José Rafael Pocaterra | Archivo El Nacional

Por FCO. JAVIER LASARTE VALCÁRCEL

A Katta L., por mi interés en el autoconocimiento.

Todo el que sienta en su carne algo distinto de la indiferencia, todo lo que se hace y no se hace en Venezuela, es “oportunista”. Se odia la más leve sombra de reflexión, de análisis (Enrique B. Núñez).

Es asombroso cómo todos los grandes fracasos se parecen (…) Venezuela había vivido [410 años] en perpetuo estado de levantamiento (A. González León; en Alexandra Álvarez, “Ídolos…”).

El relevo del capitalismo rentístico (…) es (…) una móvil meseta para asentar a la nueva Venezuela. Nunca como hoy necesitamos del pensamiento antes de actuar (José Balza, P.  L. N., 2/9/20).

Un juego serio

Un ejercicio de 1979, en el que me jugaba la convalidación española de mi licenciatura, una suerte de juego-reto que consistió en ubicar, con un margen de error máximo de 50 años, la fecha de un texto del que no se daba información y justificando su datación con el análisis de elementos ortográficos, lexicográficos, sintácticos o estilísticos (resultando ser del s. XVI), se me ocurrió repetirlo de otro modo en un seminario de posgrado sobre Políticas culturales en la Venezuela del s. XXI (Maldonado, 2015). Entregué fragmentos de un documento oficial sobre políticas culturales y pedí que asignaran a qué presidencia venezolana de 1973 a 2015 podrían ser atribuidos. Un estudiante se abstuvo por la duda que le suscitaba un par de términos; el resto pensó que, dado el obvio progresismo de los fragmentos, no podía corresponder sino a una presidencia de Hugo Chávez (… pero era parte de un documento-base para la creación del Consejo Nacional de la Cultura durante el primer “reinado” de Carlos Andrés Pérez).

En ese mismo espíritu lúdico-serio, envié unos meses atrás a un grupo de familiares y amigos-colegas venezolanos un pasaje para que, sin pensar, dijesen el nombre de uno o dos presidentes venezolanos —de Francisco de Miranda a Nicolás Maduro— que les haya saltado a la mente durante su lectura:

… el pueblo, siempre niño, se dejó, como otras veces, engañar y seducir de palabras hermosas. La facultad, en él inagotable, de forjarse ilusiones, triunfó (…). En su corazón se puso a germinar (…) una loca esperanza. Y esa esperanza, propagándose como el más traidor de los contagios, no respetó ni a los más fuertes. Muy pronto la compartieron con  la masa del pueblo incauto los que no hacían parte de la muchedumbre anónima (…). Unos y otros eran insensiblemente llevados a poner su esperanza en la revolución, como si de ella hubiese de salir la salvación para todos. Los que se creían menos ilusos, aunque lo fuesen tanto como los demás, esperaban un dictador magnánimo con perspicacia y luces de sociólogo, capaz de comprender y bien dirigir las fuerzas de aquella democracia corrompida y de echar por último las bases de una verdadera nación y de la república verdadera.

El resultado de las 21 atribuciones: 8 H. Chávez; 3 C. A. Pérez; 2 C. Castro; 1 S. Bolívar, J. C. Falcón, A. Guzmán Blanco, E. López Contreras, I. Medina Angarita, R. Gallegos, M. Pérez Jiménez y J. Lusinchi. (Elegí el fragmento por las resonancias de Chávez que me suscitó releerlo hace poco por azar). El pasaje pertenece al último capítulo de Ídolos rotos (1901) de Manuel Díaz Rodríguez y, aunque no es de descartar que el caudillo Rosado sea un pastiche de caudillos del último tercio del XIX, todo parece apuntar a que el gran motivador del personaje sea la “malveniencia” de Díaz Rodríguez con Cipriano Castro.

