Por ALEJANDRO REIG

En el mismo río entramos y no entramos,

 pues somos y no somos [los mismos]

Heráclito

La expedición de 1951 que estableció el nacimiento del río Orinoco en la sierra Parima es un episodio pendiente de revisión en la historia de la modernidad venezolana, cargado de paradojas que sugieren diversos caminos de investigación. Entre las dos paradojas más importantes que saltan a la vista se encuentran, por un lado, su nombre —aunque llamada Franco-Venezolana, estrictamente hablando, fue un esfuerzo de logística, conducción y financiamiento del Estado venezolano, y solo la idea es francesa, surgida de un grupo de jóvenes exploradores— y por otro, el hecho de que buscó las fuentes del río siguiendo el camino fijado por la tradición, sin intentar resolver con mediciones hidrográficas una polémica con siglos de historia, en la cual se señalan otras posibles fuentes —que habrían hecho nacer el Río Padre fuera de las fronteras patrias—. Estas dos paradojas sirven para subrayar el carácter más político que científico del emprendimiento, e invitan a explorar su inserción en el momento histórico del cual forma parte, la década del Nuevo Ideal Nacional. Creemos que una exploración como esta podría iluminar en el futuro aspectos de esta etapa de nuestra historia. Sin ir más lejos, resulta evidente que la Expedición del 51 se inserta en un momento importante de la exploración moderna del sur venezolano, y quizá forme sistema con otros emprendimientos exploratorios de la década militar, que dieron impulso a la prospección de recursos naturales de la Guayana.

Puede afirmarse que más que una expedición de descubrimiento, fue una de apropiación y establecimiento geográfico: el Alto Orinoco había sido explorado por muchas otras expediciones precursoras, que la autora de este libro se encarga de recordar acertadamente, una de las cuales había llegado hasta el río Ugueto, afluente que puede considerarse ya en la zona de las fuentes. En términos propiamente hidrográficos, la expedición no resolvió una discusión sobre el nacimiento del río que nunca se ha cerrado, y que aparece en el siglo XVII es motivo de sucesivas exploraciones en los siglos XVIII y XIX, reaparece en forma novelada en El Soberbio Orinoco de Julio Verne y estudios hidrográficos contemporáneos dejan aún abierta.

En efecto, en 1990 las mediciones del Proyecto Orinoco como Ecosistema demostraron que el río con mayor caudal de los que aportan al Orinoco en la triple confluencia de San Fernando de Atabapo es el Guaviare, que nace en el páramo de Sumapaz en los Andes colombianos —y no el Atabapo ni el Alto Orinoco—. No es este el espacio para dirimir esta fascinante y antigua discusión, pero la traemos a colación para subrayar el carácter de la expedición del 51. Lejos de quitarle valor, esto realza su aspecto de fenómeno histórico complejo y determinado por diferentes variables. Convengamos, en primer lugar, que no es solo la ciencia quien tiene la palabra al determinar las nacientes de un río, sino también factores históricos, culturales, geopolíticos y estratégicos (hoy nadie afirma, pese a la hidrografía, que el Guaviare se llame Orinoco o que el Orinoco no nazca en el cerro Delgado Chalbaud). Convengamos también que a la naturaleza poco le importa donde digan los hombres que nacen sus ríos, si evidentemente cualquiera de ellos nace en miles de sitios de goteo, escurrimiento o resurgencia (¿por otra parte, no ha mostrado Claudio Magris que el mismísimo Danubio nace de un grifo?).

Lo que la hace, a mi juicio, una expedición fundamental es su importancia clave en la incorporación del Alto Orinoco a la conciencia geográfica nacional, en más de un aspecto: con ella se proclama un nacimiento del Río Padre, se penetra una de las últimas regiones con indígenas temidos, y se impulsa la exploración científica de la región y con ello su integración a la nación. Los encuentros de los expedicionarios con los indígenas tuvieron probablemente el efecto de domesticar en la opinión pública la imagen de los Yanomami, entonces todavía temidos como salvajes y hasta antropófagos (ocupando un lugar equivalente al de los “Motilones” de la Sierra de Perijá, y antes los Cuivas de Apure).

