A mediados de 2014, cuando Venezuela regresaba paulatinamente a la normalidad luego de casi cinco meses de protestas contra el presidente Nicolás Maduro a causa del movimiento “La Salida”, la rutina de Vasco Da Costa cambió radicalmente.

Como hacía todos los jueves, luego de visitar en la cárcel militar de Ramo Verde al general Raúl Isaías Baduel para discutir sobre asuntos políticosDa Costa, declarado como acérrimo anticomunista y politólogo de profesión, bebía café acompañado de varios amigos en una panadería ubicada en El Paraíso, al oeste de Caracas, cuando de un momento a otro la conversación y las risas mutaron a gritos de pánico y caras de asombro.

Repentinamente grupos de encapuchados armados irrumpieron en el establecimiento, apuntaron a los presentes y en pleno alboroto le preguntaron: “¿Usted es Vasco Da Costa?” Luego de recibir una respuesta afirmativa, la banda lo montó en una camioneta para trasladarlo a un punto sin precisar.

“Al principio no sabía si era un robo o un secuestro”, recordó Da Costa en declaraciones a El Nacional Web.

Una vez montado en el vehículo, sus “captores” se identificaron como agentes policiales, que en un principio le pidieron colaboración obligatoria para una investigación que estaban realizando.

Luego de varias vueltas por la ciudad, arribaron a la sede del Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas (Cicpc) de la avenida Urdaneta. 

Nada más llegar se topó de frente con un hombre y una mujer que le pareció acababan de recibir una golpiza. “Usted está detenido”, le avisaron a Vasco, a quien luego mantuvieron esposado a una silla durante una semana, antes de presentarlo ante tribunales, pese a que el artículo 44 de la Constitución establece que  el procedimiento debió hacerse en un lapso no mayor a 48 horas.

Durante su estadía en ese organismo reveló ser víctima de torturas. “Me colocaron electricidad en los testículos”.

Ya en audiencia, lo acusaron de terrorismo por supuestamente conspirar contra el gobierno; asociación para delinquir y fabricación ilícita de artefactos explosivos. 

El Rodeo

El periplo de Da Costa, que en el gobierno de Hugo Chávez ya había sido aprehendido en cuatro oportunidades por sus supuestas actividades políticas —la reclusión más larga había sido en 2004 cuando pasó dos meses en Ramo Verde— apenas estaba por comenzar.

Junto con Efraín Ortega y José Luis Santamaría, compañeros que fueron acusados en la misma causa penal, el politólogo llegó al internado judicial El Rodeo II, donde asegura haber sido testigo de torturas y violaciones a la integridad de otros reclusos.

“Me metieron en un depósito de seres humanos que denominaban ‘tigrito’: una celda pequeña con cientos de personas con apenas un agujero en un costado para poder ir al baño”, relató.

En El Rodeo aseguró ver cómo “unos custodios golpearon y descuartizaron a otro preso”. También cómo despidieron a empleados del penal por negarse a firmar la petición del gobierno de Maduro para exigir que se derogara el “decreto de Obama”, que tenía como objeto sancionar a funcionarios venezolanos.

Pero Da Costa, además, sentía cómo el paso del tiempo aplacaba poco a poco su estado de salud. “En la enfermería trataban de ayudarme pero se robaban las medicinas”, denunció.

Indicó que lo peor que podía hacer la población carcelaria era declararse como enferma. “Tenían un palo que decía ‘atamel’ y otro que decía derechos humanos’ que usaban para golpear a la gente solo por quejarse”, narró.

26 de julio: una fábrica de odio

El 13 de mayo de 2015, poco antes de cumplir un año en El Rodeo, el politólogo pudo salir del penal pero no en libertad sino con destino a una nueva cárcel, la recién inaugurada 26 de julio, ubicada en San Juan de los Morros, en el estado Guárico.

Como si se tratase de una jaula gigante, los presos se encontraban debajo de un techo de rejas, con custodios armados que caminaban a lo alto de ellos, haciendo que los reos, al subir la mirada, solo les vieran las botas y las armas.

Así, en lugar de mejorar sus condiciones de reclusión ocurrió todo lo contrario. “Es alucinante. Antes de entrar no pensé que pudiera existir algo así: una especie de zoológico donde el que mira hacia abajo ve ‘animalitos”, rememoró.

En ese sentido contó que en el penal no había biblioteca, talleres de música ni tiempo para desplazarse fuera de las celdas. Lo más que les daban, aseguró, era una hora de deporte a la semana.

Aunado a permanecer las 24 horas encerrado en un “tigrito”, vigilado por un grupo de seis custodios que lo veían desde las alturas, debía hacer sus necesidades acompañado de un funcionario del Ministerio de Servicios Penitenciarios, que lo hacía caminar esposado en caso de hallarse fuera de su calabozo.

“26 de Julio la recuerdo como un centro de horror, una fábrica de odio”, insistió mientras denunciaba la existencia de un paredón lleno de sangre y restos de piel, producto de las golpizas que recibían los presidiarios.

A ello Da Costa aunó el hecho de que se robaran las medicinas que familiares intentaban hacer llegar a los internos, afectando en especial a enfermos de sida y tuberculosis. “Llegaban los remedios pero no se los daban”.

De Guárico a Tocuyito

Luego de casi un año y medio en la cárcel 26 de Julio a Vasco Da Costa lo trasladaron a una tercera prisión: la mínima de Tocuyito.

Aunque reconoce que el estado del penal tampoco tiene condiciones óptimas para que los presos paguen sus condenas, reconoció que al contrario de lo que le pasó cuando llegó a la 26 de Julio, sintió que recuperó algo de dignidad.

“Usar una poceta por primera vez en dos años fue una mejoría. También ayudó el hecho de tener una cama, entrar a una biblioteca y contar con una sala de música”, acotó.

Además podía usar una cancha deportiva y tener una hora diaria de caminata bajo el sol. Sin embargo, no todo era color de rosa: su celda, que compartía con cuatro compañeros, no tenía ventanas, por lo que debían iluminarla con un bombillo. Si había fallas eléctricas, “no se veían ni las manos”.

“Me sacaron de la letrina al sarcófago”, comparó Da Costa, quien acusó a autoridades de Tocuyito de apalear a los reclusos, una práctica que señaló es común en todas las prisiones venezolanas. “No me pegaron, pero sí me ponían a ver cómo a otros los golpeaban”.

En libertad pero con ganas de luchar

Aunque Da Costa apenas fue liberado el 6 de octubre luego de más de tres años de presidio, el politólogo no piensa cambiar su manera de pensar, más allá de que considera que las políticas carcelarias buscaron quebrar su voluntad.

“Pienso seguir con el Movimiento Nacionalista”, advirtió. Antes de caer preso, también militó en el Comando Nacional de la Resistencia, en el que convivió con dirigentes como Antonio Ledezma. Tampoco piensa claudicar asu partido político, Nuevo Orden Social.

Pese a que reconoció sentir temor por “enfrentar a un gobierno asesino”, aseveró que “es momento de ser valientes” y de no abandonar las trincheras contra el gobierno de Maduro.

* El entrevistado aseguró no tener medidas por parte de un tribunal que le impidieran declarar ante la prensa


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