Francisco Massiani
Francisco Massiani | Archivo

Omar Osorio Amoretti

“Como un rey oriental el sol expira”, tales eran las palabras que Alfonso Reyes utilizó en uno de sus trabajos icónicos para explicar el funcionamiento de la literatura. Por alguna correspondencia aún oculta para mí, me parece que dicha imagen podría calzar a la perfección para comprender el paso de ciertas generaciones de escritores en nuestra historia, especialmente aquella que figuró en la década de los sesenta, pues poco a poco somos testigos de cómo esa galaxia de plumas rutilantes nos deja de manera parecida a aquel monarca del símil anterior.

Este año el astro al que le tocó cruzar ese horizonte se llamaba Francisco Massiani.

No escribiré una biografía. Tiempo habrá para que los investigadores indaguen en el Massiani histórico, soterrado, como ocurre con todos los buenos autores, por el culto que su obra estimula en la lectoría. Quisiera, eso sí, señalar aquellos elementos que hacen de Piedra de mar (1968) un hito de la cultura nacional desde el plano literario.

Es por ello que eventualmente no podré evitar hablar del hombre, aunque me concentre en el libro. Porque detrás de cada palabra hay un cuerpo que la ejecuta y estos no pueden separarse, como el baile del bailarín.

Tengo la impresión de que Massiani ingresa al campo cultural de Venezuela con la marca propia de los outsiders. En varios sentidos es un extranjero: luego de años viviendo en Chile, España y Francia, se establece en el país rozando la veintena.  Es un ferviente hincha del fútbol en pleno absolutismo beisbolero. Además, salta a la fama muy joven en un entorno donde las grandes figuras tienden a ser mayores, algo que compartirá con la nueva camada emergente.

No menos anómala resulta la forma como su primera novela cobra vida, pues nace –valga la contradicción– sin haber realmente nacido. Es lo que se desprende cuando se conoce que le había contado la historia de la misma a Guillermo Sucre (y hasta ofrecido el manuscrito) sin haber escrito una sola palabra. Pero, quizá sin estar consciente de eso, Massiani no pertenecía a la estirpe de “los inacabados” acuñada por Luis Correa. El original cobraría forma en año y medio para comenzar a formar, cincuenta y un años después, parte del canon nacional de la novela.

Después de todo lo dicho debemos tomar el toro por los cuernos: ¿cuáles son los méritos, a fin de cuentas, de los que se hace acreedor desde una mirada crítica?

Pienso que el primer punto resaltante de Piedra de mar está en ser una pieza que se impone en el sistema literario hegemónico a pesar de surgir desde una posición periférica. Desde finales de los sesenta y especialmente en los setenta, la creación está dominada por la vertiente experimentalista, esa que atenta contra el modelo clásico de composición narrativa, hasta el punto de que Verónica Jaffé para categorizarlos no tuvo más opción que tildarlos de “relatos imposibles”. El texto irrumpe en contra de esta tendencia dominante ya que, al menos en términos estructurales, tiene una naturaleza lineal en la elaboración de la anécdota. Y no se trata del acto azaroso de un recién llegado a la “movida literaria”, sino de la concreción de una poética de la sencillez firmemente arraigada. Tan consciente se está de esta situación que Corcho, el personaje principal de la historia, atiza su verbo en contra de aquella Hermandad del Sinsentido:

“Me quedo recordando y recordando episodios desorganizados que sólo servirían para un cuento de los que se escriben hoy en día, que no son más que larguísimos crucigramas, que sólo pueden ser entendidos por el infeliz que los parió. En serio. Palabra de hombre que me parece una canallada. Un acto mezquino, un egoísmo sin límites, eso de estar fabricando estilos o rompecabezas para dárselas de brillante o superoriginal. A veces (porque no es la primera vez que ociosamente pienso en estos asuntos) creo que se trata de no tener ya nada que contar”.

Pero tampoco estamos ante una estética realista propiamente dicha. Es acá donde percibimos la riqueza que nos traen las paradojas. Porque, a pesar de la crítica citada líneas arriba, la novela emplea tácticas propias del credo vanguardista.