La Psicosis Guajariba sobrecargó la expedición de armas, pero aparte de algunos hurtos menores, el viaje, en el cual se distribuyeron abundantes bienes entre los indígenas, debe haber traído de regreso tantas historias pacificadoras como expedicionarios. Testimonio del incremento exploratorio después de la del 51 son las expediciones del Rey Leopoldo de Bélgica, llevada a cabo en 1952 bajo la dirección de Cruxent, las de William y Kathy Phelps a la Serranía de la Neblina, la Expedición de 1958 en conmemoración del viaje de Humboldt, y muchas otras que siguieron a estas. Más que descubrirlas científicamente la expedición estableció políticamente las fuentes del Orinoco, siguiendo el curso prefijado por la tradición, y por las necesidades geo-estratégicas de situar dentro de los límites de Venezuela el nacimiento de nuestro río mayor y a la vez explorar el divorcio de aguas de nuestra frontera sureste con Brasil, frontera que, aunque establecida desde hace varios siglos, no había sido reconocida y delimitada físicamente.

Como aporte al conjunto de materiales para desentrañar los claroscuros de este fascinante evento de nuestro pasado histórico reciente, este libro de Juli Carbonell rescata la voz de uno de los protagonistas de esta expedición, el doctor Luis Manuel Carbonell, que cumplió las funciones de médico de la expedición, y que hoy por hoy es uno de los pocos expedicionarios sobrevivientes de la misma. Al hacer hablar a uno de los miembros de su “plana mayor”, este libro añade una muy necesaria contribución al pequeño conjunto de testimonios que la han narrado y añade perspectivas para revisar su trama humana y la naturaleza histórica y socio-política del emprendimiento.

Uno de los valores de este texto que se deja leer con fluidez es que mantiene las visiones del mundo de un expedicionario de la generación de Carbonell, y no moderniza su narración o enfoque abrevando en los conocimientos, estilos literarios y explosión informativa y retórica que se han producido en el mundo durante los 60 años que nos separan de la expedición. Como insertándose en un género de narración venezolana de antaño con sus sobrios giros descriptivos, algunos de los cuales han desaparecido del habla venezolana actual, el texto se emparenta con lo mejor de la tradición de crónica venezolanista, pero se aleja del tono moralista frecuente en textos de ese género. El hecho de que mantenga esta sintonía con la textura original de la voz de un venezolano de la generación de Carbonell nos permite percibir el aroma de ese momento histórico, su acercamiento a la selva, a los indígenas, la relación de la clase educada del país con el estamento militar, y otros matices de una forma de ver el mundo. Es por eso que, aun escrita 60 años después del evento histórico, funciona en más de un nivel (en el informativo, el perceptivo, el emotivo) como un documento histórico para revisar los contenidos culturales de ese momento.

Otro valor de este libro, que sin duda cumplirá la función de hacer accesible esta gesta descubridora al gran público, es la estructura que ha elegido la autora de intercalar el relato de la expedición con expediciones históricas como la Expedición de Límites, la de Humboldt y muchas otras, en los momentos en los que los expedicionarios están en puntos geográficos que fueron previamente visitados por aquellas expediciones. Esta estrategia narrativa cumple la función de otorgar contexto histórico a la expedición del 51, insertándola en una saga mayor de descubrimiento en el tiempo, y abrevia al lector el peso de un recuento lineal, pero a la vez otorga profundidad histórica al paisaje que nombra.

