Javier Guerrero | Vasco Szinetar

Por JAVIER GUERRERO

Este libro prueba que escribir no se detiene con la lápida o el sepulcro, ni se fija con los polvos del archivo. Asegura que se puede seguir escribiendo, materialmente escribiendo, después de perecer y que la escritura puede correrse, volcarse hacia un porvenir capaz de llegar pese a los obstáculos que implica desaparecer. La muerte del autor en este libro es la muerte material del autor, es el cese de la función cerebral o cardíaca. No obstante, el archivo, entendido como ese lugar en el que se consigna aquello irremediable, indeseable o inacabado para proclamar el fin de su autor, se vuelve un dispositivo que administra aquello que sigue su curso pese a la desaparición de la mano que escribe, aquello que se activa y paradójicamente contradice su legado para constituir una rara extensión del cuerpo ausente o muerto. El archivo, por lo tanto, constituye un exceso capaz de discutir la finitud de la vida y la desaparición del cuerpo que vive y escribe.

Mi libro se gestó en tiempos difíciles, en los que la respiración fue protagonista de un devenir global. El virus respiratorio se enlazó con una contundente frase emitida por George Floyd en Minnesota, muerto a causa de la tortura y el linchamiento por parte de la policía: “No puedo respirar” [“I can’t breathe”]. Como si en el sistema respiratorio se hubieran unido pandemia y violencia policial: la politicidad del virus se hallaba en una misma respiración.  El sistema respiratorio ha condensado el estado irrespirable del presente. Pero también terminé de concebir este libro en tiempos difíciles para mí, en los que la vida y la muerte parecían tomarse de la mano, estrecharse cada vez más hasta suspenderme.

Sin embargo, aprendí a vivir con los muertos desde muy pequeño. Desde entonces, entendí que la división entre vivir y morir no era tan clara como la suponíamos. La muerte de mis hermanas mellizas, la primera acontecida antes de mi nacimiento, la segunda después de él me dotó si se quiere de un dispositivo capaz de detectar las maneras en que se anudan aquellos cuerpos que se han ido, que se han despedido en la tierra o en el fuego, con el transcurso de nuestras vidas y su capacidad de pulular o vivir más allá. Esta condición, que a veces genera perplejidad pero que tienen una pertinencia material, que ha sido ignorada en nuestra comprensión de la literatura y las artes, fundamenta mi absoluta concepción del archivo.

El archivo contiene todas las señales necesarias para conducir aquellas historias truncadas por la finitud de la vida, aquellos proyectos no desarrollados por los cuerpos que debieron despedirse temprano, aquellos que necesitaban más de una vida para concebirse. La escritura no es un oficio solitario. Necesita de muchos cuerpos, de muchas manos, lujuriosas a veces, para lograr expandir sus ampulosos y exuberantes cuerpos, para generar aquello que le ha sido negado a una única silueta.

Escribir después de morir piensa las muchas posibilidades escriturales que registran los papeles, los cachivaches de autor, los retazos de vida que se hallan en cajas a veces olvidadas, a veces resguardadas en condiciones climáticas perfectas, a veces fantaseadas, pero que a fin de cuenta hacen posible una extensión de la vida autoral, una ampliación de la vida perecedera de la literatura. Quiero sin embargo avisar que este libro no se relaciona con lo póstumo, ni con la crítica genética, descree del fetiche de archivo o del descubrimiento del ADN de la escritura. Discute seriamente la figura del inédito y de aquellos marcadores que conectan el capital con las cenizas del autor. Quise proponer las maneras en que un grupo de autorías se distiende, se dilata, vive más allá, y genera condiciones que solo se llevan a cabo tras enlazarse amorosamente a otras manos y vidas ajenas, extrañas, extranjeras quizá.

Porque vivir es una condición que no termina con la expiración; porque escribir, incluso en la acepción más mecánica del término, se puede perpetrar desde el panteón, con las cenizas esparcidas. Si como dije, la escritura nunca es una empresa individual, si escribir siempre necesita de una comunidad y una máquina que involucren varias manos, volver después de morir también requiere de un cardumen entero de dedos dispuestos a acariciar y despertar aquello que en algunos casos tuvo que esperar muchos años para de nuevo aparecer. Se trata, pues, de un posible renacimiento.

