Primer Museo de la Historia del Gulag | Yolanda Pantin©

Por KELLY MARTÍNEZ-GRANDAL

No recuerdo exactamente dónde fue que leí sobre Lise Cristiani por primera vez. La historia de la chelista francesa, que terminó sus días viajando por Siberia y ofreciendo conciertos en los poblados más remotos, produjo en mí una honda impresión. Música para la taiga y la tundra. ¿Qué llevaba a una mujer del siglo XIX a cambiar las comodidades de la civilización por un trineo, por el blanco inflexible del paisaje siberiano? ¿Qué ambición o qué cansancio? ¿Qué secreta ansiedad? Como la de Fitzcarraldo, ese personaje inolvidable de Herzog, su empresa resultaba disparatada y bella. Me faltaban años para entender (o creer entender) el vértigo que produce perderse, el llamado de lo remoto, la certeza de que toda aventura que valga la pena tiene algo de belleza y locura.

Bella y loca es, también, la aventura que emprendieron Ana Teresa Torres y Yolanda Pantin a través de los países del antiguo bloque comunista de Europa del Este y que se recoge en Viaje al postcomunismo (Editorial Eclepsidra, 2020). Seis viajes, en diez años (2002-2012), fados a través de la escritura de Torres y las fotografías de Pantin (aunque esos relatos tienen mucho de fotográfico y las imágenes del libro cuentan). Loca porque la idea de dos escritoras venezolanas en lugares tan lejanos y ajenos a nosotros resulta insólita. Bella no solo por las maravillas que vieron, sino también a la manera rilkeana: el grado de lo terrible que podemos soportar. Páginas umbrales en las que comulgan lo vivo y lo muerto, lo que fue y lo que es, lo que sigue siendo.

Desde los viajes medievales y sus cartografías, la literatura de viajes ha servido para ampliar fronteras, reales o imaginarias; ha funcionado como puente a lo desconocido. Desde mucho antes, en realidad, pues la conciencia occidental se inaugura con un libro de viajes: el tortuoso trayecto de Odiseo es también el nuestro, un intento por recuperar un hogar perdido. Al fin y al cabo, Ítaca puede ser cualquier cosa y estar en cualquier parte. Viajan también Gulliver, Ismael y Ahab, Alicia a través del país de las maravillas. Viajar y vivir son, tal vez, la misma cosa. Partir y parir tienen en pars (separar) su raíz común: algo se desprende para enfrentarse a lo desconocido. Viajar es, sin duda, prepararse para la muerte. Así, la odisea de estas dos venezolanas decididas a convertirse en investigadoras del poscomunismo (lo que bien podría ser el futuro de su país) y la posterior narración de la misma (el libro es una memoria), cumple con esta doble función: aclara y visibiliza una frontera geográfica y cultural, pero también las fronteras de la propia vida.

No era la primera vez que Yolanda y Ana Teresa pisaban estas tierras. Ambas habían visitado algunos países de la región antes de la caída del bloque y estaban bien enteradas de los monstruosos tentáculos del comunismo que, entre otras cosas, habían asfixiado a un enorme porcentaje de los héroes culturales de cualquier escritor. En el 2002, Pantin escribió el artículo que ahora da título al libro y en el que relataba su experiencia de diecisiete días en Polonia, Lituania y Rusia. Ese primer tímido viaje se convertiría en la puerta a una serie de incursiones en las que se adentrarán en las vísceras de los países poscomunistas y su palimpsesto, escritura y reescritura de una historia plagada de horrores: las invasiones del imperio austrohúngaro, las del nazismo, las del comunismo. Horrores que ahora conviven y se superponen en calles y monumentos de la misma manera en que se superponen el pasado y el presente, la multiplicidad de ideologías, porque la realidad no es lineal ni unitaria. La realidad, nos guste o no, habita también en las contradicciones. Dos exploradoras en tierras con lenguas incomprensibles y opacas, paisajes y estéticas tan similares que terminan siendo un mismo lugar; el esfuerzo contrapuesto de cada uno de estos lugares por individuarse e independizarse.

