Graziano Gasparini. Tanaguarena, 1954 (f. Armando Planchart, 1954. Archivo Gio Ponti Caracas. Fundación Anala y Armando Planchart)

Por JUAN JOSÉ PÉREZ RANCEL

Graziano, escucha, las piedras te cuentan su historia…

Pablo Neruda a Gasparini,

juntos ante Macchu-Picchu, 1970

En este libro recién editado por nuestro historiador de la arquitectura prehispánica y colonial Graziano Gasparini, encontraremos algunos de los más importantes escritos que ha producido durante cincuenta y cuatro años. Algunos aparecieron en sus 55 libros anteriores como autor y coautor, o en capítulos de otros libros, en revistas y periódicos, en folletos y opúsculos, en manifiestos, declaraciones, ponencias, ensayos y tantos géneros académico-literarios, cuyo denominador común ha sido en estas décadas, aparte la historia de la arquitectura, la polémica. En ellos no ha sido condescendiente Gasparini, no ha edulcorado sus críticas, tesis, posturas públicas, contestaciones o denuncias hasta hoy. Él no simplemente llama la atención: molesta a conciencia, incomoda, sacude, agita, con la autoridad incisiva que le da su ascendencia sobre todas las generaciones de arquitectos que se han formado bajo su influencia desde 1958, cuando comenzó su docencia en la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad Central de Venezuela. Desde entonces puede citar las enseñanzas vigentes de sus maestros o sostener principios arquitectónicos inamovibles, como también puede desdecirse de argumentos que ha esgrimido durante décadas, blandiendo las nuevas circunstancias sin temor. No teme contradecirse, no ha pretendido sostener irreductiblemente posiciones superadas por la experiencia histórica y, sin embargo, ostenta serenamente su constancia y su ser consecuente. Puede por eso rebatir confusiones teóricas, evidenciar insuficiencias en  la práctica de sus colegas arquitectos o de nuevos restauradores, denunciar inconsistencias éticas o estéticas o masacres al paisaje urbano y al patrimonio, alertar sobre inminentes demoliciones o seudo restauraciones o sobre pérdidas de valor patrimonial en tal o cual mal-intervenido bien arquitectónico, o ironizar con amargura sobre los exabruptos de la arquitectura oficial de antes y de ahora.

Los textos que en este nuevo libro ofrece el profesor Gasparini tratan temas de arquitectura, historia e historiografía de la arquitectura, patrimonio, conservación, restauración y urbanismo, acompañados por documentos fotográficos tomados por él mismo o coleccionados durante sus incontables viajes y representan un compendio de lo que se ha discutido en Occidente sobre esos temas durante décadas. Así como Gasparini tituló anteriores libros Respetar, Escuchar o Entender al Monumento arquitectónico patrimonial, esta Presentación nos invita a Conocer al autor y a su obra. Vayamos entonces a “Entender a Gasparini”, de la manera en que él lo haría: conociendo cómo comenzó su propia historia.

Podemos imaginar que, el haber perdido la casa paterna después de la 2ª. Guerra, al dividirse en dos la ciudad de Gorizia (entre Italia y Yugoslavia), con una línea limítrofe que la hizo quedar del lado yugoslavo, sería una premonición para Graziano Gasparini de una de las prácticas que asumiría en adelante: cuestionar las fronteras. Ya su primer trabajo como arquitecto, nada menos que entre los pabellones sobrevivientes de las naciones participantes en la primera Bienal de Venecia después de la guerra, podría ser un indicio de su «internacionalización» y de su inminente salida a oltremare. Allí Gasparini, siendo aún estudiante en el Instituto Universitario de Arquitectura y de la mano de su profesor, un meticuloso y artesanal Carlo Scarpa, comenzó a atreverse a restaurar arquitectura, entre 1946 y 1948. Para más señales de lo que vendría, el pago por su colaboración fue enviarlo a publicitar la reapertura de la Bienal, nada menos que a Brasil y Venezuela, para que estos países prepararan su participación en la siguiente muestra. Las fronteras estallarían a su paso, cumpliéndose en él el designio del Ser itálico: emigrar. La postguerra lo empujaba, por supuesto, dadas las difíciles condiciones en aquella patria vapuleada, extenuada. No había trabajo para arquitectos recién graduados como él, quien finalizó sus estudios ese año 48 en que fue enviado a Suramérica.