Como he consignado en este libro, el archivo ha sido históricamente comprendido como la espacialidad final del cuerpo que escribe, el último reducto de la autoría, la mortaja del autor. El archivo puede llegar a enlazarse con aquello que se gesta antes de fallecer pero que no se sedimenta en vida. La autoría puede retornar, como sorpresa, desde el otro lado de la vida; pero requiere de ayuda. La sobrevida material que abordo hace posible revisar autorías selladas para conferirles nuevas vidas y cuerpos, para activar un porvenir que por momentos parecía clausurado, negado, proscrito por los accidentes propios de la recepción y el desenlace de tales vidas. La arquitectura del archivo admite desestimar todo aquello que ha capturado al cuerpo y al autor para lograr ofrecerles un novedoso corpus, un renovado cuerpo autoral. El archivo es una autoría sin firma o, más bien, una autoría firmada más allá de la tumba por manos ajenas,

Todo archivo, por más reducido que sea, por más incompleto que parezca, por más mutilado que haya sido, puede siempre dar cuenta de aquello que le fue negado, confiscado, expropiado. Lo que se le ha arrebatado debe volverse a situar, lo que se la ha suprimido puede nacer otra vez, aquello atrofiado resulta proclive a florecer una vez más. Pero, sobre todo, el archivo se ampara en el quizá de su porvenir. Es decir, esta condición de espacio y tiempo tiene la capacidad de producir nuevas formas, políticas y estéticas, que reorganicen el cuerpo y el nombre de un autor pero que de ninguna manera están garantizadas. Porque, a fin de cuentas, su cuerpo y su letra son todas nuestras, están expuestas a nuestra voluntad o a nuestra desidia, permanecen “entre nosotras”.

La discusión sobre la temporalidad en Hegel y los nuevos descubrimientos de la neuroplasticidad me hicieron pensar en la prolongación de la vida de cuerpos y autorías, y del archivo como cuerpo plástico que se regenera continuamente de forma finita. He intersecado estos archivos con toda la tecnología que han producido las novedosas reflexiones sobre plasticidad, principalmente a cargo de la filósofa Catherine Malabou, y su impresionante concepción de porvenir que también, respecto del archivo, ha apuntado Jacques Derrida. Pero no se trata de aplicar la sofisticada tecnología francesa sobre estos cuerpos muertos. Son ellos quienes piensan la noción de archivo, son ellos quienes disputan la muerte, quienes produjeron una refinada tecnología, son ellos quienes han pedido sobrevivir. Todos fantasean con un improbable porvenir. De El obsceno pájaro de la noche de José Donoso, novela que marca este libro de principio a fin, se propone una escena reveladora: todo “está amarrado, empaquetado, envuelto en algo, dentro, de otra cosa, ropa harapienta envuelta en sí misma, objetos trizados que se rompen al desenvolverse, el asa de porcelana de una tacita de café, galones dorados de una cinta de primera comunión, cosas guardadas por el afán de guardar, de empaquetar, de amarrar, de conservar […] y si la pobre Brígida hizo tantos paquetitos […] fue para levantar una bandera diciendo quiero preservar, quiero salvar, quiero conservar, quiero sobrevivir”.

Mi libro aborda los mil y un sexos que activan estos archivos. Es decir, justamente debido a la temporalidad que inscriben estas vidas cuir, estos jotos, maricones, maricuecas; su amor y deseo por bugarrones, mayates, pollos, sus cuerpos trans*, travestidos, transformistas; el archivo se vuelve un lugar privilegiado donde la ley muta y así las posibilidades reproductivas de estas sensibilidades. Allí acontecen nuevas condiciones que disienten de la pulsión binaria, que desmadran al heteropatriarcado colonial, que eluden el imperativo heterosexual, pero que sobre todo organizan mundos alternativos en los que estos cuerpos se explayan, muestran como en ningún otro lugar su más íntima plenitud. Es como si en la sombra del archivo, sus polvos y medidas descomunales, se generaran las condiciones ideales para hacer germinar vidas y materias que antes no resultaban posibles, que esperaron toda una vida para poder florecer. Con esto no quiero sugerir que tales existencias hayan vivido escondidas o replegadas. Por el contrario, muchas veces se trata de las vidas más expuestas y exhibidas, cuyos cuerpos han sido a su vez los más exuberantes y públicos. No obstante, desde el archivo, ellas parecen lograr formas inesperadas que la corta duración del existir no les permitió desarrollar. El archivo es un lugar sin límites para repensarlo todo.

A su vez, estas comunidades se unen a otras, a las de mujeres que osan divorciarse a principios de siglo, a aquellas que se enfrentan a los papeles del padre o las que deciden reproducir la anomalía de la desemejanza. Todas materializan una comunidad de afectos y alianzas, que vuelven después de morir transformadas en sedosas superficies acariciables, en membranas capaces de ubicarse en el horizonte rearticulado del más allá.

