José Ramón Medina y Fernando Paz Castillo | Vasco Szinetar

Por FERNANDO PAZ CASTILLO

José Ramón Medina: un poeta consecuente consigo mismo. Lo que no quiere decir, en modo alguno, que sea un autor, apegado por circunstancias literarias, a principios intransigentes de estética. Ya que por el contrario muéstrase, a lo largo de su extensa obra lírica, como un fino temperamento inquieto, en la vida y en su arte.

Su evolución y permanencia dentro de una ya larga y fecunda actividad artística —la que puede fácilmente observarse a través de los poemas recogidos en esta antología, 1945-67— es, por lo tanto, una evolución dentro de su propio cercado. Y sobre todo en lo que hay de raíz, de intimidad propia, con el inmediato pasado suyo. El cual ha llegado a ser, sin duda, como la semilla, manifiesta o furtiva, de su mejor poesía.

Y bien puede advertirse en los poemas de distintas edades —aquí recogidos y unificados circunstancialmente por el nexo del libro— que existen elementos permanentes, acusados o implícitos, en una gran parte de sus poemas.

Uno de ellos es la emoción fresca, aldeana, recóndita, con que mira todas las cosas, grandes o pequeñas de la ciudad y el campo: como el agua, el sol, la hoja, el viento, la cocina y los caminos andados o por andar.

Y otro, la casa compañera, ennoblecida por los sentimientos familiares de quienes la pueblan en la realidad o en el recuerdo. Porque todo hombre, y singularmente el poeta, no puede ser, en realidad otra cosa, en el breve presente de su vida, que un guion sensitivo, y por lo tanto actual y vigilante. El cual une un pasado, que casi le corresponde, a pesar de ser tan suyo, con un futuro que comienza a pertenecerle, aun cuando esté determinado ya para otros seres. Y la poesía vive, se nutre y prospera de lo que conserva o atrapa de esta o aquella realidad.

La unidad de la poesía de Medina demuestra la disciplina de un espíritu vigilante al respecto, aun dentro de apariencias que pudieran parecer contrarias, y que en realidad tienen que ser así en una obra poética plural, ya que todo poema es un estado de espíritu, al cual no puede siempre permanecer fiel el poeta.

No obstante lo dicho, en las composiciones de Medina, aun en aquellas más distanciadas por fechas o sentimientos, hay como un ambiente sosegado que las aproxima. Cosa ésta que cuando acontece, da vigor a la creación poética, puesto que la distancia es, en veces, vínculo más firme que la vecindad, ya que aquella ofrece sólo lo esencial, libre de toda mezquindad; en tanto que ésta permite ver ociosos pormenores.

Medina aparece en algunos de sus poemas con acento elegíaco, sobre todo cuando se refiere al pasado. Pero conserva, sin embargo, un sentimiento apacible de la vida. Y se muestra también campesino, más con sabor ciudadano. Y en esto no hay contradicción, ya que lo fundamental del poeta —lo que vino con él a la poesía que practica— no ha sufrido con las transformaciones, sino que más bien éste abre con ello, a través de los elementos incorporados a su propia existencia, hondos y vigorosos surcos para el sueño.

Las poesías de esta unidad antológica, tan sosegadas de expresión arrancan de una noche, epígrafe del primer poema; pero de una noche acompañada y compañera. En la que con reminiscencias del Cantar de los Cantares se acerca el poeta a la mujer —realidad y símbolo del poema—, y le confía: “La noche es larga y honda, cabellera de nardo. / La noche, como un niño, de pronto se sonríe. / Myriam; ¿oyes la dulce canción que dice el viento?”.

Y provoca sentimientos, por poéticos: vagos y sugestivos, la asociación de la palabra nardo, tan cargado su perfume de cálida sensualidad, a pesar de su simbolismo místico, con la sonrisa de un niño, junto a “la dulce canción que dice el viento”. Y luego se reafirma la sugestión bíblica con la siguiente frase: “Mira mi amor surcado por salmos y corderos”.

