Antonio López Ortega / Vasco Szinetar©

Por CARLOS LEÁÑEZ ARISTIMUÑO

En diciembre de 1998 Venezuela emprendía, gozosa, un camino que habría de llevarla a un proceso de envilecimiento total. Una camarilla empezaba a degradar —y continúa degradando—, con paso firme y a la vista del mundo, infraestructuras, moral, instituciones. Una pandilla empezaba a destrozar —y continúa destrozando—, con insidia y astucia, a cada uno de nosotros, nuestros proyectos, nuestros gestos, nuestras más caras esperanzas.

El cataclismo chavista es de tal magnitud y tan sui generis que cuesta plasmarlo. Y ello es imprescindible a fin de verlo a los ojos y decir “ya basta” y “nunca más” desde resortes que impulsen las ideas, las acciones, las actitudes pertinentes. ¿Se halla esta plasmación en curso? Posiblemente sí y desde ángulos muy diversos.

Quisiera consignar en estas líneas un ángulo que se nos ha ofrecido en 2019 desde la literatura. Lo considero pertinente porque —ya lo dijo Borges— la literatura es un sueño dirigido, y porque es en los sueños —libres, como están, de toda alcabala— donde nuestras asociaciones y expresiones son más susceptibles de abarcar y mostrar más y mejor. También resulta pertinente porque es un cuento; el ser humano, un animal de historias; y las historias, metáforas que —dada su alquimia—nos hacen ver, oír y sentir con la hondura que impone la captación cabal del horror que analizamos.

El libro —Kingwood, de Antonio López Ortega— donde se halla inserto el relato que nos ocupará —“Cabo Negro”— ostenta este epígrafe de Jung: “No somos nosotros los que hacemos un sueño o un accidente”. Así, el autor de un cuento literario —sueño dirigido— no sería el responsable de la materia narrada, sino tan solo de ir a su encuentro y de darle forma. Y no es poca cosa. Ir al encuentro del magma entraña enormes riesgos. Pero, misteriosamente, el narrador los asume: intuye que va en pos de un tesoro de inmensa valía. Se sumerge entonces en un batiscafo a profundidades insondables. Si regresa de la inmersión, dará contornos, sintaxis y una estética al caos: iniciará la entrega de un mensaje que, mediante símbolos por descifrar, emerge de una zona en la que el engaño —a sí mismo o a otros— no existe. El narrador —buzo volcánico, orfebre del magma— si lo hace bien y leemos con atención, nos con-mueve. Afloran el llanto, el asombro, el éxtasis… Brotan sensaciones, emociones, impresiones. ¿Cabe descifrarlas para entender qué ha pasado y cómo evitar su recurrencia? Es el sentido de estas líneas.

“Cabo Negro”, como objeto literario bien acabado, es polisémico y, en cierta forma, universal. Al leerlo, no han dejado de venir a mí Cortázar y su “Casa tomada”, Borges y su “Poema conjetural”, Gallegos y Doña Bárbara, Vegas y Falke, Otero Silva y Casas muertas. Obras que hablan de desalojo, de naufragio de la modernidad, de decadencia, de deshumanización, de barbarie, de imposibilidad de erigir un orden en un medio que —sorda y firmemente— lo socava. Todo ello resuena también —como nota universal e incluso atemporal— a lo largo del relato que estudiaremos. Sin embargo, claro está, refleja el marco histórico-personal —Venezuela chavista, narrador venezolano— del que surge. Por lo tanto, trae claves específicas para el país de hoy. Claves duras. Claves ineludibles. Entremos, pues, al relato.

Hace dos décadas unos emprendedores construyen en la isla de Margarita, en un marco natural paradisíaco, una urbanización cerrada —Puerto Real— con todas las comodidades, en la que los dueños, sus hijos, inquilinos y familiares disfrutan de un ambiente seguro, relajante y entretenido. Todo va bien hasta la noche en la que una señora resulta maniatada por maleantes para robarle un televisor. “Nadie supo cómo entraron ni cómo se fugaron, pero la huella quedó indeleble y Carla nunca más volvió. Su piscina se llenó de musgo y en su jardín creció el pasto hasta la cintura. A este accidente se sumaron otros: agua que no llegaba a los depósitos, cableado telefónico arrasado por el salitre, calles cuarteadas por la erosión del viento y los robos sucesivos, variados, que vaciaban los hogares. De cuchillos de pesca incipientes, los ladrones pasaron a pistolas alquiladas a los policías. Así, las casas se fueron vaciando, corroyendo, y hoy acaso seamos veinte los propietarios que ¿resistimos? tras rejas y alarmas”. Remata el narrador: “La apariencia general es la del abandono, la de un fulgor que alguna vez existió y que ahora permanece oculto entre matorrales”. En ese marco se mueven el personaje principal —voz que cuenta, innominada, fantasmal—, sus perros —Lucas y Tizón, descritos en detalle, humanizados—, sus recuerdos —el esplendor perdido; su esposa, Nadine; su hijo, también innominado—, sus rutinas —“libros, plantas, paseos y perros”—.

