“Para mí, que no sé pensar, la guerra empezó hoy

frente a la casa del abuelo”.

El barranco

La poeta y narradora cubana Nivaria Tejera nació en 1929 pero vivió su infancia en la isla de Tenerife. Si bien transcurrió su vida entre ambas islas y París, publicando sus primeras novelas en Cuba, la memoria temprana de la Guerra Civil Española durante la que su padre fue preso político, no la abandonó jamás.

El barranco, la primera novela de Tejera, acerca a quien lee a los estragos de la guerra desde un lugar muy familiar, confortable, y a la vez lejano, enrarecido: desde la perspectiva de la infancia, época en la que todo descubrimiento fundamental ocurre, en la que todo es novedoso, incluso el dolor, y en la que cada experiencia es enfrentada con apertura y valentía: las niñas y los niños descubren así. Al mismo tiempo, la oscuridad es cercana a la niñez. Es esa misma condición de apertura y valentía la que permite que una niña cruce fronteras y mire el horror de frente.

En esta novela, guerra y niña carecen de nombre propio, de demarcación histórica y edad, de características que las distinga. Y es que hay un plano, el más esencial, en el que cada guerra es todas las guerras. En el que cada niña es todas las niñas. En el que cada trauma se hermana a todos los traumas, obligando a la infancia a transitar hacia la adultez de manera inevitable, en un abrir y cerrar de ojos.

“Han pasado las horas. Siento que he cumplido entre ellas muchos años a la vez. Miro las cosas como quien las extraña. Parecen no estar. Este patio es de una casa. En ese patio hay un árbol de nísperos, una tinaja de agua, aquella es una cabra negra. Casa, tinaja, patio, cabra negra, árbol. Si me cubren los ojos puedo indicar sin equivocarme: ‘árbol, cabra negra, patio, tinaja, casa’. Pero igual que si me borraran la memoria y me extraviaran lejos, muy lejos. Oigo seguido: ‘guerraguerraguerra’ como si esta palabra tuviera martillo”.

Cuánto de autobiográfico tiene este libro no lo sabe quien lo lee, tampoco merece la pena intentar saberlo, resulta un dato inútil, innecesario. Baste saber que Tejera narra una experiencia de la que fue testigo de primera mano al vivir en Canarias, en La Laguna, en la ciudad que recuerda según se lee en un texto suyo sobre la novela acá referida, como “ese cajón barroco, brumoso, ese terreno volcánico asfixiado de transferencias entre tejados musgosos que gestan los verodes, arbolillos en miniatura aspirando a abordar el infinito, desde los ojos de una niña… La Laguna, ciudad flotante de mi infancia –como decir de la memoria– continúa bifurcando el flujo y reflujo de tantas ambivalencias que pululan desde el tormento de la página blanca”.

Todo relato en reverso es siempre alimentado de ficción, es reorganizado por lo incierto y hasta lo imposible, por el humano empecinamiento narrativo que lleva a cualquier ser a preguntarse y responderse el porqué y el cómo de las cosas y los eventos ya lejanos. El pasado es un lugar (sí, es un lugar visitable, susceptible de recorrido espacial, con paisaje y emoción ligada a él) en el que todo cuento, así como una foto rota o un dibujo rasgado, puede rellenarse, completarse, ajustarse, volverse verosímil. En este proceso, lo mucho o poco de realidad, lo mucho o poco de recuerdo, cambia inevitablemente. Por otra parte, cuando lo relatado es recuperado desde la adultez, la experiencia y con suerte la madurez que solo el tiempo puede ofrecer, hacen su parte.

Con todo y esto, en El barranco la memoria y la ficción son re-construidas, re-confabuladas, en una narración que no abandona lo fragmentario, que procura en cambio mantener un discurso roto que de cuenta del trauma de la guerra, pero también de lo lejano del evento que intenta rescatar; además, mantiene así vibrando la mirada infantil misma, que aún cuando clara y abierta, no necesariamente conecta hechos, eventos, sensaciones, sino los describe desde la propia piel, desde los sentidos más elementales: (casa, tinaja, patio, cabra negra, árbol). Y hemos dicho elementales, que no fáciles o simples, que no superfluos o vanos. Esta niña da con la guerra o la guerra da con ella. Esta niña sabe que envejece a la velocidad del rayo desde el momento en que guerraguerraguerra, y pierde al padre. “Yo tengo frío ahora. Yo tengo miedo ahora y lloro. No quiero oír más, no quiero. Me iré a mirar en el espejo. Ante él me voy vaciando, vaciando, y después aparezco de nuevo al fondo separada de mí”. Tejera se aleja de la novela lineal, se aleja de la novela cuya narración se desplaza entre los hechos para llegar a un desenlace final de manera inequívoca, y por lo contrario encuentra en la narración archipiélago, en lo pulsante y en la imagen poética, la reconfiguración de una isla. Dicen los isleños que su condición la llevan por dentro, y por siempre. No cabe duda de que este es el caso de Tejera.

