Buber
Martin Buber | Times of Israel / Martin Buber Literary Estate

Por HELENA ARELLANO MAYZ

Por ti y para ti,

«On voudrait que ceux qu’on commence d’aimer

vous aient connu tel que vos étiez avant de les rencontrer,

pour qu’ils puissent apercevoir ce qu’ils ont fait de vous»

Albert Camus

«La tierra giró para acercarnos,

giró sobre sí misma y en nosotros,

hasta juntarnos por fin en este sueño»

Eugenio Montejo

Un error de puertas fijó un antes y un después. Me dirigía al curso en el que estaba inscrita. Esa tarde, me equivoqué de salón de clases. Me topé contigo, con un hombre despeinado, canoso, llevaba anteojos en la punta de su nariz y mencionaba a Dionisos. «Este es un taller de escritura, pero aquí le metemos a todo… hasta a la filosofía», respondió, sonreído y jocoso, ante la seriedad de mi pregunta: «¿Es este el curso sobre el Existencialismo?».

«Existir al escribir», marcó el cursor; la aguja imantada de una brújula desconcertada.

«Hay que haber conocido a Martin Buber para comprender, en el tiempo de una mirada, la filosofía del encuentro, esta síntesis del evento y la eternidad. Entonces uno sabe, de un solo golpe, que las certezas son las llamas y que la simpatía es el conocimiento directo de las almas. Es aquí donde interviene la categoría buberiana más preciosa: la reciprocidad». Con estas frases comienza el prefacio de Gaston Bachelard para la traducción francesa (1) de Ich und Du (1923), Yo y Tú, de Martin Buber.

«Un ser existe en el Mundo, quien te es desconocido, y, de pronto, en un solo encuentro, antes de conocerlo, lo reconoces. Durante una noche, se entabla un diálogo, un diálogo que, por un cierto tono, compromete a fondo a las personas: «¿Eres tú, Michel?» y la voz responde: «¿Eres tú, Jeanne?». Ninguno tiene necesidad de responder: «Sí, soy yo». Puesto que el yo interrogado, si trascendiera a la pregunta, si faltara a la gracia infinita del encuentro, caería en el monólogo o en la confesión, en aquello que elogia o en aquello que lamenta, en el chato relato de deseos y de penas. Diría lo que era antes de decir lo que es; diría lo que es, antes de decir lo que, por el encuentro, ha devenido» (2).

Bachelard se refiere al «vector de futuro» que la simpatía de un encuentro acaba de lanzar.

Más allá de todos los seres con los que podemos cruzarnos cada día, en el transcurso de una vida, de pronto, bendecidos por una gracia inesperada, aparece otro; surge ese «cara a cara» con la alteridad, un choque, una colisión, una sorpresa. Un otro logra colarse por las fisuras de nuestro caparazón, nuestra «persona» social, nos golpea para perturbarnos, des-centrarnos y hacernos descubrir algo más de nosotros mismos, empujarnos como una flecha en nuestro devenir.

Cada vez que intento hacer una rifa y les pido a mis sobrinos elegir un número, todos gritan al unísono: ¡Dos! Ellos saben que el  «2» es mi número fetiche. El que me hace falta, y me ha costado lágrimas de tristeza y risa, en el encuentro con otro.

Martin Buber abre su pequeño libro Yo y Tú con estas palabras:

«Para el ser humano el mundo es doble, según su propia doble actitud ante él.

La actitud del ser humano es doble según la duplicidad de las palabras básicas que él puede pronunciar.

Las palabras básicas no son palabras aisladas, sino pares de palabras.

Una palabra básica es el par Yo-Tú.

La otra palabra básica es el par Yo-Ello, donde, sin cambiar la palabra básica, en lugar de Ello pueden entrar también las palabras Él o Ella.

Por eso el Yo del ser humano es doble.

Pues el Yo de la palabra básica Yo-Tú es distinto del Yo de la palabra básica Yo-Ello» (3).

