinchas, la mayoría con la camiseta que la marca pereirana Oto —el dueño se llama Otoniel— lanzó como edición especial por nuestra primera participación en la Copa Libertadores de América, el principal torneo de clubes del continente, donde se encuentran los campeones y los mejores equipos de los 10 países de la Confederación Sudamericana de Fútbol (Conmebol). Una camiseta retro que encarna la esencia de nuestros colores: fondo amarillo, tres franjas verticales rojas; de fondo, en marca de agua, la estatua del Simón Bolívar desnudo sobre un caballo, uno de los principales monumentos de la ciudad de Pereira; debajo, al costado, las marcas de unas garras, en honor a la barra del equipo, Lobo Sur; y, lo mejor de todo, arriba, cerca del corazón, el escudo bordado con una estrella dorada encima, que conmemora el día en el que, también por primera vez en la historia, salimos campeones de la liga colombiana, el 7 de diciembre de 2022.

Deportivo Pereira
Cabezazo del defensa y capitán del Deportivo Pereira, Carlos Ramírez/Foto: prensa Deportivo Pereira.

En la mayoría de los casos, los hinchas asistentes llevaban la camiseta por encima de buzos, sacos o chaquetas, pues el viento, desde temprano, nos recordaba que ya era otoño en Buenos Aires y que no lo íbamos a tener tan fácil.

—Pa, hoy vamos a hacer historia— dijo, sin embargo, alguien por ahí.

—No me imagino cómo va a ser el momento en que entremos a La Bombonera— comentó otro aficionado.

—Yo creo que voy a llorar —respondió otro más.

Como viajé solo, no tenía una “tribu” fija, así que deambulé de un grupo a otro. Vi mucha gente conocida de la época del colegio o compañeros del estadio. A la barra de Los Rufianes de la tribuna Occidental Baja. A Trujillo. A Durango. A Arcila. A Betancourt. A los gemelos Trejos que, aún después de compartir tantos partidos, no logro distinguir uno del otro.

—Pa, por ahí está diciendo la policía que tengamos cuidado, que La 12 nos va a recibir a piedra —me comenta uno de mis conocidos refiriéndose a la poderosa barra brava de Boca.

Y tras los rumores, las malas noticias.

—Muchachos, nos dicen que no podemos ingresar la instrumental y solo podemos llevar banderas 2 x 1 —aclaró uno de los líderes de logística de la barra Lobo Sur.

Para los hinchas, esa advertencia era como si a un equipo, a última hora, le dicen que no puede jugar ni con Messi ni con Maradona.

A modo de duelo por la noticia, con la instrumental —bombos, platillos y trompetas—, la barra comenzó a cantar algunas de sus canciones más representativas. Los demás las seguíamos como si no existiera el frío viento otoñal porque en ese momento estábamos en un lugar que nos pertenecía, en nuestra propia república. El resto del mundo no era otra cosa que un mal sueño donde existe el descenso a la división B: un fantasma que, en dos etapas diferentes del Pereira, nos atormentó por un total de once años.

Hoy he vuelto al estadio/como la primera vez /hoy he vuelto con los lobos/a alentarte otra vez /nos aguantamos Cartago/muchas fechas sin ganar/nos aguantamos el descenso/pero el lobo siempre está …

Sin saber todavía muy bien el cómo, ahí estábamos unos 1.500 hinchas, a punto de abordar 14 buses Plusmar, esos de dos pisos, con rumbo al barrio de La Boca.

Sin saber todavía muy bien el cómo, ahí estábamos unos 1.500 hinchas, a punto de abordar 14 buses Plusmar, esos de dos pisos, con rumbo al barrio de La Boca.

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El barrio La Boca debe su nombre a estar situado en la desembocadura del río Matanzas-Riachuelo en el Río de La Plata. Algunos historiadores creen que fue allí donde Pedro de Mendoza fundó, en 1536, la ciudad de Santa María de los Buenos Aires.

Un barrio que, al igual que nosotros mientras hacíamos el duelo por el impedimento de llevar la instrumental de la barra, fue una república independiente fugaz. Hacia finales del siglo XIX, una numerosa comunidad italiana, especialmente de origen genovés, llegó para quedarse. Se establecieron con sus costumbres y códigos hasta el punto de que en 1882 le enviaron un acta de independencia al rey de Italia. El presidente del país, Julio Argentino Roca, tuvo que encargarse personalmente del asunto y ordenar quitar la bandera genovesa que ya ondeaba con toda solemnidad, para arreglar el impasse diplomático.