¿Cuando usted vino a Venezuela sabía que había dado un paso para siempre?, le preguntó hace poco a Gasparini el venezolano Nelson Rivera (Papel Literario de El Nacional, 2/2/2008). Por supuesto, la respuesta fue parca: «No lo sabía». ¿Cómo saber aquel Graziano de 24, 25 años lo que encontraría, si la condición de emigrar es la incertidumbre, el sondear, el aprender, el emprender. El tejido de las oportunidades, de los atrevimientos, se entrelaza en el emigrante con la apuesta, con vencer los retos, especialmente a esa edad. No se planea un exilio, se parte expulsado por las circunstancias. La confianza en sí mismos y la esperanza, acompañan al que cambia de continente. El tiempo pasa como un torbellino y las valijas revientan de sueños, junto con los instrumentos adquiridos. Entre la trashumancia y el echar raíces, pendulan quienes se acercan a la otredad, a lo desconocido. En vez de quedar sin tierra (el destierro), quien parte a probar suerte añade nuevas tierras. Gana otra patria, no pierde la suya. El bagaje del joven Graziano ya reunía lo necesario para insertarse en la realidad que encontraría, no fueron cosas del destino, ni casualidades. Era el inmigrante necesario en el momento oportuno. Fue un factor causal, no casual, que vendría a catalizar lo que ya estaba en marcha en aquella Venezuela en transición inestable. ¿Qué estaba en marcha?

Como antecedente y contexto de las exploraciones de campo de Gasparini en los 50, vale recordar la presencia en Caracas de la Asociación Venezolana de Amigos del Arte Colonial, la cual junto con el Museo de Arte Colonial tuvo su sede en la Casa de Llaguno al comenzar los 40, bajo la dirección de Alfredo Machado Hernández y del historiador Carlos Manuel Möller. Lo colonial venía siendo parte de la redefinición cultural venezolana, principalmente desde las apoteosis conmemorativas de la Independencia, entre 1810 y1830, en las que se afirmaba la Madre Patria hispánica como componente esencial de la venezolanidad. La casa de Llaguno sería derribada —ante los estupefactos ojos de Gasparini— 10 años después de instalado en ella el Museo, junto con la de Vegas y Bertodano (Colegio Chávez) y otras casas coloniales, como demostración del antagonismo con las preexistencias con que el régimen de Pérez Jiménez imponía su “modernización del medio físico».

Al mismo tiempo, los escritos sobre Caracas y sus tradiciones proliferaban de la mano de los cronistas (Enrique Bernardo Núñez, Guillermo Meneses, Carmen Clemente Travieso, Lucas Manzano, Guillermo José Schael, etc., seguidores de los pasos de Arístides Rojas) y alimentarían en los 50 y 60 la añoranza y curiosidad general por la «Caracas de ayer», colonial o decimonónica.

Entre la reconstruida Casa Natal del Libertador, inaugurada en 1921 para conmemorar al Bolívar mantuano en el centenario de Carabobo, y la reurbanización El Silencio (1942-1945), en donde Villanueva acababa de conjugar el desplante modernizador con la nostalgia neohispanista de sus portadas, arcadas, columnas “panzudas”, patios, corredores, soleras y calados, había crecido la valoración de las raíces hispánicas como parte de la cultura nacional. «Conocí a Carlos Raúl Villanueva referido por Carlos Manuel Möller. Fui a entrevistarlo (…) para preguntarle por el origen de los arcos polilobulados de la reurbanización El Silencio y me confirmó que fueron dibujados de las fotos que Möller le había dado de las casas coloniales de San Carlos y que las columnas panzudas las había tomado del Colegio Chávez» (GG, 2013).