Quizás no esté de más recordar algo que cobra hoy ¿inesperada? actualidad: para no pocos narradores venezolanos que rondaron el fin-de-siglo XIX (además de Díaz Rodríguez: Blanco Fombona, Pardo, Pocaterra…), la palabra “decadencia” vino a ser moneda de uso para pensar aquel presente como grotesco balance final en contraste con los sueños y las promesas abiertas por el “glorioso” proceso independentista. A pesar de dos incipientes proyectos de modernización tras sendas y cruentas guerras —Páez, Guzmán Blanco; uno quizás algo más cabal y de menos bambolla que otro—, que desembocaron en guerra y alzamientos o crisis económicas, sociales, morales…, siendo este el estado predominante del XIX, aquel fin de siglo solo podía “leerse” como traición o fracaso respecto de los orígenes republicanos por el triunfo inocultable del personalismo caudillista, el afán arribista, el declarativismo o la ansiedad cosmopolita sin sustancia, las corruptelas, la miseria varia… la ausencia de sociedad o país, pues.

A partir de esa desencantada y bárbara decadencia patria, no pocos dirán hoy que este siglo XXI es muestra fehaciente de que hemos retrocedido al menos a ese último tercio o fin-de-siglo XIX. Prefiero, en cambio, ver este trágico presente, más allá de o justamente por los dos restallantes oasis financieros de corto alcance del último medio siglo —posibles por sendos y efímeros booms de los precios del petróleo—, como parte de una continuidad que atañe a 3 o 4 siglos de “historia patria”.

Revelación mayor de edad

… la mañana del 11 de abril de 2002, horas antes de que ocurrieran en Caracas los sucesos de ese día, iniciaba (a miles de kilómetros) un seminario sobre representaciones de identidad en el pensamiento y la narrativa venezolanos del s. XX. Correspondió trabajar con Cesarismo democrático (1919), de Vallenilla Lanz. En la relectura de sus capítulos iniciales, en los que Vallenilla presenta su provocadora tesis de que la gesta emancipadora no fue otra cosa que una guerra civil entre las racistas castas criollas de la Colonia —de súbito convertidas a los ideales patriotas revolucionarios— y los sectores populares, me resultó imposible no tentar horas después una transposición al presente venezolano de esos últimos años.

(…) tras conocer lo que había ocurrido en Venezuela, fue inevitable que entreviera en los discursos culturales de la tradición algo más que “huellas” o “repeticiones”: la posibilidad de que, en cierta forma, vivíamos realmente 100 o  200 años atrás.

Es el inicio —modificado— de Patrias verticales… (2008; Academia.edu), un exorcismo que siento hoy fallido, escrito entre 2003 y 2005. En la idea de guerra civil vallenillesca se me reveló una clave que intuía tan decisiva para el presente como la del recurso siempre “vertical” al caudillo de raigambre popular, el césar democrático que encontró su más cabal expresión y su más trágico fracaso en este XXI. El caso es que ese 11 de abril de 2002, por su azarosa trama en mí de cruciales tiempos violentos entre los que mediaban casi dos siglos, funcionó como suerte de mojón para mi yo-social.

(De hecho, un mes después de aquel abril hubo una primera escritura: “Venezuela: penas y olvidos” —JILAR, 2002—, donde sugería, no sin algo de candor, la necesidad de ‘un autoanálisis radicalmente crítico del pasado inmediato y del presente”).

No recuerdo si un dicho que gustaba usar por entonces como provocación: “La Colonia vive entre nosotros”, fue anterior o posterior. Lo cierto es que tras 19 años aquella revelación aún me persigue. La idea ha vuelto a mí, una y otra vez, estos años y meses en textos visuales o escritos de otros autores que me han “empujado” a abordar de nuevo aquella intuición. Casos de estas incitaciones… muchos: las relecturas de Viaje a Venezuela de Martí, Cubagua de Núñez o La viveza criolla de Cabrujas, la película argentina Bialet Masé o Mayami nuestro de Carlos Oteyza…; pero quiero rescatar de entrada un fragmento de Axel Capriles, que resuena con fuerza en mi rememoración vallenillesca de abril del 2002. Es parte del “Prólogo” que Capriles escribiese en 2016 para la reedición de su La picardía del venezolano o el triunfo de Tío Conejo  (2008):