Julieta Salas de Carbonell / JJBlancoH © Letralia.com

Pero más allá de sus valores históricos y documentales, este relato es en sí mismo una pieza de literatura de viajes que se sostiene. Si hubiera que rescatar una de sus virtudes para destacarla por encima de las demás, podemos elegir la sobriedad: en una era en la que el panorama de las letras se halla invadida de escritura efectista y sobrecargada, este texto ameno y discreto, lleno de pequeños aciertos sensibles y descripciones que iluminan lo que cuenta, se agradece como una ráfaga de aire fresco. El texto hace accesibles sin explicaciones farragosas muchos detalles y aspectos de las tareas y procesos involucrados en una expedición de logística compleja como esta. Con una prosa que pone por delante el acontecimiento, la autora nos lleva en el viaje con los expedicionarios, y muestra aspectos que otros relatos han querido enmascarar: el hecho de en vez de ser una gesta heroica llena de peligros, fue sustantivamente un esfuerzo prolongado, de compleja y a veces equivocada preparación logística, físicamente agotador, en el cual las mayores tensiones, peligros y conflictos se incubaban en el paisaje humano y no en el geográfico. Esta visión también aparece en los relatos de Anduze y René Lichy, a diferencia del recuento hecho por Rísquez, que intenta sobrecargar las tintas del aspecto heroico. Esta sobriedad y elusión de la impostación provienen también sin duda de la fidelidad de la autora al testimonio del doctor Carbonell, cuyo carácter tranquilo y bonhomía no solo aparecen retratados en los otros testimonios publicados de los viajeros, sino que me fueron confirmados por varios de los quince trabajadores sobrevivientes de la expedición que pude entrevistar entre 1999 y 2001.

El relato está además salpicado con pasajes de otra Historia, distinta a la occidental. En efecto, el universo mítico indígena aparece en los testimonios de algunos de los porteadores, las más de las veces narrados a Marc de Civrieux, geólogo de la expedición que luego se convertiría en etnógrafo de los ye‘kuana, entonces conocidos por los criollos como maquiritare. Estas voces añaden otro timbre al contrapunto narrativo, que si bien nunca se convierte en un discurso alternativo, sí se agrega al contexto de fondo y nos recuerda que los primeros descubridores de estas tierras las conocieron, narraron y parafrasearon en su mitología desde hace milenios. Este gesto de la autora, y del expedicionario que transmite su experiencia a través de ella, no es un gesto menor. La convicción de la que surge puede reconocerse también en la molestia que Carbonell expresa ante el atropello toponímico que Rísquez comete una y otra vez con la geografía indígena, al bautizar picos, saltos y ríos con nombres no solo patrios —procedimiento comprensible, dado el carácter de incorporación geográfica nacional de la expedición— sino también con nombres familiares, con actitud típica de conquistador que antepone su propia experiencia al valor de las experiencias que ya han dado sentido humano a los territorios que este pisa por primera vez.

Sin necesidad de convertirse en antropólogo, Carbonell y otros de los expedicionarios expresan aquí el corte fundamental entre el temperamento científico y el temperamento militar: el uno apegado a la realidad y comprometido con el conocimiento de sus propias reglas y contornos y el otro imponiendo sobre ella los ritos y gestos de un grupo social que se autoproclama forjador esencial de la nacionalidad, como si esta no fuera más bien producto del esfuerzo constructivo de muchos grupos humanos. Esta tensión entre el espíritu científico y el espíritu militar, que ya he señalado en otros textos, acompaña toda la expedición, y las visiones del entonces joven médico que nos llegan hoy por primera confirman su lugar entre las líneas de sentido que dan forma a esta empresa descubridora.

Sentido común, serenidad y rechazo al pathos militar: estas son algunas de las texturas que definen la voz y la posición de Carbonell. Y la autora, con la honestidad de los buenos cronistas, ha logrado adecuar su propio estilo a esta sobriedad. El lector interesado puede también visitar los otros testimonios para contrastar visiones, cada una con sus propios valores: el de Rísquez, relato de un espíritu tensado entre su propia sensibilidad y educación y los constreñimientos del ethos militar. La voz de ese impenitente librepensador que fue Anduze, un enamorado de Amazonas que volvería luego al territorio para ser su gobernador. La crónica de Lichy, que da fe del costado amoroso de la pasión del científico por la naturaleza. El relato de Grelier, que nos revela el romanticismo de los jóvenes franceses del grupo Liotard y la ironía bon vivant con la que resistían el haber quedado atrapados en una empresa militarizada.