Dos aspectos resaltan en este sentido. El primero, de corte global, está en el carácter metaficcional de la narración. Y es que en el fondo la trama trata sobre el proceso de construcción de la misma novela llevado a cabo por Corcho, quien constantemente señala que acaba de escribir en su cuaderno eso que estamos leyendo en ese preciso instante de lectura. La historia, pues, adquiere un carácter autorreflexivo sin atentar contra la inteligibilidad del fondo novelesco, algo que, mutatis mutandis, había hecho antes Julio Garmendia en La tienda de muñecos (1927), específicamente con “El cuento ficticio”.

El segundo componente es la alusión a cuentos y personajes que conformarán luego parte del mundo narrativo de Massiani, algo que en términos más académicos se conoce como intertextualidad. Así, Piedra de mar tiene dentro de sí el anuncio (¿spoiler, quizá?) de lo que será “Un regalo para Julia”, ulteriormente disponible con la publicación de Las primeras hojas de la noche (1970):

“Estoy cansado, cansadísimo. Pero me da miedo dejar la cama. Quizás escriba un cuento que pensé hoy, cuando estaba en el café y no llegaba Flautín: se trata de un muchacho que espera a la novia con un regalo. Es el cumpleaños de la novia y el muchacho le compra un pollito. Se dice: <<Je-je. Tú nunca pensaste que te regalaría un pollito>>”.

Y tal vez esta mezcla que termina por fusionar los términos de realidad y ficción obedezca a la manera personal del autor de concebir sus criaturas imaginativas como una extensión transfigurada de sí mismo. A fin de cuentas, en el documental El señor de la ternura (2013) de Manuel Guzmán Kizer afirma esto, con lo cual al final de su vida bien pudo emular la leyenda de Gustave Flaubert y exclamar con ese buen francés aprendido en sus años juveniles: “¡Corcho c’est moi!”.

Si bien la siguiente afirmación ameritaría una pesquisa más honda, no creo equivocarme al considerar a Piedra de mar como una de las primeras novelas que le otorga protagonismo y originalidad a la figura del joven en tanto personaje autónomo, con fisonomía y rasgos propios. Es cierto que el personaje-muchacho está en la narrativa venezolana como mínimo desde el famoso “De cómo Panchito Mandefuá cenó con el niño Jesús”, presente en los Cuentos Grotescos (1922) de José Rafael Pocaterra. Sin embargo, hay una distancia abismal entre ambos exponentes con relación a su empleo.

Pocaterra explota los elementos discursivos correspondientes a los cuentos de Navidad (acá la impronta de Charles Dickens es notoria) para transgredir su función deleitante y así ejercer, a través de la ironía, una agresión a la sensibilidad del lector. En aras de obtener este fin, Panchito es el canal dentro de la historia que permite deformar el tono ejemplarizante y divertido por otro trágico, perturbador y no por ello menos sarcástico, toda vez que la idea de hacerlo comensal del Señor no por vía de recursos literarios fantásticos sino al costo de dejar los sesos desparramados en la vía pública por culpa de un conductor al que le vale madre lo que hizo es poco menos que un golpe burlón a la idea sacralizada que tenía la burguesía gomecista de lo que debía mostrar el arte con a mayúscula. En contraparte, Corcho, gracias a su construcción en primera persona del singular y un manejo adecuado del habla caraqueña de la época, es un ente libre de la tiranía del narrador-autor capaz de concretar una imagen generacional bastante fiel a la mentalidad de su sociedad. Lo mismo puede decirse de la oralidad en la novela, pues Massiani le da una jerarquía protagónica, con lo cual consagra un recurso cuyos antecedentes en el costumbrismo (pienso en “Un llanero en la capital”, de Daniel Mendoza) habían dado buenos resultados.

Finalmente, es necesario señalar que estamos ante una obra con escuela. A la luz de los tiempos que corren, sería imposible comprender la existencia de textos como El libro de Esther (1999) de Juan Carlos Méndez Guédez o Blue label / Etiqueta azul (2012) de Eduardo Sánchez Rugeles sin haber publicado esta novela.


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