Al haber iniciado mis estudios en el Instituto C.G. Jung de Zúrich (…) decidía mantener el vínculo con mi cultura (…) Lo primero que conseguí en la biblioteca (…) fue el Guzmán de Alfarache (…), una de las principales obras de la picaresca española. Al cabo de un tiempo fui invitado a una parrilla con arepas en casa de un compañero de estudios venezolano (…) [donde] encontré varias revistas de actualidad de la Venezuela de la época: Resumen, Élite, Venezuela Gráfica. Al ojearlas tuve la sensación de que no me había movido de mi casa, de que seguía leyendo el Guzmán de Alfarache, las mismas historias de corrupción, viveza y astucia, las mismas tropelías, vilezas y engaños. Los reportajes de las revistas versaban sobre los temas que habían hecho populares a las novelas de la picaresca española: la miseria, el falso heroísmo, el estado de deshonor y abyección, el provecho propio, la flaqueza moral, la treta, el ingenio y la infamia. Pensé que había un hilo de continuidad entre el español del siglo XVI y el venezolano del siglo XX, que a pesar de las transformaciones y la acumulación de capas del tiempo algo permanecía constante, una especie de sensibilidad compartida, una resonancia argumental que entrelazaba complejos históricos: la cultura picaresca.

(Digresión: no habría que descartar que Tío Conejo y Tío Tigre sean —con más frecuencia de la deseada— extremos de un mismo personaje o menos enemigos de lo que parecen en la “realidad de la ficción”. No en vano, la picaresca se inicia con un “lazarillo” presentando escrito a la corte).

Por lo demás, ese impulso a “cruzar tiempos”, a revelar lo presente de lo tenido por pasado, no es algo que ataña solo a la Venezuela histórica, eterno campamento provisional (Cabrujas), república de polvorín, como todas las de Latinoamérica. Este Cambalache II-siglo XXI ya más que “problemático y febril”, presa de los más variados y violentos visceralismos o fundamentalismos, hijo aventajado de los reality shows, los Berlusconi mediáticos o las religiosas cartillas revolucionarias del XX, se expresaba brutalmente apenas este enero pasado en el más apreciado modelo mundial de república y democracia. Los Estados Unidos y los medios registraban conmocionados un acto —según— inimaginable o anunciado: la toma del Capitolio, alentada por el propio presidente en funciones. Un texto de Fernando Yurman, Despertar dentro del sueño, recurre a una figura indiscutible de la tradición moderna estadounidense, William Faulkner para explicar tal suceso como algo, no en términos de retroceso, sino de un supuesto pasado cancelado más vivo de lo que se quisiera:

En el reciente tumulto de Washington, aparecieron las banderas del Sur, el orgullo racista y los disfraces del KKK, y parecía que los extraviados fantasmas de Jefferson Davis o Robert E. Lee atravesarían el tiempo. William Faulkner había observado sobre aquel melancólico Sur que el pasado todavía vive, y ni siquiera es pasado, y esta vez tuvo prodigiosa razón. La intemporalidad caótica del inconsciente amenazaba el rumbo republicano más exitoso de Occidente. La pantalla de noticias fue el onírico ojo de buey de un Titanic. Y ese crepúsculo indiscernible desplaza su horizonte sin cesar por todo el orbe.

Tengo 4 y 65 años a la vez

Es como si yo, adulto, hoy, estuviera caminando al lado de un niño. Y ese niño soy yo mismo. Como si el niño que fui hubiera caminado una tarde de 1970 al lado de un fantasma que lo visitaba desde el futuro. Y el fantasma soy yo (…) Lo que sucedió ayer por la tarde pertenece tanto al pasado como lo que sucedió hace veinte años o hace cincuenta años.  (…)  todo es pasado. En otras palabras: el pasado no existe. (Andrés di Tella, Diario de Londres; en FB de Diómedes Cordero).

La simple “extensificación” de lo relativo a un cuerpo individual a otro social es seguramente insostenible, pero ello quizás no impida la posibilidad de más de una concomitancia. Contra toda evidencia, parece predominar aún hoy la idea de cambio como diferencia neta en la figuración asociada a la historia de esos dos cuerpos (persona/sociedad): infancia-juventud-madurez-decrepitud/pasado-presente-futuro. A lo largo del tiempo todo cuerpo físico cambia a ojos vistas y de modo más o menos radical; es evidencia flagrante. ¿Pero es eso toda la verdad?, ¿vale igual para otras “zonas” de ese cuerpo en su integralidad? Personalmente, no tengo la menor duda de que elementos asumidos desde los 4 años, con variantes, han sido decisivos, y viven aún hoy, a mis 65; por lo que, de algún modo, tengo a la vez también 4, 13, 21, 33, 47, 58… años. Para quien se haya visto en un espejo interior, sé que hablo de agua tibia —si es que no de simplificación atroz, dirán especialistas—. (Y eso por no mencionar otra eventual verificación, paralela 0 intersectada o efecto de la anterior: los “yos” o formas del yo en la ilusión ¿necesaria? de toda unidad individual humana). ¿Pero es tan obvio cuando pensamos en sociedades?