Reconocer en esos años la cultura Colonial significaba subrayar la Tradición frente a los procesos de urbanización en marcha, lo que llevó entre otros efectos a identificar la cultura popular rural y urbana como objeto a investigar. Significó igualmente adoptar renovados conceptos de Folklore y registrar sus manifestaciones en aldeas y campos, como fuentes vivas de la cultura nacional que se pretendía redefinir. Aquel gesto era una más de las resistencias silenciosas de la Tradición, un enfrentamiento soterrado ante aquella modernización oficial excluyente.

En febrero de 1947 se había fundado el Servicio de Investigaciones Folklóricas Nacionales (que luego se convertiría en Instituto de Folklore), el cual comenzó a publicar la Revista Nacional de Folklore, dirigida por Juan Liscano con la participación entre otros de Luis Felipe Ramón y Rivera, Isabel Aretz, Rafael Olivares Figueroa y Pedro Grases. Liscano, luego de haber coordinado la histórica muestra de la cultura popular venezolana que se conoce como «La Fiesta de la Tradición» (17 al 21 de febrero de 1948: en agosto de ese año llegó Gasparini), bautizó en 1950 la revista Folklore y Cultura, con la que se sumó a la tendencia ya en curso de superar la etapa de «recolectores de datos» para asumir una «firme base de conciencia histórica, un mínimum de conocimientos intelectuales y cierta sensibilidad humana» (J. Liscano, citado por R. Strauss, voz: «Folklore» en Diccionario de Historia de Venezuela, Ed. Fundación Polar, Caracas, 1997). Miguel Acosta Saignes reforzó por esos mismos años la critica a la simple recolección, auspiciando el «rigor clasificatorio, el tratamiento científico de los materiales y la sistematización de los trabajos de campo» (citado por Strauss, op. cit.), de lo cual se hizo eco el Departamento de Historia de la UCV, dirigido por el historiador José Antonio de Armas Chitty y el Instituto de Antropología e Historia, formado por De Armas Chitty junto con Ángel Rosenblat, Acosta Saignes y Rafael Olivares Figueroa, quienes fundaron en 1949 la revista Archivos venezolanos de Folklore. De Armas publicó en 1951 Origen y formación de algunos pueblos de Venezuela y en 1953, Arturo Uslar Pietri dio a la imprenta Tierra Venezolana, con fotografías de Alfredo Boulton, fruto de sus propios viajes y reflexiones sobre aquel territorio que despertaba a sí mismo. Ambos libros, sin que abundemos en otras referencias, fueron seguramente ejemplo y fuentes para la primera publicación de Gasparini: Templos coloniales de Venezuela (1959), en cuya presentación el mismo De Armas escribió: «Nuestro artista viajó pacientemente por aldeas remotas (…) El libro de Graziano ofrece amplia perspectiva al futuro historiador de nuestra arquitectura colonial y es estímulo constante para el hombre de estudio de la Venezuela que empieza a indagar sus orígenes». Graziano ha confesado recientemente (2008) que Alfredo Armas Alfonso y J. A. De Armas Chitty tuvieron influencia decisiva en él y en su interés por la arquitectura colonial venezolana: «Otro hombre admirable, que era de los llanos y que me iluminó, fue José Antonio De Armas Chitty. Otros fueron Alfredo Boulton y Arturo Uslar Pietri» (en N. Rivera, cit.)

Durante los años en que Graziano recorría los rincones de Venezuela fotografiando, dibujando, analizando templos olvidados, se efectuaban otras expediciones para conocer el país: geográficas (a las fuentes del Orinoco, al pico Bolívar, al sistema hidrológico, forestal y minero de Guayana, etc.), arqueológicas o etnográficas. Entre las dos décadas surgió también el registro en sitio de las expresiones orales, literarias, musicales y de danzas, así como la representación y divulgación de las manifestaciones artísticas populares con el espectáculo itinerante Retablo de Maravillas, movimiento que dirigió Manuel Rodríguez Cárdenas al frente de más de mil jóvenes desde el Ministerio del Trabajo, con un repertorio de danzas, interpretaciones musicales y representaciones populares en gira por las poblaciones remotas del país. Así mismo surgieron las obras de Lisandro Alvarado en el campo lingüístico y de Luis T. Laffer en la etnomusicología, que alumbraron la valoración y conocimiento científico de la lengua y la música constituyentes originarios de la cultura venezolana. Junto con todo ello, emergió en las artes plásticas la tendencia hacia un indigenismo ingenuo y a la vez heroico, que recuperó la cultura y las leyendas de las etnias y sus personajes, valorizándolos a la par de la herencia colonial. Francisco Narváez, Alejandro Colina, Pedro Centeno Vallenilla, César Rengifo, Manuel Silvestre Pérez, son algunos de los nombres ligados a esa tendencia redescubridora entre los 30 y los 50.

