Victor Klemperer (1928) / Ursula Richter©

Por NELSON RIVERA

A Vasco Szinetar 

Mil seiscientas páginas que corresponden al trágico período en que Adolf Hitler estuvo en el poder. Hay que decirlo de una vez: a pesar de que aquellos años fueron la ruta del pueblo judío y de Europa hacia el infierno mismo, y que el propio Klemperer padeció muchos de los incalculables sufrimientos organizados por el régimen nazi, este hombre no permitió nunca que todo cuanto se le oponía le impidiese cumplir con su causa interior: dar testimonio hasta el final, bien fuese porque el monstruo acabaría derrumbándose, o porque el autor sucumbiría en manos de la Gestapo o asesinado en un campo de exterminio.

Quiero dar testimonio hasta el final me ha atrapado en su pulcro y conmovedor tejido. No sólo por la intensa claridad que emana de su prosa, sino porque el hecho de escribir el diario era en sí mismo un acto que desafiaba a la muerte y que, en más de una ocasión, durante la amenaza indecible de un registro domiciliario, los violentos y despóticos agentes alemanes estuvieron a punto de encontrar cualquiera de los pedazos de papel que hubiesen llevado a su autor hasta los hornos de Auschwitz. Así como el diario representó la fuerza que lo mantuvo con vida, también aquellos actos de escritura breve encarnaban ‘un delito’ que hubiese podido acabar con su vida o con la de su esposa Eva Schlemmer, o representar el final para quienes se mencionaban en sus páginas.

Escribe el 27 de mayo de 1941: “Tengo que seguir llevando también el diario (…) tengo que hacerlo por peligroso que sea”. Más potente que todas las adversidades fue el impulso de construir su testimonio. Escritura de lo indoblegable, materia de lo heroico: en los momentos en que el hambre y el cansancio lo socavaban, o en medio del aplastante desconcierto que significaba mirar a su alrededor y constatar que casi todos habían muerto, allí mismo reaparecía la tozudez de sentarse con un lápiz y un pedazo de papel, y sobreponiéndose a todo aquel infierno, hacer posible estas límpidas e invalorables anotaciones que narran la experiencia de vivir perseguido, de haber sido humillado y acorralado por las fieras del régimen nazi.

La obligación de lo humano

Victor Klemperer nació en 1881 en Landsberg an der Warthe. A los 10 años fue a vivir a Berlín. Noveno hijo de un rabino, fue ayudante de comercio, ejerció el periodismo e hizo estudios de filología germánica y románica. Su esposa, Eva Schlemmer, fue pianista y apasionada lectora. Cuando sobrevino la Primera Guerra Mundial se alistó como voluntario y combatió como integrante del ejército alemán: obtuvo la Cruz de Hierro, reconocimiento a su valentía. Fue protestante. Finalizada la guerra se traslada a Dresde: en 1920 se convierte en catedrático de Filología. Cuando Hitler asciende al poder en enero de 1933, Klemperer tenía 52 años, era un reputado profesor, preocupado por las inquietantes señales que se anunciaban en el horizonte.

Diario de vida: el autor habla de los asuntos inmediatos y menudos, del universo humano con el que se relacionan él y Eva, del modo en que la atmósfera de Alemania va pervirtiéndose para los judíos. Los primeros años describen la catástrofe política: soga lanzada por el poder, cada día más endurecida, que se cierra sobre el cuello de los judíos. Es tiempo de rupturas con los amigos que pliegan al nacionalsocialismo o al comunismo, de dificultosas anticipaciones sobre lo que podría o no venir más tarde (parece característico que, frente a la inminencia del totalitarismo, se genera una corriente de la opinión que lo minimiza y se niega a reconocer la evidente presencia del animal totalitario), del inicio de todo un cartel de prohibiciones que, a partir de 1941, alcanzaría su cariz más ignominioso y grotesco.

Vida doméstica: bajo la presión de Eva, los esposos inician las arduas diligencias para construirse una vivienda propia en Dölzschen (que logran en 1934), a pocos minutos de Dresde. En una etapa de tantas noticias desalentadoras, estos dos seres hacen maromas para rendir el escaso dinero, adquieren un viejo automóvil usado.

