Por FRANCISCO JOSÉ BOLET

De Venezuela heroica a Zárate

El siglo XIX estuvo signado en Venezuela por la búsqueda de modelos con los cuales construir el Estado-nación. Políticos, intelectuales, escritores, pintores, poetas, científicos, participaron a todo lo largo de la centuria decimonónica, desde diversas perspectivas y posicionamientos ideológicos, en esa gran travesía intelectual que significó imaginar la república. En ese marco, la publicación en 1882 de una novela como Zárate, escrita en plena etapa de avanzada del proyecto liberal guzmancista, por un letrado conservador “descendiente de ilustres familias” (Seijas, 1986, p. 91) como lo fue Eduardo Blanco, quien escasamente un año antes, en 1881, había publicado “con el clima sublime de la epopeya” (p. 92) un libro de la trascendencia de Venezuela heroica, es un hecho que a mi juicio no puede pasar desapercibido, si se toman en cuenta el peso que el autor y su obra tienen en el proceso de construcción del imaginario fundacional de la patria en el siglo XIX. Esto es, si Venezuela heroica funda en 1881 en la gesta heroica el nacimiento de la patria, Zárate ordena, desde el pensamiento conservador, el espacio privado de la ciudadanía.

Zárate no ha tenido igual trascendencia ni significación que Venezuela heroica. Por ejemplo, de Venezuela heroica se hicieron seis ediciones en vida del autor, y según afirma Felipe Tejera (1973, p. 358), su primera edición constó de “dos mil ejemplares” que se agotaron “en el curso de pocos días”. De Zárate sólo se hizo una edición cuando se publicó en 1882, y no se volvió a reeditar sino en Buenos Aires en 1954. No obstante, en las últimas décadas esta novela ha recibido una merecida atención de estudiosos de la literatura venezolana. Más allá de su valor literario, su importancia también descansa en que la novela, mediante una trama finisecular propone una ciudadanía centrada en la hacienda, en el campo y en las virtudes y formas de vida de la sociedad patricia, frente a los «trascendentales cambiamientos» (p. 112) y pérdida de valores que para los sectores conservadores significaban la mascarada de la modernización y el progreso de fines de siglo XIX. A 140 años de su publicación, vale la pena releer y discutir sobre esta importante novela venezolana. A continuación, presento brevemente mi lectura.

Viejas Preocupaciones

El discurso narrativo de Zárate, condimentado con breves, pero orientadores comentarios acerca de la historia y formación de la nación, se desarrolla estableciendo un puente entre el período de la emancipación, entendido como una etapa fundacional, pero bárbara al mismo tiempo, y “la vida semipatriarcal que largamente llevaran nuestros padres”, esta última representada como un lugar donde gracias a las “buenas costumbres y los sanos principios de la mayoría del país”, se restablecerían la paz y la civilidad: “Como sucedió luego” (p. 50). La imagen de la Guerra de Independencia en la novela es naturalmente bifronte. Por un lado, la guerra crea y territorializa la patria, reordena los imaginarios y funda otros nuevos, asociados al heroísmo y al sacrificio, de los cuales finalmente surge esa patria “que se irguió bautizada con sangre” (Blanco, 1982, p. 20). En este sentido, “la revolución había (…) creado a la nación, independiente y libre”. Pero, de otro lado, como nos explica el narrador en forma didáctica, la guerra había sido “terriblemente cruel y desastrosa, desordenada a las veces, frenética, iracunda, llena de altos y bajos, (…) [donde no hay fin para] el cruento sacrificio, la exaltación de las pasiones, el estrago, la violencia y el vértigo que a todos arrastraba, nivelando clases y condiciones con el duro rasero de la necesidad, la desgracia y la muerte” (p. 112).