La idea del paso del tiempo como novedad y diferencia tajante ha sido bandera mental de estos y otros tiempos modernos. Úslar Pietri, en El Gran Hotel del Abismo (Vista desde un punto, M. Ávila, 1971), entre vértigo y fascinación, expresaba ese lugar de consenso: “Demasiadas cosas han desaparecido o han cambiado en un tiempo increíblemente corto. Cambios de magnitud y profundidad (…) infinitamente mayores y más desquiciadores que los que pudieron ocurrir en doscientos o trescientos años de la historia anterior”. La modernidad, que vive hoy una de sus fases a la vez más alucinantes y siniestras, impuso hasta hace poco uno de sus mitos medulares en el presente como promesa de irrefrenable e ilimitado futuro-a-mejor, involucrando en ello política, economía, arte o sociedad, casi siempre, en drástico blanco y negro y en función de establecer pautas y juicios de valor (en beneficio de todo lo que suene a cambio, invento, vanguardia, progreso, bienestar…), con la excepcional o compensatoria aceptación de pasados, sobre todo si fuesen posibles objetos de mercado —los revivals, lo vintage— o señas simbólicas de identidad, poderosas o frágiles, frenéticas, asumidas o epidérmicas, raigales, institucionalizadas o inventadas.

Los ideologemas cambio o diferencia, con el valioso apoyo y empuje de los más variados maquillajes y efectos especiales, son aún hoy, a pesar de evidencias en contra, moneda capital para insertarse en el mundo de conciudadanos, medios, redes o espacios sociales e instituciones. Sin embargo, tal noción de positiva “progresividad” puede ser un grueso problema a la hora de pensar situaciones problemáticas, crisis crónicas y hasta abismáticas catástrofes políticas y sociales que parecen “cosa del pasado”. Entonces el “consenso” no firmado sobre esa linealidad puede percibirse incluso como cuestionable o volverse añicos. (Otro tanto, claro, puede ocurrir con las tensiones y acuerdos que se establecen entre la simultaneidad de edades o “yos del yo”).

Y quién en sano juicio va a negar que las cosas han cambiado, radical y vertiginosamente e incluso para bien, desde las novedades del mundo digital —volver hoy a los tiempos de la máquina de escribir o prescindir de Internet sería para mí causal de suicidio— a la “visibilización” de algunas injusticias intolerables (violencia machista, racista…). Pero ¿no es cierto asimismo que este XXI, que acaba de regalarnos imágenes de Marte, ha sido también el de la reactivación poderosa de formas de culturas sociales que muchos esperaban dar por superadas en este nuevo milenio: el florecimiento “global” de los fundamentalismos —del yijadismo a los autoritarismos y populismos a diestra y siniestra o los enmascaramientos y excesos violentos de aparentes causas nobles y “correctas”—; el triunfo del pragmatismo sobre todo lo que hoy suene a idealismo trasnochado; la salud de gimnasio de la generalización reductiva y maniquea (violenta, por tanto) ante la razón compleja y crítica; el empoderamiento radical de la pose soberbia y/o mercadeable, desde el hombre común hasta, con más peso moldeador, los que manejan todo tipo de poder (político, financiero, mediático, académico)…?

(Durante una revisión de este texto (20/3), Ramón Sánchez Ramón (El Triangle, 21/03/21), en una defensa de valores centrales de la modernidad, acaba de desarrollar con mayor elegancia y contundencia esto que expongo. Y durante otra revisión (30/3), he topado con una entrevista al historiador François Hartog (La Tercera, 13/3/21), en la que, tras la quiebra del sentido de lo histórico en los 80’, lamenta que la sola respuesta haya venido a ser el presentismo: Un presente invasivo, como aspiración a la autosuficiencia, a la vez único horizonte posible y que se deteriora a cada momento en la inmediatez (…) Estamos centrados en la respuesta inmediata a lo inmediato”. Presentismo que, en la negación de pasado y futuro, extiende su alfombra a pragmatismos y simplismos desaforados).