Escrito con la finísima agudeza de Torres —capaz de abrir los fenómenos en dos oraciones—, el texto no está exento de humor. Aquí y allá un tono burlón, un comentario cáustico, un sarcasmo propicio. Yolanda, tan cercana para los lectores venezolanos, termina siendo un personaje y un contrapeso (“Yolanda en desacuerdo”, una frase que se repite a lo largo del libro). La distancia y el tiempo abren camino a una mirada íntima, capaz de aprehender y comprender fuera de la premura del presente. Y están, también, las imágenes de Yolanda, sus encuadres limpios y precisos, su manera compasiva de tratar la desolación (esa muchacha que mira desde arriba el río Angará, en Siberia; la maleza invasiva que se traga el recuerdo de la masacre de Babi Yar, los rostros de gente que sigue con su vida a pesar de todo, los edificios titánicos que anuncian el paso de una historia también titánica). Desde allí, ambas tejen una muy honesta relación afectiva, con sus aceptaciones y rechazos, entre quienes observan y lo observado. Sirve, además, para ubicar en contexto la propia historia. Difícil equiparar procesos, a pesar de los puntos en común, cada tragedia tiene su propio pathos. En el nuestro, no ser hijos del horror monumental, del espanto épico, no ser una desgracia creíble. Condenados al cliché de la alegría, del buen salvaje, del último bastión de las revoluciones y la utopía, al parecer no servimos cuando no estamos felices. Muertos, hambrientos y en harapos, no importa, lo importante es que no contradigamos lo que se espera de nosotros.

Palacio del Pueblo, Bucarest | Yolanda Pantin ©

Nací en la Cuba de los ochenta, la última década de relaciones entre la isla y muchos de los países que se mencionan en este libro. Las culturas de lugares como Kazajistán o Uzbekistán no me resultaban ajenas, menos todavía la de lugares cuyo acervo integra también el de Occidente: Rusia, Hungría, Bulgaria, Polonia, Rumania. Crecí cercana a sus lenguas, sus sabores, sus producciones culturales. Estas últimas teñidas por un eidós particular, pero también lo suficientemente astutas como para no deslindarse totalmente de su pasado y, en la medida en que fuese aceptable, promocionarlo. En mi biblioteca infantil y como en la de tantos niños cubanos, la novela Muchachas —un relato de amor que se desarrollaba en un koljós, escrito por un ahora olvidado Boris Biedni— reposaba junto a las obras de Chéjov.

Ese mundo, tan familiar para mí, se desintegró a principios de los noventa con la caída del bloque de países comunistas. De hecho, se desintegró todo lo que me era familiar. En 1993, con trece años, emigré a Venezuela, un lugar donde una palabra como koljós solo era conocida por un reducido grupo de gente y la presencia de estas culturas en mi infancia (con toda la carga que conllevaba) era un código difícil de transmitir, una soledad y una grieta. Antes de la llegada de Chávez, para la mayoría de los venezolanos los horrores del comunismo eran una leyenda si acaso filtrada por la vecina presencia de una Cuba que pronto se convertiría en figura invasora. No representaban una fuente de preocupación. La desintegración del bloque, imagino, no fue vivida con la misma alegría y la misma zozobra con que pudimos vivirla los cubanos, aunque produjese el inevitable alivio que produce el final de cualquier dictadura. Las cosas han cambiado y, de todas formas, imagino también que la caída trajo su dosis de extrañamiento para todos. El mundo, tal y como lo conocíamos, había dejado de existir. Nuevamente el siglo XX nos sometía a su compendio arbitrario de fragmentaciones y rarezas.

Son esas fragmentaciones y esas rarezas las que atraviesan Viaje al poscomunismo. Sus páginas me demuestran lo poco que realmente sé sobre estos lugares, a pesar de haber crecido a su sombra. La historia del bloque comunista y poscomunista de Europa es, también y sobre todo, una historia de censuras y silencios. Estas Thelma y Louise venezolanas levantan el velo en un viaje que muchas veces parece irreal, que bien podría pertenecer a la ciencia ficción y lo fantástico.  Se montan en el transiberiano, cruzan el círculo polar como quien cruzan el cinturón de Kuiper, llegan a los confines del mundo. No hace falta cruzar la galaxia ni viajar al futuro para constatar que lo increíble y lo distópico ya fueron aquí, siguen siendo.

Nos demuestran, también, que la memoria es libertad (libertad espiritual, como quería Gadamer, la de movernos entre el futuro abierto y el pasado irrepetible), pero lo es también el acto creativo. Tal vez las únicas libertades que el monstruo del poder no podrá nunca arrebatarnos.


*Viaje al poscomunismo. Relatos de Ana Teresa Torres/Fotografías y documentación de Yolanda Pantin. Editorial Eclepsidra. Caracas, 2020.


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