La dualidad que se escenifica en las páginas iniciales de Zárate se plantea en el sentido de que los valores del ciudadano y el ordenamiento privado que debe seguir la nación, una vez superada la guerra y pacificado el país, son los del mundo patriarcal como espacio de orden y estabilidad, y no esa “esa manera nueva de ser y de existir” (p. 112) en la que imperan la mentira y el arribismo. En el capítulo “Viejas preocupaciones”, ya a la mitad de la novela, en un tono pedagógico, casi paternal, el narrador se encarga de ubicarnos en el centro de sus ya viejas preocupaciones, como previendo quizás que el lector en un rasgo de ingenuidad no haya podido entender el juego de máscaras y dualidades que hay en la novela:

Si radical, en lo político, fue la transformación de Venezuela al separarse de la madre patria, pocas alteraciones en lo privado de sus tradicionales costumbres sufrieron los pueblos americanos de origen español, (…) La revolución (…); surcos profundos había aplanado en lo social de la vida pública y en las instituciones que practicaban los nuevos ciudadanos; del polvo había levantado y puesto en alto personalidades hasta entonces anónimas, y creado a la nación, independiente y libre, manera nueva de ser y de existir. (p. 112)

Como nos sugiere la cita, aunque las transformaciones políticas fueron radicales, las tradiciones y los valores de la vida privada heredadas del coloniaje habían sufrido “pocas alteraciones”. De modo que el espacio doméstico, ese “santuario del hogar”, había logrado preservar “las preeminencias sustentadas por tres siglos de perdurable estabilidad” (p. 112). En este sentido el territorio y la esencia de la vida privada tradicional no son el problema esencial de nuestro narrador. En virtud de ello, tratará más bien de exaltarlos, de idealizarlos y de representarlos en la arcádica hacienda “El Torreón”. Lo que para él y los sectores más apegados a la tradición sí representa una (para 1882) ya vieja preocupación son los cambios sufridos en la vida pública, en la esfera de la política; son también esos nuevos ciudadanos, quizá doctores, al estilo del oscuro y sinuoso Bustillón, nacidos sin “alcurnia nobiliaria” y cuyo nombre no posee “ningún valimiento”; son, además, por si fuera poco, esas personalidades, acaso como Páez, “hasta entonces anónimas”, encumbradas por la guerra o por la democratización modernizadora. Es en definitiva esa “manera nueva de ser y de existir” la que al narrador le resulta más peligrosa incluso que el mismo bandolero Zárate, porque atenta contra las estructuras de la sociedad tradicional venezolana. El trabajo ideológico y literario del narrador consistirá, entonces, en reordenar esos espacios y restituir el orden tradicional, trastocado por la modernización de fines del siglo XIX.

Retornar a los antiguos hábitos

La construcción de la ciudadanía comienza entonces por la recuperación de los espacios públicos o privados invadidos por las nuevas subjetividades. A este particular, las nociones de restituir, restablecer, reordenar la patria, acompañadas de la idea de que es necesario pacificar el país, son fundamentales para comprender el trabajo civilizatorio que simbólicamente emprende la novela. Estas ideas subyacen en los personajes asociados al patriciado. Por ejemplo, el capitán Delamar nos dice que retornó “cuando la muerte de mi padre y mi escasa fortuna me obligaron a volver a la patria” (p. 15); una vez allí, se incorpora a los ejércitos patriotas y posteriormente se dedica a la caza de bandidos y salteadores. A su tío Don Carlos Delamar, “la muerte de su esposa, a quien idolatraba, y el creciente menoscabo de su fortuna le hicieron retornar a la patria…” con el fin de “levantar de la ruina a sus abandonados intereses” (p. 50). Del mismo modo, al artista Lastenio de Sanfidel, una vez de regreso junto con su amigo el capitán Delamar, le corresponderá restituir mediante el arte el orden de los símbolos. En este sentido, retornar al hogar, a los predios y dominios de la Hacienda, después de la guerra, conlleva un proceso de recuperación y reorganización de la patria:

Con los primeros albores de la paz, nuestro pueblo tornó a los antiguos hábitos de respeto a la ley, a la virtud, al mérito y al derecho ajeno, y olvidado del desenfreno de aquellos días de sangre y turbulencias en que esgrimiera como tajante espada su fuerza material y sus pasiones desbordadas, recuperó el tesoro de las sanas costumbres, que fuera de sospechar perdiera para siempre tras la viciada libertad del campamento… (p. 112).