A este filósofo judío nacido en Viena en 1878 y fallecido en Jerusalén en 1965 se le conoce esencialmente como el filósofo de la reciprocidad. Su reflexión se encuentra en los orígenes de la atención acordada a la problemática del otro en posteriores filosofías existenciales del siglo xx. Para Martin Buber, el ser humano es quien es en su relación con el otro, y con lo otro. En cuanto experiencia, el mundo pertenece a la palabra básica Yo-Ello, referida al mundo, la naturaleza, y sus objetos tal como los experimentamos. La palabra básica Yo-Tú funda el mundo de la relación. Relaciones abiertas y de mutuo diálogo que nos dirigen, nos abren el camino hacia la relación entre el humano y la eterna fuente del mundo, Dios, el Tú eterno que, por su naturaleza misma, no puede volverse Ello y al cual solo es posible llegar mediante cada Tú particular.

«El Tú me sale al encuentro por gracia —no se lo encuentra buscando—. Pero que yo le diga la palabra básica es un acto de mi ser, el acto de mi ser.

El Tú me sale al encuentro. Pero yo entro en relación inmediata con él. […]

La palabra básica Yo-Tú solo puede ser dicha con la totalidad del ser. Pero la reunión y la fusión en lo que respecta al ser entero nunca puedo realizarlas desde mí, aunque nunca pueden darse sin mí. Yo llego a ser Yo en Tú; al llegar a ser Yo, digo Tú.

Toda vida verdadera es encuentro» (4).

Y ¿qué es un verdadero encuentro? Quizás sea entrar en contacto con otro que nos bascula, como un choque que nos des-centra, nos saca de nuestro mundo conocido, nos confronta con la diferencia; con otro capaz —con su presencia— de actualizar el potencial dentro de uno, empujándonos, propulsándonos en nuestro devenir. Ese «vector de futuro» que menciona Bachelard en su hermoso prefacio: «Vivíamos dormidos en un Mundo en sueño. Pero que un tú nos murmure al oído, y es la sacudida que lanza a las personas: el «yo» se despierta gracias al «tú». La efectividad espiritual de dos consciencias simultáneas, reunidas en la consciencia de su encuentro, escapa de repente de la causalidad viscosa y continua de las cosas. El encuentro nos crea: no éramos nada —o nada más que cosas— antes de reunirnos» (5).

Entramos en contacto con nuestra propia duda, pues alguien, otro, nos expulsa de nuestro «centro», de nuestros hábitos para empujarnos a experimentar un mundo más amplio, quizás más difícil, también más alegre; sobre todo más vivo, en el que se abren las compuertas, las posibilidades de la existencia. Los animales viven; el ser humano existe. Existir (ex: fuera, sistere: detenerse). Decir: «Pienso luego existo» es decir «Soy porque pienso». Es un vivir en la cifra 1. Al reemplazar este enunciado por : «Te encuentro, entonces devengo» es vivenciar la cifra 2. Es un salir de nosotros mismos para avanzar. Un reconectarnos con el movimiento de la vida. Es entrar en contacto con el enigma de la existencia: ¿Por qué será que el «animal humano» a la vez tan evolucionado y tan frágil, tan torpe y tan capaz necesita del otro para devenir en sí mismo?

«El ser humano se torna Yo en el Tú. […] Por otro lado, el ser humano se enfrenta al ser y al devenir como a lo que lo interpela, siempre solamente como a una realidad esencial […] Los encuentros no se ordenan para el mundo, pero cada uno de ellos es para ti una señal del orden del mundo. Ellos no están ligados entre sí, pero cada uno te garantiza tu solidaridad con el mundo. El mundo que así se te aparece es incierto, pues siempre se te aparece como nuevo, y tú no podrías tomarle la palabra; carece de duración, pues lo mismo llega sin ser llamado y desaparece cuando es retenido; es inexaminable: si lo quieres examinar, lo pierdes. Viene, y viene a ofrecérsete; si no te alcanza, si no te encuentra, desaparece; pero vuelve de nuevo, cambia. No está fuera de ti, te toca en lo profundo y si tú lo llamas «alma de mi alma» no has dicho demasiado: pero cuídate de querer trasplantarlo a tu alma, pues entonces lo aniquilas. Es tu actualidad: solo en la medida en que lo tienes, tienes tú actualidad;  y puedes convertirlo en objeto para ti, experimentarlo y usarlo, tienes que hacerlo continuamente pero entonces ya no tienes actualidad. Entre tú y él hay reciprocidad del don; tú le dices Tú te das a él, él te dice Tú y se da a ti. Respecto de él no puedes ponerte de acuerdo con otros, estás solo con él; pero él te enseña a encontrar a otros y a mantener su encuentro; y por el favor de sus apariciones y por la melancolía de sus despedidas, te conduce hacia el Tú, en el cual se cruzan las líneas paralelas de las relaciones. No te ayuda a conservarte en vida, solamente te ayuda a vislumbrar la eternidad» (6).