Cuando leo estos poemas, viene a mi mente el recuerdo —siempre un poeta recuerda a otros poetas— de Saint John Perse. Hay algo en todos ellos que me hace divagar por entre pensamientos sugestivos, como el siguiente, frecuentes en el autor de Vents: “Non pontL’ecrit, mais la chosemême”. Y, efectivamente, en la obra de José Ramón Medina, la poesía está, principalmente, no sólo en la forma, que en veces podría parecer un poco abundante y reiterada, sino aún más en las cosas mismas, que se renuevan con sentimiento y frescura propia, en cada poema, y en el misterio de cada palabra. Tal vez a ello aluda Ida Gramcko con el siguiente apunte que tomo de su hermoso prólogo: “José Ramón Medina ama lo que no se palpa: entrevé lo que está más allá de la retina”. O lo que conserva fiel, según propia expresión muy acertada, como un recuerdo amable para un día de tristeza.

Edad de la esperanza, 1945-47, dice: “Una campana, un ala, un verso me conducen a un pueblo. / En él habita dulcemente una edad de manzanas y riachuelos. / En él hay una senda de naranjos que florecen azahares y recuerdos”. En donde se ve que atribuye a la naturaleza, sobre todo a los vegetales, sentimientos humanos, como, por ejemplo, los naranjos que parece practican, en su propia senda, el arte de dar sus flores.

Y no hay que olvidar al sorprender esta unión de lo lírico y lo objetivo, la circunstancia de que Medina pertenece a las generaciones e nuevos poetas que buscan la fusión de la prosa y el verso; quienes desde luego logra, en este sentido, cosas bellas, cuando conservan, como Medina, dentro de su expresión amplia, un ritmo interno de poesía. Puesto que lo esencial de todo poema, así sea libre, no puede ser otra cosa que el canto.

La unidad poemática de Medina es fácil de observar. Por ejemplo, en el poema anteriormente citado, el río joven va por una edad primaveral. Es una de las primeras composiciones —como lo he señalado, de la antología—. Y en la última, se lee: “El antiguo río giraba entre las piedras, desposeído de sus altos fines de claridad”. Ello es, que aquel viejo riachuelo, retozón, como un niño sobre el césped, ha padecido el verano de la vida, y que agostado por la estación estiva ha perdido, ante los ojos que lo miran, su destino de claridad.

Pero este poeta, confiado en la poesía y en algo más, no deja de mostrar temor religioso frente al misterio que lo rodea, entre la luz alta y la sombra profunda. Y así lo expresa en la forma siguiente: “De todo lo creado sube Dios tembloroso, / en el misterio de las luces distantes. / Por el cielo nos llega el clamor de los días / caídos en la antigua caverna de las sombras. / Y el hombre —junco móvil en medio de tinieblas— pone su corazón al viento, escarba en su pasado”.

Y este junco móvil en medio de tinieblas, me trae el recuerdo del siguiente pasaje de Pascal, al par negativo y afirmativo del ser humano ante la naturaleza: “L’hommen’estqu’unroseau, le plus faible de la nature; maisc’est un roseaupensant”.

Más, todo ello concurre a confirmar la unidad de la poesía de Medina a que me he referido. Unidad rusticana y familiar con las cosas pequeñas, que se siente aun en las proximidades de Dios, de la muerte y de sus inquietudes filosóficas hondas. Unidad de forma y tendencia, que en veces acerca sus poemas a amplitudes narrativas, pero cargadas de signos. Unidad que es tanto más importante de observar, cuanto que se trata, aquí, de una antología que abarca un período de veintidós años. Es una labor poética, inquieta, íntimamente, que comienza con un canto de amor —otro de los elementos permanentes en la poesía de Medina—, y, como lo he señalado, con reminiscencias bíblicas; y concluye con un poema de verano, en el cual se lee: “Penetro bajo la suave desnudez de este sol / que me recuerda la ardiente batalla de estío”. Lo cual tiene acento de responso. Pero de un responso al que se llega, no por entre enlutadas cortinas, sino más bien a través de la claridad de un sol, melancólico y manso, surgido después de la lucha del verano.


*Publicado en El Nacional el 2 de agosto de 1969. Poesía plural, con prólogo de Ida Gramcko, fue publicado por Plaza&Janés, España, 1969.


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