Esta idílica restauración de la virtud, la ley y el orden, es vista como una tarea de la sociedad toda. Así, mientras “nuestros hombres eminentes” se entregarían a la tarea intelectual de diseñar “la reorganización del país”, “los ciudadanos todos (se dedicarían) a recuperar por medio del trabajo el bienestar perdido” (p. 18). La idea del retorno supone recuperar la subjetividad, y restablecer en ella el espacio jerárquico de lo privado, representación de la república. Así, en este discurso a dos niveles, lo “personal” equivale a lo “nacional”. Dicho de otro modo, restituir la civilidad y las subjetividades implica recuperar la nación de los estragos de la guerra y de los cambios sociales que imponía la modernización.

La construcción de los espacios ciudadanos

Para fundar el orden sobre el que se ha de construir el espacio ciudadano había entonces primero que pacificar al país, desarmar, desmovilizar y disciplinar sectores de la población que, como Santos Zárate, habían hecho de la violencia y el bandolerismo, una forma de vida. En primera instancia se trataría de librar los caminos y bosques de las cuadrillas de malhechores que entorpecen el libre tránsito de la ciudadanía. La tarea de “extirpar de raíz el bandolerismo que afligía a la comarca” (p.20) queda en principio a cargo de las armas de los campo-volante y de los sesenta granaderos que comanda el capitán Delamar.

Sin embargo y a pesar de ser éste un “mal transitorio”, ante la incapacidad de la ley y de las armas para someter al bárbaro e imponer el orden, la labor de estabilización le es encomendada, de una parte, al elemento religioso de la novela, representado en la persona de don Carlos, quien propone que se le redima, que se le eduque, ya que, como dice, “si la sociedad los castiga con la muerte es porque aún no estamos bastante adelantados para imponerles un castigo menos absurdo, que, sin privarles de la vida, los regenere y purifique” (p.59). De otra parte, esa labor también le corresponde a la figura autoridad del guerrero, también pacificado, convertido en político. Hacerse hombre de bien es la condición que Páez le exige al bandolero Santos Zárate a cambio de perdonarle la vida. De algún modo, estas figuras logran su cometido y el bandolero, ya disciplinado, termina por incorporarse al espacio y al discurso civilizador de la novela, aunque ello le costará la vida al intervenir en una disputa ajena.

Tenemos hasta ahora que pacificar la nación, es una exigencia y una condición de la vida civil. Es, en rigor, dar paso a la racionalidad y a los entornos afectivos del hogar y la familia, ámbitos donde se educa y cultiva la civilidad. En Santos Zárate su carencia de hogar familiar aumenta su “nomadismo”, lo cual favorece sus actividades vandálicas. La familia, como elemento distintivo de la unidad y el orden de las estancias patricias significa estabilidad, socialización, laboriosidad, educación y, sobre todo, ámbito disciplinador y jerarquizador de las subjetividades e identidades sociales. En conversación con Lastenio, a propósito de la carrera militar de Delamar en la caza de bandidos, don Carlos dice lo siguiente: “Hay que probarle [al capitán Delamar] que mientras él se entrega a tan salvajes correrías, nosotros como gente culta ocupamos el tiempo en faenas artísticas y civilizados placeres” (p. 140). El disciplinamiento de las subjetividades permitiría redefinir las relaciones y roles de los individuos en la familia, pero también en la sociedad civil y el Estado, al otorgarle a cada quien su específico y diferenciado lugar. Como aclara el mismo don Carlos: “El país tiene que entrar en un orden de cosas muy diverso del que hemos tenido hasta el presente” (p.139).

Tal como la novela lo propone, uno de los prerrequisitos para reponer la civilidad perdida consiste en el control de los instintos y de los intereses personales en función de un proyecto “unificador”, pero al mismo tiempo distribuidor de espacios. Una marca que identifica al “otro” es precisamente su no incorporación, en la categoría de subalterno, a esos recintos de la identidad tradicional. De aquí que haya que “pacificarlos”, mantenerlos al margen, en los espacios que les “corresponden”. El modelo de ese espacio será la jerarquización y el rígido ordenamiento que se vive al interior de la estancia patricia. Aquí, pacificar significa también disciplinar al otro, educar sus emociones, reprimir sus instintos, domesticar sus pasiones, como si se tratase de trasladar al ámbito de lo público las prácticas de disciplinamiento que se practican al interior del hogar.