Hablan del deterioro. Debate obsesivo: huir o no de Alemania. Todo lo que les rodea se convierte en un síntoma que ha de ser analizado. La información comienza a ser bien escaso, la propaganda y los rumores corroen la comprensión de lo que es inocultable. Leen sin descanso literatura del siglo XVIII. Reciben y hacen visitas (impresiona la cultura de conversación y mutua compañía que tenían los europeos de entonces). Se protegen uno al otro, mientras se empobrecen y presencian el derrumbe de Alemania. Klemperer no sólo aborda su diario con disciplina: también escribe recensiones de libros, da inicio a un ambicioso ensayo dedicado a la literatura del Siglo XVIII, redacta capítulos enteros de su Curriculum Vitae (libro de memorias publicado en 1989). Ambos luchan contra sus respectivas dolencias: Eva vive al latido de su melancolía; Victor padece del corazón.

Quiebre de la civilización

Amigos y familiares abandonan Alemania. La coacción desconoce todo límite. El honorable profesor es expulsado de la universidad por judío. Las revistas se niegan a publicar sus materiales. Su sueldo disminuye: venido a menos, se le grava con nuevos y más impuestos. El frío es cada vez más frío. Klemperer: “Antes yo quería poner de relieve con toda claridad los rasgos fundamentales de una época; ahora sólo me interesa lo individual, lo especial, lo complejo”. A finales de 1937 el diario ya recoge el turbio sentimiento de miedo, incertidumbre e inmovilidad que desata el poder totalitario. La lucha más sorda e íntima ocurre en el campo de lo sensible: ese dolor que asola a quien, de repente, siente que la vida a su alrededor se le deshace en las manos. La muerte exhibe su rostro en los lugares más insospechados.

Klemperer no guarda ilusiones sobre el destino que acecha al pueblo judío. 20 de septiembre de 1937: “Estoy cada vez más convencido de que Hitler es verdaderamente el portavoz de más o menos todos los alemanes”. En 1939 el acoso se hace más abierto: muy pronto perderán su automóvil, su casa y la mayoría de sus bienes. En mayo de 1940 son obligados a mudarse a una Judenhaus (casa donde son confinadas familias judías), reducidos a una vida promiscua y estrecha. La situación de los esposos no es la peor: en tanto que Eva Schlemmer es aria, los Klemperer son un matrimonio mixto, a los que se castiga con menos rigor que a las familias totalmente judías.

Magistral Celda 89

A mediados de 1941 tiene lugar una desgarradura en la vida y en las páginas del diario: entre el 23 de junio y el 1 de julio, ocho días atroces (“la mera sensación de jaula y de vacío”), Victor Klemperer permaneció detenido en un calabozo de la Gestapo por haber olvidado apagar una luz a la hora en que Dresde debía sumirse en la oscuridad. Difícilmente podría describir la tortura que significó la prohibición de leer y escribir, el disloque de “estar muerto en plena conciencia”, cumpliendo una rutina que consistía en nada, exactamente en eso: no hacer absolutamente nada durante el día. Al salir liberado escribe un largo texto llamado Celda 89, pequeña obra maestra, desahogo intenso y deslumbrante, en la que fija para siempre sus sentimientos y sus visiones de “la eternidad vacía” que significaron aquellas inacabables horas: “Luego vi de golpe lo triste y nuevo de todo lo que me rodeaba, hice el descubrimiento trivial –los descubrimientos más hondos son todos triviales, a lo sumo, para designarlos, algunos encuentran un modo de expresión más original que otros– de que no sabemos nada fuera del propio campo de experiencias. ¡La compasión es una cosa tan mezquina! Puedo torturarme queriendo sufrir con el otro, y no lo consigo. ¿Te acuerdas, Eva, cuando estuviste enferma, cuando yo sabía que estabas en el quirófano, en la pieza contigua? Quería sufrir contigo, y mis pensamientos se desviaban, hubiese querido darme de bofetadas por mi falta de sentimientos, y mis pensamientos se iban de aquí y allá, a lo accesorio, a lo egoísta: en realidad no sufría contigo. ¿Cómo podía saber yo antes lo que es la prisión, lo que es una celda? (…)

Sólo en aquel segundo en que se cerró la puerta, en que cayó el gancho, lo supe con una angustia sin nombre. En ese instante los ocho días se transformaron en 192 horas, en horas de jaula, vacías. Y desde entonces ya no me abandonó la sensación de esas horas opresivas y se convirtió en el verdadero tormento de aquellos días. En las traducciones de las novelas norteamericanas suele haber en los telegramas, entre frase y frase, la palabra stop. Así, lo quisiera o no, durante todo ese tiempo, se entrometía en todo lo que pensaba, continuamente, ese tiempo pertinaz: quedan 185 horas, quedan 184, quedan 183… No había forma de liberarse, y cada una fluía más despacio que la anterior, y cada una tenía una inhibición especial”.