Las dos tendencias, hispanista e indigenista convivieron —tal como ocurría simultáneamente en toda Hispanoamérica—, alimentando cada una a su manera el interés antropológico por la cultura popular venezolana. Esta fue cada vez más un objeto de investigación desde las universidades e instituciones públicas, dedicadas a promover, investigar, registrar, documentar, rescatar y salvaguardar las expresiones culturales de la venezolanidad: eran los mismos pasos que daría Gasparini en medio del siglo, recorriendo el país para insertarse sin saberlo en aquella construcción intelectual, con base en la documentación y el análisis de las arquitecturas desatendidas. «En ese momento, más que lo colonial me interesaba conocer y estudiar la tradición constructiva del país, después me metí más de lleno en lo colonial, porque comencé a preguntar…» (GG, 2013).

«Me interesó inmediatamente el país, desde el punto de vista de mi pasión más grande, que  siempre fue la historia de la arquitectura…» (GG, 2013). Por encima de todo, Gasparini trajo de Italia un bagaje fundamental: la historia de la arquitectura, absorbida desde joven en el Friuli y en el Veneto antiguo y moderno y aprehendida durante su formación en el Instituto Universitario de Arquitectura de Venecia. Su Tesis de Grado allí, Influencia bizantina en la arquitectura veneciana desde el siglo IX al XIII, realizada mientras colaboraba con Scarpa en la restauración de los pabellones novecentistas, quedó depositada en la Biblioteca Marciana de Venecia, como constancia de su precoz interés por la investigación científica de la arquitectura, sustentada en la combinación de búsqueda archivística, registro fotográfico y rilievo dei monumenti.

Tal metodología la asimiló el Gasparini estudiante veneciano, bajo la conducción de los pioneros de la historia y la restauración arquitectónica del siglo XX italiano: Samonà, Puppi, Zevi, Argan, Brandi, Pane, Piccinato, Gazzola, Scarpa… ¡¡qué privilegio!! Ellos enseñaron la Arquitectura histórica a los jóvenes, visitando y relevando los propios monumentos arquitectónicos del Veneto, sobrevivientes a la recién finalizada guerra. Explorar, localizar, identificar, registrar, entender, valorar y seguidamente documentar y divulgar: un método racional y al mismo tiempo profundamente emocional, propio del Romanticismo fundado en la Razón.

La Razón y la Pasión sustentarían también desde el principio la obra venezolana y americana de Gasparini. El método empleado durante sus exploraciones venezolanas desde 1948 consistió, en efecto, en el Registro, fotografiado general y de detalles, relevamiento del original, y localización de documentación en archivos, prácticas que hasta hoy continúan siendo empleadas para la historización de la arquitectura y para cualquier intervención sobre pre-existencias. «Al llegar a Venezuela pasé el primer mes en Caracas (…) La primera cosa que pregunté fue ‘¿dónde puedo conseguir un libro que hable de los monumentos de Venezuela?’. La gente me miraba con extrañeza, como diciendo ‘¿qué monumentos?’ (…) Carlos Manuel Möller fue quien me dio los primeros datos (…) Con Möller fui a la catedral de Caracas y de inmediato percibí que en Venezuela tenía necesariamente que haber un patrimonio valioso (…) Si hubo gente, había arquitectura (…) Inmediatamente, al segundo mes, comencé a viajar al interior (…) Me compré una camioneta Plymouth, ring 16 para poder meterme por caminos de tierra, porque la ruta pavimentada terminaba en Valencia (…) Hice uno de los primeros viajes en el 49, que me permitió retratar El Tocuyo antes del terremoto de 1950. Volví a El Tocuyo al día siguiente del terremoto y también tomé fotografías». (GG, 2012-2013). Y ese método lo adaptaría nuestro profesor a partir de 1958, para sus estudiantes en la UCV de Historia de la Arquitectura: viajaban a ciudades y pueblos, templos y fortificaciones, ruinas y sobrevivencias. Volvería así Gasparini sobre sus propios pasos, nueve años después de haber emprendido sus propias expediciones, llevando a aquellos privilegiados estudiantes a conocer su ignorada herencia colonial y cultural.