Los paseos son la clave y se dan en dos territorios: la urbanización y la naturaleza. Puerto Real —la urbanización— es un hábitat protector y acogedor que surge del humano esfuerzo. La estabilidad de ese fruto se garantiza solo mediante un pulso constante con una naturaleza tropical que prolifera, corroe y socava. Pero el pulso se ha perdido. No hay vigilancia —no hay conciencia alerta— en Puerto Real. En efecto, los centinelas “en verdad, dormían aderezando el sueño con un poco de ron”. Además, poco estimada era su labor: se asentaban en una “vieja casucha de palma” que hoy “está destrozada y es refugio de gatos salvajes”. Importante: salvajes. Es decir, no domesticados, feroces, librados a sus instintos: la antítesis de una conciencia alerta y protectora preside hoy el centro de vigilancia privado de la urbanización. Y, más allá de la casucha de palma, en el espacio público circundante, otra instancia de protección —la policía— alquila sus pistolas a los ladrones, a los agentes claramente ilegítimos del desalojo de los propietarios, únicos llamados por ley a poseer y disponer de sus hogares, impunemente asaltados. Pero claro, esos mismos propietarios eligieron instalar la conciencia en una casucha de palma, tolerar centinelas durmientes y, una vez instalada la degradación, han optado por huir al extranjero —Estados Unidos, Francia— o por una suerte de solitario exilio interno que lleva a existencias atomizadas y desconectadas de actitudes que podrían torcer la decadencia de Puerto Real. La solitaria voz narrativa encuentra un acomodo evocando otros tiempos, busca consuelo en la naturaleza, mientras que, entre las ruinas, ejecuta rituales cotidianos como “ver si el tanque de agua sigue limpio […]  si la flor espléndida de un cactus se abrirá […] escuchar el chillido aleatorio de los murciélagos […] flotar boca arriba en la piscina y dejarme abrazar por la bóveda estrellada” y, por supuesto, los paseos cotidianos con los canes que, más alertas que su dueño, domesticados, sí, pero sin perder los instintos de supervivencia, pretenden dar caza a los gatos salvajes. Y hete aquí que quien retiene a los perros —última posibilidad de acción regeneradora— tensando las correas y plantándose firme, es el último propietario. Se trata de la rendición total: propietarios, policías, vigilantes, el último dueño… todos han abdicado. Puerto Real se ha entregado a los gatos salvajes. La cultura ha fracasado y no le queda sino naufragar ante un mando en el que la razón no tiene cabida y que no puede sino llevarla de vuelta al estado de naturaleza.

Doscientos metros más allá de la casucha está El Charco, una lagunilla profunda “porque el asfalto se ha cuarteado de raíz”. Lo propiamente humano —la razón— se ha cuarteado de raíz. Gracias a ello “florece un micromundo de cáñamos y renacuajos”. Un mundillo vegetal y de larvas, un mundillo sin conciencia del que ha de surgir una fauna que, llegada a la adultez, será salvaje. Ante la lagunilla, los perros se detienen “para estar pendientes de los renacuajos”: el instinto les indica que han de crecer y que se están multiplicando. Su agua, a pesar del “sol abrasador”, no se evapora: el hábitat de esa vida primitiva persiste siempre. Para muchos porque “viene de abajo”, es decir, desde lo profundo, desde ámbitos desconocidos, ocultos, no integrados, muy poderosos. Factores de una sombra vigorosa que cuartea la dureza del asfalto, reta el calor del sol y, desde la oscuridad de lo más hondo, invisible e inexorable, todo lo socava, ya que los constructores de Puerto Real no la perciben, o peor: han decidido enterrarla viva.  Y es en esta corriente subterránea donde estimo se halla la clave de la caída de la urbanización. Soñadores como mínimo irresponsables erigieron Puerto Real. ¿A quién se le ocurre echar fundaciones sin precaución alguna? ¿No habría sido prudente un estudio previo del suelo para determinar si cabía construir en otro lado?, ¿o allí, pero con las precauciones del caso? Pongamos lo segundo, porque hablamos de enamorados de ese punto específico. ¿Qué hacer para construir sobre un terreno con tan singulares características algo sólido y estable? ¿Cegar el curso de agua? ¿Embutirlo entre paredes de hormigón? ¿Hacerlo aflorar e integrarlo? De una respuesta correcta a este punto depende absolutamente la posibilidad de erigir en ese lugar una obra duradera y evolutiva, un cuadro que dé firme bienestar.