Un barrio en el que, en 1905, nació el Club Atlético Boca Juniors, fundado por cinco jóvenes inmigrantes italianos: Esteban Baglietto, Alfredo Scarpati, Santiago Pedro Sana y los hermanos Juan y Teodoro Farenga. Cinco precursores que, al estar su club huérfano de colores e identidad, pusieron todo en manos del azar y decidieron que los colores de Boca Juniors iban a ser los de la bandera del siguiente barco que pasara por el puerto. Aquella suerte le correspondió a un barco sueco, con su insignia azul y amarilla. Colores con los que Boca ha celebrado sus seis Copas Libertadores.

Una de las casas en el Barrio de La Boca, sobre la calle Brandsen, al frente de la entrada sur de La Bombonera/ Foto: Juan Molina.

Hacia las 7:30 p.m. del martes 18 de abril de 2023, escoltados por policías motorizados, llegamos al mítico escenario, para escribir, con la tinta venenosa del azar, una página inédita sobre nuestro tormentoso equipo.

Nos bajamos de los buses, desde donde estábamos a escasos a 450 metros de ver, lo que para nosotros era jugarse la vida.

Después hicimos la fila para la requisa que se movía muy lentamente.

 

—Si metés otra vez esa bandera te la secuestro, eh —amenazó un policía.

—¿Qué pasa señor agente? —le dijo “el mono”, uno de los líderes del parche Pinares, fracción de la barra Lobo Sur.

—No puede entrar esta bandera, está muy grande, solo banderas 2 x 1 —respondió el policía.

 

Presenté mi boleta de entrada —hoy, más que entrada, una reliquia— y pasé el primer filtro. El operativo policial estableció, con vallas, un callejón que conducía al estadio. Los policías custodiaban a lado y lado. Me metí por la calle Suárez, donde está el resto-bar La esquina de mi barrio. Estaba cerrado. Otro control: entrada y requisa.

Doblé por la Calle Brandsen, donde había una casa de tres niveles y balcones: en uno de ellos está asomado un muñeco, ¿o sería una estatua de cera?, del papa Francisco, al que le falta una mano; en el otro, no podía faltar, el Diego, porque acá ya no es Maradona, es el Diego. Después, el comedor comunitario Pancitas llenas, corazón contento. Más adelante, el Bar de Willie, con aire nostálgico, en cuyo balcón también se asoman dos muñecos de cera: otra vez el Diego, y, junto a él, Carlos Tévez, uno de los futbolistas más importantes en la historia reciente de Boca. Al frente del Bar de Willie, la entrada sur de La Bombonera.

El último control: entrada y requisa. Estaba más cerca, a tres pisos, de “haberlo vivido todo”.

Hacia las 7:30 p.m. del martes 18 de abril de 2023, escoltados por policías motorizados, llegamos al mítico escenario, para escribir, con la tinta venenosa del azar, una página inédita sobre nuestro tormentoso equipo.

Y, aunque en la eternidad de esos tres pisos se fue la vida, llegué. Eran las 7:57 p.m., una hora antes del inicio del partido, ese de los jugadores y los entrenadores con sus refinados módulos tácticos y sus malvados tiempos de reposición. Al frente, otra tribuna de tres pisos, donde había desplegada una bandera gigante: “La número 12 la más grande del mundo”. Estaba ante un escenario que, de niño, me acostumbré a ver por televisión, cuando veía los partidos de mi arquero favorito, el colombiano Óscar Córdoba. Un escenario que, pensaba, iba a conocer alguna vez en un partido Boca-River. O, ya entrados en gastos, en algún tour turístico. O, en el peor de los casos, en una inmersión de realidad virtual. Pero esta era la verdad. La única. La delirante. La performática. La absurda. La realidad era una tribuna escarpada, como si estuviera de pie. La realidad era la sensación de que, si daba un paso, caía en el vacío y me perdía para siempre y me iba a tomar un trago de fernet con el Diego.

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Me hubiera encantado estar allí en La Bombonera con mi papá. Pero, me he dado cuenta últimamente de que a él no le gusta tanto ir a partidos “importantes”, donde, además, no puede llegar con su Volkswagen modelo 1960. Esa constatación, sin embargo, no significa que no sea un incondicional: mi padre va con regularidad a esos partidos a los que asistimos los 2.000 hinchas de siempre contra rivales nacionales de no tanta alcurnia como Envigado, Bucaramanga, Alianza Petrolera, Jaguares, Orsomarso, Leones, así sea un jueves a las 4:00 p.m.

