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La semana pasada abordé la relación entre cuerpo y parodia a partir de tres ejemplos: la práctica del T’ai-Chi-Ch’uan, el cuerpo sin voluntad de Willard y el sacrificio de Kurtz. En esta entrega final me aproximaré al problema, en el filme, del lenguaje como territorio imposible.

¿Qué se perdió en el recorrido expuesto en el filme? En esa sintaxis de la cual Arleny León de D’Empaire dice: “Ya no es lineal como en el texto literario. Los tres discursos viaje, cuerpo y lenguaje comparten una nueva espacialidad (tridimensional) resaltada por el texto fílmico. El viaje como sintaxis apunta a la pérdida del orden, a la violación de las reglas más que al viaje como relato (orgánico-mítico) que Blanchot identifica como ingrediente primario de toda narrativa. El film resalta el espacio interdiscursivo que tú ubicaste desde el criterio del orden derivado en desorden”. (Nota: recuerdo a los lectores que este escrito parte de un intercambio con la profesora Arleny León de D’Empaire).

Para responder acudo a unas palabras del jesuita y profesor Jesús Olza en su libro Deixis: “la información que transmitimos o nos transmiten no puede ser ‘aérea’, ‘desubicada’, ‘utópica’ (sin lugar), ‘ucrónica’ (sin tiempo) sino que pide ser ubicada y concretada. El hablante tiene que transmitirle al oyente no solo datos, ideas, noticias, sino que tiene que decirle a qué y a quién se refiere. El oyente tiene que estar orientado según las mismas coordenadas que el emisor o el hablante, pero estas coordenadas tienen que estar materializadas en algo presente, visible tanto al oyente como al hablante”.

El problema en Apocalypse Now es que no se trata de un viaje a lo fantástico donde los personajes entran a unas coordenadas, nuevas, insólitas. El trayecto de Willard no es el de Alicia a través del espejo. Tampoco es un ascenso místico ni un descenso infernal. El laberinto del río Nung es una sintaxis que paulatinamente subvierte los ejes estabilizadores de nuestro sistema de referencias sociales, políticas, espirituales y estéticas entre otras. Cada estación del recorrido es un paso más hacia la inversión transgresora, no de nuestro mundo, sino del lenguaje simbólico donde se sostiene.

Olza nos explica en su texto que los deícticos nos orientan: “trazamos un campo, montamos un escenario, asignamos unos papeles”. Cuando el machete de Willard cae sobre Kurtz, como ocurre con buey en el sacrificio, ya nadie pertenece al papel que le ha sido asignado. Todo está a la deriva, nada separa bien y mal, ejército y milicia, humano-animal, grito y habla. Para Arleny, “el lenguaje imposible en el film es la pérdida total del ‘orden’, de las reglas, de la disciplina, de los sistemas y de los discursos inteligibles”.

El instrumento primitivo con que se comete el crimen no es la bala de la maquinaria militar. Es un objeto fuera de las coordenadas de aquella guerra: ritual, inseparable del cuerpo y el alma, y terriblemente estético. Es un signo anacrónico que siega el último reducto de coordenadas humanas: lo poético. Kurtz apoyaba su ética disparatada en lo literario. Una vez que la palabra muere, solo queda el horror.


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