Hay encuentros que son hitos en el camino. Como el de ese adolescente tan distinto, el más malandro del salón, quien, de pronto, aparece para defender, sin siquiera conocerlo —para evitar que el resto de los compañeros le molesten— a ese otro tímido, reservado, apostado en una esquina dibujando en su cuaderno. En ese instante, con un breve intercambio de miradas, a los trece años, se sella una amistad, un devenir, entre dos seres disímiles que se acompañarán en la familiaridad de toda una vida. Amistades que surgen como las del ya célebre Picasso al conocer al poeta Paul Éluard. Al final de los años 30, el famoso monstruo de la pintura, consagrado, conoce a Éluard. De repente, ante este otro, el grandioso, el terrenal y sensual, ya no es Picasso sino Pablo, vulnerable, deslumbrado por el idealismo absoluto de otro ser singular y diferente a él que le alumbra una parte rezagada de sí mismo, el sentirse un poeta contrariado. Y es el permitir aflorar esa vulnerabilidad, la que favorece el encuentro más allá de las etiquetas, del «yo soy», de los roles sociales, de esa supuesta identidad de la cual nos sostenemos como de un andamio.

El escritor francés Christian Bobin dedica su más reciente publicación, titulada Pierre, a su encuentro con el pintor Pierre Soulages. Escribe:

«Yo me burlo de la pintura. Yo me burlo de la música. Yo me burlo de la poesía. Yo me burlo de todo aquello que pertenece a un género y lentamente se marchita en esa pertenencia. Me habrán hecho falta más de sesenta años para saber qué buscaba al escribir, al leer, al enamorarme, al detenerme delante de una enredadera, una piedra de sílex o una puesta de sol. Busco el surgimiento de una presencia, el exceso de lo real que acaba con todas las definiciones (7)».

El verdadero encuentro nos arranca de esa «pertenencia». Y «el surgimiento de una presencia» acaba con todas nuestras anteriores definiciones.

«Por supuesto, quien en el mundo de las cosas se contenta con experimentarlas y usarlas se ha construido un edificio o una superestructura de ideas donde halla refugio y paz frente al vértigo de la futilidad: deposita en el umbral la túnica de su mediocre cotidianidad, se envuelve en lino inmaculado, y se regala con el espectáculo del ser originario del deber ser en el cual su vida no tiene ninguna participación. Puede incluso placerle proclamarlo.

Pero la humanidad del Ello que tal hombre imagina, postula y propaga no tiene nada en común con una humanidad viviente a la cual un ser humano dice de verdad Tú (8)».

 

En el momento en que acogemos aquello que no esperábamos, el azar de un encuentro, de ese espacio que surge entre Yo y Tú, quedamos bajo la impresión de que este azar tiene el poder de transformarse en destino. «Il n’y a pas de hasard, il y a que des rendez-vous», dijo Paul Éluard,  «No hay azar, solo citas». Entonces, aparece el riesgo de ir hacia la vida, tal como surge y no como quisiéramos que fuera. La ex-istencia nos propulsa «fuera», delante de nosotros mismos.