Arrollador, lúcido y estremecedor: hay algo en la ejecución de Celda 89 que me ha incitado a especular que Klemperer, muy al fondo de sí mismo, estuvo próximo a creer que aquella prisión era el mayor sufrimiento que podían infringirle. Pero he aquí que ese mismo año una bofetada moral, todavía más dolorosa habría de producirse para él y para todo el pueblo judío: la decisión de septiembre de 1941 que los obligaba a llevar una estrella amarilla cosida a su ropa. Aquel sello, aquella marca degradante fue para él y para muchos otros perseguidos el detonante que les reveló, como una punzada en la médula, que las cosas podían empeorar, que las cosas podían ingresar en el territorio de lo humanamente inconcebible.

Se cierra la grieta

Prohibido a los funcionarios alemanes tener trato con judíos. Prohibido a los judíos usar salas de lectura. Entrar a bibliotecas. Retirar de las bibliotecas libros escritos por no alemanes. Se decreta tal impuesto a los judíos. Prohibido tener teléfono. Usar cabinas telefónicas. Conducir vehículos. Circular libremente. Utilizar el transporte público. Comprar en cualquier lugar. Se decretan más impuestos. Prohibido oír emisoras extranjeras. Tener máquinas de escribir. Circular después de las ocho de la noche. Se les ordena vender los automóviles. Vender las casas. Se decretan nuevos impuestos. Se prohíbe a los judíos comprar a cualquier hora del día: sólo pueden hacerlo de cuatro a cinco de la tarde. Se prohíbe a los judíos hacer colas. Se suspende la circulación de tal día a tal otro. Se prohíbe a los ambulantes vender a los judíos. Prohibido venderles tabaco. Se les prohíbe difundir noticias. Usar los coches del tranvía (sólo puede usar la plataforma delantera). Usar los vapores del Río Elba. Comprar flores. Venderles bizcochos. Venderles huevos. Venderles legumbres. Venderles carne. Venderles leche. Nuevos impuestos. Prohibición absoluta a los judíos de emigrar. Se decreta la inmovilización de los bienes muebles pertenecientes a los judíos. Se les ordena entregar todas las prendas de lana y piel. Entregar los tejidos. Entregar discos y aparatos radioeléctricos. Se les prohíbe entrar a la estación de trenes. Usar el tranvía para recorridos menores a cinco kilómetros. Usar bicicletas para hacer visitas. Tener animales domésticos. Alquilar guardamuebles. Sacar libros de la biblioteca. Comprar periódicos. Comprar helados. Usar lavanderías arias. Los judíos deben entregar “llaves superfluas”. Se ordena cerrar las escuelas judías. Los judíos no deben consignar sus títulos en sus correspondencias (doctor, profesor, etcétera). Escribir al extranjero. Se decreta lo siguiente: quien entregue cualquier cosa a un judío destinado a la deportación podrá ser abatido de inmediato. Prohibido a los judíos todo acto de culto. Se autoriza la revisión de la correspondencia personal. Se castigará la propaganda del cuchicheo. Las viviendas judías deben tener una estrella en la puerta. La ley alemana no se aplica a los judíos: sobre sus delitos decide la Gestapo. Klemperer: “Es impresionante como cada día, sin el menor rebozo, salen en calidad de decretos la pura fuerza bruta, la violación de la ley, la más repugnante hipocresía, la más brutal bajeza del espíritu”.

1942: Weser&Clamens

Weser y Clamens son los nombres de dos canallas que, una y otra vez, aparecen en las Judenhaus de Dresde (he olvidado contar que los Kemplerer tuvieron que mudarse otras dos veces a estas casas para judíos) a escupir y robar los escasos alimentos en manos de judíos enflaquecidos, la piel gris del miedo y la enfermedad. Presencia amenazante, se les ve por todas partes. Klemperer: “El horror está siempre dentro de mí”. Habituación. Embotamiento ante la desproporción de la fuerza. 1942 a 1945: los años gloriosos de los Weser y los Clamens de la gran Alemania, expresión de que la voluntad de exterminio nunca dejó de crecer.

