En Mene de Ramón Díaz Sánchez se narran los cambios económicos y sociales del país, se nos narra cómo en las hectáreas destinadas a la agricultura se instalan enormes maquinarias diseñadas para la explotación petrolera, se nos narra cómo las calles de tierra comienzan a ser asfaltadas. Se nos narra cómo los pobladores procuran adaptarse a la repentina configuración espacial, pero el hierro y el concreto afectan no solo el territorio, también trastornan las psiques de los hombres. Y es esta la arista que me interesa tratar en estas líneas: cómo la locura se desata en el pueblo, ahora petrolero y, de alguna manera, sangriento, enloquecido.

En el capítulo noveno de la parte titulada “Rojo” se cuenta el asesinato de María, hija menor de Casildo. Ramona, quien apenas cuenta con quince años, es su verdugo. Los testigos comentan el crimen: “El petróleo envenena a la gente. El más sano se vuelve una fiera. Debe ser el olor. Ya ven a esa muchacha”.

En la tercera parte, “Negro”, se centra en la historia de los inmigrantes trinitarios, entre ellos Enguerrand Narcisus Philibert, su llegada a Cabimas y su relación con sus compatriotas. No obstante, Enguerrand se siente fatigado y fuera de lugar en Lagunillas, ha sido llamado negro, y eso lo desconcierta. Si bien se trata de un personaje circunstancial, protagoniza este capítulo, en una trama en la que los personajes gravitan sobre la imagen del petróleo: en su explotación, en su contaminación ambiental y psíquica. En “Negro” confluye el realismo social: la descripción precisa del pueblo y sus calles lóbregas, las fuerzas oscuras que a Enguerrand llevan al suicidio y que trastocan a los personajes, además de un asomo futurista en el elemento de los taladros.

“En los oídos de Enguerrand seguían atropellándose los ruidos del pueblo. Le fusilaban desde los flancos de la planchada. Cruzó por una callejuela oscura a cuyo extremo recortábase un lienzo rectangular de lago rutilante, festonado por las luciérnagas rojas y verdes de los taladros, y su figura negra se borró en la tiniebla del callejón. Pero por algunos minutos aún se oyeron sus pisadas resonar en los tablones. Y luego, un chapuzón discreto. Un opaco glu-glu en el agua cubierta de petróleo”.

Si nos apoyamos en las descripciones alucinatorias de Díaz Sánchez, el lago, como en un cuento fantástico, parece haber ejercido algún tipo de hipnosis en el trinitario. Enguerrand, sin explicación ni titubeos, se sumerge y ahoga.


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