La persecución y el encarcelamiento definitivo del padre, la lejanía progresiva “… el momento de vernos, acomodarnos allí como si fuera un placer, sonreír y dar vueltas y otra vez fila para quedarnos mudos, inmóviles, mirándonos, mirándonos. Hasta que ya nos acostumbramos, sin palabras, sin esperanzas de que pronto no sea más así”; esta desesperanza, es la llave que condena la infancia y la ingenuidad propia de este tiempo, a su cerradura. No hay transformación progresiva hacia la juventud. Hay el final de la niña, la muerte de la niña simbolizada por el asesinato de un gato que es su contraparte. “Por eso, para vengarme, te estrangulo. Sí, ahora que me lamiste ya no puedes seguir siendo un gato… Ya no tienes cuerpo, ¿me oyes?, y el mío es de mentira. Lo que pertenece, lo que no pertenece: basura, basura. Asfixio un gato porque no puedo apagar los mil ojos que saltan sobre mi almohada en el momento de dormir, cada noche, cuando quiero salvar a papá y no puedo. Los niños y los gatos ignoran la maquinaria de una cerradura, de un uniforme, de una guerra, de todo lo que es malo como una cerradura, como un uniforme. Las puertas no se gastan y papá ya nunca podrá salir”.

Ante la perspectiva del juicio a su padre, dice la pequeña: “Mi destino no es igual al de los otros niños (abuelo me lo dijo una vez) y como los niños no conocen de leyes, ellos, los de la justicia, no dirán nada en contra de mí. Y yo sabré confesar cosas de papá que yo sola sé, de cuando él me dormía o jugábamos…porque me he dado cuenta, como dijo tía, de que un niño asusta y conmueve, y demás que siempre resulta desconocido y lo respetan por eso”. Es esta la guía de Tejera, es esta la autoridad en la novela. Así como la protagonista se sabe poderosa por ser niña, así mismo se maneja Tejera navegando sobre aquella voz, sabiendo que logrará iluminar el azul del mar entre las islas. Y es tal vez por esto que se hace imposible soltar el libro: la potencia del marginado en su historia mínima es ilimitada. “Distintas voces hablan de bombardeos y muertes ocurridas únicamente por la telita de la radio, parecen estar junto a mí y pedir auxilio. Entonces me coloco muy cerca y escucho”. La niña escucha, acude, oído atento pegado a la guerra. La niña mira, ojo alerta: “Quedan solamente las rendijas, lo que sucede junto a ellas”. Esta novela está contada desde el oído pegado a la radio que un día deja de emitir “comunicados”; desde el ojo pegado a la rendija.

En tanto, la pobreza cada vez más lastimosa, el alimento menguante luego de la muerte del hermano menor y la disminución del tamaño de la familia, unos zapatos vergonzosos de suela de madera que suenan tac-tac, una niña que se cae o teme caerse constantemente, muestran las muchas formas tomadas por la guerra, revelan que el encarcelamiento o la muerte a manos del bando contrario, es solo una de sus tragedias. “Lo que asoma ahora por las rendijas (del vestido de la madre) son sus huesos”.

Una madre se deja caer en la grama en silencio, no puede siquiera moverse “Mamá se ha quedado tiesa, tiesa, al fondo del espejo”. Y así, con la muerte del hermano y la penuria progresiva de la madre, va quedando huérfana la niña. Va olvidando que alguna vez estuvo esperando a su padre volver. “Hemos recibido un telegrama. Mamá no se atrevió a abrirlo. Sacude en el aire el sobre transparente que asoma borrosa nuestra dirección. Al hacerlo él suena como un cristal que se rompe… No, mamá, él no ha de volver, él está dentro de un cuchillo que va a parar al polvo y yo estoy allí con él”. Así se va volviendo todo débil y translúcido, así se va volviendo todo borroso, así se van diluyendo los cuerpos en el torbellino del dolor.


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