Por IDA GRAMCKO

Algo conocemos de Teresa de la Parra, algo que no nos basta ni mucho menos porque es tan claro, encantador y tierno, es tan hermosa huella, que solo quisiéramos que su paso hubiese dejado muchas más sobre la tierra. O simplemente que su paso la hollase aún, en viva siembra. Que ella, la mujer, palpitase a nuestro lado, jovialmente quijotesca. No nos quedan sino señales: dos libros, un álbum de fotografías y unas cartas. Y también esos recuerdos de amigos y familiares entre los que asoma, fugazmente, en relámpago, su rostro ya inefable y angélico. ¿Acaso no sonríe aún, irónicamente, a través de la nostalgia como a través de un velo? ¿Acaso no nos está diciendo  —No crean lo que dicen…uno no es nunca una imagen—? Pero como ella, Teresa de la Parra, no puede ser sino esto: una visión, ha de perdonarnos los juicios aventurados que formulamos en torno suyo, no por ligereza, sino por ansia de conocerla. Como decía Rilke “la fama es la serie de malentendidos que se crean en torno a un nombre”. Así, la gloria la desfigura y la empaña la ausencia. Pero, ¿cómo hablar de ella, cómo quedarse en silencio? Entiéndase bien, sin embargo, esto de que no nos basta lo que nos dejó en humana y literaria ofrenda. No es que sus obras no sean reveladoras, no es que de ella se dude un instante que es la primera escritora de Venezuela y quizás de Sur América… Es que sin haberla conocido, nos hace falta su presencia y tan grande es lo que nos dejó que nos parece mezquino todo elogio, y cuando meditamos lo que habremos de decir es porque nos preguntamos: ¿será suficiente?

Aunque un escritor se deja conocer a través de lo que nos dice, aunque nos tienda la mano desde la página, presentándose, en amable entrega, precisamente porque ese saludo, epistolar o novelesco, nos anima y enciende, deseamos estrechar los dedos, quisiéramos oprimir las manos, ya exangües, de Teresa.

Uno no es nunca una imagen. Uno vivo es siempre más que la imagen que se deja. Pero tenemos que hablar imaginariamente. Para mí, Teresa de la Parra ha sido siempre una visión; alguien con rumor de alas en los cabellos. ¿Dónde señalar el origen de esta visión? En una fotografía. Teresa de la Parra está sentada en un sillón de terciopelo. Apoya la mano en la mejilla y ambas se funden en tallo y flor de adolescencia. Una corona ciñe su frente. Bajo la gran falda, de gasa o céfiro, los zapatos puntiagudos, las medias blancas, rielan, en las orillas del retrato, en manso oleaje transparente. No detuvo su curso aquella figura que comenzaba a intrigarme, y después de leer las Memorias de Mamá Blanca e Ifigenia, cayó en mis manos otra fotografía de Teresa. Había crecido, ya no era una adolescente. Me dio la impresión de que en el tiempo transcurrido la figura había cumplido años, cultivado sueños, lo mismo que un ser viviente. Esta vez, Teresa de la Parra posaba para uno de esos fotógrafos ingenuos que creían que un paisaje pintado a brochazos sobre un telón daba exacta sensación de naturaleza. Teresa se ampara bajo la sombra de un enorme sombrero y tiene entre las manos un gran ramo de rosas. ¿Qué se hicieron esas rosas? ¿En qué percha de muerte cuelga ya, como un pájaro herido, el sombrero?