Cada página más traumática que la anterior. Dotado de un sólido dispositivo espiritual, Klemperer se sostiene como un extraordinario testigo del empeoramiento de lo peor: se producen allanamientos, violentos registros domiciliarios (Eva dice: no son registros, son pogromos). Cientos se suicidan. Se expropia, se confisca a los judíos. A cada paso: insultos, humillaciones, hambre que desquicia. El régimen tortura y deja caer la guillotina. Las noticias pertenecen al género de lo espeluznante: cabezas rodando por el piso. Se fusila, se dispara a la nuca, se ametralla a comunidades completas. Inclemencia: se separa a los padres de sus hijos pequeños. Cualquier nimiedad causa un ajusticiamiento. Tenor del relato, la voz baja, los ojos llenos de lágrimas: niños cuyas cabezas son aplastadas contra la pared. Otro: llegan citas a 30 ó 40 ancianos: deben acudir a una plaza: al llegar y concentrarse, una jauría antisemita les propina una paliza hasta que dos o tres mueren. Cientos de judíos acuden al mercado negro en busca de Veronal, sustancia en boga para quitarse la vida. “Uno piensa siempre que esta comedia ha llegado a la cima, pero luego aparece otra cima más alta”. Signo de la catástrofe: las preguntas se incrementan, se alimentan unas con otras: ¿Cuándo el pogromo? ¿Cuándo la deportación? La ignominia son las bestias de patas viscosas que liquidan la vida cotidiana. Eva Schlemmer mendiga: de puerta en puerta buscando algo de comida. Victor Klemperer, obrero dedicado a trabajos forzados. Su traje y sus zapatos: pequeñas y raídas herencias de judíos amigos que han sido asesinados o se han suicidado. Dieta del Tercer Reich: días y semanas con un regusto a papas podridas en la boca. El asco, la vergüenza, la resignación: el ciclo vital de la experiencia totalitaria.

La ruta Auschwitz se hace cada día más nítida: el fantasma del campo de exterminio adquiere su connotación material: las historias que llegan a Dresde son el puro terror. Nada queda fuera de la prepotencia nazi y de su fábrica de miedos: citaciones, deportaciones, Buchenwald o Auschwitz como destino ciego. “No se sabe nada con exactitud, ni a quien le viene el golpe, ni cuándo ni dónde”. Incertidumbre que aplasta. El péndulo de la muerte: de la esperanza a la desesperanza, cada vez más rápido. Miedo sin atenuantes: “He aprendido a tartamudear como si fuese mi lengua materna”, dice Klemperer. Ruta Auschwitz o el vaciamiento de la humanidad: la hybris, la brutalidad, el cinismo más allá de su techo más escandaloso. Cese de la capacidad de discernimiento. Máquina que descoyunta el impulso a la solidaridad. Oscuridad, desconfianza, amargura. Cuando llega el último día de diciembre de 1942, Klemplerer se sienta a escribir su mínimo recuento del año transcurrido y se percata del horror: todas las personas con que celebraron la noche del 31 de diciembre de 1941, reunidas en el sótano de la Judenhaus, han sido asesinadas, han desaparecido o se han suicidado. Almas rotas. Crimen del tiempo: ocurre cuando la vida se reduce a esperar la llegada de los verdugos.

El final: bombas sobre Dresde

1943: cada día es más perceptible que algo ha cambiado en los partes de guerra. Los esposos Klemperer y sus amigos buscan indicios: cada resquicio es objeto de análisis. La crueldad comienza a cubrirlo todo: el propio pueblo ario comienza a ser perseguido con acusaciones terroríficas: utilización de palabras derrotistas, propagación de rumores, desestimulo a los soldados, traición a la Patria (aquellos que ponían en duda el triunfo de Alemania). Se les detiene, tortura y ahorca. Hitler: “Tenemos que vencer porque si no tenemos que morir”. Noticias que descorazonan a la comunidad judía: el 1 de junio de 1943 llegan los primeros rumores desde Varsovia: el baño de sangre es incalculable. Ley de lo proporcional: a mayor desastre militar, aumenta la potencia de la propaganda siniestra del régimen en contra de los judíos. Crece el miedo a los bombardeos: por todas partes se deslizan los rumores de la destrucción de Berlín y de otras ciudades.