¿No cabría, al menos en momentos tan desquiciantes e inciertos como estos, amén de actuar creativamente y con justeza, la posibilidad de empezar a repensar cómo y por qué se ha llegado a este otro nuevo-viejo mundo? No solo para el caso de Venezuela, pero sobre todo.

Adónde voy / de dónde llego. ¡Y la bibliografía!

Venezuela padece lo que se ha procurado como país. Uno tiene lo que se merece. Venezuela está purgando toda la frivolidad del país minero (Igor Barreto, Prodavinci, 18/4/21).

1

Si alguna vez terminase esta monstruosa pesadilla —declarada o embozada pero patente Guerra a Muerte II, lenta, voraginosa, de ya 22 años y contando—, uno de los grandes obstáculos que “temo” habrá que vencer será la especie cultural-ideológica, arraigada en varios sectores sociales, de que antes del chavismo-madurismo —la mayor caída de su historia en cualquier parámetro de sus condiciones de vida—, Venezuela fue el país del “éramos felices pero no lo sabíamos”; de los grandes y masivos adictos al güisqui 18 años y la nutella; del Mayami (es) nuestro; de las grandes obras, las instituciones sólidas y los anuncios de la inminencia del Primer Mundo. Aun estos últimos meses se ha puesto de moda promover Venezuela como el país de los “talentos” —justos y aun maravillosos—, sea como vestigios sobrevivientes del poderoso siglo XX: ángeles a pesar de la caída; sea como bienes humanos que acompasan nuestra espléndida naturaleza y sus hasta hace muy poco redentores chorros de petróleo. Talentos que, al parecer, solo fueron desatendidos o excluidos por los gobiernos en lo que va de este XXI; o que, así como el petróleo no hubo por qué “sembrarlo”, el talento tampoco tendría porqué impregnar o avenirse con estructuras sociales e instituciones para convertirse en bien garantizado y pleno, además de ser exhibido orgullosamente, ¡cómo no!, en el mundo de nuestras “ficciones reales”, como rutilante pieza del gran museo patrio.

Ante tan viva y poderosa tesitura mágico-paradisíaca y a pesar de contados rasguños históricos de grandes diseños de obras e instituciones, imaginados como máquinas de suelo y letra, destinadas al “Dios proveerá” para su mantenimiento o mejora, y por tanto condenados a ser gigantes precarios, efímeros, grotescos, otro punto de partida sería visto como culpable de traición para los cultores del paredón-Twitter. Por ejemplo o sobre todo, reconocer, en cambio, la sobrevivencia, y actualidad fatal, a lo largo de estos tres últimos siglos, de lúcidas críticas y retos planteados ya en los primeros años republicanos —unos 200 años— como posibles “estigmas” fundacionales aún hoy irresueltos: por ejemplo y sobre todo, la abominación de las “repúblicas aéreas” de Bolívar (Manifiesto de Cartagena, 1812) o el vislumbre del fin trágico para Venezuela y el continente, en la amenazante paradoja de “Repúblicas sin Ciudadanos” de Rodríguez (en Sociedades americanas, 1828).

2

Para “venir” hasta este 2021, como dije, no son pocos los textos y autores que han llegado a mí para consolidar mi intuición (o mi error). Dicho de otro modo, la revelación azarosa de 2002, fundada o no, ha ido encontrando su bibliografía. ¡Incluso teórica! Pero de una teoría que da mucho trabajo y que, en este mundo académico burocrático y ultra-politizado del fin-de-la-historia, puede sonar a chirriante carromato. Más allá de que la teoría se haya convertido en diva siniestra de la academia en estas décadas, es a la vez difícil imaginar la posibilidad de un pensamiento crítico sin soportes y puntos de partida teóricos, sin la aspiración de suscitar problemas o, al menos o al “más”, a ser de alguna utilidad. (Acá me limito a seguir el relato de mi asiento en el pensamiento crítico-teórico de otros, que me obligan a fundamentar un azar).