No sé cómo hubiera reaccionado él ante el partido más que perfecto del Deportivo Pereira. En éste parecía que los jugadores hubiesen aprendido a jugar fútbol juntos, incluso teniendo en cuenta que es un equipo recién constituido, tan solo hace tres meses, pues al equipo campeón de la liga colombiana prácticamente lo descuartizaron. Salieron, además, con una actitud de ataque que nunca le había visto a un equipo colombiano contra Boca, en plena Bombonera.

No sé cómo hubiera reaccionado mi papá. Quizá no habría renegado como lo suele hacer cuando dice que el fútbol de antes era mejor y que yo no tuve la suerte de ver al Pereira de los paraguayos que él admira y menciona de memoria: Apolinar Paniagua, Arístides Del Puerto, Eliseo Gaona, Clemente Rolón …

Tal vez mi abuelo también lo llevaba al estadio y le hablaba de las glorias del pasado, de cómo un capitán de la policía, un 12 de febrero de 1944, decidió que la mejor forma de poner paz a las peleas constantes entre los equipos de Vidriocol y Otún era fusionarlos en uno único, el Deportivo Pereira. Probablemente le contaba acerca de la leyenda paraguaya, Casimiro Ávalos, quien hoy aún ostenta el récord de goleador histórico del club.

Lo cierto es que, mientras mi papá lo veía por televisión en su casa, yo estaba al lado del hijo de Isaías Bobadilla, otro de los paraguayos que hizo historia en el equipo de los años 60, y se quedó a vivir en la ciudad. Ese Bobadilla parecía un entrenador, movía sus manos y daba indicaciones, con la esperanza de que a lo lejos un jugador del Pereira lo viera y se diera cuenta que al otro extremo de la cancha iba solo un compañero.

Los hinchas del Deportivo Pereira que acompañaron al equipo en su primer partido por fuera de Colombia, en las tribunas de La Bombonera./Foto: Juan Molina.

Cuando faltaban unos 20 minutos para el final, y manteníamos un heroico 0-0, escuché pronosticar a uno de los emocionados muchachos de la banda del Lobo:

—Pa, lo vamos a ganar.

Unos minutos después, Arley Rodríguez dio tremendo pase y Jimer Fory llegó solo por la izquierda, remató de zurda e hizo un gol que dejó en silencio a La Bombonera y que puso a arder nuestros corazones. Boca 0 Pereira 1.

Me abracé con Bobadilla. Fue un abrazo casi perfecto. El de un papá, pero nunca tan perfecto como el abrazo imperfecto de mi padre, en el que siempre nos enredamos y terminamos dándonos unas tímidas palmaditas en el hombro.

Me fui hacia atrás. No sé si empujado por alguien en medio de la celebración o ya al borde del desmayo. Caí sentado.

Unos minutos después, Arley Rodríguez dio tremendo pase y Jimer Fory llegó solo por la izquierda, remató de zurda e hizo un gol que dejó en silencio a La Bombonera y que puso a arder nuestros corazones. Boca 0 Pereira 1.

Era el minuto 76. Los hinchas de Boca, en el acto, dieron sentencia: Jugadores/la concha de su madre/a ver si ponen huevos/que no juegan con nadie .

Boca estaba en plena crisis. También ardía. Venían de perder sus últimos tres partidos en en su casa. Algo que no pasaba desde los años 70.

Por un momento me pregunté si, en medio de esa tensión, íbamos a salir vivos del estadio para poder contar que fuimos el primer equipo colombiano en ganar en La Bombonera por Copa Libertadores. Aunque ese era el asunto menos importante. Porque si nuestras raíces arden, el paso del tiempo nos congela. Y, sobre todo, nos angustia. Faltaban 14 minutos para terminar el encuentro. Y de esos 14 minutos fuimos capaces de aguantar 13.

Al minuto 89, empató Boca.

—Vida hijueputa —gritó alguien en medio de nuestro silencio.

Pude haber sido yo. No lo recuerdo.

El estadio de La Bombonera tiene una capacidad de 54.000 personas. Panorámica antes del inicio del partido Deportivo Pereira vs. Boca Juniors./Foto: Juan Molina.