A las acciones de pacificar, domesticar y reordenar la vida pública subyace una idea de sociedad que en el contexto de la novela se instaura a partir del idilio y el matrimonio entre el militar Horacio Delamar y su prima Aurora, la “bella castellana”, hija del patricio don Carlos. Ese matrimonio lo tramó don Carlos en compañía de Lastenio de Sanfidel para apartar al capitán “de esa malaventurada profesión a que se ha dedicado” (p.138), porque “no es la espada, no, señor, ni las descabelladas ambiciones de nuestros militares, lo que en lo sucesivo puede afianzar y hacer efectiva la práctica de las instituciones que nos rigen” (p.139). En el plano de lo simbólico, la legitimidad de origen social y familiar que asiste a la unión entre Horacio y Aurora metaforiza para el imaginario, en el marco ideológico del narrador, la unidad nacional fundada en la clase terrateniente. Ello, además de que le proporciona continuidad a la fortuna de los Delamar, proyecta una concepción señorial de la sociedad, inseparable de la posesión de la tierra.

Familia, hacienda y nación

Siguiendo esta lectura de la novela, podemos decir que Zárate promueve un sistema de orden público y privado centrado en la hacienda patricia como modelo de nación y de ciudadanía. La vida de la ciudad rompía las estructuras jerárquicas de la cultura tradicional. Lo urbano y la modernización son vistos como espacios disruptivos de ese orden y como lugares distintivos del burgués. Mirado desde el campo, a las ciudades solo se asiste provisionalmente, con el propósito de “…arreglar algunos asuntos” (p. 60), pues cumplen esencialmente una función “proveedora” del comercio. Se va a la ciudad, pero se regresa al campo, eje del pasado y desde donde se dictan las referencias culturales. Lo urbano no pertenece a la cultura que se afirma en el discurso literario de Zárate. Por ello la hacienda, ese “santuario del hogar” patricio, trasunta la imagen de la patria y el modelo a partir del cual puede restablecerse el orden social y doméstico.

De acuerdo con esto, en Zárate la hacienda simboliza el espacio de la nación. Como ésta, aquella es también un lugar fijo y de fronteras demarcadas donde tienen vigencia la ley, la autoridad patriarcal y el orden doméstico como modelos desde los cuales se cultivan relaciones jerárquicas, y no el relajamiento social de la modernidad. La hacienda es el axis mundi de la familia patriarcal. Sus fronteras interiores demarcan el orden y la virtud: un modelo idealizado de la nación. En la hacienda de las Delamar confluyen, casi en armonía, el jurisconsulto Bustillón, y Oliveros, el comerciante en ganados; el militar Horacio Delamar, su prima Aurora y su amigo el artista Lastenio de Sanfidel, el patricios don Carlos, la familia y la servidumbre; también el párroco, el juez, la mestiza Clavellina, gente de pueblo, esclavos: un universo social diverso, pero jerarquizado, es decir, controlado. Más allá de sus límites está el desorden: la selva de Güere, la inseguridad de los caminos, las “vandálicas proezas” de Zárate, la inestabilidad social, el bullicio de las ciudades, la democratización y los dominios mal habidos de sujetos sociales como el arribista Bustillón.

A diferencia de lo que ocurre en los lugares públicos de las ciudades, los resabios aristocráticos de la hacienda le marcan límites a la voluntad conciliadora encerrando en categorías identitarias el trato social y su alter ego, la palabra hablada. Veamos algunos ejemplos. Cuando don Antonio Monteoscuro va a la casa de los Delamar a dar “un aviso oportuno”, dice el narrador que “cuantas personas se hallaban a la sazón en el taller corrieron a encontrarle…” (p. 146). La escena no evidencia límites a las conductas, no fija pautas ni prescribe categorías. Pudiera pensarse que todos son iguales. Sin embargo, cuando la familiaridad crece, aparecen en la hacienda “El Torreón” algunas zonas conflictivas de la identidad. Una de estas es la lengua. El uso de la palabra demanda un lugar privilegiado de enunciación. El narrador, quien conoce y comparte los códigos de autoridad de la aristocracia patricia del siglo XIX en Venezuela, es quien se encarga de hacer ver al lector esas diferencias no siempre evidentes: —Es decir, que nada saben ustedes. / —¡Nada! —contestaron aquellos que entre los circunstantes tenían derecho a replicar (p. 147. Cursivas nuestras).