El primer fundamental hallazgo fue un artículo de Rafael Gutiérrez Girardot con el que di en 2015, Estratificación social, cultura y violencia en Colombia (2000). En él, a partir de la lectura de tres textos costumbristas del XIX, Gutiérrez Girardot mostraba el enmascaramiento de mentalidades coloniales para sobrevivir e insertarse en el nuevo mundo republicano hasta el propio fin de milenio. Para ello, el boyacense partía de la idea de la “longue durée” de Fernand Braudel, pensada como un más allá de vicisitudes y avatares de presentes que “ocultan (…) las permanencias de sistemas (…), de viejos hábitos de pensar y de actuar, de cuadros resistentes, duros de morir, a veces contra toda lógica”; tesis de este “cabeza” de los Annales del medio-siglo que luego desarrollarán Le Goff o Nora, historiadores de no poca acogida en el pasado fin-de-siglo.

La “larga duración” braudeliana (1957), por lo demás, no fue ajena a otras formulaciones del medio-siglo XX. Ana Cecilia Olmos, colega amiga de la U. de São Paulo, me recordaba hace unos meses que, en The Long Revolution (1961), el postmarxista Raymond Williams, precursor de un sólido “estudio-culturalismo”, desarrolló la idea de “estructura de sentimiento”. A partir de ella, Williams quería dar cuenta de las complejas pugnas y negociaciones que se trenzan entre las distintas culturas ideológicas de lo dominante, lo emergente y lo residual, especialmente en momentos de cambios históricos en apariencia radicales. Y apenas en junio de 2020, Elías Pino Iturrieta, en un artículo publicado en Trópico Absoluto, Venezuela: los padres de familia y la multitud promiscual, mostraba el fundamento de su idea sobre el carácter declarativo —por ende, vacío— del republicanismo venezolano. Ahí destacaba, entre otros, el espíritu de ese medio-siglo en la historia de las mentalidades y el magisterio de José Gaos. Un pasaje ilustra de sobra lo que me ha convocado a esta escritura de hoy:

Los teóricos y los metodólogos de la historiografía aconsejan la búsqueda de tres elementos en la evolución de las sociedades, que capten su peculiaridad y las expliquen: lo influyente, lo representativo y lo permanente. La historia de las mentalidades se interesa por lo último porque entiende que puede explicar a los otros, o ayudar a su comprensión (…).

Porque el pasado no pasa, y no lo advertimos así debido a que se disfraza de presente y se puede sugerir sin empacho como futuro. Porque usa maquillajes capaces de engañar a los hombrecitos que se exhiben como criaturas de un tiempo flamante en cuyo seno no caben las antiguallas. De allí la necesidad de encontrar el origen de lo permanente, la existencia de un lapso fundacional en el cual se estrenan las reglas de un comportamiento capaz de imponerse sobre la potencia del almanaque y frente a las ínfulas de novedad.

(Pero la idea de los pasados vivos ni siquiera es novedad del medio-siglo XX. Por los días de la lectura de este texto de Pino Iturrieta, “se me atravesó” un sugerente artículo de Juan Cristóbal Castro, Subsuelo adictivo: aproximación al fetiche estatal en tiempos petroleros. Captó mi interés por trabajar con una vieja amistad —Cubagua—, pero terminó (en su inicio) por alimentar estos oscuros fines de llenar 20 años más tarde una bibliografía que nunca estuvo contemplada. Castro recurría a Zizek en su marcar la posible “comunidad” de lo opuesto radical —en este caso, el par de “Tíos” feudalismo/capitalismo—, con apoyo en Lacan y Marx; pero aún más me interesó su siguiente recurso a Walter Benjamin y su intento de “entender las formas de sobrevivencia de los imaginarios mal llamados primitivos sobre la sociedad secularizada”).

3

El mencionado artículo de Pino Iturrieta se postula como intento de explicar teóricamente la respuesta a preguntas que todos hemos escuchado más de una vez, del tipo: “¿Cómo hemos podido llegar a esto?”. Añadiría además que es el piso de varios textos de Pino Iturrieta, al menos en estos últimos años, publicados en medios como Prodavinci o Runrun-es, donde se ha ocupado sistemáticamente de activar entre líneas o no y llevar muy lejos —la Colonia— la memoria del origen de estos pasados vivos, actuantes hoy para-lo-peor. Hace más de dos años, por ejemplo, abría un texto breve con un provocador dardo, inscrito en la tradición del mejor espíritu crítico de los primeros republicanos:

Deberíamos ser republicanos en Venezuela, pero solo lo somos de fachada. Pensamos hoy en la democracia y en su falta, sin parar mientes en el hecho de que para su establecimiento debe cumplirse el paso previo de tener una república hecha y derecha. En nuestro caso poco hemos hecho para convertirla en permanencia, o en posibilidad cercana. ¿Por qué la república puede ser la clave para explicar una conducta colectiva capaz de impedirla? Porque la asumimos en términos formales desde 1811 hasta convertirla en un credo incuestionable, pero apenas en un credo. Nadie se ha atrevido, desde entonces, a su negación en sentido formal y público, pero la conducta de las mayorías se ha empeñado en evitarla. Es decir, nadie abjura de la república, pero nadie quiere participar en el desafío del republicanismo. (En Venezuela no existe el republicanismo, Prodavinci 27/08/18).

Además de ser provocación —un posible punto de partida de la crítica que goza de pocos adeptos en estos predios y tiempos—, aborda un problema medular que ha sido esquivado hasta la fecha.

En este último medio siglo se ha impuesto la idea de historiadores y otros científicos sociales, según la cual palabras tan complejas y peliagudas como república, nación, sociedad, democracia, institución, ley, ciudadanía… refieren a “artefactos” —si no, “maquinarias”— de “ingeniería social” que fundan y regulan formas de organización política y social de distintas colectividades. No tengo por qué ahondar en ello, pero sí me interesa marcar que todo lo que implica a esas palabras no puede ser considerado como eterno, unitario o uniforme, y que, más allá de avatares auspiciosos o catastróficos, están sujetos a consensos o imposiciones, su éxito o fragilidad, eficacia, estabilidad… dependerá de las resultantes necesariamente históricas de las distintas fuerzas ideológico-culturales en concurso o pugna. Ahí intervienen de lleno términos como “mentalidades”, fenómenos o tendencias de “larga duración”, lo residual de “estructuras de sentimientos”, “imaginarios sociales”…, en fin, formas de cultura social para cimentar una organización “x”. Y donde, claro, se inserta la paradoja descrita por Pino Iturrieta.

¿Puede, por ejemplo, subsistir una república plena y socialmente moderna y democrática donde predominen residuos duros (de origen secular), triunfos del individualismo cerril como la sacralización general e inconfesa del caudillo o el pícaro —Tigre+Conejo—, o la condición del pensar aéreo-mágico-religioso como modos privilegiados para toda acción, consideración o conducta? El “capitolazo” del trumpismo y su to be continued es alerta mayor; pero el NO más fehaciente es testimoniado por la Venezuela actual. Quizás ello ayude a explicar en términos de cultura social las cifras escandalosas y exponenciales de las últimas Encovi (Encuesta Nacional de Condiciones de Vida), la casi sextuplicación de la fuga de capitales en lo que va de siglo XXI, la ausencia de penalización y a veces, en cambio, la premiación pública del peculado y de un sistema económico centrado en la especulación y la corruptela. La respuesta en la práctica pasa, sin duda, inevitablemente por lo político y lo económico. Pero la posibilidad de no volver a tropezar con la misma piedra está, en el tiempo más cercano implicado, en el conocimiento menudo (¡y socialmente extendido!) de Venezuela tras la nacionalización petrolera, el Viernes Negro, el Caracazo y la zozobra-madre de 1999 a Hogaño; tiempo próximo a cumplir su medio siglo y de dos “sistemas” solo aparentemente antagónicos —¿Conegre/Tinejo?—. Solo última-piedra-tropezada, pues la visualización de los pasados vivos desde la Colonia y los orígenes republicanos pueden desvelar la naturaleza móvil y tenaz de lo que parece constitucional cantera.

4

Felizmente estos últimos meses y años han proporcionado, para el conocimiento íntimo de Venezuela y desde distintas disciplinas, pistas y soportes más sólidos a mi revelación de viejos días de academia. No sin razón, la urgencia de la situación en todos sus órdenes obligaba y obliga a centrar atenciones y esfuerzos en visualizar alternativas. Como casi todo en la Venezuela de este XXI del “lo-mismo-pero-peor”, el apremio de cambio es cada vez mayor por el aumento exponencial de las distintas víctimas, y su “salidero”, como dije, es de índole política y económica; pero creo que a partir del “cisma” de julio de 2017, parece crecer, para entender la catástrofe actual y sin el menor interés exculpatorio de nada o nadie, la necesidad de re-conocer en pasados recientes o remotos que, más que retornar a ellos, asoman hoy con mayor nitidez la faz crucial y trágica de su irresolución.