¿Cómo recorrer incansablemente aquel país desocupado, bajo condiciones adversas, sometido a obstáculos que desanimarían a cualquier venezolano juicioso? El periodista Nelson Rivera ha resaltado lo excepcional de las expediciones cumplidas: «Cuando uno revisa sus libros, resulta asombrosa la energía invertida que ellos revelan. Usted debe ser uno de los venezolanos que más y mejor ha recorrido cada pueblo de nuestro país» (N. Rivera, cit.).

En efecto, la preparación y resistencia del joven Graziano le permitirían persistir en lo que su curiosidad y voluntad le dictaban, enfrentándose a pruebas extremas, especialmente en los inhóspitos climas del poco conocido territorio venezolano en los 50s o luego en las heladas cumbres andinas peruanas y bolivianas. Gasparini ha asegurado (GG, 2012) que cuando se hacía acompañar por ayudantes a los sitios que quería recorrer y registrar, siempre resultaba él con mayor resistencia para los trabajos de medición y relevamiento, bajo condiciones climáticas muy duras. El deporte, la actividad física, la competencia, habían sido factores individuales que favorecerían la actitud emprendedora, exploradora, audaz, competitiva, persistente, puesta en acción en estas tierras. Es un detalle circunstancial pero de un valor por ponderar: si Graziano no hubiese «competido» con la inhóspita Venezuela durante esos primeros 10 años, si se hubiese dejado vencer por aquellos retos extremos, quedándose cómodamente en Caracas, hoy no podríamos siquiera imaginar cuánto de nuestro patrimonio colonial habría quedado sin ser conocido. Parafraseando a la teoría, nos atrevemos a afirmar que la idealista y empecinada «voluntad artística» de Gasparini, su natural kunstwöllen, se encontró con un adecuado «espíritu de los tiempos», el zeitgeist de aquella Venezuela que se descubría a sí misma.

Adicionalmente, en esos primeros diez años de «trabajo de campo», fue natural que Gasparini, arquitecto al fin y necesitado de trabajar para vivir, comenzara una labor complementaria alternando el diseño moderno con la restauración de edificaciones. Entre un proyecto construido y otro, entre destinos tachados en el mapa, vio la oportunidad de intervenir en el rescate de los templos coloniales. ¿Cuál era la posición de Gasparini ante aquella dualidad? ¿Cómo entendía GG la simultaneidad entre proyectos modernos y restauración de edificios antiguos? ¿Cómo es la experiencia de hacer y al mismo tiempo rehacer? O la inevitable pregunta que surgiría: ¿cómo integrar elementos modernos en espacios antiguos?

Muchas respuestas se van a encontrar en los textos que componen esta nueva publicación, pero Gasparini ha dejado los indicios para interpretar aquellos caminos paralelos: «Carlos Raúl Villanueva me decía: ‘lo que más me gusta de la arquitectura colonial venezolana es su sinceridad estructural, no recurre a elementos decorativos aplicados como las iglesias barrocas de México» (en N. Rivera, cit.) «Sinceridad estructural», «ausencia de decoraciones» son dos de los elementos que el autor esgrime con insistencia cuando se refiere a las características de la arquitectura colonial venezolana. En esta él encontró valores coincidentes con los de la arquitectura moderna: «Lo importante es el valor, la proporción del volumen, de los espacios, y aquí yo encontré una arquitectura que sobresale por su volumetría, por su sencillez, por su falta de decoración, que se distingue exactamente por los elementos más sensibles: por los muros blancos, por las ventanas, porque la puerta es puerta, el techo es techo…» (Entrevistado en María G. Burelli Briceño, Italia y Venezuela. 20 testimonios, Fundación para la Cultura Urbana, Caracas, 2006, pp. 47-74)