Hace unos días extraje algunas líneas de un ensayo de Gustavo Guerrero en el Papel Literario: «La obra de Tablada nos invita a la vida —dijo Octavio Paz—, no a la vida heroica ni a la vida ascética sino, simple y sencillamente, a la vida, a la aventura y al viaje. Nos invita a tener los ojos abiertos, a saber abandonar la ciudad natal y el verso que se ha convertido en una mala costumbre, nos invita a buscar nuevos cielos y nuevos amores. Todo está en marcha, dice, en marcha hacia sí mismo. Y ya sabemos, para volver hacia nosotros mismos es necesario salir y arriesgarse».

La experiencia con la alteridad, tanto en el amor como en la amistad, nos encuentra con partes de nosotros mismos, y sobre todo exige encontrarse con el «todo» del otro, aceptar al otro en su totalidad. Más allá de experimentar el mundo como «pareja», es una oportunidad de verlo cada uno por separado, y ambos bajo dos visiones compartidas. No se trata de colmar un vacío, ni del cliché platónico de encontrar «la otra mitad» perdida.

«A los sentimientos se los «tiene»; el amor ocurre. Los sentimientos habitan en el ser humano; pero el ser humano habita en su amor. Esto no es una metáfora, es la realidad: el amor no se adhiere al Yo como si tuviese al Tú solo como «contenido», como objeto, sino que está entre Yo y Tú. Quien no sepa esto, quien no lo sepa con todo su ser, no conoce el amor, aunque atribuya al amor los sentimientos que vive, que experimenta, que goza y exterioriza. El amor es una acción cósmica (9)».

En la sorpresa del encuentro habita una cierta paradoja. Al mismo tiempo que hay un descubrimiento de la novedad en el otro, también surge la sensación o el sentimiento de un reencuentro con algo casi familiar. Encontramos en ese espacio nuevo, por descubrir, un mundo conocido, lejano y próximo a la vez, como si al «conocer» a ese otro, lo re-conociéramos. En el encuentro con el otro, nos encontramos en parte con nosotros mismos. Una similitud involuntaria.

Ante un verdadero encuentro cambia nuestra relación con el tiempo. En la intensidad del instante todo nuestro pasado se siente convocado, en el presente del encuentro, que surge como promesa de futuro. Salimos del tiempo racional, del tiempo del reloj, las manillas parecen acelerarse o detenerse, como disociados del rigor del minutero. Las horas se hacen cortas en compañía del otro y los minutos largos durante la espera. Experimentamos el tiempo subjetivamente vivido que Bergson llamó «duración». El verdadero encuentro continúa a pesar del transcurrir del tiempo. Perdura bajo el llamado a serle fiel a ese encuentro. No dejamos de encontrarnos y re-encontrarnos.

Cuando Christian Bobin habla del «exceso de lo real» es como si «el surgimiento de esa presencia» de ese otro se refiriera al pulso de la vida en la vida misma. Un sentir «más Vida en la vida». Sentirnos: existiendo en un mundo mejor. La diferencia nos parece similar; lo lejano nos es próximo; lo extraño nos es familiar. El encuentro nos autoriza a entrar de nuevo en el «movimiento mismo» del vivir. «Ven, yo te llevo, vamos juntos» —parece decir ese otro— hacia el fluir de la vida… si tenemos la fortuna, el chance, la gracia de un encuentro recíproco con otro ser. Un encuentro que se entrelace, se anude y se reanude en la narración del camino. Se teja una historia en palabras sin sonido, en el murmullo de los gestos, el brillo de las miradas, en lo dicho y lo no-dicho.

De pronto, deja de interesarnos conceptualmente el «sentido de la vida» pues ya existimos emocionalmente en ella. Ese otro, una verdadera amistad, un amor, hacen la vida más dulce. Nos calentamos y contentamos con la dulzura de su presencia, sin necesitar sujetar una definición de «sentido». El sendero es seguir andando, juntos. La pregunta racional adviene cuando, desconectados, de su dulzura y su fuerza, nos sentimos de paso, huéspedes sonámbulos, sin existir en la Vida.