Textos recientes, buena parte de los cuales se compendian en las dos entregas del dosier Pobre Venezuela Pobre (Papel Literario, 20 y 27/9/20), han vuelto, desde esta trágica tesitura, a algunos de los problemas centrales que dieron al traste con sucesivos sueños de modernidad desde la post-independencia hasta este XXI: el rentismo petrolero, la fragilidad de las instituciones, la incontinencia verbal sin sustento real, el caudillismo, la picaresca y sus cada vez más desmedidas formas de corrupción y negociado, el desprecio a las mayorías expresada por la pobreza ingente de un presunto país rico… Hacia atrás, libros o ensayos dispuestos para el relevamiento o revelamiento de esta otra historia socio-cultural no faltan. En ellos, se puede memorar para activar, desde la actual pesadumbre y la necesidad de luces, las tramas de nuestra multitemporalidad en crisis.

Pienso, por ejemplo, en cuatro publicaciones que funcionaron como “cierres” de la IV República, por ofrecer balances de la caída de la Gran Venezuela, cruciales para mostrar cómo ya en el fin-de-siglo se fijaban alertas mayores que hoy han estallado desmesurada y dolorosamente: El miedo al lujo de Colette Capriles (1997; reproducido en Pobre Venezuela Pobre); Literatura y país. Reflexiones sobre sus relaciones (1999) de Ana Teresa Torres; El Estado mágico. Naturaleza, dinero y modernidad en Venezuela (1997 –2002 en español–) de Fernando Coronil Hartmann; y los Documentos del Proyecto Pobreza, coordinado desde la UCAB (1997-2000). Tras ellos, ya en la primera década de la V República, se continuaban con, por ejemplo, El relevo del capitalismo rentístico (2004) de Asdrúbal Baptista; La picardía del venezolano o el triunfo de Tío Conejo (2008) de Axel Capriles; o La herencia de la tribu (2009) de Ana Teresa Torres. Así hasta llegar a textos de miradas emergentes como Fugas de la nostalgia: memorias excéntricas sobre el fin del siglo XX venezolano (2019) de Magdalena López o Una economía mayamera: petróleo, gasto y consumo en el ocaso de la “Venezuela Saudita” (2021) de Santiago Acosta.

Espacios para pensar y discutir son también, en viaje-a-semilla a un diorama de relecturas, por apuntar pocas: lo mejor de charlas y dramas de Cabrujas; el ensayo Godos, insurgentes y visionarios (1986) de Uslar Pietri; Venezuela, política y petróleo (1956) de Betancourt; Miranda (1946) de Picón Salas; o, por qué no, Cesarismo democrático (1919) —en un sentido su inicio y en otro, opuesto, el desarrollo de su tesis— de Vallenilla Lanz… hasta llegar a (o empezar por) los textos mencionados de los Simones principales, de hace ya 200 años.

Lo que hallo en común en estos afanes “inventores de antecedentes” para el siglo XXI es la conciencia de que, junto a la urgencia e inevitabilidad de alternativas político-económicas y sociales, es a la vez indispensable desempolvar y repensar las asignaturas pendientes más básicas para ser algo más que nominales república, sociedad, ciudadanía; y no, o no solo, argamasa de sueño, brillo, pasión, polvo y paja.

Final con guinda de 60 años

Quiero cerrar esta crónica casera de citas y referencias, como no podía ser de otro modo: con palabras ajenas. La invitación a leer otro texto (“impuesto” en este 2021) que bien podría funcionar como incitación para pensar otra Venezuela aún inédita y deseada, proveniente de un intelectual aviado como pocos para el conocimiento de la Colonia o de las sucesivas repúblicas y sus obstáculos: la colaboración de Mariano Picón Salas en 150 años de vida republicana: 1811-1961 (1963), “La aventura venezolana”, de la que dejo solo un pasapalo de los tiempos del cacao y poco más:

   ¿No era un poco de consuelo en la recatada y desposeída existencia de un Cecilio Acosta que al par que se queja de una carta de que carecía de dinero para pagar el porte del correo, se exalta en otro artículo diciendo que “aquí las bestias pisan oro y es pan cuanto se toca con las manos”?


El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!