Después, conocí las cartas. El género epistolar, íntimo, debió haber sido creado para Teresa, para sus manos conventuales que cuando escribían a los amigos desde el Sanatorio de Leysin, parecían hacerlo sobre cuartillas de nieve. Y volvieron las fotografías, en ronda persistente, y por lo mudas y significativas eran como las escenas de una película silente, de aquellas que mirábamos, cuando éramos niños, con los ojos muy abiertos. ¿Qué poder tienen las películas mudas, qué magia misteriosa, que pese a toda la técnica desplegada y a todo el innegable conocimiento de la película parlante, aún parece que nos llaman, sin hablar, como si nos llamara la infancia desde su silencio? Teresa de la Parra se alzaba en diferentes sitios, en posturas diversas: en Madrid, con mantilla negra, en París, en ese retrato de Freres en que luce sombrero de casco y bufanda pintoresca. Y era siempre una visión, una silueta irreal posada sobre mi mano, un duendecillo travieso que insistía en repetir: —No hagas caso de lo que ves… Uno no es nunca una imagen—. Entonces, ¿qué era? ¿Dónde estaba su voz viva, su dulce acento? Quizá todo aquel proceso que se operó en mí y que consistió  en irrealizarla, en hacerla cada vez más poética, haya sido un espejismo. Pero lo cierto es que Teresa de la Parra volvió a mí en uno de sus últimos retratos, con unas galas extrañas, luminosas, y uno de aquellos larguísimos collares con que gustaba encandilar su cuello. Parecía que la lluvia había caído sobre ella, sobre aquellas cuentas que, en júbilo de lágrimas, bordeaban su garganta excelsa.

Y no se piense que se intenta la interpretación de Teresa de la Parra a través de un vestuario, que se está eludiendo el bulto al amparo de sus antruejos. Estos, en verdad, no fueron sino un medio. Tampoco se diga que tales ropas y veladuras son pasadas de moda o decadentes. Para la insigne escritora, las modas no existieron. Lo que se pone de moda está, de hecho, muerto. Su estampa delicada, grisácea, es eterna. Y todo aquel vestuario encantador con que se nos aparece tiene sentido para mí y para ella. Para mí, porque fui convirtiéndola en hada muy lentamente. Y la convertí en hada porque surgía con galas de otros tiempos, porque lo que es añejo tiene una fuerza milagrosa incomparable con lo presente, es como una aguda punzada que se clava murmurando: ¡acuérdate! Demás está decir que en este plano ya no toman parte diseñadores ni costureras. Lo que toma parte es la pureza, lo que no está en contacto con nosotros, esa vida que es como la vida de una estrella. ¿Y qué sentido tenía para Teresa de la Parra? Una vez, al regresar de Europa, hizo su aparición con sombrero de “pena”. En uno de sus hombros caía, aleteando, el penacho oscuro, como la cola de un cometa. Nada ni

Nadie se le había muerto. Pero aquel sombrero enlutado, penumbroso, casi húmedo, casi gelatinoso en su trémolo, le gustaba extraordinariamente. Parecía absurdo, pero no lo era, como no lo es tampoco que ahora queramos ir en busca de Teresa de la Parra a través de unas señales: retratos, libros, cartas, recuerdos…

La última fotografía que miré fue la que tomaron en Leysin, ya enferma, hablando con un amigo. La habitación en que reposa es la antesala de la muerte. Por las paredes, sin embargo, no corren sombras tétricas. La nieve parece haber entrado en la habitación y subir a su lecho. Ya no la envuelven sábanas sino témpanos. Fue entonces cuando me di cuenta de que desde la primera fotografía que había caído en mis manos, Teresa de la Parra estaba muerta. ¡Tanto la había sentido vivir, crecer, levantarse a través de aquel desfile fotográfico, que me asombraba de pronto saber que nunca oiría su voz, vería su rostro, sentiría su paso. Su enfermedad duró días, meses… Y a mí me pareció sin embargo que su muerte había sido brutal, violenta. Se me moría vertiginosamente, en aquella fotografía blanca, llena de luces de invierno. Se me iba por las orillas de la cartulina, impotente yo para detenerla. Se me murió de un golpe, sin agonía, sin fiebre, y la fotografía se agitaba en mis manos, boreal, blanquísima como un cráneo de espuma y de ausencia.

Ahora, sé, pasadas las primeras impresiones, que Teresa de la Parra no es ya sino un haz levísimo de cenizas bajo la tierra. Ahora es, sin embargo, más que nunca, visión: Mamá Blanca, Ifigenia, doncella con ramo de rosas y adolescente con diadema, dama enlutada, o hada bajo la lluvia, en fin, que es ya un mensaje enviado desde el cielo.


*Artículo publicado en el Papel Literario en la edición del 1 de septiembre de 1947.


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