El 8 de octubre de 1944 caen las primeras bombas sobre Dresde. Todo se trastoca y desplaza: Klemperer cuenta que hay judíos que se debaten entre el pánico y la esperanza. Antes de la noche del 13 de febrero de 1945, cuando se inicia el cuarto y decisivo bombardeo sobre Dresde, cientos han muerto entre los escombros. Para los Klemperer comienza el vértigo de la huida, una nueva pesadilla. La ciudad ha quedado totalmente destruida. Victor se despoja de la estrella. Dresde arde (hay tanta luz que “parece un día soleado”). Primero van a un campo de refugiados. Luego escapan a Klotzsche, de allí a Piskowitz (donde reciben noticias del derrumbe del régimen). Caminan cientos de kilómetros, cambian de identidad, se inventan mínimas biografías, engañan a las autoridades de los pueblos por los que avanzan, consiguen alimentos e improvisados alojos. Siguen: Pirna, Zwotental, Falkenstein. Mientras pasan varios días en Unterbernbach se cruzan con tropas norteamericanas. La radio informa del suicidio de Hitler. Luego llega el reporte de la capitulación. El 21 de mayo de 1945, Eva y Victor han llegado a Munich. Entre el 26 de mayo y el 10 de junio de 1945 regresan a Dresde.

Contra la borradura

El lector puede imaginar a los Klemperer al final de la guerra: ambos sobrepasan los 60 años. Han envejecido más allá de cualquier estimación: van desnutridos y enfermos. Visten harapos. Han sido sometidos, por más de 12 años, a un acoso que tenía como finalidad borrar sus cuerpos y también la memoria de sus vidas. Suben a Dölzschen a pie (está en una colina en las afueras de Dresde), lentamente, paso a paso. Regresan a reconstruir sus sueños, sus vidas. Caminan con pausa, preservan las escasas energías. Respiran con cuidado: temen al propio desbordamiento de sus emociones. Regresan vivos. No saben todavía lo que ello significa: más de seis millones de seis millones han sido liquidados. Otros muchos millones también han sido tragados por el régimen nazi.

Tres años antes, el 30 de mayo de 1942, Klemperer había escrito en su diario: “Hoy hemos hablado durante el desayuno de la increíble capacidad de resistencia y de adaptación que tiene el ser humano. Esta fantástica monstruosidad de nuestra existencia: miedo cada vez que llaman al timbre, malos tratos, ignominia, peligro mortal, hambre (hambre verdadera), prohibiciones cada vez más numerosas, una esclavitud cada vez más atroz, el peligro de muerte cada vez más cercano, cada día víctimas en torno a nosotros, absoluta indefensión… y sin embargo sigue habiendo momentos de bienestar, al leer en voz alta, al escribir, cuando tomamos esa comida más que escasa, y se sigue vegetando, se sigue esperando”.

Muchas veces, a lo largo de los años, Klemperer dejó huellas de los breves momentos de felicidad que estos dos seres lograron juntos o por separado. Reservatio mentalis o el triunfo de lo humano: el amor compartido, la solidaridad puesta a prueba, el pensamiento como convicción, la protección permanente de ese bien que es la memoria.

Digo lo siguiente: Eva Schlemmer y Victor Klemperer todavía siguen subiendo la colina de regreso a su casa en Dölzschen. Caminan lentamente. Él lleva apenas unas pocas páginas de su diario consigo. Otros miles lo aguardan, protegidas por la valentía de ella: durante años, a riesgo de su propia vida, una y otra vez, las ocultó en su cuerpo y las llevó a unos escondites, donde otros decentes también expusieron sus vidas al encubrirlas del acecho nazi. Suben lentamente, paso a paso: han derrotado a la ignominia, han alcanzado a vencer el intento genocida de desaparecer las huellas de la vida de los hombres. Han hecho posible la memoria, la reivindicación de lo humano. Lentamente, paso a paso, línea a línea.


*El texto anterior es una versión editada del original publicado en El cíclope totalitario (2009), libro que próximamente será reeditado.

*Quiero dar testimonio hasta el final. Diarios 1933-1941 y Quiero dar testimonio hasta el final. Diarios 1942-1945. Victor Klemperer. Traducción de los dos volúmenes: Carmen Gauger. Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores. España, 2003.


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