Este libro entonces propone un ejercicio plástico sobre autorías incesantes que necesitaron de comunidades para escribir y seguir escribiendo. Son Reinaldo Arenas y sus constelaciones del amor; Severo Sarduy y su escritura superficial; Salvador Novo y su archivo prostético; Delmira Agustini y sus cadáveres; Pilar Donoso y su velo; Pedro Lemebel y su archivo analfabeto, y finalmente, la única autora viva del libro, la gran fotógrafa Paz Errázuriz y su más allá de la fotografía.

Quiero finalizar diciendo que este libro contiene otras lecturas y puede leerse como una reflexión sobre la crítica y su capacidad de producir nuevas formas de autoría que contradigan las maneras en que la literatura y las artes son ordenadas y presentadas; que disientan de la dictadura del autor, que le confieran a este otras vidas y existencias, otras siluetas y cuerpos, otras maneras de existir resguardadas y sobre todo posibles gracias al más allá.

El archivo es a fin de cuentas un lugar de superabundancia donde habitan aquellos que han perdido la vida, quienes aún están por escribir su última palabra, pero también aquellos que hemos perdido un país, nuestro legítimo lugar de pertenencia, aunque también hemos ganado el exceso de otras vidas, de aquellas que no se conforman con la muerte, que acompañamos y nos acompañan, de aquellas que somos parte y sobreviven aquí.

Morir de archivo

Por JAVIER GUERRERO

En julio de 2021, una amiga nos llama por teléfono diciendo que debe abandonar Philadelphia para cumplir con compromisos académicos en un país latinoamericano. Estará fuera por un tiempo, quizá más de un año, y ha decidido alquilarle su apartamento a una profesora que necesita espacio para acomodar sus muebles. Nos pregunta si estaríamos interesados en heredar una planta, tales son las palabras exactas que usó: unas orquídeas y una ampulosa cheflera que ha convivido con ella por casi treinta años. Me envía una fotografía, tomada con cierta premura y a contraluz, de la hermosa planta. Nuestra respuesta fue inmediata y entusiasta. Por supuesto, en nuestra casa habrá espacio suficiente para todas ellas. Enseguida buscamos las matas, y con ayuda de un amigo, las trasladamos a su nueva estancia. Encontramos un lugar privilegiado para ubicar a la excéntrica especie: un rincón en el que la luz rebota y donde estará cómoda y podrá hacer de las suyas sin mayor contención. La cheflera es una planta de los trópicos que se expande sin restricción, que se explaya con exuberancia, que ocupa todo territorio con sus características raíces aéreas y que hace de casi cualquier ecosistema su hogar. Una semana más tarde, nuestra amiga viene a visitarnos antes de partir. Quiere despedirse, se alegra de ver el espacio donde hemos ubicado la planta. Nos cuenta una historia que por supuesto desconocíamos: una tarde de otoño, a finales de los ochenta, cuando nuestra amiga estaba muy enferma, a la espera de un trasplante que le permitiría seguir viviendo, se encontró en la calle de su barrio con esta planta. Le llamó la atención que tan hermoso ejemplar hubiera sido desechado. Su porte era imponente, de pie muy frondosa en una acera de Philadelphia sin mayor explicación… Pero al acercarse, nuestra amiga notó que la bella cheflera portaba una tarjeta blanca en cuyo interior decía: “My owner passed out yesterday. I’m looking for a new home”. Para tal momento, nuestra amiga residía en el barrio gay de la ciudad, en tiempos de la epidemia del sida, de importante impacto sobre el lugar en el que vivo y escribo este libro. Ella acogió a la cheflera con compasión. Su nuevo domicilio le permitió seguir viviendo más allá de la vida perdida, quizá a causa del virus que se enseñoreó en los ochenta y que hoy día continúa saltando de cuerpo en cuerpo. Nunca lo sabremos. Pero tanto nuestra amiga como la planta, aunque ya en moradas distintas, sobrevivieron.

Escribir después de morir prueba la indiscutible relación entre muerte y archivo, pero a partir de ella recorre un camino alternativo. He propuesto ir más allá para testificar cómo se escribe o incluso cómo se puede volver sobre lo escrito luego de morir. Morir de archivo es escribir después de la muerte, pese a todas las limitaciones y condiciones adversas que impone el sepulcro. No se trata de una apuesta póstuma, no prosigue la lógica del testamento ni de la cesión de derechos. Morir de archivo, entonces, no es morir. Es justamente organizar una nueva vida a distancia, es procurar deshacer la clausura de la tumba, es permitirse postergar las formas que no eran posibles, por muchas razones, durante lo que hemos denominado y seguimos llamando vida.


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