Graziano habla hasta hoy de su preferencia por Paraguaná: «… siempre me han gustado los desiertos (…) ahí siento que tengo los horizontes más libres (…) Me gusta la apertura, siento los pulmones como más abiertos y me gusta el sol porque no hay sombra…» (en M. Burelli, cit.). Cuenta de su rechazo respetuoso a la corriente plateresca de la arquitectura mexicana, por decorativista, mientras cita el opúsculo de Adolf Loos Ornamento y delito (1908). Alaba la sencillez formal y la funcionalidad estructural de los contrafuertes y tirantes de nuestra arquitectura colonial, frente a los recargados portales o retablos mesoamericanos o andinos. Elogia la sinceridad estructural de la arquitectura peruana prehispánica o la regularidad del trazado de Ollantaytambo, o la ortogonalidad del de Cholula, en contraste con la exuberancia de los retablos quiteños o del barroco mexicano. Luego de conocer estas valoraciones contrastantes hacia la arquitectura prehispánica o colonial americana, es válido imaginar en lo profundo de su bagaje la austeridad y refinación detallista de Scarpa y la admiración por la obra de Mies van der Rohe y su lema less is more, como impulsos esenciales en sus constantes estéticas. Sus preferencias, diríamos, hacia lo racional, hacia la funcionalidad.

Gasparini profundizó teóricamente sobre el significado del barroco americano, en eventos internacionales, al mismo tiempo que en el día a día tomaba decisiones de restauro, incorporando elementos modernos en los edificios que restauraba, sustentando y explicitando públicamente sus criterios de intervención, mediante ponencias, artículos o conferencias en aquellos u otros eventos.  Acerca de estas simultaneidades o simbiosis, hoy sabemos que el surgimiento en Venezuela durante las décadas de 1950 y 1960, de corrientes modernas basadas en la arquitectura popular (el movimiento fue denominado «populismo» por J. P. Posani en 1967, cfr. Caracas a través de su arquitectura, editado junto a Gasparini), tuvo en el redescubrimiento de la arquitectura colonial y de sus técnicas constructivas un estimulo y una justificación. Modernidad y tradición están siempre en diálogo dialéctico en la arquitectura, nueva o restaurada, con resultados más o menos felices, pero están.

El Gasparini arquitecto moderno, proyectista y constructor, tiene también qué contar: han sido anotados en una reciente muestra caraqueña algunos de sus proyectos construidos en Caracas (Las Italias en Venezuela, Fundación para la Memoria Urbana/Docomomo, 2012), pero todavía se espera una verdadera investigación que  reseñe y catalogue científicamente la proyectación moderna de Gasparini durante la segunda mitad del siglo XX, desde sus oficinas de Sabana Grande o del edificio EASO. Allí entrará necesariamente su relación con Gio Ponti durante la construcción que le confió desde 1954 de sus gioelli en las colinas de Caracas. Otro capítulo deberá versar sobre su rol gestor y materializador para el pabellón venezolano en la Bienal de Venecia, afortunadamente proyectado por su profesor Scarpa: el gioello della Bienale, como llaman allí a nuestro pabellón. Y esa investigación hará la historia del único plano del «castillete» de Armando Reverón, levantado por Gasparini durante la visita que le hiciera en 1954 al pintor junto con Armando Planchart. Seguramente la investigación integral de la obra de Gasparini, deberá dar cuenta de su descomunal archivo y biblioteca con miles y miles de fotografías, negativos y diapositivas, además de planos y dibujos de proyectos de todo tipo, libros y otras publicaciones sobre arquitectura moderna y de todos los tiempos, correspondencia, ponencias, documentos, etc., cuidadosamente custodiados hasta ahora nada menos que en su restaurada hacienda «Las Virtudes», en medio de los amados desiertos de Paraguaná. Allí Graziano, después de 55 años preservando y ordenando testimonios de la arquitectura del siglo XX, se ha convertido definitivamente en fuente primaria, mediante esa otra manera, científica y moderna, de preservar nuestra memoria.

