Por JOAQUÍN MARTA SOSA

Escribir a 5º bajo cero ignoro si es una hazaña pero resulta extremadamente complicado. Es a esta temperatura a la que estoy escribiendo, cerca de un mar que se dedica a radicalizar la invernalidad de la estación.

Pero la hoguera que es esta novela de Mori Ponsowy (La nueva vida de Valdi Bonetti), me coloca a muchos grados por encima de la que el oleaje marino se empecina en regalarle a quienes todavía no la han leído.

Es una hoguera (o varias) porque su historia, a pesar de vertebrarse alrededor de un personaje excéntrico, inaudito, creado y llevado con tal pulso que al final (sospecho) es él quien lleva de la mano a la autora. En la novela misma, de pasada, se deja caer una confesión que sazona esa perspectiva.

Y, como casi siempre en la vida de los que pertenecemos a esta especie, la humana, ese afán de hacer y de quehaceres es de tal magnitud que inevitablemente, queriendo ir hacia el futuro, aterriza en el pasado.

Ocurre que Catello, alter ego de cualquiera de nosotros, reemprende el intento secular de crear una máquina capaz de perpetuar el movimiento. Y Valdi, desde una periferia asombrada, asiste a esa nueva tentativa. Sí, es otra no porque sea una más sino porque es distinta. De lo que se trata, entre Catello que hace, deshace y rehace, y Valdi que mira esos haceres enteramente seducido, es de convertirse en dioses pues dar con el movimiento perpetuo significa crear la vida perenne, la inmortalidad.

Así que, entre excentricidades, frágiles amores (como en el fondo lo son todos), tanteos más desde la pasión que desde la razón (rasgo que define todo lo humano, incluso al aburrimiento de ir al barbero o de limarse las uñas), lo que de verdad está en el fondo de ese viaje, que emprenden todos los días, es anular la muerte.

En todo lo que toca o lo toca (como actor de teatro devenido en Napoleón, como inventor insuperable de campañas publicitarias), ese personaje se transforma en otro. Resucitar a Napoleón es capturar un modo de inmortalidad. Introducirse en los circuitos emocionales del consumidor es darle homogeneidad a la vida, podarla de sus complejidades, rasgo indispensable para la inmortalidad pues ella es lo que sigue siendo idéntico a sí mismo y sin cambiar. Los mortales somos, pero cambiamos tanto que en ese trance se nos agota la vida.

Mas todo deriva en fracaso. El amor es frágil, la paternidad desmedidamente exigente, la desaparición inexplicable, la mortalidad terriblemente amenazadora, y su cara inversa, la inmortalidad, ni por equivocación se nos pone al alcance de la mano. Deriva esta que termina por seducir a la propia novelista (y al lector) y exigir un lenguaje de enorme precisión (por ejemplo, nunca he leído un inventario tan exhaustivo de las herramientas y maquinarias e instrumental que se requieren para fabricar helados), así como una estructura narrativa con tal capacidad para sumergir todo tu cuerpo en una historia relatada de un modo que, repentinamente, caes en cuenta que cuanto lees se convierte en imagen: tus ojos no leen la novela sino que miran, desde el centro mismo, de ella todo lo que sucede: rasgos de personajes, circunstancias, emociones. En efecto, La nueva vida de Valdi Bonetti es una novela intensamente cinematográfica. Y este es el zumo que entreteje realismo e imaginación, fantasía y verdad. Lo que ocurre, y a quiénes, lo vas viendo, pero es ficción. Y esa ficción que tus ojos (que asumen tu cuerpo y alma) ven cuando te permiten traspasar palabras, oraciones, párrafos, capítulos, hasta tocar el fondo más profundo de sus aguas, devienen en una verdad tan definitiva y definida que nada es tan verdadero como esa ficción alcanza a serlo.

Además, no deja que se escape el contexto, especialmente el venezolano de hoy con sus penurias, sus carencias, sus desesperanzas, sus ansiedades. Es decir, los personajes son de un tiempo y de un lugar, justo lo necesario para que una obra (más allá de ser comprometida o no) te comprometa en un sentido radicalmente ético y humano: lo que se presenta y rodea a personajes, peripecias y pasiones, allí está, y dentro de ellos. Puedes cerrar los ojos y hasta la mente, y allí seguirá estando.

Dicho como lo plantearía un maestro que hace años me llevó por primera vez a las costas de la literatura: escribir no solo es descubrir y presentar el ser, lo esencial, sino también (y de modo principal) el estar, el lugar y el tiempo que ocupamos y que nos ocupa.

Al concluir su lectura, creo más en el dicho árabe (“somos más hijos de nuestro tiempo que de nuestros padres”), pues la vida, vieja o nueva de Valdi Bonetti, en lo que tiene de desmesura, de cuasi caótica o errática, nos conduce muchas veces a añorar como él (“lo que quiero ser es lo que fui”), pues a donde nos arrastra el vivir (el porvenir, el futuro) es a un lugar (a pesar de que para ese entonces no nos hayamos mudado de sitio) que ya no es el mismo de hoy ni de mañana ni del pasado.

Esa es, quizás, la reflexión implícita más lacerante de Valdi, la nueva vida siempre es, tramposamente, vieja. Pues esta novela que por el camino se va transformando, reformulando (es mi sospecha), te deja esto en las manos: “Lo que importa está aquí. Tu deseo de hacer aquello para lo que has sido llamado a esta Tierra.”

Ahora bien, ¿quién sabe a ciencia cierta a qué hemos sido llamados? Los que tienen la seguridad de hierro de que sí lo saben suelen ser los más peligrosos especímenes, los más amenazantes. Stalin era uno de ellos.

Finalmente, este nuevo título de Mori Ponsowy la muestra como una novelista asentada y definitiva, da para leer, sentir, ver y cavilar. Por eso se puede escribir sobre ella a 5º bajo cero: sus hogueras vigorosas derrotan cualquier gelidez.


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