Aquí tenemos un relato de los logros, desventuras y peligros del viaje, su sobreesfuerzo, sus contratiempos, la resistencia del contingente civil al paso militar que su líder quiere imponerle, su desorden y los intentos por dominarlo, el ofuscamiento y los conflictos, sus momentos de humor y expansión. Y al elegir una mirada cercana a las cosas mismas, sin engalanarlas con adjetivos ni heroicidades y a la vez presentarnos el avance expedicionario en el espejo de las expediciones históricas desde fines del siglo XV hasta el XX, Juli Carbonell deja emerger en el texto mismo y delicadamente la grandeza de lo que fue una gesta descubridora con un lugar asegurado entre los hitos de la historia moderna venezolana.

Sin sobrecargar las tintas, la narración ofrece una suerte de serena fenomenología de la expedición: las maniobras físicas involucradas en su avance, las conversaciones, las apariciones de animales, plantas, las manifestaciones y comportamientos diversos del río, fenómeno elemental y misterioso como pocos, si recordamos a Heráclito. Hay tanta sobriedad como alcance expresivo en la narración de la belleza de los lugares, de las actitudes de los indígenas, de las motivaciones del variopinto grupo de expedicionarios, y esta economía y dosificación son virtudes evidentes del texto, que está salpicado de recuerdos sensoriales y notas del propio Carbonell, logrando mostrarnos el sentir del viaje para este médico de solo 26 años al cual le tocó nada más y nada menos que responsabilizarse por la salud de un batallón de expedicionarios atravesando una selva desconocida durante meses. Aquí y allá aparece discretamente, por momentos, la ansiedad del médico ante la tarea encomendada.

Pero volvamos, para concluir, al tema de los nombres, de las palabras que fijan la experiencia en el recuerdo y la convierten en bien, que puede compartirse con otros. Así como se nos muestran en el texto los desaciertos del intento de una toponimia a veces patria, a veces familiar y siempre vanidosa (que sin embargo nos dan un vivo testimonio del espíritu de la década del Gran Ideal Nacional) aparece también una toponimia más noble y humanamente entrañable de la expedición, a la cual puede perdonarse su competencia con la indígena (que no tenemos documentada pero sin duda está en su sitio): se trata de esa serie de bautizos al pasar que se van desprendiendo de los acontecimientos del viaje, al pulso de los sudores, resbalones, mojadas, hundimientos, pérdidas, golpes, raspones y accidentes del grupo humano que avanza por el río y la selva. El Esfuerzo, la Mantequilla, la Isla de las Hormigas… dejo al lector el descubrimiento del resto para que pueda internarse por sí solo en el relato de las hazañas y claroscuros de este variopinto grupo de expedicionarios empujados por una misión común, pero sin duda con motivaciones muy distintas. He aquí otro ejemplo de la complejidad de cualquier fenómeno humano, que esta vez nos llega en la historia de una de las aventuras fundadoras, uno de los cabos antes sueltos y a partir de 1951 tejidos y anudados, del tapiz de la nacionalidad (1).


(1). Cuántos saltos, islas y raudales identificados en la nueva cartografía de la expedición con nombres sugeridos por su propia peculiaridad o de antiguos geógrafos, cronistas y exploradores: Raudal del Esfuerzo, Raudal de la Curva, Gran Raudal, Salto Michelena y Rojas, Islas Porfin, Raudal El Laberinto, Caño de la Coromoto, Raudal del Quinto, Isla de los Tiestos, Salto Díaz de la Fuente, Salto Bobadilla, Salto Solano, Zona de raudales Cajigal, Los Muchachos y Monserrat, Salto de Las Academias y Salto Arístides Rojas, entre otros.

*El texto de Alejandro Reig fue escrito en 2011, para recordar el 60 aniversario del descubrimiento de las fuentes del Orinoco. Ha sido incorporado como prólogo a la edición de El misterio de las fuentes. La saga del Orinoco. Julieta Salas de Carbonell. Biblioteca Julieta Salas de Carbonell. Editorial Ítaca C.A. Venezuela, 2020.


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