Puerto Real fue construido ignorando un factor clave y es bien sabido que, cuando una importante lagartija es preterida bajo la alfombra, regresa convertida en humeante dragón. Esa corriente ignorada, “que viene de abajo”, cría las larvas de lo salvaje: naufragan los jardines, proliferan las grietas, colapsan las piscinas y, por supuesto, todos se van. El hijo, graduado con honores en Miami, quien ya apenas regresaba para pasar navidades bajo el sol, deja de hacerlo cuando la familia de la novia —oriunda de Ohio— “tira más fuerte” y lo retiene en el norte durante las festividades. Él deja tras de sí uno de los perros: Tizón. Esta falta del hijo a la cita navideña es el empujón final para el regreso a Francia de Nadine —la esposa del narrador—, quien desde Europa se despide —“Ya no puedo más. Espero que me sepas entender”— en una carta que la voz narrativa guarda “entre pañuelos de seda”. Solo deja Nadine tras de sí a Lucas, el otro perro. La familia real del narrador —un chico graduado en los Estados Unidos, una francesa: personas imbuidas a fondo de parámetros distintos a los locales— ya no soporta la precariedad lugareña, no puede vivir en un ambiente en el que es imperativo “estar pendientes de los huecos, porque surgen en todas las superficies, y los pocos que caminamos nos caemos por no anticiparlos…”.  Decide entonces instalarse en coordenadas con parámetros racionales. El narrador lo entiende: “¿quién puede apostar a un caserío muerto como forma de vida?, ¿quién puede mediar entre fantasmas?, ¿quién puede sostenerse entre pensamientos y recuerdos? Los que fueron míos, carne de mi carne, han buscado la luz”. La voz sostiene, “contra viento y marea, literalmente”, algo que llama hogar para su actual “familia”. Caben las comillas. Quienes acompañan al narrador han mutado de personas a canes. Poco importa. Él los experimenta como prolongación de sus dueños originales: “cada uno de ellos suplía una ausencia”. Encuentra con esta contorsión extrema un insólito acomodo: “A falta de besos o caricias, me conformaba con ladridos y lamidos”. Solo parece quedar en Puerto Real una voz que se adapta a lo infrahumano rodeada de una lealtad no humana: la canina.

Puerto Real es ruina y las relaciones se limitan a los perros, pero el narrador está rodeado de una naturaleza prodigiosa: “quizá solo el paisaje nos sostenga”, acota. En la naturaleza encuentra refugio, alivio, liberación, reconciliación, éxtasis. Basta con dejar atrás la urbanización: “al alejarnos de las casas, cuando el asfalto de la última calle moría y nacía el camino de tierra, surgía de la nada un espléndido escenario entre rocoso y marino […] Ver esta estampa luminosa a diario, con el justificativo [del paseo] de los perros propiciaba un gesto de agradecimiento […] tanta belleza en un solo punto […] verdadera fuga hacia la nada o el todo”. Apenas abandona el asfalto, indica: “comienzo a sentirme diferente, liberado, tomado por el aire que peina las montañas”. Cuando ya está en su lugar predilecto —una “bahía estrecha, con olas alineadas que reventaban entre dulces y firmes”—, señala que allí ha pasado “las mejores horas […] Allí, en esa playa norteña de Cabo Negro, la memoria se me ha borrado; también la discordia, también el dolor”. Sí, verdadera fuga en la que la nada —la memoria borrada— abre espacio al todo que irrumpe y lleva a la voz a esperar que “esta agua fresca, como pila bautismal, me ofrezca otro nombre, y que este sabor a sal de la tierra que nutre mis venas me haga otro”.