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Como si no hubiera sido suficiente añadirle tiempo al tiempo, a los 98 minutos de sufrimiento, un árbitro uruguayo cuyo nombre prefiero no recordar, decidió añadir dos minutos más.

Los hinchas de Boca no paraban de cantar: Dale Boca/y dale, dale Boca/y dale, dale Boca/y dale, dale Boca …

Es cierto, La Bombonera tiembla al son de los cánticos y los saltos de la gente, aunque no tanto como nuestros corazones que aguantaban los últimos segundos para festejar un empate que significaba un resultado extraordinario.

Los jugadores del Pereira, tras 89 minutos, volvieron a su dimensión humana, ya sentían el cansancio, el frío y la presión del estadio que no paraba de cantar y dale, dale Boca, pero resistían con lo que les quedaba hasta que en el minuto 99 hubo un centro y el mediocampista de Boca, Alan Gonzalo Varela, ¡cabeceó! Silencio total en nuestra tribuna.

—No puede ser —murmuró Laura, una de las tantas hinchas del Pereira que ahora estaba al lado mío.

Ganó Boca 2 a 1. Y como si eso fuera poco, ante semejante tragedia, el parlante del estadio anunció que no podíamos salir hasta que se fuera el último hincha de Boca. Mientras salían, los hinchas de Boca nos hacían una ponzoñosa señal: con sus dedos hacían un círculo a través del cual metían otro dedo.

Ganó Boca 2 a 1. Y como si eso fuera poco, ante semejante tragedia, el parlante del estadio anunció que no podíamos salir hasta que se fuera el último hincha de Boca.

La barra de Boca, La 12, no se movió. Se quedó cantando un rato más —una eternidad más— mientras el personal del estadio limpiaba las tribunas con unas aspiradoras que parecían tener un sistema amplificador de sonido incorporado. Finalmente los de La 12 sacaron una bandera genovesa, roja y azul, con un grifo dorado, una criatura mitológica, mitad águila, mitad león.

Salimos, inadvertidos, unos minutos después de que se retiró el último grupo de hinchas xeneizes. Era medianoche en la jornada y en nuestro ánimo.

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Jueves 20 de abril, 5:02 p.m. Mi último día en Buenos Aires. Después de una caminata de casi seis kilómetros, partiendo desde el barrio de Caballito, llegué al Jardín Japonés, en Palermo.

Los árboles, como el viento de los dos días anteriores en La Boca, rendían cuenta del paso del otoño.

Vi a tres hinchas del Pereira sentados al lado de la caseta donde vendían el oráculo japonés. Lo compré por unos 300 pesos argentinos. Me predijo que tenía muy buena suerte. El recuerdo del 1-1 contra Boca en el minuto 89 me hizo dudarlo.

Maicol Medina, centrocampista del Pereira, prueba con un tiro al arco/ Foto: prensa Deportivo Pereira.

Tomé el camino que bordea el lago y me llamó la atención una ondeante bandera con un pez. Era un Koinobori. Cuenta la leyenda que el pez Koi (o carpa) es muy vigoroso y fuerte, tanto que es capaz de nadar contra la corriente del río.

Es por eso que el 5 de mayo, el día del niño en Japón, hay un ritual que consiste en izar los koinoboris para desear que los niños sean fuertes y vigorosos como el pez Koi.

Pienso, por un momento, que nadar contra el río fue lo que hizo el Deportivo Pereira en La Boca. Que esa es la esencia de nuestro inexplicable equipo. Uno capaz de ilusionarnos con hacer algo inmenso cuando nadie lo espera y, aun así, arreglárselas para deprimirnos en el último aliento.

Recordé el título de un libro de la poeta portuguesa Adília Lopes. “Escribir un poema es como atrapar un pez”. Ser hincha del Pereira es como atrapar un pez que, cuando está entre nuestras manos, se escapa y continúa su camino. Y aun así, nosotros, sus hinchas, lo seguimos, nadando contra la corriente.

Porque ese contradictorio pez es hermoso. Está hecho de polvo de estrellas, o al menos una, la de su primer y victorioso campeonato nacional que lo condujo a jugar contra Boca Juniors.

Esa vocación de hincha inquebrantable es la que me hizo fantasear con que, a pesar de la derrota, ese último gol de Boca había sido una jugada mal armada y que el descarado árbitro uruguayo va a revisar el VAR y determinará que no estoy en fuera de lugar.

 


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