ALEJANDRO CASTRO, ARCHIVO

Por JOHAN GOTERA

Dura, cruel e irónica, la obra de Alejandro Castro produce un provocador espacio de reflexión en un tiempo en que los poetas tienden al fasto de la autopromoción y a las ceremonias de la exhibición pública. Su Des-carta al “joven” ¿poeta? (2015) es la memorable incursión polémica mediante la cual sacude a la sociedad de los sublimes. El propio título de la intervención contiene el furor de una requisitoria y el cuestionamiento de aquella transmisión pedagógica por la que debían circular, sin esfuerzo alguno, los dones de la poesía. Pero Castro se aparta de esa genealogía conciliadora para explorar la catástrofe cotidiana y concebir, para sí mismo, un lugar en el espacio público desde el cual interpelar, a partir de la ira o el deseo, las tramas del presente histórico.

En El lejano oeste explora el espacio civil sin custodia, el abandono que produce el Estado al ausentarse peligrosamente de la ciudad, para meditar, desde allí, sobre lo que ha sido destruido por la quiebra de los acuerdos sociales. La ciudad, al parecer, ha muerto y todo ahora es periferia. A partir de una desilusión no restauradora, la voz poética se va perfilando como el habitante del mal que dará cuenta del amor, el hedor y los ruidos en el horizonte urbano. Allí nos toparemos con el “aprendiz de asesino”, el vecino que “embiste contra la mujer”, y el cuerpo que anticipa los gusanos.

“Que otros canten la grandeza indómita / de ser pobre y bueno/ yo sé de la violencia que cabe en dos días”, nos dice en un poema cuyo título, “Zona tórrida”, reescribe irónicamente una tradición que ha sido derogada por la fiesta de la muerte. Esa zona tórrida que demarcaba el orgullo territorial ha devenido un absurdo color local, donde las celebraciones de lo vivo se oscurecen bajo la manifestación de la violencia. Ha pasado el tiempo de las plegarias, anuncia, y por ende, la hora del cuerpo parece haber llegado. El dilema entre lo corporal y lo espiritual será debatido en el poema 03-02, que ocurre en el tercer piso de algún edificio de la ciudad lacerada. Separadas por un pasillo, dos voces se presienten mutuamente en sus soledades: “Frente a tu puerta vive una bruja / que ha pasado la vida preguntándose / de qué cielo viene el saxo los domingos / tanto jazz incomprensible para ambientar / el conjuro”. Del otro lado, el habitante que completa la escena, percibe, “diáfana desde / su puerta la obscenidad de la ceniza / del velón encendido a quién sabe / qué vírgenes suicidas”. Aquí ocurre, aparentemente, la distribución del bien y del mal, pero más allá de una lectura cultural que sancione la moral de estos sujetos, el poema nos propone una definición de país que convoca la política del cuerpo como respuesta al clamado de la fe. Si las prácticas de la bruja presuponen culto, altares y veneración, el jazz —que, por cierto, comparte con la brujería un componente étnico— prefigura, por el contrario, un retorno a la realidad corporal, en tanto que produce una zona sensible donde el cuerpo presiente su espesor a través de una escucha que funciona como incitación al nomadismo y anticipación de lo sexual. No se trata de una búsqueda de consolación mediante la fe, en este caso, sino de la ejecución corporal del sonido como ejercicio del deseo y el repliegue del sujeto en su materialidad.

Al contraponer cuerpo y espíritu, el poeta pronuncia la distancia que separa la sumisión espiritual que supone todo culto versus la necesidad de improvisar el recorrido personal del cuerpo —individual o social—, lanzado por la fuerza del deseo o la necesidad, a descubrir su potencialidad política. Se trata, desde el punto de vista literario, de hacer de la escritura un oficio terrestre, y desde el punto de vista civil, del replanteamiento de la relación del sujeto frente al poder, con la consecuente quiebra del culto a la personalidad que, por vías similares a la superstición, contagia las ciudadanías políticas.

“Nada describe mejor a la patria / que el infinito metro que separa tu / puerta de la suya: en mi país/ el cielo y el infierno se avecinan / contagiados como en el piso tres”, finaliza el poema, señalando la contaminación generalizada del espacio civil y la insurrección del mal en la vida cotidiana.

Ambas personas del poema, al abandonar el recinto privado, entrarán, inevitablemente, al desorden de lo real, al reino sin amparo, esos lugares explorados por el poeta, “Debajo de las balas encima de la ciudad”. Allí, la injuria antipatriótica que ha podido leerse en la opción por el signo forastero que para algunos será el jazz, quedará sin efecto a partir de la violencia que todo lo iguala y que el poeta presiente como una “edad de hierro”. Pero el cuestionamiento de lo espiritual es en el fondo la crítica al cuerpo devoto y al culto del poder en cualquiera de sus manifestaciones. El jazz, los recorridos urbanos, la sexualidad o el crimen, entre otros, son el ejercicio a través del cual el cuerpo se desvincula de la grandilocuencia histórica. El proyecto de Alejandro Castro, en este sentido, propone la alteración de la épica nacional y la desfiguración de la trama simbólica con que el poder se narra a sí mismo. Muestra otros modos de pertenecer a la ciudad y expone la asimetría del ciudadano con respecto a las vociferaciones del discurso histórico.