Pero el narrador no cambia de nombre, no se vuelve otro, no se desmemoria: su historia —su humanidad— lo persigue. De regreso del resplandor de la naturaleza siente que “Puerto Real estaba más acabado que nunca. Ni un vehículo, ni un caminante, ni un despojo de basura.  […] Ni los delincuentes deambulaban ya por las noches, porque de las casas no quedaba nada”. Agrega: “Con los ojos buscaba algún rostro humano, incluso en el recuerdo, pero solo recibía el jadeo de mis perros […] No pensé que esto fuera posible, no pensé que los límites irrumpieran sin decoro”. Ante lo intolerable busca el sueño pensando que “la vigilia estaba en otro lado distinto a este escenario al desnudo”. Pero no: la vigilia está en Puerto Real en ese cuarto en medio de ruinas donde busca conciliar el sueño. Resuelve entonces: “al día siguiente daría mi último paseo”. Amanece y se dirige hacia El Desfiladero. Allí, hacia su flanco izquierdo, ve “el mar, mucho más abajo, la bahía cerrada de Playa El Muerto, que recibía las olas precisas, alineadas como un arco que avanzara sin flechas”. Piensa —lo ha hecho muchas veces— en cómo sería caer desde allí, en un resbalón, en si sobreviviría, en si lo haría Tizón, que se aparta peligrosamente de la senda; Tizón, al cual, in extremis, salva de la muerte tirando de la cuerda fuertemente “porque de pronto veo a mi hijo entre el vapor del aire y no quiero borrar el poco amor que me queda”. Aclara: “La muerte que quiero para hoy es la mía […] Las casas muertas, las calles vacías o la maleza desbordante ya son enteramente mías”. Es hora de sucumbir por completo, de devolver todo al paisaje, a la naturaleza, a los dioses, a los renacuajos, a los cáñamos. Puerto Real ha de ser entregado por su último guardián a la maleza total para ser reintegrado a la fuente —invisible, silente, inexorable— que fluye desde lo profundo. El mismo narrador ha de disolverse en sacrificio: “Pronto caeré hacia los mares y no saldré a la superficie. Esta bahía estrecha estaba destinada para mí”.

Al destino —“destinada” dice la voz— nos llevan nuestros propios pasos. Cuando los damos orientándonos con mapas errados y sin clara voluntad de dilucidar lo real y hacerle frente, el despeñadero se abre ante nuestros pies. Venezuela ya cayó en esa “bahía estrecha”, forjó su “destino”: el poder fue instalado en una casucha indigna ubicada sobre terreno inestable y los negligentes ciudadanos entronizaron la inconciencia. Pero… ¿hemos hecho todos enteramente nuestra “la maleza desbordante”? Porque, cuando ello ocurre —nos advierte “Cabo Negro”—, ocurre la muerte. Hoy estamos en los fondos oscuros de la mar. En ellos permaneceremos —“no saldré a la superficie”— si la maleza —la inconciencia— se posesiona de nosotros por completo.

La maleza no se ha posesionado de los venezolanos sin apelación. Al contrario: la hondura de la catástrofe y el dolor que nos provoca van secretando una agudeza creciente que nos propulsa a la superficie: valga “Cabo Negro” como prueba rotunda. En este relato, López Ortega osó ir al centro del laberinto y ponernos ante el minotauro: amasijo de sombras que exigen luz —conciencia— para su cabal integración. Pero encender esa luz reclama extrema valentía: las cartas de navegación usadas hasta hoy solo llevan a tormentas; debemos hacerlas a un lado. No podemos seguir viviendo entre mitos montados sobre leyendas que nos conducen a frustraciones sucesivas cuya acumulación ha desembocado en una catástrofe. Debemos atrevernos a romper los viejos espejos deformantes y tomar en nuestras manos uno que refleje nuestro rostro verdadero. Será brutal: no nos reconoceremos en los primeros instantes, acostumbrados como estamos a vivir entre máscaras y espejismos. Será doloroso: podría implicar el abandono de ídolos y relatos que han vertebrado nuestras vidas como venezolanos. Será salvador: nos pondrá en posesión de una fiel brújula.

El chavismo puede ser la estación final del desatino. O nuestro verdugo definitivo. Para que ocurra lo primero, hacen falta muchas linternas y revisar, honrada y minuciosamente, todos los vertederos de basura: buena parte de nuestro ser permanece a oscuras o ha sido descartado en beneficio interesado de relatos inconducentes. Debemos integrar todos nuestros factores si no queremos seguir construyendo sobre corrientes subterráneas que socavan toda posibilidad de un orden evolutivo. Y tomemos nota: no se trata en forma alguna de forzar una tabula rasa. Se trata, al contrario, de poner todos nuestros elementos ya existentes sobre la mesa y de buscar, con todos ellos en mente, una composición inspiradora y con verdadera tracción en el suelo de nuestro ser que impulse una nación integrada y vibrante. Esta es la tarea más urgente y necesaria. De no hacerla, el tiovivo del desatino dará, quizás, algunas agónicas vueltas más y terminará por llegar a un despeñadero definitivo. Pero, de hacer esta impostergable tarea, oso pensar que iremos —tras un profundo desconcierto inicial— haciendo gradualmente acopio de aplomo y sentido de orientación; que empezaremos a sentir poco a poco que la argamasa de nuestras obras es cada vez más cohesiva; que el pie, al fin, calza en el estribo; que la mano empuña la rienda con firmeza y que vamos, ahora sí, a un destino consciente.


*Kingwood. Antonio López Ortega. Editorial Pre-Textos. España, 2019.


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