En los territorios de la estancia de los Delamar, el uso restringido de la lengua desplaza la comunicación oral hacia el cuerpo, los gestos, el juego de las miradas o los rugidos. Cuando Oliveros habla, “… sus palabras [adquieren] la más humilde entonación” para, enseguida, volver “a enmudecer y a inclinar la cabeza” (p. 66). Pero no solamente la lengua es objeto de control social; también lo son las costumbres cotidianas según las identidades. Nuevamente el narrador, en su habitual simpatía hacia el mundo de la élite rural, es quien se encarga de hacer visibles los lugares de la identidad. Sentado a la mesa de la “noble familia”, Oliveros, el llanero domesticado que promueve el ideario conservador de la novela, “adopta el amaneramiento zurdo y afectado de las personas no acostumbradas a encontrarse en compañía de individuos de una educación superior” (p. 59. Cursivas nuestras).

Estos comportamientos fijan el lugar del otro subalterno. Y esto es importante porque ello representa un espacio específico en el trato social y en el reordenamiento económico. Mitad salvaje, mitad disciplinado, el llanero que se acepta es el que tiene el rostro de Oliveros (recordemos que se trata del mismo Santos Zárate, camuflado como comerciante de ganados). Este personaje, integrado, laborioso y pacífico tiene un lugar propio en el sistema productivo: es “comerciante de ganados”. Por esta razón Oliveros, a diferencia de su “otro” rostro, puede ir a la ciudad, “transitar libremente” por la vía pública y volver al campo, donde deberá permanecer en virtud a su actividad económica. El llanero que debe desaparecer, o al menos ser regenerado, es el bandolero; el lado cruel, salvaje e indisciplinado. Santos Zárate es esa parte oscura de la nación todavía entregada a los instintos de la barbarie. En un sentido amplio el bandido, aunque “insigne”, no es un ciudadano: amenaza la paz y la tranquilidad, desafía las prescripciones que dicta la ley y, por si fuera poco, quizás como una metáfora de su naturaleza, vive en los territorios de la selva de Güere. Hacerlo “hombre de bien”, inculcarle principios religiosos y morales, enseñarle buenas costumbres, será una manera de reivindicarlo, lo cual significa no solamente integrarlo a la ciudadanía, sino además hacerlo productivo y manejable por el poder y la sociedad.

Finalmente, la hacienda trasunta un estilo de vida y un territorio de poder. Significa, en el discurso de la novela, un mundo de afirmación de lo patriarcal. Es al mismo tiempo el núcleo formador de la familia tradicional, la cual deviene imagen de cohesión, autoridad, jerarquías y orden. La unidad hacienda-familia-nación, en razón del peso que se le concede a la proyección de sus valores, identidades y estilo de vida, es posible entenderla como la representación simbólica del estado-nación que se erige desde el conservadurismo como contrapunto de la modernización liberal guzmancista y de las formas de vida y pensamiento que le fueron características. La idealización de la hacienda y de su entorno social; la exaltación del pasado tradicional que la acompaña, el efecto imaginario de una realidad rural que emprende la labor civilizadora sobre lo que la ciudad representa, la imagen enaltecida y virtuosa de la vida y las prácticas culturales de la vida y la familia patriarcal en términos de “grata a Dios”, poseedora de “prendas morales” de “notoria limpidez” y de “elevada alcurnia”, son algunos factores que frente a la modernización, nos ofrecen a fin de siglo XIX, una visión alternativa de la nación y del ciudadano apegada al pasado heredado del coloniaje.

Referencias

Blanco, E. (1987/1882). Zárate. Caracas: Editorial Panapo.

_________ (1982/1881). Venezuela heroica. Caracas: Fundación Cadafe.

Bolet, F. J. (1996). La construcción de los espacios ciudadanos en Zárate de Eduardo Blanco. Revista de Literatura Hispanoamericana, 32, pp. 55-69.

Díaz Seijas, P. (1986). Historia y antología de la literatura venezolana. Tomo 1. Caracas: Ernesto Armitano, editor.

Tejera, F. (1973). Perfiles venezolanos. Caracas: Ediciones de la Presidencia de la República.


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