«[…] libertad y destino están prometidos entre sí y recíprocamente se unen en orden al sentido; arbitrariedad y fatalidad, el fantasma del alma y el mundo, pactan coexistiendo y evitándose recíprocamente sin vínculo ni roce, en la ausencia de sentido, hasta que en un instante la mirada extraviada choca con la otra mirada, y arranca la confesión de la servidumbre de ambas. ¡Cuánta espiritualidad elocuente y artificial se consume hoy para impedir o al menos para encubrir este suceso!

El ser humano libre es el que quiere sin arbitrariedad. Cree en la realidad, es decir, cree en la real compenetración de la real dualidad Yo y Tú. Cree en la vocación y en que ella necesita de esa dualidad: la vocación no lo tutela, lo espera, él debe acercarse a ella y, sin embargo, no sabe dónde está; debe perseguirla con todo su ser, eso sí lo sabe (10)».

El poder inherente de un encuentro verdadero, un encuentro crucial, surge como una invitación a agarrarnos, a sujetarnos del aleteo de la vida, a la fuerza de su pulsión. Todo verdadero encuentro de uno con sí mismo, con el otro, se siente como ese contacto, en alegría, con la alegría de estar vivo. Del encuentro nace un deseo que antes no existía. No es que éste venga a satisfacer, a llenar un vacío preexistente, «la mitad perdida» o la libido insatisfecha. El deseo es creado, surge, como un potencial que se actualiza, porque te he encontrado. Lo que Bobin llama «exceso de lo real» palpita como la fuerza vital que no cesa. La vida nos atraviesa. Inclusive hasta logra modificar nuestra propia relación con la soledad. Gracias a ese otro, a la alegría que trae la promesa de inventar ese mundo común, renovamos la confianza en la vida, como si al abrirnos a la percepción del otro, nos abrimos a la percepción de un mundo más amplio. Más luminoso, tan misterioso como la extrañeza del encuentro.

Buber lleva su reflexión del encuentro del Yo-Tú al único Tú que no se vuelve Ello, no se puede cosificar a Dios.

«No se encuentra a Dios si se permanece en el mundo, no se encuentra a Dios si se sale del mundo. Quien con todo su ser sale al encuentro de su Tú y le hace presente todo el ser del mundo, encuentra a aquel que no se puede buscar.

Ciertamente Dios es el «totalmente otro», pero también el totalmente sí mismo: el totalmente presente. Ciertamente es el Mysterium tremendum, que aparece y abate, pero también es el misterio de lo evidente, que es para mí más cercano que mi yo (11)».

Apunta a que el alma humana, enriquecida de amor, anima, tutea el universo desde el momento en que ha sentido la embriaguez humana del Tú. La reciprocidad aparece en el axis, u oscila, vibra en el Yo-Tú. Solo en el diálogo se revela la existencia teniendo «un otro lado». Por más sofocado, por más balbuceado que sea el diálogo, este lleva la doble señal de lo dado y lo recibido, como un preludio, la doble tonalidad de la aspiración y la inspiración de las almas. «El pensamiento más sublime queda sin substancia si no es comunicado», dice el filósofo. «Ir hacia aquellos que amamos, es siempre ir al más allá», dice el poeta escritor Christian Bobin.

Intentar anudar estas largas líneas es tarea difícil. Sería como dejar de re-encontrarte en la existencia de un mundo que se anima al escribir. Solo puedo añadir una palabra. Ella cierra y abre, palpita, aletea como una mariposa a un murciélago: «Gracias».


NOTAS

  1.  Je et Tu, Martin Buber, Aubier, 1969, 2012.
  2.  idem
  3.  Yo y Tú, Martin Buber, traducción Carlos Diaz Hernández, Herder Editorial, 2017.
  4.  idem
  5.  Preface, Gaston Bachelard,  Je et Tu, Martin Buber, Aubier, 2012
  6.  Yo y Tú, Martin Buber, traducción Carlos Dias Hernández, Herder Editorial, 2017.
  7.  Pierre,, Christian Bobin, Gallimard, 2019.
  8.  Yo y Tú, Martin Buber, traducción Carlos Diaz Hernández, Herder Editorial, 2017.
  9.  idem
  10.  idem
  11.  idem

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