La rigurosidad científica y los caminos que abría el primer libro de Gasparini, fruto en 1959 de diez años de investigación de los templos coloniales, fueron anunciados por Villanueva en el prólogo a aquella publicación: «… este libro es un interesante trabajo perfectamente documentado que abarca todas (sic) las construcciones religiosas de la Venezuela colonial, es el empuje necesario y estimulante para que se comience a pensar en una crítica histórica de la arquitectura colonial venezolana. Una historia, que, sobre la base rigurosamente indispensable de la documentación consultada y de la gráfica de Graziano Gasparini, califique en forma de síntesis, a lo largo de una escala de valores estéticos, todo el inmenso material aquí presentado».  Subrayó así Villanueva la documentación, la crítica histórica y los valores estéticos de la arquitectura colonial sacada a la luz por Gasparini, como los valores principales de aquella contribución.

Por su parte, el autor en su propia introducción evidenció la ausencia de instituciones que promoviesen y valorizasen la arquitectura colonial, tal como entonces existían en otros países del continente: «Sensiblemente en Venezuela no se ha sabido organizar una institución que sepa proteger nuestros monumentos coloniales (véase la apropiación e identificación por parte del autor, con la palabra «nuestros», de la venezolanidad representada por los monumentos incluidos en el libro). Institución que debería empezar infundiendo en el pueblo el amor y respeto hacia una historia representada materialmente por las formas arquitectónicas (recordemos que el libro Nº 55, cincuenta y cuatro años después, aún se titularía Respetar al monumento); evitar los destrozos causados por la ignorancia (amarga alusión a las demoliciones presenciadas desde su infancia y luego en la Venezuela por civilizar); restaurar técnicamente las obras de más significación y valorizarlas en el campo cultural para poder apreciar sus valores estéticos e históricos«. Anunciaba así Gasparini lo que en efecto surgió de inmediato al comenzar los 60: el Centro de Investigaciones Históricas y Estéticas-CIHE, impulsado por él mismo desde la Cátedra de Historia de la Arquitectura de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la UCV. Desde esa tribuna Gasparini fundó el Boletín del CIHE, en el que se recogieron durante 31 números aquellas polémicas y debates sobre el origen y evolución de las ciudades y la arquitectura americana, por mano de los más reconocidos investigadores con los que Gasparini había estado interactuando: Kubler, Chueca Goitía, Buschiazzo, Hardoy, Arbeláez Camacho, etc., contribuyeron a precisar la historiografía de la arquitectura y el urbanismo americano desde el Boletín, en especial, cuando este recogió las ponencias del crucial Congreso internacional sobre el Barroco en América, impulsado por Gasparini y el CIHE desde 1964, con sede en la Ciudad Universitaria de Caracas.

Como corolario, puede afirmarse que la secuencia de 56 libros iniciada en 1959 por el profesor Gasparini, quedó marcada con el ejemplo de un ítalo-venezolano, quien lejos de amilanarse, se reconoció en sus dos patrias y se sobrepuso airoso a las amenazas del extrañamiento. No ha sido un exiliado Graziano, no ha sido errante: es un viajero arraigado. Ha afincado sus huellas, literalmente, en tierra venezolana y americana. Se apropió de Venezuela y ella de él. Y nos enseñó a conocerla, como lo hizo a su manera Codazzi, en su momento.

Al introducirnos en este libro en donde se escucha el eco de la tempestuosa prosa de Graziano, dejemos a sus textos hablar, más bien recordémoslos o, en la mayoría de los casos, conozcámoslos. Sin mayores presentaciones, agradezcamos en fin a Gasparini la invitación a cambiar, a superar hábitos enquistados, a revisarnos continuamente y a actualizar nuestros conceptos y criterios sobre Arquitectura y Patrimonio. Y por darnos su ejemplo de honestidad intelectual.


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