Su Canto a Bolívar introduce, en pequeñas dosis de blasfemia, su crítica a la estridencia y artificiosidad del olimpo bolivariano, ese lugar subjetivo que hace del ciudadano un devoto y que construye el culto hacia un Estado recurrentemente acreditado en las glorias del pasado.

Estamos, según el poeta, en la edad de hierro, es decir, de “los disparos” y “el merengue”, donde es inútil esperar los favores de ninguna deidad. Su refutación de los héroes exige sacar del olimpo la relación política y replantear fuera de la ritualidad, en lo intempestivo, para lo cual el poeta planteará la figuración de un eros convulso y la proyección de unas fuerzas aberrantes para contestar el mito del Estado. “Tu nombre”, (se dirige a Bolívar), “es una coartada, / un sucio billete que nada vale, / una plaza cualquiera repetida”; “La única gloria en tu nombre, Libertador, / es una avenida sonora de tacones / talla cuarenta y seis”.

La connotación de este zapato entrando a la escena de la heroicidad no podría ser más disruptiva. Introduce una desproporción que no puede ser contenida plácidamente por ninguna horma simbólica. Señala un principio de realidad para vaciar la Historia y disolver los valores absolutos. Al asomarse apenas como pie, remite a una estatuaria en ruinas que sostuvo alguna vez los rituales de la fe y el nacionalismo. Pero este cuerpo de travesti que atraviesa la extensa zona roja de Caracas no espera la asistencia ni los favores. Está, de hecho, arrojado al espacio de la violencia, a punto de ser destruido en tanto que es un cuerpo que peligra. Por lo tanto, resume nuestra afección y nuestros terrores como sociedad. Su crudeza recuerda, a su vez, la monstruosidad de Flora, la de los grandes pies y el tacón jorobado por lo excesivo, en el poema de Virgilio Piñera, el escritor homosexual cubano que encaró con una ira semejante su tiempo revolucionario.

Ese tacón torcido vulnera con su irreverencia los discursos épicos y deshace la trama identitaria al insertarse en una escena de mutación genérica, escena de la que han sido sustraídos, flagrantemente, los datos reguladores de la identidad, como por ejemplo el rostro, significativamente omitido y desplazado del campo de visión del poema.

El pie de hombre que habita con violencia el espacio de la mujer remite, sin embargo, a una incomodidad mayor que podría extenderse al argumento de la violencia generalizada. Al mismo tiempo, el tacón desviado y desproporcionado que atraviesa el espacio nominal de los héroes (la avenida Libertador) socava irónicamente la lógica de los grandes hombres y abre el expediente de lo irregular como signo que sacude al mecanismo opresivo de la moral homogeneizante.

De este modo, lo lascivo, lo grotesco; el descrédito de la inmolación heroica y la irrupción de un eros desafiante, así como también, la constatación de un deterioro común, componen el ángulo de crudeza y abandono desde el cual ciertos sujetos urbanos miran y padecen la Historia. Ese ángulo, liberado de la narración institucional, es la zona de operaciones críticas que la poesía de Alejandro Castro privilegia para emprender desde allí sus indagaciones morales y encarar, a través de una estética abierta a todo estímulo del presente, los efectos de la euforia que calcinó la posibilidad política bajo los imperativos de la redención y los apremios de la utopía revolucionaria.


Tres poemas de Wild West, libro de Alejandro Castro

Caribe

De todos los monumentos

construidos por el hombre

mi favorito es el mar.

La ciudad de arcilla

Llueve. A cuántos va a matar

Esta vez el barro. Cuántos

van a morir de noche

cuando la casa se les venga encima.

Aquí el miedo no persuade

a nadie. La galerna no acalla

el sarao ni calma la sed.

Llueve. Y la ciudad no es más

hermosa sino más temible.

No hay poetas en los bares

cuando llueve. No hay cristales

para verla resbalar como lágrima.

Las almas se amontonan

se aglomeran en las salidas del metro

guarecidas de la lluvia mientras llueve

en la ciudad de arcilla. Cientos.

Miles. A cuántos va a llevarse la vaguada.

Cuántos van a morir de lluvia. Quién

abrazado a la nevera.

Like a prayer

Por ese entonces yo tenía un novio

que cantaba canciones de Madonna

y no sabía

si quería ser drag queen

poeta o domador de palomas.

Talento le faltaba

para casi todos esos oficios

y otros que rondaron

su avara cabecita hueca

dormida en mi pecho.

Cuando atentaron en París

un trece de noviembre

Madonna estaba de gira

y ya mi novio se había largado.

Ella cantó entre lágrimas

por París por mí

la canción que confunde

una plegaria

con una mamada.

Así lo hacemos nosotros.

Este es mi tiempo.


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